Capítulo 62

Durante un momento, todos los presentes se quedaron atónitos ante la vista del ataúd vacío. Después, el inspector arrojó con enfado la pala sobre la tierra fresca.

—Que alguien me explique esto —bramó, y se dio la vuelta para mirar a Johnson.

El sargento se limitó a encogerse de hombros antes de meterse en el hueco oscuro junto con su superior.

Birch estaba arrodillado junto a la tapa del ataúd e inspeccionaba los rasguños de la madera.

Richardson se unió a los dos detectives. Pasó el índice por uno de los arañazos particularmente profundo cercano a una de las bisagras arrancadas.

—Un martillo de orejas —murmuró—. Se ven claramente las dos marcas. —Señaló otras marcas similares en el costado del ataúd—. Debe de haberlo usado para abrir la caja. Eso o una palanca.

—¿Y eso qué es? —preguntó Birch señalando algo metálico que brillaba en la tierra, junto a su pie.

Richardson se agachó para recogerlo.

—Una de las bisagras del ataúd —dijo, sujetándolo como un trofeo. Lo guardó rápidamente en una bolsita de plástico transparente que sacó del bolsillo.

—¿Por qué tendrían que llevarse el cuerpo? —preguntó Johnson—. A menos que hubiese huellas en él que el asesino temiera que encontrásemos.

Birch descartó la idea.

—El asesino no podía saber lo que hallamos en el cuerpo en la primera inspección —dijo—. No tenía motivos para sospechar que íbamos a exhumar a Denton para volver a estudiarlo y, de haberlo sospechado no podía saber en qué momento íbamos a hacerlo. —Inspiró hondo—. Sin embargo, ha venido aquí esta noche, ha desenterrado el ataúd, ha sacado el cuerpo de Denton y luego ha vuelto a enterrar la maldita caja. —Inspeccionó una vez más la tumba, lleno de rabia y frustración—. Habrá necesitado más de una hora para desenterrar el ataúd. Y probablemente otra hora más para volver a enterrarlo. Sin embargo, nosotros teníamos a nuestros hombres aquí y ninguno de ellos ha visto a nadie llegar o marcharse. Salvo que ellos mismos hayan desenterrado el cuerpo y algún otro se lo haya llevado. —Se pasó la lengua por los labios, tratando, sin conseguirlo, de controlar su enfado—. ¿Qué carajo está pasando aquí?

Richardson estaba inclinado sobre el ataúd forrado de seda y pasaba con suavidad los dedos por él. Hizo una pausa y se lamió la punta del índice, después lo presionó contra una esquina de la caja y levantó dedo para mirárselo.

Tenía numerosas partículas blancas pegadas a él. Dio una palmada en el hombro de Birch con la mano que tenía libre y le mostró el dedo al inspector.

—Pasta de papel —confirmó Birch cansado.

—Hay más en la parte interior de la tapa —observó Richardson—. Y en el propio ataúd.

—Y aquí —añadió Johnson señalando un material similar al confeti en el borde de la tumba.

Avanzó y comenzó buscar entre la tierra negra de alrededor de la tumba más material de ése.

—Vamos a echarle polvo de huellas al ataúd —dijo Richardson—. Y a la lápida también.

Birch no dijo nada. Permanecía inmóvil, contemplando la escena.

Soplaba una brisa suave, que levantaba los trocitos de papel en el aire. Birch observó cómo los fragmentos desaparecían en el cielo nocturno, como nieve barrida por el viento del invierno.

—Quiero que cierren todo el cementerio hasta que los forenses hayan terminado con su trabajo —dijo—. Vamos a atrapar a ese bastardo.