Capítulo 64

—Quiero que me traigan a Paxton —exclamó Birch.

—¿Detenido? —preguntó Johnson—. ¿Para qué? Ya lo hemos interrogado dos veces y tú mismo has dicho que estabas seguro de que no tenía nada que ver con los crímenes.

—Lo interrogamos en su casa y en la suite de un hotel —le recordó Birch a su compañero—. Estaba más relajado. Estaba en su terreno. Veamos cómo se comporta en una sala de interrogatorio.

—Ninguna de las huellas halladas en la caja y la lápida eran de Paxton —añadió Richardson.

—Tal vez no, pero ¿qué diablos hacía esto dentro del ataúd? —Birch levantó la página del libro de Paxton.

—Paxton no hubiese podido desenterrar la caja y sacar el cuerpo —argumentó el forense—. No en ese lapso de tiempo. Es imposible. Y, aunque lo hubiese hecho, ¿para qué iba a dejar una página de su libro dentro del ataúd? Sabía que eso lo habría delatado.

—Bueno, una vez que lo tengamos en el departamento descubriremos a qué está jugando.

—¿Cuándo quieres que vayamos a buscarlo, jefe? —preguntó Johnson.

—Ahora —contestó Birch, y se encaminó hacia la puerta.

Dos coches avanzaban velozmente por las calles virtualmente desiertas, el tráfico era escaso a esa temprana hora de la mañana.

Birch iba delante, conducía demasiado rápido y, de vez en cuando, tenía que disminuir la velocidad del Renault para permitir que Johnson no lo perdiera de vista.

El sargento le había preguntado si necesitarían ayuda, pero Birch le había respondido que no. No podía imaginar que tuvieran problemas con Paxton y, aunque el escritor se hubiese negado o protestado, él y Johnson sabrían qué hacer.

Birch entró con el coche en el aparcamiento del Savoy. Detuvo el motor y se bajó del vehículo, observado por un portero que, un instante después, vio que llegaba otro coche que aparcaba detrás del Renault.

Los detectives se dirigieron a la entrada principal del hotel y, bajo la mirada silenciosa del portero, pasaron frente a la recepción desierta y se encaminaron al ascensor que los llevaría a la habitación de Paxton.

—¿Cuál es la acusación? —preguntó Johnson mientras subían con el ascensor.

—Conspiración en un asesinato —contestó Birch—. Aunque también podríamos optar por profanación de una tumba.

Birch arqueó las cejas.

—Jefe, tú no creerás en serio que…

—Pregúntame lo que creo después de que lo hayamos interrogado —lo interrumpió Birch.

El ascensor se detuvo, los detectives bajaron y se dirigieron hacia la habitación de Paxton.

El inspector golpeó la puerta con fuerza y esperó.

—Quizá está ocupado —dijo Johnson sonriendo—. Alguna chica de prensa… O tal vez no esté.

Birch ignoró el comentario y volvió a llamar. Esta vez más fuerte.

No hubo respuesta.

Detrás de ellos se oyó un clic y la puerta de la habitación de enfrente se entreabrió. Un hombre se asomó tímidamente, vio a los dos detectives y volvió a cerrar.

Birch golpeó de nuevo la puerta de la suite de Paxton.

—Venga —murmuró el detective—. ¿Cuánto tiempo necesita para salir de la maldita cama?

Dio cuatro golpes más con el puño.

Al no oír ningún movimiento dentro de la habitación, Birch se alejó de la puerta hacia el interfono blanco que había en una pared, a pocos metros de distancia. Descolgó el auricular y pulsó el botón de la recepción.

—Hola —dijo—. Sí, soy el señor Paxton, de la habitación 816. He perdido la llave. Por favor, ¿puede mandarme a alguien para que me abra la puerta?

El recepcionista respondió que lo haría inmediatamente.

Birch dejó el interfono, fue hacia la puerta y se apoyó contra el marco.

Poco después se oyó una campanilla, las puertas del ascensor se abrieron y apareció el mismo portero que los había visto llegar.

—Abra, por favor —le ordenó Birch mostrándole la credencial y señalándole la puerta detrás de él.

El portero vaciló, después cogió una tarjeta de plástico y la introdujo en la cerradura. Se encendió la lucecita verde y Birch empujó para entrar en la habitación.

El hedor le llegó inmediatamente.

—Dile que se marche —le dijo el inspector a Johnson, que le dio las gracias al portero y amablemente le pidió que se retirara.

Birch le dio al interruptor y en la habitación se encendieron media docena de lámparas.

Johnson estaba a su lado, los dos detectives miraron como hipnotizados la escena que tenían delante; el hedor penetraba en sus narices como un gas tóxico.

El joven sargento resopló.

—Dios mío —exclamó.

—No creo que Dios tenga nada que ver con esto —murmuró Birch.