Birch meneó despacio la cabeza. Sentía como si alguien le hubiese envuelto el cuerpo con vendas heladas.
—No espero que creas en esto, David —dijo ella, agachándose para recoger la bata y volver a ponérsela—. Sé que es ajeno a tu modo de pensar; que es contrario a toda racionalidad. Pero ¿qué otra prueba quieres?
—¿Cómo funciona? —peguntó Birch en voz baja, mirando cómo ella se ajustaba la bata—. ¿Cómo lo haces?
—No te lo puedo explicar. —Se encogió de hombros—. Yo misma no lo sé muy bien. Lo único que sé es que Cassano tenía razón. Que su filosofía era acertada. Lo que un escritor imagina en su mente, cualquier cosa creativa, va más allá de la palabra impresa o de una pintura sobre un lienzo. El mundo que un artista inventa puede volverse real para quien lo ha creado. Puede interactuar con él. Convertirse en parte de sí mismo. Puede entrar y salir de él.
Birch sintió que el pulso se le aceleraba.
—¿Paxton también lo sabía? —preguntó—. ¿Creía en eso? ¿Sabía cómo usar ese poder?
Megan se rió entre dientes.
—No creo que poder sea la palabra exacta —dijo con tono burlón.
—Llámalo como quieras —espetó Birch con brusquedad.
—Sí, lo sabía.
—¿Fue él quien mató a Denton, Corben y Sarah Rushworth?
—No tiene por qué haberlo hecho.
—No me hables en clave, Megan —dijo Birch entre dientes—. Fue él quien los mató a todos, ¿verdad? Y también robó el cuerpo de Denton. Para eso usó esa… ese poder del que Cassano habló.
—Las semillas del alma —le recordó amablemente Megan.
—No creo en eso —dijo Birch.
—No quieres creer. Tienes miedo de creer. Miedo del poder de la mente. De tu propia mente.
Birch negó con la cabeza.
—¿Crees de veras que hicimos el amor la otra noche? —preguntó ella—. Dijiste que de no haber sido así no podrías estar enterado de los lunares que tengo en la espalda. Tampoco puedes explicarte los arañazos que tienes en la espalda. Tienes que haberlo creído, David, de lo contrario no estarías ahora aquí.
—¿Sucedió?
—¿Tú qué opinas?
—Dame una respuesta directa —replicó mientras se levantaba enfadado.
—¿Crees que pudo haber sucedido, David? —insistió ella.
Birch la traspasó con la mirada, como si buscara la respuesta en sus ojos.
—Sí —dijo finalmente, con una voz que no fue más que un suspiro.
Cuando Megan le sonrió, Birch volvió a preguntarse si no había un cierto desdén en su expresión. ¿O era triunfo?
—Quería que creyeras —dijo ella dejando de sonreír—. Paxton no fue responsable de lo que sucedió entre nosotros. Fui yo. Yo lo creé y le di vida. Lo escribí y sucedió. Quería demostrarte que lo que te había contado, lo que Cassano creía, era verdad.
Birch caminaba de un lado a otro.
—Todavía no has contestado a mi pregunta —dijo—. ¿Fue Paxton quien mató a los otros?
—Todas las víctimas fueron encontradas en lugares cerrados con llave y sin rastro de cerraduras forzadas —contestó ella reposadamente—. Nadie vio al asesino entrar o salir, ¿verdad?
Birch se detuvo y la miró con recelo.
—En todos los casos, el asesino entró sin problemas en la habitación de la víctima —continuó Megan—. Entró, las masacró y se marchó. Siempre sin ser visto. Sin dejar pistas, excepto algunas extrañas huellas digitales. Y en cada lugar había un ejemplar del último libro de Paxton. Destrozado. Despedazado. —Hizo una pausa como para dejar que sus palabras penetraran en la mente de Birch—. El motivo por el que nunca nadie vio al asesino, por el que a las víctimas las cogieron por sorpresa y las habitaciones estaban siempre cerradas, era porque el asesino ya estaba dentro con ellos.
—Eso es imposible —replicó Birch con sorna—. No hay la más mínima prueba de eso.
—¿Cómo explicas lo de la pasta de papel que encontraron sobre los cadáveres? ¿O los ejemplares destrozados de los libros de Paxton?
—No hemos encontrado una explicación.
—El asesino salió del libro.
Por un momento, Birch no supo si reírse o no. Sonrió de mala gana negando con la cabeza.
—¿La persona que asesinó a Frank Denton, Donald Corben y Sarah Rushworth vive dentro de una novela escrita por John Paxton? ¿El asesino abandona de vez en cuando el libro, mata a alguien y vuelve a la novela? ¿Es lo que me estás diciendo?
Megan asintió en silencio.
—Aunque las cosas fueran así —prosiguió Birch—. Si por un minuto hubiese olvidado todo lo que he aprendido durante años, si paso por alto el hecho de que lo que me acabas de decir es una locura, si aceptase que tres personas están muertas porque un escritor italiano del siglo XIII tenía una teoría que ningún libro de historia ha registrado, y si aceptase que el escritor de novelas de terror de más éxito es el responsable de los asesinatos de tres personas, aún me quedaría un interrogante: ¿quién carajo mató a John Paxton?