Capítulo 75

El hedor era atroz.

Birch intentó contener la respiración para evitar olerlo mientras se acercaba al primero de los servicios, al más cercano a la entrada principal del parque. El calor volvía la atmósfera aún más fétida. Birch observó que en la espesa capa de polvo que cubría el suelo no había huellas. Era imposible que alguien hubiese entrado allí últimamente. Pero aunque así fuera, él tenía que comprobarlo igualmente.

Deslizó la mano derecha dentro de la chaqueta y tocó la culata de la 459, después le dio una patada a la puerta al primero de los cubículos. Esta se abrió hacia dentro.

Nada.

Tampoco había nada en el segundo retrete ni en el tercero.

El cuarto también estaba vacío. Birch lo revisó y vio que las baldosas rotas y mugrientas estaban manchadas con excrementos que parecían haberse calcinado sobre la brillante superficie. Tampoco había agua en ninguno de los baños. Sólo varias bolsas de palomitas vacías y arrugadas aquí y allá.

Si todo eso había sido creado por John Paxton, había debido de documentarse en un sitio parecido.

Birch meneó la cabeza y salió del baño hacia la luz resplandeciente y tórrida del sol.

A su izquierda pudo ver a dos de los policías armados que entraban lentamente en un cercano salón de juegos recreativos, mientras un tercero se dirigía a un puesto próximo. Era uno de esos de «acierta en el blanco con el dardo y gana un muñeco de peluche». Vio al hombre saltar el mostrador y barrer de los estantes varios ositos y monitos de peluche.

Un poco más allá, dos hombres de la Unidad recorrían un tiovivo. Uno de ellos le dijo algo a su compañero, después los dos bajaron de la atracción y se dirigieron justo enfrente, hacia lo que había sido un kiosco. Uno de los dos hombres se subió al mostrador para mirar dentro.

Birch se unió al sargento Johnson, que estaba a punto de entrar en la Casa de la Risa.

Abrieron las puertas, que crujieron por la falta de aceite, y la nube de polvo que se abatió sobre los detectives hizo que se detuvieran.

Johnson se metió una mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó la linterna que llevaba encima, la encendió y un rayo de luz penetró la oscuridad interior.

Birch fue algunos pasos tras él, después volvió a salir a la luz del sol y se encaminó hacia otra sala que había junto a aquélla. La entrada estaba parcialmente bloqueada por un montón de basura, el detective pasó por encima de ésta y entró en el local, esperando que sus ojos se acostumbraran a la penumbra. El contraste con la luz resplandeciente del sol era muy fuerte.

Se movió lentamente por el lugar y se dirigió hacia el fondo, dejando atrás una pista de hockey y una hilera de máquinas tragaperras y de otros tipos.

Podía oír los movimientos de la sala contigua. Era Johnson.

Birch cogió la radio.

—Steve, soy yo —dijo—. ¿Hay algo? Corto.

La radio emitió un ruido, después Birch oyó una interferencia, seguida por la voz de Johnson.

—Hasta ahora nada, jefe —dijo el sargento—. Ni un rastro. Ni una huella. Corto.

—Mantén los ojos bien abiertos. Corto y fuera —dijo Birch, y se detuvo junto a una máquina tragaperras.

Entonces sonrió, se metió una mano en el bolsillo del pantalón y sacó una moneda de dos centavos que introdujo en la ranura. Sonriendo aún, levantó la palanca y miró los rollos que empezaron a girar.

Uno tras otro se detuvieron con un ruido sordo.

Tres cerezas.

La máquina vomitó seis monedas más de dos centavos y Birch las recogió alegremente.

Sonriendo, se dio la vuelta y salió del local hacia la luz del sol que brillaba fuera y le indicaba la salida.

En ese momento vio una puerta a la derecha.

«Edificio limpio».

Las palabras brotaron de la radio, y el más alto de los hombres de la Unidad de Ataque apareció bajo el sol meneando la cabeza. Señaló a uno de sus compañeros que estaba revisando, con cara de asco, un contenedor de basura cuyo contenido removía con el cañón de la metralleta.

—Estoy yendo hacia un lugar que parece haber sido un puesto de comida rápida —informó el hombre alto a sus colegas, uno de los cuales estaba trepando a un carrusel en el centro del parque—. Parece haber sido un bar o algo por el estilo. Hay una puerta detrás de las freidoras.

»Probablemente lleva al primer piso. Corto.

Algo más allá había una atracción con forma de galeón isabelino suspendido en el aire sobre dos pistones hidráulicos, y más adelante se veía la gran pista de los autos de choque.

El hombre alto empujó la puerta del puesto de comida y entró.

Rodeó el mostrador y se dirigió hacia la puerta que había visto desde fuera.

Estaba cerrada con llave.

Dio un paso atrás y le dio una patada, miró hacia arriba, a la oscura y estrecha escalera que subía ante él.

—Aquí la unidad uno. Estoy subiendo al primer piso —dijo por radio, empuñando la MP5K.

Birch apoyó una mano en el frío metal del pomo de su propia puerta y lo hizo girar.

Estaba cerrada.

Retrocedió un poco y, sujetando aún el pomo, apretó los clientes y se lanzó contra la puerta. La madera crujió con el impacto, pero no se abrió.

—Mierda —murmuró el detective entre dientes. Volvió retroceder, un poco más esta vez, se apartó varios pasos de la hoja de madera que se le resistía, tomó impulso y embistió la puerta con todas su fuerzas.

El picaporte saltó y la puerta se abrió, golpeando con un ruido tremendo contra la pared.

Birch entró tambaleándose, procuró no perder el equilibrio y miró lo que tenía delante.

Parpadeó intensamente, y cuando la visión se le aclaró, vio que un rifle le apuntaba directamente a la cabeza.