Con un movimiento puramente instintivo, la mano de Birch se deslizó en una fracción hasta aferrar la culata de la 459.
Mientras sacaba la pistola de su funda, comprendió que la figura que estaba frente a él había tenido todo el tiempo del mundo para dispararle al menos un tiro antes de que él pudiera usar su arma automática.
En esa fracción de segundo, muchos pensamientos pasaron por la mente del policía. Miedo. Angustia. Vergüenza, incluso.
Qué manera más idiota de morir. Sin estar preparado. Mirando al asesino a los ojos.
Pero la figura que tenía delante no disparó.
Birch tenía una pistola de nueve milímetros en la mano y estaba apuntando al hombre, ¿por qué éste no le había disparado? ¿A qué diablos estaba esperando?
El detective, a un metro de su adversario, estaba jadeando.
Miró al hombre que tenía delante. Los vaqueros y la camisa gruesa. El brillo oscuro, casi de cera, de su piel. La barba crecida. Las manos que aferraban el rifle. El índice de la mano izquierda estaba cortado por la segunda falange y el meñique le faltaba por completo.
El detective bajó la pistola y dio un paso hacia él.
Al hacerlo, vio las otras figuras y objetos que lo rodeaban.
Las ruedas de la carreta. La paja en el suelo. Las flechas incrustadas en el barril, detrás de la figura.
La figura del guerrero piel roja detrás del barbudo, blandiendo un hacha de guerra.
Birch miró a sus espaldas y vio varias dianas dispuestas en los estantes del salón del Oeste. Había otras en el piel roja, en el barril y en la figura de cera con el rifle.
Entonces se dio cuenta de que se encontraba en medio de un campo de tiro. Una hilera de rifles de aire comprimido estaban dispuestos sobre el mostrador de delante de la caseta.
—Dios mío —masculló Birch entre dientes, empujando la figura que tenía delante. Esta se movió un poco.
La radio emitió un ruido y él la cogió con la mano que tenía libre.
—Venid —dijo por radio.
Al otro lado sólo se oyó un ruido de interferencia, Birch esperó un momento y luego volvió a guardar la radio en el bolsillo. Llevaba la 459 en la mano derecha. La apoyó contra la cabeza del cowboy barbudo y tiró hacia atrás el percutor.
—Draw —murmuró—, quiero que abandones el pueblo al atardecer. —Sonrió, devolvió el percutor a su lugar y metió la pistola automática en la pistolera.
Se marchó.
La escalera no era lo suficientemente ancha para una persona, menos aún para un hombre corpulento y pesadamente armado como era el de la Unidad de Ataque que comenzó a subir.
Bajó la MP5K que llevaba en la mano mientras ascendía lentamente los escalones de madera.
Los peldaños crujían ruidosamente bajo su peso, y el hombre los maldijo. Si había alguien en el primer piso, ya habría oído que estaba acercándose.
A mitad de camino se detuvo. El corazón le latía aceleradamente. Estaba atento a cualquier movimiento de arriba.
Nada.
Siguió subiendo hasta llegar a otra puerta. Tragó saliva y la empujó.
La puerta se abrió y el hombre entró, buscando adaptarse a la penumbra.
A la izquierda, en la pared, había un interruptor, el hombre le dio pero los tubos fluorescentes del techo no se encendieron.
La sala era amplia y estaba completamente vacía. No tenía un solo mueble.
Cogió la linterna y la encendió, motas de polvo danzaron en el haz de luz. Apuntó al suelo con él pero no vio huellas de pasos. Nada indicaba que alguien hubiese estado nunca en aquel lugar. No había ventanas ni puertas, aparte de la única por la que él había entrado.
Se dio la vuelta, dejó de apuntar con la metralleta y bajó la escalera. Cuando llegó al final, la radio emitió un sonido.
—Aquí unidad uno. Hemos encontrado algo.
Birch oyó las palabras también en su radio.
—Unidad uno, soy Birch. ¿Dónde estáis? Corto.
—Sobre los autos de choque, señor —respondió la voz metálica—. Estamos en una especie de sala de control. Parece la central eléctrica de todo el parque. Hay interruptores por todas partes. Corto.
—Quedaos allí —les ordenó Birch, apurando el paso sobre el asfalto caliente para llegar a donde le habían señalado.
Más adelante, el sargento Johnson estaba esperando en la entrada de la Casa de la Risa.
Birch vio a su compañero que estaba observando las coloridas paredes de la fachada del edificio. Rostros de payasos, algunos haciendo unas muecas monstruosas, lo miraban desde la pared. En una gran caja de cristal que colgaba encima de la entrada, la figura desplomada de un marinero contemplaba ciegamente con ojos falsos todo el parque de atracciones.
El inspector hizo una seña a su colega para que se uniera a él. Los dos detectives saltaron la valla baja que rodeaba la pista de los autos de choque y se dirigieron hacia la escalera que llevaba a la sala de control.
—Es evidente que Paxton tenía una imaginación prodigiosa, ¿verdad? —observó Johnson mirando los coches abandonados, agrupados en un rincón de la pista, con la pintura medio desprendida de sus carrocerías oxidadas.
Birch no le respondió. Comenzó a subir la escalera.