Sentado en aquella sala pequeña y mal iluminada, Birch experimentaba un sentimiento de horrible familiaridad. Era un sentimiento que durante mucho tiempo había hecho lo posible por suprimir.
Encendió otro cigarrillo sin hacer caso del cartel de la pared que decía «No fumar». Tenía la mirada ausente y estaba absorto en sus pensamientos. La sala del hospital Springfield, donde él y Johnson estaban ahora, lo transportó hacia atrás en el tiempo. A la noche en que su primera mujer había muerto.
Todavía podía recordar muy intensamente todos los detalles de aquella noche. Cuando la enfermedad había entrado en su fase final, él había pasado la mayor cantidad de tiempo posible al lado de su mujer. Aun cuando ella estaba en coma, él se sentaba a su lado, sujetándole la mano y le hablaba quedamente. Le contaba cosas de su trabajo.
«No podías olvidarte de tu trabajo ni siquiera cuando tu mujer estaba muriéndose, ¿verdad?».
Las enfermeras le decían que no podía hacer nada por ella, que era mejor que regresara a su casa, que ellas lo llamarían en caso de que ocurriera algo. Pero Birch las ignoraba. No quería dejar a su esposa, aunque ella estuviese en coma y cada día se alejase un poco más de él. Al final iba a perderla, pero quería asegurarse de que había pasado cada segundo a su lado.
Quería estar preparado para algo que sabía que era inevitable, pero llegado el momento, la noticia lo había golpeado con la fuerza de un martillo neumático. Había sentido como si su alma se hubiese transformado en un cristal y la noticia de su muerte hubiese destrozado esa frágil y etérea parte de él. Quizá para siempre.
Recordaba haberse quedado sentado en una sala como aquélla, con una parte de él negando la muerte de su esposa. Aunque se había despedido de ella, besándole afectuosamente la frente, la nariz y los labios, había esperado (¿había suplicado?) que, aunque sólo fuera por un glorioso segundo, ella abriese los ojos y lo mirase por última vez. Que él hubiese podido decirle que todo iba a salir bien. Al abandonar la habitación, Birch estaba llorando.
Una enfermera lo acompañó a una sala como aquella en la que estaban y le había apretado la mano mientras él sollozaba como un niño. Era un dolor que nunca antes ni después había sentido. Estaba convencido de que ningún dolor físico podía compararse con el sufrimiento de esa noche.
Recordaba que un médico y un cura habían entrado en la sala en algún momento. El cura le había hecho algunas preguntas sobre la fe y Birch recordaba haberle dicho que le resultaba difícil creer en Dios con las cosas que veía todos los días en su trabajo. Y más aún en ese momento en que la mujer que había amado más que a nada en el mundo había muerto. Birch aún recordaba lo que le había dicho al cura aquella noche.
—Dicen que los caminos del Señor son insondables, ¿verdad? Bueno, pues le diré una cosa: esta vez el Señor se ha superado.
Sumido en sus recuerdos, el inspector esbozó una sonrisa; Johnson, con una taza de café en la mano, lo observó.
—¿Te diviertes, jefe? —preguntó.
Birch meneó la cabeza, arrancado de sus pensamientos por la pregunta de su compañero.
—No, Steve —respondió—. No pensaba nada. Nada de nada. —Dejó caer la colilla del cigarrillo en su taza, se levantó y empezó a caminar lentamente arriba y abajo—. ¿Cuánto más va a tardar Richardson? —se preguntó en voz alta—. Hace tres horas que estamos aquí.
—Sigo sin entenderlo —comentó el sargento—. ¿Para qué profanar la tumba de Denton? ¿Para qué llevarse su cuerpo?
—¿No lo entiendes? Pues bienvenido al maldito club.
La puerta de la sala se abrió y los dos detectives miraron ansiosamente.
Howard Richardson entró y se dirigió hacia la mesa del centro de la sala. Se había quitado el mono verde y lucía un impecable traje gris, con las gafas semicirculares en la punta de la nariz. Llevaba una fina carpeta de plástico que dejó sobre la mesa.
—Los informes están ahí —dijo tocando la carpeta—. Todo lo que hemos podido descubrir.
—Los leeré más tarde. Hazme una síntesis —pidió Birch.
—El ataúd fue desenterrado por la misma o las mismas personas que mataron a Sarah Rushworth —declaró el forense—. Hay huellas por toda la caja idénticas a las que encontramos en el lugar del último crimen. Las huellas indican la presencia de más de una persona, una con dedos sindáctilos y otra con dedos braquidáctilos.
—¿Qué más? —preguntó Birch.
—La tapa del ataúd fue abierta con un martillo de orejas, como me había parecido en un primer momento. Las marcas de la tapa son producto de la pala con que cavaron.
—¿Dos hombres? —se preguntó Birch—. Dos hombres que llegan y se van sin que nadie los vea.
—Así parece —respondió Richardson—. Pero lo más curioso es que el estudio preliminar del suelo en torno a la tumba muestra una sola huella de pies.
Birch frunció el cejo.
—¿Eso quiere decir que dos tipos desenterraron y robaron el cuerpo de Denton pero sólo uno dejó huellas?
—Es ridículo, lo sé.
—Esa es exactamente la palabra —exclamó el inspector—. ¿Y qué me dices de la pasta de papel? ¿Es la misma que se encontró en el lugar de los otros tres crímenes?
—No. Eso es una cosa curiosa. El papel que los impresores usan normalmente es de baja calidad. La pasta de papel que encontramos en el ataúd en cambio es de una textura diferente. Más fina, no tan gruesa como la de los libros impresos. Más parecida al papel de impresión de ordenador. No pude verlo en el cementerio porque el papel estaba casi pulverizado.
Birch se rascó la mejilla, la barba incipiente le raspó la punta de los dedos.
—Como ya sabéis, había fibra de madera en el interior de la caja. —Richardson hizo una pausa y miró alternativamente, a ambos detectives—. Y también hemos encontrado esto. —Se metió la mano en la chaqueta y sacó una bolsa transparente doblada que dejó sobre la mesa, junto a la carpeta de plástico—. Estaba metido en una rasgadura del forro del ataúd.
Los dos detectives se acercaron a la mesa y vieron que la bolsa contenía una página de un libro.
Birch cogió la bolsa y, a través del plástico transparente, leyó las palabras impresas en la parte superior de la página:
Los fantasmas del parque de atracciones.