Fueron los últimos en marcharse del restaurante del Windows. El personal merodeó en torno a ellos sin hacerse notar hasta que finalmente Birch y Megan se levantaron y se dispusieron a irse. Birch pagó la cuenta con su tarjeta de crédito y rechazó de nuevo la oferta de Megan de pagarla ella. La ayudó a ponerse la chaqueta y se fueron.
Mientras bajaban en el ascensor hasta la planta baja, Birch no pudo resistir la tentación de mirarla de arriba abajo.
Ella le sonrió al notarlo.
—Espero haberte sido útil esta noche, David —dijo en voz baja—. Lo he pasado muy bien.
—Yo también —contestó él.
«Pregúntale si quiere volver a cenar otro día, tonto. Hazlo ahora, antes de que el maldito ascensor llegue a la planta baja».
El ascensor se detuvo en el piso diez y tres hombres de unos treinta años entraron. Los tres miraron a Megan. Uno de ellos le sonrió, codeó a uno de sus compañeros en las costillas y arqueó las cejas.
Birch miró a los hombres con desprecio.
«Cabrones».
Dio un paso hacia Megan.
El ascensor llegó a la planta baja y, cuando las puertas se abrieron, los tres hombres salieron precipitadamente, riéndose.
Uno de ellos se dio la vuelta para volver a mirar a Megan, sonrió torciendo la boca y se lamió los labios.
El trío desapareció por la entrada principal del hotel.
—Malditos bastardos —gruñó Birch.
Después, cuando Megan lo cogió del brazo mientras se encaminaban hacia la puerta, se tranquilizó.
—¿Puedo acompañarte a casa? —preguntó—. Es lo mínimo después de haberte robado toda la noche.
—Gracias, David.
Los tacones de Megan retumbaban en el suelo, uno de los recepcionistas la miró, así como también dos clientes sentados en un sofá en el centro del vestíbulo. A Birch esas miradas no le sorprendieron.
Las puertas automáticas se abrieron y el portero uniformado los saludó educadamente cuando pasaron frente a él. Fue a llamar a uno de los taxis que estaban esperando, pero Birch le hizo una seña de negativa.
—No, gracias amigo —dijo, llevando a Megan hacia donde tenía aparcado el coche.
Abrió la puerta del acompañante del Renault y Megan se sentó con elegancia en su asiento. Birch dio la vuelta hasta el lado del conductor, subió al coche y puso el motor en marcha.
—Bueno, vamos a tu casa —dijo.
Megan lo miró, todavía sonriendo.
—¿Así que no figuro en la lista de sospechosos? —preguntó—. No voy a tener que comunicarle a mi agente que mis apariciones para el libro se limitarán a Holloway.
—¿Estarás en Londres durante los próximos dos días?
—Y después Manchester, Birmingham, Edimburgo y Dublin. Tienes mi número si quieres contactarme. Por si necesitas saber algo más.
Birch asintió.
—Me gustaría entender algunas de las cosas que me has contado esta noche.
—¿Sobre las semillas del alma? ¿Sobre Cassano?
—Principalmente.
—Sé que no te lo crees, David. A todo el mundo le cuesta entenderlo, y mucho más a un escéptico como tú.
Birch la miró y le sonrió.
—Me lo tomaré como un halago —dijo él.
—¿Que te llamen escéptico?
—Me han tratado de cosas mucho peores.
Se quedaron un momento en silencio, después el inspector volvió a hablar.
—Deja que me lo meta en la cabeza, ¿qué crees tú que Cassano le mostró a Dante cuando… lo mandó al Infierno? ¿Crees de veras en eso? ¿Crees que un hombre puede tener tanto poder? Mi escepticismo es comprensible, Megan.
—Todo lo que sé lo aprendí durante mi investigación, David. Lee mi libro.
—Lo he intentado —suspiró—. Pintores que entran y salen de sus pinturas. Autores que pueden entrar en sus libros a través de la escritura. —Birch meneó la cabeza—. ¿Y con los músicos cómo funciona esta teoría? ¿Acaso Mozart se metía dentro de un violín antes de escribir una sinfonía?
—Tú querías saber en qué creía Cassano. Y yo te lo he dicho.
—Fuera lo que fuese lo que Cassano predicó o escribió en el siglo XIII no me sirve ahora de mucho para encontrar al cabrón que asesinó a Denton, Corben y Sarah Rushworth, ¿no te parece?
Birch recorrió Holland Park Avenue con la mirada clavada en el camino y la mente tan llena de pensamientos que tuvo la sensación de que le iba a estallar.
—Puedes dejarme en la esquina —dijo Megan tocándole el brazo y señalándole la curva de Norland Square.
—Te dejaré en la puerta —contestó él—. Nunca se sabe.
—Ahora que ya no soy sospechosa, ¿temes que pueda convertirme en una víctima?
—Me gustaría estar seguro de que no, Megan. Hasta que no descubramos qué es lo que mueve a ese cabrón no puedo asegurar nada.
Detuvo el Renault delante de la puerta de entrada.
—Sé que es el peor de los clichés —empezó a decir ella—, pero ¿te gustaría tomar un café? Así al menos estarás seguro de que me dejas a salvo en casa.
—Perfecto —dijo—. Adelante. Me has devuelto la pelota.
Megan sonrió y él apagó el motor.
Caminaron juntos hasta la entrada al edificio, ella abrió la puerta y se adelantó al detective en el vestíbulo.
Aunque hubiesen advertido la presencia escondida en la oscuridad al otro lado de Norland Square, ninguno de ellos habría visto quién los estaba mirando.