Capítulo 49

—Adelante —dijo Megan entrando en el apartamento.

Birch aceptó la invitación, la siguió hasta la sala de estar y se quedó en el umbral, mientras ella encendía las luces. Megan se quitó la chaqueta y la dejó sobre el respaldo del sofá.

La sala era acogedora, con una iluminación muy suave que se complementaba perfectamente con los relajantes colores del apartamento.

—¿Quieres escuchar un poco de música? —preguntó Megan deteniéndose frente al lector de CD.

—Mientras no sea rap —contestó riendo Birch.

Megan escogió un disco, lo puso y bajó el volumen para que la música sonara solamente de fondo.

—¿Quieres té, café o algo más fuerte? —preguntó.

—Un té está bien, gracias —respondió Birch todavía en el umbral de la sala.

—Vamos, David, siéntate.

Él vaciló y se dirigió hacia el sillón, en cuyo borde se sentó. Miró a Megan, que estaba abriendo las puertas del balcón. Movidas por la brisa, las cortinas se agitaron.

—Es un apartamento muy bonito —comentó Birch mirando alrededor.

—Gracias. Tuve que pedir un bonito crédito para poder comprarlo.

—¿Trabajas ahí? —preguntó él indicando con la cabeza el ordenador sobre el escritorio que quedaba en un rincón de la sala.

—Sala de estar y despacho —confirmó ella—. También tengo un portátil en la habitación.

—¿Por si te viene la inspiración de noche?

Megan sonrió, fue hasta la puerta de la sala de estar y cuando llegó se dio la vuelta hacia Birch.

—Si quieres cambiar la música, ahí tienes más discos —le señaló—. Mira. A lo mejor encuentras algo que te gusta. Creo que mis preferencias en materia musical son bastante amplias.

Se fue a la cocina, el rojo de su vestido brillaba luminoso bajo la tenue luz.

Birch se levantó, fue hasta donde estaba el estéreo y recorrió con la mirada la amplia colección de discos compactos apilados alrededor del equipo de música. Había un poco de todo, desde música clásica a jazz, desde Rolling Stones a Lucie Silvas, desde Keane a Iron Maiden. Dejó el disco que estaba puesto y cruzó lentamente la sala hasta donde estaban los estantes de los libros.

La lista de títulos también era bastante ecléctica. Narrativa que iba desde James Joyce a los últimos bestsellers basura. Poesía. Ensayos. Había también algunos libros sobre fotografía. Birch cogió uno de éstos y lo abrió.

Cómo sacar fotos increíbles, rezaba el titulo.

—Es un hobby.

Birch levantó la mirada al oír la voz de ella. Megan señaló el libro que él tenía entre las manos.

—Nunca seré Annie Leibovitz, pero me gusta mucho —dijo ella.

—Has tomado algunas de las fotos de tu libro, ¿verdad? Lo he visto en los créditos.

—¿Así que le has echado un ojo?

—He mirado las fotos —contestó él sonriendo.

—¿Quieres azúcar o miel con el té? —preguntó ella.

—Azúcar, por favor.

Megan asintió y volvió a desaparecer.

Birch dejó el libro en su sitio y siguió mirando los otros títulos.

Escrutó los lomos de varios tomos que le resultaron familiares colocados uno al lado del otro en un estante. El nombre de John Paxton figuraba en grandes letras en cada uno de ellos. Birch cogió uno y lo abrió por la primera página. Estaba dedicado.

Para Megan, espero que te asuste, con los mejores deseos, John.

Sacó otro del estante.

Para Megan, con los mejores deseos manchados de sangre.

Muy gracioso.

Birch lo guardó y sacó otro.

Para Megan, del hombre cuya escritura es un poco mejor que sus masajes en la espalda.

Birch arqueó las cejas.

Con amor, John.

«Con amor, John». Era un paso más con respecto a «con los mejores deseos», ¿no?

Guardó el libro en el estante y estaba punto de coger el ejemplar de Los fantasmas del parque de atracciones cuando un sobre cerrado junto al ordenador de Megan atrajo su mirada. Estaba mezclado con otras cartas, pero fue el encabezamiento del sobre lo que provocó la curiosidad del inspector.

«Clínica Privada Redman».

Tenía fecha de un día antes. Birch miró hacia la puerta y de nuevo el sobre, usó un bolígrafo para abrirlo un poco y entrever las palabras de la parte superior de la carta.

La clínica, como pudo ver al leer fugazmente las primeras palabras, se encontraba en Hertfordshire.

Vio palabras como medicación, tratamiento, examen y prognosis. Había también una fecha de visita.

Justo a tiempo, oyó que Megan volvía a la sala de estar, dio un par de zancadas para alejarse del escritorio y se concentró en los estantes de los libros que tenía delante. Poco después, Megan apareció en la sala llevando una bandeja con dos tazas, un cuenco de azúcar, una jarra de leche y una tetera en miniatura. Dejó la bandeja sobre la mesa y comenzó a llenar las tazas.

—Muy civilizado —dijo Birch aprobando—. En mi casa, habría puesto las bolsitas del té en cada taza y después les habría echado el agua caliente.

Ella le alcanzó la taza viendo cómo él se inclinaba para servirse el azúcar.

Megan se sentó en el suelo, cerca de él, se desató los zapatos, se los sacó y estiró las piernas.

—He estado pensando en lo que me has contado sobre Cassano —dijo Birch—. Sobre sus ideas y su filosofía. Eso de los artistas que se convierten en parte de su obra.

—¿Sigues creyendo que es una locura? —preguntó ella bebiendo un poco té.

—¿Debo ser sincero? —la desafió él—. Sí, creo que es una locura.

Megan lo miró a los ojos, la expresión de él era inescrutable.

—¿Qué hay que hacer para convencerte de que Cassano tenía razón, David? —dijo ella finalmente.

—Tendrías que seguir explicándomelo, Megan. Tus explicaciones son fascinantes.

—Perfecto. Si no crees en lo que le digo, deja que te lo muestre.