Capítulo 51

El televisor estaba encendido, pero con el volumen muy bajo. De vez en cuando, Birch miraba la pantalla, la única luz de la sala, aparte de la de una lámpara que había encima del aparato y que iluminaba tenuemente.

Respiró hondo y cogió los cigarrillos, encendió uno y le dio una calada profunda. Había muchas colillas en el cenicero, en un extremo de la mesa a la que estaba sentado. A su lado tenía una botella de Jack Daniel’s y un vaso.

El inspector se sirvió una medida más e hizo girar el hielo, unos movimientos en la pantalla llamaron su atención. Era un partido del campeonato italiano de fútbol, Birch miró, sin prestar atención, la imagen de un jugador con una camiseta blanca que estrellaba un remate contra el larguero de la portería contraria. La pelota rebotó hacia el campo y fue despejada.

Birch volvió a fijar la vista en la mesa que tenía delante.

Estaba cubierta de fotos. Fotos en blanco y negro y en colores. De distintos tamaños. Las imágenes mostraban los cadáveres de Frank Denton, Donald Corben y Sarah Rushworth.

El detective cogió la más cercana y la miró sobrecogido.

Era una foto del perfil izquierdo del rostro de Corben, y mostraba en primer plano la cavidad vacía del ojo, las heridas de alrededor y otros cortes de la cara. Una de las fosas nasales había sido abierta por el mismo cuchillo que le había arrancado el ojo.

Birch apartó la foto y cogió una de Sarah Rushworth. Era de la parte inferior del abdomen y la parte superior de sus muslos, con unas profundas heridas provocadas por el cuchillo dentado que le había quitado la vida. La siguiente foto mostraba un primer plano del labio externo de la vulva, destrozado, con la carne desgarrada por varios cortes tremendos y brutales.

El inspector bebió un sorbo y apretó los dientes al sentir el ardor del líquido en la garganta.

Dejó la foto y se concentró en la primera de las carpetas que también ocupaban buena parte de la mesa.

Informes de la autopsia, entrevistas en los lugares del crimen, declaraciones de los testigos. Todas las palabras parecían no significar nada, y cuanto más leía, menos sentido parecían tener.

Dejó caer la carpeta sobre la mesa con un suspiro de frustración y se reclinó en el sofá.

Vio que el partido de la tele había llegado al final del primer tiempo, porque en la pantalla aparecía una secuencia interminable de anuncios. Birch los miró desinteresado. No estaba resfriado. No quería un préstamo con intereses muy bajos. Nunca iba a necesitar, esperaba, un elevador en el que sentarse para poder subir escaleras, y no le interesaba en absoluto comprar la toallita higiénica más conveniente. Los anuncios terminaron. Birch tomó otro trago.

Se inclinó de nuevo hacia delante y cogió el primero de los dos libros que había en la mesa.

Abrió el ejemplar de Las semillas del alma, recorrió rápidamente las páginas y se detuvo en las fotografías centrales. Pasó a la solapa interior y miró la foto de Megan Hunter.

«Tenías razón. No le hace justicia».

Sonrió y la recordó sentada frente a él, en el restaurante. Hacía mucho tiempo que no había salido a cenar con una mujer.

«Y puede pasar mucho más tiempo aún hasta que lo repitas si no te tomas un descanso de este maldito caso».

Recorrió el contorno de la cara con el índice, cerró suavemente el libro y volvió a dejarlo sobre la mesa.

El otro libro lo cogió con un poco más de urgencia. Abrió Los fantasmas del parque de atracciones y comenzó a leer.

Cuando sonó el interfono, Megan frunció el entrecejo. Miró el reloj. Había pasado más de media hora desde que Birch se había marchado. A lo mejor, pensó, se había olvidado algo y pasaba a buscarlo. Sin embargo, miró alrededor y no vio nada que pudiera pertenecer al inspector.

El interfono volvió a sonar.

Pensó también que si Birch hubiese vuelto, primero la habría llamado. No se habría presentado de ese modo, teniendo en cuenta las recomendaciones que le había hecho para que se protegiera.

El corazón comenzó a latirle un poco más de prisa cuando el interfono sonó por tercera vez.

Quienquiera que fuese, era evidente que tenía prisa por entrar.

Por un momento, pensó en mirar desde el balcón, pero cayó en la cuenta de que era inútil. La entrada principal a los apartamentos quedaba oculta por el porche de la entrada, y mal iluminada.

Se encaminó hacia el interfono lamiéndose nerviosamente los labios.

El timbre volvió a sonar.

Megan pulsó el botón que le permitía comunicarse con los que llamaban desde abajo.

—¿Hola? —dijo titubeante.

—Megan, déjame entrar.

Reconoció la voz inmediatamente.

—¿Qué quieres? —preguntó.

—Abre la maldita puerta, por favor.

Megan vaciló un instante antes de pulsar el otro botón del aparato.

—Está abierta —dijo—, entra.

Abrió la puerta del apartamento y se quedó esperando en el umbral. Oyó unos pesados pasos en la escalera a medida que el visitante subía. En seguida llegó al rellano. Megan retrocedió y lo dejó pasar.

Jonh Paxton le sonrió.