Capítulo 65

John Paxton estaba tirado en la cama, con las piernas y los brazos abiertos. El edredón, las sábanas y la manta parecían haber sido cuidadosa y sistemáticamente empapados en su sangre. Sólo en unos pocos centímetros no había manchas del líquido rojo, que en algunas partes estaba ya coagulándose. Había grandes salpicaduras en dos de las cuatro paredes. El líquido encarnado y pegajoso había empapado la moqueta alrededor de la cama. El cielo raso, los muebles y un cuadro encima de la cama también estaban salpicados.

—El mismo método —dijo Johnson adelantándose a su superior en la habitación.

—Así parece —confirmó Birch mirando el cuerpo destrozado del escritor.

El torso de Paxton había sido abierto desde el esternón hasta la ingle y los intestinos sobresalían de su cavidad. Un trozo de los mismos, hinchado y sanguinolento, colgaba hasta la moqueta teñida de rojo. El cuerpo le recordó a Birch la carcasa de un animal en un matadero. Sin duda, el lugar tenía el olor y el aspecto de un matadero.

En la parte donde debían estar los testículos de Paxton no quedaba nada más que una oquedad roja, con una costra de sangre seca en los bordes destrozados.

La cabeza, cortada justo por debajo del mentón, reposaba sobre una de las almohadas.

Le faltaban los dos ojos.

—Parece que esta vez el asesino se tomó su tiempo —dijo Birch—. Hizo el trabajo como había querido hacerlo con los otros tres.

—Alguien tiene que haber oído algo —comentó Johnson—. Paxton tiene que haber gritado… —No terminó la frase.

Birch fue hasta la ventana y retiró suavemente los visillos.

—Las ventanas están cerradas desde dentro —constató—. Igual que la puerta.

—Como en los otros tres casos —dijo Johnson—. ¿Crees que Paxton conocía al asesino?

—Se diría que sí —respondió Birch.

Volvió a mirar el cuerpo destrozado y distinguió los restos tan familiares del material al que le tenía pavor.

Había pasta de papel sobre el cuerpo y en el suelo, junto a la cama.

—Echa una mirada al baño —le ordenó Birch—. Mira si hay algo… raro. Da la impresión de que podía haber estado acompañado. —Señaló los vasos vacíos sobre una de las mesitas de noche. En el más alto de los dos quedaba un poco de líquido oscuro. Birch fue hacia él, se agachó y lo olió.

Ron con Coca-Cola.

Al lado había un vaso de whisky que contenía aún un poco de líquido. Birch también lo olió.

¿Paxton había sido drogado? ¿Era ése el motivo de que nadie hubiese oído nada mientras lo masacraban? ¿El pobre cabrón ya estaba muerto cuando el asesino empezó su trabajo?

Birch oyó los pasos de Johnson sobre el mármol mientras inspeccionaba el baño.

Él por su parte rodeó lentamente la cama sin apartar la mirada del cadáver de Paxton y controló cada herida y cada corte. El cuerpo tenía varios tajos profundos en el pecho y en la espalda; uno de ellos le había arrancado tanta carne que incluso podía verse una vértebra.

Aparentemente ajeno al penetrante olor a sangre y excrementos, el inspector se acercó a la cama y estudió más detenidamente la cabeza mutilada.

Se veían algunos arañazos en torno a las vacías cuencas oculares, pero el resto de la piel de la cara estaba intacta. Los labios ligeramente partidos, y Birch observó que, desde ellos chorreaba sangre, hasta debajo del mentón.

El inspector cogió una pluma del bolsillo e intentó abrirle la boca con ella, temía que la rigidez cadavérica le hubiese soldado ya la mandíbula. Le alegró comprobar que ese temor no era justificado. La boca se abrió fácilmente. Varios coágulos de sangre brotaron y mancharon más aún las sábanas y la funda de la almohada ya empapadas. Birch miró dentro de la boca. Era como mirar una herida abierta.

No tenía lengua.

—En el baño no hay nada —anunció Johnson, que ya había vuelto—. Nada que indique que haya podido haber más de una persona aquí esta noche.

—Veremos qué nos dicen los de criminalística —respondió Birch con la mirada fija aún en la cabeza mutilada. Usaba la pluma como señalador e iba indicando las partes en torno a los ojos y la boca de Paxton—. Creo que ya estaba muerto cuando le arrancaron los ojos y la lengua. Da la impresión de que el asesino le cortase primero la cabeza y después se los arrancase. No parece que Paxton haya ofrecido mucha resistencia. De ser así, tendría más cortes y rasguños en torno a los ojos y la boca.

Johnson se acercó al cadáver y le miró las manos.

Aparte un corte profundo en la palma de la mano izquierda y otro entre el índice y el dedo medio de la derecha, tenían poca heridas.

—Casi no tiene heridas —observó el inspector—. Es extraño. Quizá lo mató una de las primeras puñaladas —comentó Birch y señaló una herida importante debajo del esternón—. A lo mejor murió en seguida y por eso no gritó. Con Paxton muerto, el asesino pudo haberse tomado todo el tiempo necesario.

—¿Cuánto crees que lleva muerto?

Birch se encogió de hombros.

—No más de cinco o seis horas.

El inspector fijó de nuevo su atención en el vaso más alto junto al del whisky.

A lo mejor, con un poco de suerte, podía obtener algunas huellas. Quizá también hubiese huellas por la habitación.

—Telefonea, Steve —dijo, sin apartar la mirada de la atroz escena que tenía ante sus ojos—. Pide que venga más gente. Empieza por interrogar al mayor número de clientes que puedas. Alguno podría haber oído o visto algo. Llama al equipo de criminalística y a todos los que necesites. Ya sabes lo que hay que hacer. La misma rutina de siempre. Puedes ocuparte de esto hasta que yo regrese. —Birch ya estaba encaminándose hacia la puerta.

—¿Adónde vas, jefe? Si no te molesta que te lo pregunte.

—Más tarde hablamos —respondió Birch, y le sonrió—. Querías tener más responsabilidades, ¿no? Pues ahora ya las tienes.

Johnson estaba a punto de decir algo, pero se dio cuenta de que su superior ya se había marchado.

Se quedó solo en la habitación silenciosa. Volvió a mirar los restos del cuerpo destrozado de John Paxton, cogió el teléfono y marcó un número.