Desesperado por ver con claridad las formas que empezaban a desfilar ante él, Birch se frotó los ojos.
A su derecha, Johnson casi se cayó al dar un paso hacia adelante, pero recuperó el equilibrio; después se tambaleó de nuevo, miró alrededor y parpadeó como un miope.
El primero de los hombres de la Unidad cayó lentamente sobre una de sus rodillas, con una mano palpando el suelo como un ciego buscando su bastón. Sus compañeros permanecían inmóviles y se preguntaban por qué se sentían como si alguien les hubiese envuelto la cabeza con algodón y confiaban en que esa sensación se disipara rápidamente. Cuando se esfumó, uno de los hombres inspiró hondo y miró a su alrededor, con la boca entreabierta.
—¿Dónde diablos estamos? —preguntó entre dientes.
—Donde tenemos que estar —respondió Birch, contento de haber recuperado la claridad de visión del todo. Lanzó una mirada rápida al sol resplandeciente que brillaba sobre aquel nuevo ambiente.
Otro hombre de la Unidad no hacía más que menear la cabeza, sin entender dónde estaba y cómo había llegado allí.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
Aunque hubiese podido explicárselo, Birch no tenía tiempo ni ganas de darle una respuesta satisfactoria. En cambio, sacó la radio del bolsillo y la conectó.
Se oyó un ruido fuerte de interferencia y Birch bajó el volumen.
—Revisen todos sus equipos —dijo, mirando una vez más alrededor.
Johnson meneaba lentamente la cabeza y se protegía de los deslumbrantes rayos del sol.
—No creía que fuera posible —dijo.
Birch no le respondió, simplemente miró cómo los hombres de la Unidad de Ataque controlaban sus radios, cada uno comprobando que los aparatos funcionaran. Dos de ellos también desactivaron el seguro de las metralletas.
Formando una línea, los siete hombres miraron lo que tenían ante los ojos con una mezcla de incredulidad y sobrecogimiento.
El parque de atracciones era vasto.
Con una forma vagamente rectangular, estaba rodeado en los cuatro costados por una pared de ladrillos pintados de negro que, según calculó Birch, debía de medir unos quince metros de altura. Las cuchillas torcidas y oxidadas que remataban el muro lo convertían en un obstáculo más formidable aún.
Detrás de ellos, dos puertas macizas de hierro estaban cerradas con candado y condenaban a los hombres al encierro.
El suelo del parque era de cemento. Birch podía sentir el calor a través de las suelas de sus zapatos. Sin embargo, en varios lugares la hierba y la maleza habían asomado por entre las grietas de la superficie y las fisuras del asfalto irregular parecían heridas gangrenosas. Una brisa caliente soplaba en el espacio abierto que se extendía delante de ellos. Envases abollados y desteñidos por el sol pasaron rodando como extrañas plantas rodantes.
A derecha e izquierda, Birch vio salas de juegos recreativos.
Máquinas de diversiones, decía uno de los carteles. Las Vegas Strip, decía otro. Muchas de las bombillas que formaban las letras estaban quemadas o faltaban. El interior de ambos locales se perdía en la oscuridad, lejos de los rayos abrasadores del sol.
A la derecha, Birch vio también un retrete público y lo que alguna vez había sido un puesto de venta de rosquillas. A la izquierda estaba el origen del fétido hedor que había invadido su nariz. Era un lago para niños, o lo había sido alguna vez. Pequeños botes flotaban en un estanque de un verde inmundo lleno de algas.
Justo delante había un gran carrusel, la pintura de los caballos de madera estaba desconchada. Algunos animales colgaban precariamente de las barras de metal oxidadas ensartadas en la bóveda del carrusel.
Más allá había más atracciones y puestos de comida abandonados. Al otro lado del parque, a unos ochocientos metros calculó Birch, todo el paisaje estaba dominado por una imponente montaña rusa que descollaba sobre el resto del parque. Birch vio tres vagonetas vacías detenidas en lo alto en una de las caídas en picado de la montaña.
«Si alguien nos está mirando desde allí arriba, podrá seguirnos dondequiera que vayamos».
El sudor le empapaba la cara, Birch se protegió del sol y miró con recelo la todavía lejana atracción.
¿Los estaban observando? Y desde mucho más cerca, probablemente, que la lejana construcción.
—Bien, hagámoslo —dijo finalmente mirando a sus compañeros alrededor—. Vamos a tener que separarnos para poder cubrir toda el área, pero usad las radios. Manteneos siempre en contacto. Y, si es posible, no os perdáis de vista. Quiero que cada palmo de este lugar sea revisado.
—Pero aquí hay un montón de lugares donde esconderse —dijo uno de los hombres.
—Los revisaremos a todos —dijo Birch—. Si alguien encuentra algo, que llame inmediatamente.
—¿Algo como qué? —preguntó el más alto de los hombres.
—Cualquier señal de vida —dijo Birch en voz baja—. Cualquier indicio de que alguien vive aquí.
—¿Y si encontramos al sospechoso? —preguntó otro.
—Como he dicho antes, ha asesinado a cuatro personas. No debéis dejar escapar la oportunidad. Si podéis cogerlo con vida, mejor. Si no, da igual. Tened cuidado. Estamos en su territorio. Él debe de conocer este lugar como la palma de su mano. Los mejores sitios para esconderse y, en caso de que tenga que hacerlo, para pelear. —Consultó el reloj—. Son las once y diez. Ahora haremos un primer barrido. De cada puesto, cada atracción y cada caseta. Quiero que atrapemos a este bastardo, y no me importa cuánto tiempo nos lleve. Nos encontraremos a las dos delante de la montaña rusa. —Les indicó con un gesto la distancia. Después señaló a su izquierda—. Tres de vosotros id por ese lado del parque. Dos directamente hacia el centro. El sargento Johnson y yo iremos por el lado derecho.
Birch miró una vez más a los hombres que tenía delante de él.
—Vamos —dijo.