Capítulo 47

—¿Y cómo pudo prometerle algo así? —preguntó Birch.

—Ya te he hablado de la filosofía de Cassano respecto a los artistas.

—¿Te refieres a eso del precio que uno tiene que pagar por recibir un don de Dios? Sí, me lo mencionaste.

—Bueno, su doctrina consiste en más que eso. La Iglesia quería silenciarlo por otras cosas que decía y escribía. Él creía que todas las cosas creadas por el poder de la mente podían ser transferidas al mundo real. Que los creadores podían habitar los mundos que habían creado.

Birch levantó un índice para interrumpirla.

—Un momento —dijo sonriendo—. Me he perdido. ¿Puedes ser un poco más clara?

Megan inspiró hondo.

—Por ejemplo, Cassano creía que si alguien pintaba un paisaje, podía entrar en ese paisaje cada vez que quisiera.

Birch meneó la cabeza.

—Es decir —dijo—, que Cassano creía que los pintores podían convertirse en parte de su propia obra. Pero eso no es más que un autorretrato. ¿No es acaso lo que han hecho miles de pintores a lo largo de toda la historia?

—No, no me entiendes, David. No me refería a eso. Piensa en una pintura como… —Megan intentó visualizar una obra pertinente—. No sé… El carro de heno, de Constable.

—¿Ese en el que hay un niño tumbado bebiendo agua de un estanque?

—No, ése es El trigal, pero si es el que conoces, vamos a usarlo como ejemplo.

—Mi madre tenía una copia encima de la chimenea cuando yo era pequeño —le explicó Birch sonriendo—. Por eso lo conozco.

—Bien, imagina esa escena —dijo ella—. Cassano creía que, dado que Constable había dado vida a ese cuadro, si quería, podía formar parte de él. Podía entrar en el lienzo, pasearse por los campos que había pintado, caminar por el sendero entre los árboles. Y hasta bañarse en el estanque del que está bebiendo el niño que has mencionado.

Birch veía la excitación en los ojos de Megan, entusiasmada con el tema.

—Sigue —le pidió.

—¿Conoces el cuadro ¿Cuándo fue la última vez que viste a tu padre?? —preguntó ella.

Birch asintió con la cabeza.

—Pues lo mismo —continuó—. Cassano creía que Yeames, el artista, por el hecho de haberlo pintado, podía entrar en la habitación donde están interrogando al niño, y sentarse en una de las sillas a observar y escuchar el interrogatorio.

—¿Cómo se aplica esa teoría a otros artistas? Por ejemplo ¿cómo funcionaba con los escritores, según Cassano? —preguntó Birch.

—Creía que si alguien describía un personaje o un lugar, podía encontrarse con el personaje o visitar el lugar. Porque los había creado. Él creía que el arte era sólo una manifestación física del proceso creativo del pensamiento. Que un pensamiento podía volverse tangible. Si por ejemplo tuviese que describir una pastelería, podría entrar en la tienda y mirar la mercadería expuesta. Tocarla. Olería e incluso comérsela. Yo podría describir una habitación, las sábanas de algodón, las velas perfumadas alrededor, y acostarme en la cama, sentir el contacto de las sábanas sobre mi piel y oler el aroma de las velas. —Hizo una pausa—. Y si quisiera que tú estuvieras conmigo, te pondría en esa escena y estarías en la cama a mi lado.

Durante un momento que pareció durar una eternidad, ambos se miraron en silencio.

Al final, Birch habló.

—Y si alguien está enfermo y muriéndose —comenzó—, ¿sería posible describirlo en el libro como una persona sana y de ese modo curarlo?

—No. Si la enfermedad es real, no. A alguien que tuviese un cáncer no se lo podría describir como curado, porque el cáncer no sería un producto de su imaginación. Cassano decía que sólo las cosas creadas por la mente podían ser controladas y manipuladas por su creador. Una enfermedad como el cáncer no procede de la mente, ataca el cuerpo sin que la víctima pueda hacer nada por detenerlo.

—¿Cómo puede entonces gente real entrar en sus creaciones? Has dicho que podrías meterte en una cama creada por tu escritura. ¿Cómo? Tú existes. Eres real, sólo el ambiente podría ser imaginario. Eso contradice la teoría de Cassano.

—No, David, no la contradice. El creador puede controlar sus acciones dentro de un entorno imaginario, puede meterse dentro de él porque éste no existiría de no ser por su creatividad.

—Me confundes otra vez —le confesó Birch.

—Estoy tratando de explicártelo de la manera más sencilla posible —dijo ella.

