Capítulo 78

Birch cubrió la distancia que separaba la sala de control del edificio y el lugar donde estaba el generador en una docena de frenéticas zancadas.

Las luces que no estaban rotas brillaban ahora en la atracción llamada Aventura en la Jungla.

Pequeños animales salvajes con la pintura desconchada, estaban alineados en una pista estrecha que comenzó a moverse cuando Birch la alcanzó. La procesión de aquellas criaturas, lo suficientemente grandes como para sostener a los niños que eran sus usuarios, desfiló frente a él, y el inspector saltó hacia el centro de la comitiva y desde allí hacia la puerta del fondo. Esta, era prácticamente invisible a primera vista, pero Birch encontró el pomo y lo hizo girar con la pistola en la otra mano, preparado para lo que pudiese encontrar dentro.

El inspector tragó saliva y entró.

Un pasillo estrecho, de unos veinte metros de largo, conducía a otra puerta.

Vaciló, para después avanzar. El ruido del generador se mezclaba ahora con los sonidos de la jungla y el de la maquinaria de la atracción detrás de él.

Al acercarse a la puerta de la sala del generador, el corazón del detective comenzó a latir más fuerte. Llevaba la pistola firmemente empuñada. Se apoyó contra una de las paredes del pasillo y se acercó despacio a la puerta.

Del lado opuesto sólo le llegaba el bullicio del generador.

Inspiró hondo y abrió la puerta con un golpe, llevaba la pistola en posición de tiro.

La sala del generador tendría unos cincuentas metros cuadrados, y la máquina estaba en el centro.

Olía a aceite y a combustible, pero otros olores penetraron también por las fosas nasales de Birch: el olor a sangre y a excrementos. También el olor inconfundible y penetrante de la cordita.

En la pared había una docena de agujeros de bala.

«Los disparos que oímos por la radio».

—Mierda —gruñó Birch entre dientes.

Los dos hombres de la Unidad de Ataque que habían entrado en la sala estaban muertos. Uno de ellos estaba tirado boca abajo en el suelo, con los dos brazos extendidos. Por la cantidad de sangre que había a su alrededor, Birch dedujo que había sido degollado.

El detective se arrodilló junto al cuerpo y le levantó suavemente la cabeza, cogiéndolo del cabello para hacerlo.

Con ese movimiento, las pocas tiras de piel que mantenían unidos la cabeza con el cuello se rompieron y el cráneo entero se desprendió. Durante unos segundos interminables, Birch se encontró mirando una cara ensangrentada, de ojos desorbitados que miraban al vacío.

El detective dejó la cabeza y fue hacia el otro hombre de la Unidad caído contra la pared.

Dos golpes de un arma increíblemente afilada lo habían matado. Los dos en la cabeza, y cada uno de una fuerza tan tremenda que prácticamente le habían partido el cráneo en dos. Grandes pedazos de masa cerebral de un rosa grisáceo asomaban por las terribles heridas, y parte de ellos habían salpicado hasta el regazo del muerto.

Birch ni siquiera se molestó en tomarle el pulso.

La sala parecía un matadero.

Miró cautelosamente alrededor para asegurarse de que el asesino no estuviera aún en la sala. Se preguntó cómo había podido entrar y salir del lugar del crimen.

Sintió una cosa caliente y húmeda caerle sobre la mano y comprendió que tenía la respuesta.

En el techo había una trampilla de madera, y sangre espesa se derramaba por sus bordes. Desde algunos puntos caían gotas al suelo. Birch apuntó a la trampilla y por un momento se mantuvo en esa posición. Después, con la mirada puesta aún en el techo, cogió la radio.

—Steve, escucha, soy yo —dijo, obligado a levantar la voz a causa del ruido del generador.

—Sí, jefe —respondió Johnson.

—Los dos están muertos. —Birch miró los cadáveres de cerca, los ojos se le entornaron un poco—. Se ha llevado sus armas y sus radios. Es probable que nos esté escuchando. —Birch apretaba su receptor con tanta fuerza, que parecía como si fuera a partirlo en dos—. ¿Me oyes, bastardo? —gruñó—. Voy a matarte, pedazo de mierda, ¿entendido? —Siguió mirando la radio, los músculos de la cara se la habían tensado. Luchaba por controlar la respiración—, Steve, estoy volviendo. Me parece que sé cómo hizo para coger a los dos por sorpresa. Creo que he adivinado sus movimientos. —El inspector se encaminó lentamente hacia la puerta, con la mirada aún clavada en la trampilla del techo. Al llegar al umbral, miró una vez más a los dos cadáveres, después abandonó la sala dando un portazo tras él.

Dentro, el generador seguía zumbando.

Birch miró la radio. Después, con un gruñido de cólera, la arrojó contra la puerta.

La radio golpeó contra la puerta y se rompió.

Birch se dio la vuelta, blandiendo aún la pistola. Echó una mirada al parque para controlar el camino hasta la sala de control.

«Con tal de que el bastardo no te esté mirando, listo para dispararte una ráfaga con una de las metralletas que les quitó a esos pobres diablos a los que ha asesinado».

Los ruidos de la atracción de la jungla retumbaban en sus oídos. Los animales pintados seguían girando.

Birch aceleró el paso hacia la sala de control.

Mientras corría, esperaba oír de un momento a otro los disparos del arma automática que lo habrían liquidado.

Oyó una carcajada atronadora y levantó la mirada hacia la izquierda.

La figura del marinero metido en la caja de cristal que estaba encima de la entrada de la Casa de la Risa se había puesto en marcha al volver la electricidad.

Era su carcajada burlona lo que el inspector había oído.