Capítulo 61

Birch aparcó el coche junto a una ambulancia, frente a la entrada principal del cementerio de Wandsworth.

Había además un Ford y un BMW grande y brillante, con dos hombres sentados en los asientos del conductor. También un camión aparcado cerca de la puerta y, mientras bajaba del Renault y cogía los cigarrillos, Birch vio una media docena de palas en su interior.

Howard Richardson, vestido con su acostumbrado mono verde, lo saludó alegremente desde las puertas abiertas de una de las ambulancias. Birch respondió al saludo del forense y se llevó un cigarrillo a los labios.

—Todo listo, jefe.

Birch reconoció la voz del sargento Johnson e hizo un gesto de aprobación con la cabeza mientras ahuecaba una mano sobre el cigarrillo para encenderlo.

—El sepulturero y el director de la funeraria ya están aquí —continuó Johnson, señalando a los conductores del Ford y del BMW—. Han instalado unas luces en torno a la tumba de Dentón para que podamos ver.

—Vayamos pues —dijo el inspector, dirigiéndose a la puerta principal del cementerio, que ya estaba abierta para permitir el acceso de los vehículos. Pero sólo el camión enfiló lentamente el camino central asfaltado.

Birch, Johnson y Richardson, acompañados por dos de sus asistentes, iban detrás. Junto a ellos caminaban también varios policías con linternas, flanqueando al sepulturero y al director de la funeraria. El extraño y pequeño cortejo avanzaba por el cementerio, Johnson miraba a la derecha, hacia la prisión de Wandsworth.

—Me pregunto a cuánta gente habremos mandado allí en todos estos años —comentó señalando la estructura monolítica.

—No mucha —respondió Birch mirando hacia delante. Se dirigió a Richardson—: Una vez que hayan exhumado a Denton y lo lleven a la morgue, ¿cuánto llevará completar el estudio, Howard?

—Tengo que echar un poco de polvo de huellas en las partes que no había controlado —respondió el forense—. Calculo que necesitaré entre dos y tres horas antes de poder darte alguna información.

Birch asintió con la cabeza. Oyó el ruidoso motor de un pequeño generador portátil que había más adelante.

El camión disminuyó la velocidad y finalmente se detuvo. Dos hombres bajaron de la cabina, sacaron las palas y se dirigieron hacia donde les indicaba uno de los oficiales uniformados con la poderosa luz de su linterna. La iluminación en torno a la tumba mostraba también el sitio indicado. El sepulturero y el director de la funeraria los siguieron; el director casi tropezó con uno de los cables del generador.

—Les llevará un poco de tiempo —murmuró Birch, mirando a los dos hombres que desaparecieron tras una elevación. Dio una calada al cigarrillo.

—Es el problema que tienen los cementerios por la noche —comentó Jonson jocosamente—. No hay ningún sitio donde tomar algo mientras se espera la exhumación de un cadáver.

Birch esbozó una sonrisa. Estaba a punto de responder cuando uno de los policías de uniforme se dirigió corriendo hacia él.

—Señor —dijo jadeando—. ¿Podría acompañarme, por favor?

El hombre ya se había dado la vuelta y había retomado el camino por donde había venido.

Birch, Johnson y Richardson lo siguieron.

Cuando llegaron a la cima de la elevación, Birch pudo ver cuál era el problema.

Los cuatro reflectores que habían sido colocados en cada extremo de la tumba iluminaban perfectamente la zona con una fría luz blanca.

Birch y sus compañeros avanzaron hacia el lugar y disminuyeron el paso al llegar a la sepultura.

Las flores que decoraban el lugar de reposo de Frank Denton estaban tiradas. Había ramos, envueltos todavía en su celofán, desparramados por todas partes, la tierra estaba revuelta. La lápida había sido arrancada y yacía a un costado de la tumba; rota y salpicada con el agua de un florero desgajado de un pedestal de mármol.

—¿Cómo diablos ha podido pasar esto? —preguntó Birch mirando el lugar devastado—. ¿Cuándo estuviste aquí, Steve?

—Hace más de una hora —contestó Johnson con la mirada fija en la tumba profanada—. Estuve supervisando la colocación de los focos. Hemos dejado a algunos hombres en el lugar desde las diez y media de la noche.

El inspector contempló despacio los destrozos, tenía los músculos de la mandíbula tensos.

—No entiendo cómo nadie ha podido acceder a la tumba —murmuró Johnson.

—Bueno, pues alguien lo ha hecho, ¿no? —espetó bruscamente Birch—. Saquemos de ahí el cuerpo de Denton. Más tarde pensaremos cómo ha podido suceder. —Se volvió hacia los dos hombres de las palas y les indicó la sepultura—. Hay que cavar, amigos.

—Debe de haber huellas de pies —observó Richardson mirando la tumba—. El suelo no está tan duro. —Se agachó apoyándose en una rodilla, a un metro de los detectives.

—Podría haber restos en la propia tierra —comentó Birch.

—Mi prioridad es examinar el cuerpo de Denton —dijo Richardson.

Los hombres de las palas cavaban duro, agradeciendo que la tierra hubiese sido recientemente removida.

—¿Por qué profanar su tumba? —se preguntó Birch—. ¿El asesino nos está tomando el pelo?

—El asesino no podía saber que Denton sería exhumado esta noche —dijo Johnson.

—Entonces ¿qué es? ¿Una maldita coincidencia? Si ha sido el asesino, justamente ha escogido la noche en que estaríamos aquí para hacer esto.

Birch meneó la cabeza, con la vista clavada en los dos hombres que cavaban. Aún estaba mirándolos cuando se oyó un ruido seco.

Era el sonido del metal golpeando la madera.

Los sepultureros retrocedieron.

—¿Y ahora qué? —masculló Birch entre dientes.

Se acercó al borde de la tumba y miró hacia abajo.

La tapa del ataúd era claramente visible a tres palmos de la superficie.

La caja estaba un poco torcida. Birch pudo ver varios rasguños en la tapa y los costados.

—Deme eso —dijo, cogiendo la pala de uno de los sepultureros, que parecía más que contento de entregarle la herramienta.

El inspector saltó dentro de la oscura tumba, hizo palanca con la pala sobre la tapa del ataúd levantándola. Birch miró dentro.

El cuerpo de Frank Denton había desaparecido.