—Próxima etapa —dijo Birch dando una última calada al cigarrillo y arrojando la colilla por la ventana del Astra.
Le señaló a Johnson la dirección con el dedo y se ajustó el cinturón de seguridad. Los arañazos seguían molestándole. El viaje había durado casi dos horas a causa del intenso tráfico.
Durante el trayecto, los detectives habían hablado todo el rato sobre el caso, pero a pesar de que habían desmenuzado todos los detalles, no habían dado con ninguna pista.
—Esperemos que los forenses encuentren algo al exhumar el cuerpo de Denton esta noche —comentó el inspector.
Abandonaron la autopista en el punto que Birch había indicado y quince minutos más tarde el coche recorría unas calles mucho más estrechas, flanqueadas por propiedades lujosas con jardines bien cuidados y muros de piedra; después se adentraron en los campos.
El olor de la polución fue reemplazado por el aire más fresco de la campiña de Hertfordshire.
—Repíteme por qué estamos aquí, jefe —dijo Johnson, siguiendo la dirección que le indicaba su superior.
—Cuando anoche estuve en el apartamento de Megan Hunter, vi una carta de la Clínica Privada Redman —dijo el inspector—. Quiero saber qué viene a hacer aquí.
—Si no te molesta la pregunta, ¿que tiene eso que ver con nuestra investigación? No veo qué relación puede tener con nuestro caso el hecho de que Megan Hunter siga un tratamiento en una clínica privada.
—El libro de Megan Hunter fue hallado en los tres escenarios del crimen —le recordó el inspector.
—Pero tú mismo has dicho que no crees que esté involucrada en los crímenes. No lo entiendo. Deberíamos estar siguiendo otras pistas.
—¿Cuáles? —le espetó Birch bruscamente—. Hemos agotado todas las malditas pistas. Tres personas están muertas y nosotros aún no hemos avanzado un ápice para descubrir al asesino. Si regresamos al departamento volveremos a los testimonios y los informes que ya conocemos de memoria. —Se pasó una mano por el pelo—. Quiero saber por qué Megan Hunter ha visitado esta clínica. Soy el responsable de la investigación y creo que es importante.
—Entonces es algo personal, no profesional.
—¿Alguna vez he abusado contigo de mi autoridad, Steve?
—No lo recuerdo.
—Bueno, entonces anota en tu diario que ésta es la primera vez y limítate a conducir el maldito coche.
Siguieron adelante en silencio, el inspector miraba por la ventanilla, absorto en sus pensamientos. Más de una vez se pasó suavemente la mano por el hombro. Sólo un gran cartel azul pareció arrancarlo de su ensimismamiento.
—La próxima a la izquierda —dijo indicando el cartel.
Johnson asintió y giró por la carretera de la Clínica Privada Redman, después enfiló un camino de grava hasta un espacio asfaltado delante de la entrada principal.
La clínica era un edificio de ladrillo rojo de dos pisos que se levantaba sobre un extenso terreno, rodeado por macizos de flores bien cuidadas y setos prolijamente podados, Algunos con forma de animales. Vieron también un gran estanque y una pequeña fuente decorada en el medio de un jardín japonés. Cuando los dos policías bajaron del coche, oyeron el rumor del agua acompañando plácidamente el zumbido de las abejas que revoloteaban en torno al colorido despliegue de flores y plantas.
—Después dirán que el dinero no puede comprarlo todo —dijo Johnson mirando los pintorescos alrededores del edificio—. Con dinero, uno puede permitirse un tratamiento médico decente en un lugar como éste.
Birch no le hizo caso y se dirigió con paso decidido hacia la entrada principal.
Las puertas automáticas se abrieron y los dos detectives entraron en la recepción climatizada.
Un hombre de unos cincuenta años, en pijama y con bata, estaba sentado en el vestíbulo de entrada leyendo el periódico. Delante de él había una mesa con un servicio de té. El hombre miró a los dos recién llegados y después volvió a concentrarse en el periódico.
La recepcionista, una mujer de unos treinta años con el cabello recogido, estaba hablando por teléfono cuando los dos detectives se acercaron al mostrador. Les sonrió y levantó una mano como pidiendo que esperaran a que terminara con la conversación.
—Sí, de acuerdo, señora Daniel —dijo con la mano aún levantada—. El próximo lunes a las nueve y media con el doctor Jadine. Sí. Adiós. —Colgó el teléfono y sonrió profesionalmente a los dos policías—. ¿En qué puedo ayudarles? —preguntó amablemente.
—Soy el inspector David Birch —contestó éste—. Él es el sargento Johnson. —Los dos hombres mostraron sus credenciales y Birch vio cómo la sonrisa de la recepcionista se eclipsaba—. Usted tiene a una paciente registrada, Megan Hunter —prosiguió Birch—. Quisiera hablar con el médico que la atiende.
—Temo que eso no será posible —dijo la recepcionista disculpándose.
—Es importante —insistió el inspector—. ¿Podría ponerme en contacto con el doctor, por favor?
La recepcionista miró alternativamente a cada uno de los hombres, la sonrisa completamente borrada del rostro.
—Creo que el médico de Megan Hunter está operando en este momento —explicó mirando algo que tenía sobre la mesa.
—Podemos esperar —replicó Birch.
Se dio la vuelta y se dirigió hacia una de las sillas dispuestas al otro lado de la recepción. Johnson sonrió a la recepcionista y se unió a su superior. Los dos hombres se sentaron. El inspector cogió un folleto sobre los peligros de la presión alta. Johnson se conformó con mirar a través de la amplia ventana el jardín japonés.
—¿Cuánto vamos a esperar? —preguntó.
Birch miró el reloj.
—El tiempo que sea necesario —dijo.