—Gracias —gruñó él—. Aprecio la consideración que tienes ante mi ignorancia.

—No he querido decir eso —espetó ella bruscamente, con un tono de reproche—. Es un concepto muy difícil de explicar. Para todos. Especialmente ante alguien tan escéptico como tú.

—Me parece una locura.

—Tú me has pedido que te explicara la doctrina de Cassano, y yo lo he hecho.

—¿Y qué hay de ti? —murmuró Birch—. ¿Crees en ella?

—Creo que Giacomo Cassano creía en ella. Que formaba parte de su filosofía. Las semillas del alma era como Cassano llamaba a esos pensamientos que, según él, se volvían tangibles.

—De modo que para Cassano los pintores podían entrar en sus pinturas y los escritores en sus libros, ¿no?

Megan aprobó con la cabeza y tornó un poco de vino.

—¿Y eso qué tiene que ver con la relación entre Cassano y Dante? —preguntó el detective.

—Después de que Cassano le comunicara a Dante que la descripción que había hecho del Infierno en el primer borrador de la Divina Comedia no era fidedigna, Dante fue a verlo. Cassano describió a Dante en el Infierno. Primero describió el Infierno y después añadió a Dante como personaje. A partir de ese momento, Dante pudo vagar libremente por el Infierno. Al regresar, la visión que tenía del mismo había cambiado completamente. Las descripciones que se leen en los borradores de la Divina Comedia después de este episodio, son el Infierno tal como Dante pudo verlo con sus propios ojos.

—Si Cassano puso a Dante en el Infierno, ¿cómo hizo éste para salir?

—Cassano lo sacó a través de la escritura. Así de simple. Redactó un párrafo en el que Dante abandonaba el Infierno. Cassano escribió que, tras su regreso a este mundo, Dante tenía el aspecto de un hombre que había visto con sus propios ojos lo más abyecto y depravado que se pueda imaginar. También que Dante tenía un corte en la palma de la mano derecha. Una herida que le había hecho uno de los demonios del Infierno. Y escribió además que Dante traía consigo una piedra que había recogido mientras bajaba por un sendero hacia los últimos círculos del Infierno.

—¿De modo que Cassano no sólo sostenía que los escritores y los pintores podían entrar en sus propias obras sino que también podían traer cosas de ellas?

Megan afirmó con la cabeza.

Birch miró a la derecha. La noche había caído sobre Londres y el detective vio miles de luces brillando a sus pies. Las luces de las ventanas de los edificios, las luces de la calle y los faros de los coches. Se quedó mirando su reflejo en el cristal, después se dio la vuelta para enfrentarse a Megan una vez más.

—Cuéntame más —dijo.

Llegaron en palets, en cajas y paquetes.

Cientos de miles. Llegaron en camiones, furgonetas, por correo y en coches.

Todas las librerías de Inglaterra a lo largo y a lo ancho del país recibieron ejemplares de Los fantasmas del parque de atracciones.

Numerosas tiendas exponían desde hacía algunas semanas los carteles con la cubierta del libro y la foto del autor. Muchas de ellas habían contratado a personal extra para atender la demanda que se esperaba. Algunas incluso abrían más temprano.

Escaparates que anteriormente exponían veinte títulos habían sido vaciados para dedicarlos únicamente al nuevo libro. En las mesas de novedades de las librerías había altas pilas de ejemplares. Tiendas que no habían recibido una cantidad suficiente de la versión impresa del libro, habían encargado la versión en audio leída por el propio John Paxton.

La mayor parte de las grandes cadenas de librerías de todo el país exhibían en sus escaparates fotos de Paxton, muchas mostraban también sus obras anteriores y los DVD de sus libros que habían sido adaptados al cine.

Para las semanas sucesivas, algunas tiendas tenían previstos encuentros con el autor. Paxton iría allí para encontrarse con su público, que lo adoraba. Firmaría ejemplares. Bromearía y se reiría con ellos, como era su costumbre. Hablaría en tono de broma de sus libros y disfrutaría de las aclamaciones de los que se tomaban el tiempo de ir a escucharlo.

Todo estaba preparado para el lanzamiento de Los fantasmas del parque de atracciones.

En muchas de esas librerías, atiborradas ahora con la última entrega de Paxton, la biografía de Giacomo Cassano de Megan Hunter estaba asimismo cuidadosamente expuesta en la sección de novedades.

Llegado el día, empezaría a venderse. En cantidades muy inferiores y para un público por completo distinto, pero allí estaba.

Y eso era lo que realmente importaba.