Birch metió la última de las catorce balas de nueve milímetros y punta hueca en la recámara de la Smith & Wesson 459 automática, e introdujo el cargador en la pistola. Puso el seguro dejando una bala en la recámara y guardó el arma en la pistolera que llevaba. Miró a Johnson y le hizo una seña con la cabeza. El joven sargento se abrió la chaqueta y le mostró una pistola Glock de nueve milímetros que llevaba debajo del brazo.
Los dos detectives llevaban chalecos de kevlar encima de las camisas. Birch se golpeó el pecho y el estómago con el puño y miró a los otros cinco policías que lo estaban observando.
Lo mismo que los dos detectives, ellos también llevaban chalecos sobre los uniformes, como petos de los caballeros de la Edad Media.
Birch miró las caras de los hombres y, con un poco más de atención, las armas que llevaban. Además de las pistolas Glock metidas en la cintura, cada uno sostenía también una metralleta Heckler & Koch MP5K, que eran unos centímetros más largas que las pistolas de los detectives. Cada metralleta MP5K tenía un cargador de treinta balas de nueve milímetros, capaz de efectuar, llegado el caso, seiscientos cincuenta disparos por minuto.
La habitación olía a sudor y a aceite para armas.
Sin embargo, cuando Birch se dio la vuelta, una fragancia más agradable invadió su nariz, aún más extraña en contraste con los otros olores.
Era el aroma del perfume de Megan Hunter. Megan miró primero a los hombres que había en la sala, y después a Birch.
—¿Hay alguien más a quien debiera conocer? —preguntó él calmadamente—. ¿Alguien más aparte de los que ya me has mencionado?
Megan dijo que no con la cabeza.
—Te he dicho todo lo que tenía que decirte.
Hubo un silencio breve e incómodo, que Megan rompió.
—¿Cómo voy a enterarme de cuando hayáis terminado? —preguntó.
—¿Te refieres a cuando lo hayamos matado? —Birch se encogió de hombros y consultó el reloj—. Danos tres horas a partir de este momento. Después sácanos. Si en ese momento ya lo hemos matado, mejor; si no, nos vuelves a mandar.
Megan también consultó su reloj.
—Tres horas —repitió.
Birch respiró hondo, miró los dedos de Megan, que descansaban plácidamente sobre el teclado del portátil, salió de la habitación y volvió donde los otros hombres estaban esperando.
—Manténganse siempre en contacto por radio —dijo, mirando a los oficiales armados y mostrándoles su propia radio—. Recuerden solamente que ese bastardo ya ha matado a cuatro personas. No cuento con cogerlo vivo y, para serles franco, eso tampoco me preocupa. Si creen que vale la pena, tienen que enfrentarse a él. Si se rinde, sé que es terrible lo que voy a decirles, pero dispárenle sin dudar. Si se les pone a tiro, disparen. ¿Entendido?
Los hombres asintieron.
Birch se volvió hacia Megan.
—Todo en orden —dijo él.
—Tres horas —confirmó ella.
Birch afirmó con la cabeza.
El sonido invadió la habitación cuando los dedos de Megan comenzaron a moverse a una velocidad vertiginosa sobre el teclado.