—¿Por qué diablos no me lo dijiste?
Birch caminaba agitado por la habitación del hotel; de vez en cuando miraba a Megan Hunter, que estaba sentada en una de las sillas cercanas a la ventana más grande. Su portátil, sobre el escritorio, en un rincón de la habitación, estaba encendido. La pantalla brillaba débilmente. Megan miraba el tráfico de la calle.
—Ya hemos hablado de eso, David. Cenamos juntos para que pudieras hacerme algunas preguntas sobre Frank Denton, Donald Corben y …
—Sé cuáles eran las preguntas —la cortó Birch enfadado.
—Yo respondí a tus preguntas —continuó Megan en voz baja—. No pensaba que además tuviera que confesarte mis secretos.
Birch la fulminó con la mirada, metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó los cigarrillos.
—Esta es una habitación para no fumadores —le recordó ella.
—¿Y eso qué carajo importa? —bramó—. Dentro de seis meses ya no importará nada, ¿verdad?
Megan agachó un poco la cabeza y asintió. Cuando volvió a mirarlo tenía una sonrisa en los labios.
—Tienes razón —comentó sarcásticamente—. ¿Qué puede significar un poco de humo para alguien que está muriéndose de cáncer? Es casi como cerrar la puerta del establo después de que el caballo se ha escapado.
—Lo siento, Megan —se disculpó él apretando los dientes, como si lamentara haber abierto la boca—. Lo siento. No quería decir eso. —Dio un paso hacia la mujer.
—No te preocupes, David —dijo ella levantándose—. La gente todo el rato dice cosas que no quería decir.
Fue hasta el mueble-bar y sacó una botellita de ron y una Coca-Cola sin azúcar que sirvió en un vaso. Se dio la vuelta y lo miró. Tenía los ojos húmedos.
—¿Quieres beber algo?
Birch asintió.
—Ya sé, no me lo digas, ¿agua mineral?
Sonrió y sacó una botella de Perrier.
Birch cogió la botella y, al hacerlo, sus dedos rozaron los de ella.
—Lamento haber dicho eso —repitió mirándola mientras Megan volvía a la silla junto a la ventana—. No puedo creer que no me hayas dicho nada de tu enfermedad. Sobre todo…
—¿Siendo terminal? —completó ella—. No es algo de lo que se suela hablar durante una cena, ¿no te parece, David? —Bebió un trago de su vaso. El tono de su voz parecía más firme—. Además, si no hubieses estado espiando por mi apartamento, no te habrías enterado de nada, ¿no es así?
—No espié, ya te lo he dicho. Vi la carta de la clínica y me dio curiosidad.
—Sólo hacías tu trabajo.
Megan arqueó las cejas.
—He visto muchas cartas como ésa antes de que mi mujer muriera.
—Así que pensaste que si visitabas la clínica encontrarías alguna pista para saber si yo era o no el asesino que estás buscando. ¿Querías saber si me trataban por algún problema mental? ¿Algún tipo de esquizofrenia o patología social? ¿Era eso? ¿O sólo te interesabas por mi salud?
—Creo que sí. Quizá. —Respiró hondo—. Diablos. No sé qué carajo estaba buscando.
—Bueno, ahora ya has encontrado algo. Felicidades.
Levantó la copa fingiendo un brindis.
—¿Quién más sabe de tu enfermedad? —preguntó él—. ¿Tu agente? ¿Tus editores? ¿Frank Denton, Sarah Rushworth?
Megan se rió, pero era una risa sin humor.
—¿Crees que los maté porque sabía que iba a morir, David? —dijo con sorna—. Nadie lo sabe. Ni siquiera mis padres. ¿Por qué debería contarlo? Nadie puede hacer nada para ayudarme. ¿Para qué cargarlos con una información así?
—Pero el doctor dijo que te había hecho una biopsia. La operación y la recuperación debieron de tardar al menos una semana. Tu agente podría haberte preguntado dónde estabas.
—Le dije que me iba de vacaciones. Así de simple.
Hubo un denso silencio que el detective rompió.
—¿John Paxton lo sabe? —preguntó sin rodeos.
Birch vio un destello de sorpresa e inquietud en los ojos de Megan.
—¿Por qué debería contarle a John Paxton algo así? —preguntó ella desafiante.
—Porque era el padre de tu hijo, Megan. Tiene derecho a saberlo, ¿no?
La mujer lo fulminó con la mirada.
—Has estado muy ocupado, ¿verdad, David? —le espetó—. Reconozco que eres muy bueno en tu trabajo. ¿Qué más has descubierto sobre mí?
—La primera vez que nos encontramos me dijiste que no podías hacer nada sin que todo el mundo editorial se enterara —le recordó el inspector—. ¿Cómo diablos hicisteis Paxton y tú para mantener en secreto vuestra relación? Por no hablar del hijo que tuvisteis.
—Cuando alguien es tan rico como John Paxton puede mantener en secreto lo que quiera.
—¿Cuánto duró vuestra historia?
—¿A ti qué te importa?
—Me has mentido, Megan. Y si me has mentido en eso, ¿en cuántas otras cosas puedes haberlo hecho?
—¿Eso significa que soy de nuevo sospechosa?
Birch levantó las dos manos como implorando piedad.
—Dios —suspiró—. Sólo quiero entender.
—¿Entender qué? —preguntó ella bruscamente—. ¿Mi enfermedad? ¿Mi relación con Paxton? ¿Lo de mi hijo? —Una lágrima aislada rodó por su mejilla—. Eres detective, David. Si quieres descubrir esas cosas, estoy segura de que lo harás. Con o sin mi ayuda. —Se bebió lo que quedaba del vaso—. Y ahora, si eso era todo, me gustaría que te fueras. He trabajado mucho hoy y tengo muchas entrevistas mañana. Quisiera acostarme temprano esta noche.
Dejó el vaso sobre la mesa y volvió a mirar por la ventana.
Birch vaciló, después se dio la vuelta y se encaminó hacia la puerta.
De espaldas a ella, con la mano en el picaporte, dijo quedamente:
—Lo siento.
—No te preocupes —respondió ella.
Mirando aún por la ventana, Megan oyó la puerta cerrarse tras él cuando se marchó.