Capítulo 71

Aparte la música, el único sonido que Birch podía oír era el de su propia respiración. Miró alrededor de la sala en la que se encontraba y divisó las pesadas y rojas cortinas de terciopelo que cubrían la pared detrás del ataúd. Al dirigirse hacia él notó la espesura de la alfombra que amortiguaba sus pasos.

La caja estaba abierta.

La mujer que descansaba en su interior llevaba una chaqueta negra y una blusa blanca. Lucía un maquillaje reciente, austero, como el que solía usar en vida. De hecho, si él no hubiese sabido que estaba muerta, habría pensado que todavía vivía. Esperaba que en cualquier momento abriera los ojos. Esperaba que lo mirara y le sonriera. Birch apretó los dientes.

La miró y el corazón se le aceleró.

Llevaba un pequeño crucifijo de plata colgado del cuello, y brillaba bajo la luz tenue de la sala.

Se lo había regalado en su primer aniversario de boda, y aún recordaba la desesperación de ella cuando la cadena se le rompió y la cruz, creyeron ellos, se había perdido en el jardín, una tarde de domingo.

¡Cuánto le gustaba a ella ese jardín! Ocuparse de él. Cuidar las flores y las plantas con infinita dedicación. Una rosa, cortada por Birch el día anterior, descansaba junto al ataúd.

Birch había casi sonreído evocando el rato que habían pasado en aquel jardín, aquel domingo por la noche, buscando el crucifijo en la oscuridad. Al final, ella lo había encontrado, brillando bajo la luz de la linterna con que buscaba el tan preciado y amado objeto. Era como si hubiese pasado un siglo. Había sido la última vez que él había sentido una felicidad verdadera.

Alargó suavemente una mano y le tocó la mejilla.

La piel, como siempre, era suave, y Birch tuvo un deseo irrefrenable de coger su cuerpo y abrazarla por última vez. El funeral era al día siguiente, y él estaría allí, junto a la tumba, mirando cómo bajaba el ataúd a la fosa.

Más de una vez se había preguntado si sería capaz de soportarlo. Si tendría incluso el coraje de asistir al funeral. La idea de escuchar al cura soltando una perorata sobre la mujer a la que nunca más volvería a ver y a la que aún amaba tan profundamente, se le hacía intolerable.

Sin querer, Birch se tocó la alianza y la hizo girar en el dedo.

Sintió que estaba a punto de echarse a llorar y lo único que pudo hacer para controlar sus emociones fue pronunciar su nombre quedamente.

—Claire, te amo —murmuró, tocándole la mejilla una vez más.

El director de la funeraria le había dicho que podía quedarse junto a ella todo el tiempo que quisiera, pero Birch decidió que tenía que marcharse. Verla allí, inmóvil, frente a él, era algo que no podía soportar, sabiendo además que ella nunca más volvería a abrazarlo. Respiró muy hondo y sintió el olor de la madera pulida y del maquillaje.

Vaciló un instante, después alargó una mano para coger el crucifijo.

Tiró con fuerza, y la fina cadena de plata que sostenía el crucifijo alrededor de su cuello se rompió con facilidad.

Birch miró el crucifijo, después lo apretó en una mano, se dio la vuelta y se encaminó hacia la puerta.

La música aún seguía sonando, pero una vez más era como si la melodía estuviese dentro de su cabeza, atrapada como avispas en un tarro.

Se sentía mareado y, por un instante, pensó que iba a desvanecerse. Fuera, en el pasillo, había sillas. Sabía que tenía que sentarse en una de ellas y descansar un momento.

Se dejó caer pesadamente en una, los puños aún cerrados, la frente sudada.

—David.

Oyó una voz que lo llamaba suavemente y parpadeó con intensidad para aclarar su visión.

—David.

Levantó la mirada esperando ver a su mujer.

Megan Hunter lo estaba mirando.

—David —volvió a decir ella.

Birch se preparó para levantarse, pero ella desaprobó con la cabeza.

—Quédate sentado.

Luchaba para controlar su respiración. Cuando quiso hablar, notó que tenía la garganta seca. Tosió y vio el vaso de agua que ella le ofrecía.

Cuando fue a cogerlo, se dio cuenta que tenía los puños cerrados. Entonces los abrió lentamente.

Algo cayó de uno de ellos.

Miró hacia abajo y vio lo que era.

Megan también miró el objeto que había en el suelo.

Birch se agachó, recogió el pequeño crucifijo de plata y se lo puso en la palma de la mano.

—He visto a Claire —dijo en voz baja.

—En el velatorio —amplió Megan—. El último lugar donde la viste.

Birch asintió despacio con la cabeza.

—Me has llevado allí y me has traído de vuelta. —Se miró la ropa—. ¿Dónde está la pasta de papel? ¿El papel destrozado? El que hemos encontrado sobre todas las víctimas.

—El Niño de la Ira salió de libros que ya estaban impresos. Lo que acabo de escribir está sólo en la pantalla. —Megan giró el portátil para que él pudiera ver lo que había escrito—. Mira.

«El inspector Birch estaba junto al ataúd de su mujer, Claire».

Birch leyó las palabras en voz alta.

«Se inclinó y le arrancó el crucifijo del cuello».

—Pero a ella la enterraron con el crucifijo —protestó Birch, sujetándolo entre el pulgar y el índice.

Megan apretó el botón «eliminar» en el teclado y las palabras comenzaron a desaparecer de la pantalla una tras otra.

—Todavía está allí —dijo Megan.

Birch se miró la mano.

El crucifijo había desaparecido.