No habían discutido. El único indicio de que el hombre había estado a punto de perder el control habían sido dos o tres miradas penetrantes. El resto del tiempo había permanecido sentado, sin moverse, en una silla de la habitación privada del hospital mientras la mujer hablaba.
Ella lo había hecho hasta agotar las palabras.
Y cada una de esas palabras apasionadas habían brotado desde lo más profundo de su alma.
Mientras hablaba, las lágrimas habían rodado por sus mejillas como nunca antes. Mientras hablaba de su hijo.
El hombre había apartado la mirada cuando ella había mencionado al niño, como si con ese gesto negase de algún modo la existencia del bebé. Pero no importó que él mirara en otra dirección, ella había continuado con su discurso y él había escuchado sus palabras a pesar de su deseo de interrumpirla.
La mujer le había pedido que se acercara a mirar al niño, pero él no había querido. No tenía, le había dicho, deseos de verlo.
El hijo de ellos, le había recordado ella.
Sin embargo, a pesar de que era tan suyo como de ella, él se aferraba a la ridícula y equivocada esperanza de que ignorando al niño se mantendría alejado de él.
Le había dicho a ella que no quería tener nada que ver con su educación y ella lo había aceptado. En un primer momento eso lo había sorprendido, pero mientras la mujer hablaba y el tiempo pasaba inexorablemente, el hombre advirtió la determinación en su voz y en su cara. Sabía que nada de lo que él dijera o hiciera la haría abandonar a su hijo.
El hijo de ambos.
Meneó la cabeza cuando las palabras se agolparon en su mente. No había aceptado ni podía aceptar al niño, aunque fuera su padre.
El argumento de la mujer para quedarse con el bebé era más que persuasivo, era implacable. Nada en el mundo la habría hecho abandonar a su hijo, y él lo sabía. La escuchaba pues sin esperanzas. En un primer momento, había querido irse de la habitación, desaparecer para siempre, pero sabía que no podía hacerlo. Así que allí estaba, sentado, en la habitación esterilizada, mirando de vez en cuando por la ventana, y escuchando distraídamente las palabras de ella.
Pero muchas de esas palabras habían penetrado en su mente lo suficiente como para darse cuenta de que ella aceptaría que él se marchara y la dejara sola con el niño. Si eso era el instinto maternal, su ferocidad y su fuerza lo habían sorprendido.
Con todo, entre súplicas y exigencias, la mujer había pronunciado palabras difíciles para ella. Palabras que habían calado muy hondo en la mente de él. Había dicho que era consciente de los problemas que iban a afrontar para criar al niño. Había repetido lo que el médico le había dicho. Y que sentía en su interior que el sentido común erosionaba su potente instinto.
Se llevaría al niño del hospital a su debido tiempo. Y regresaría cuando requiriese cuidados médicos. Repetía que no lo abandonaría.
Nunca.
Mientras viviera, el niño siempre sería su hijo. Pasara lo que pasara. Cuando el hombre había dicho que él no sentía lo mismo, ella no lo había mirado consternada o triste, sino con una furia contenida, pero no habían discutido.
Le había dicho lo que pensaba hacer, y él, muy inseguro, y con mucho miedo, lo había aceptado.
Y ahora el tiempo se había acabado.