Capítulo 41

En la biblioteca del Hotel Soho reinaba una paz maravillosa. Birch miró el reloj.

Eran las tres y cincuenta y seis de la madrugada.

«Es sorprendente estar aquí a estas horas». El inspector volvió a sentarse en el sillón y levantó el vaso para brindar.

—Sé que no deberíamos hacer esto —dijo sonriendo—, pero ¿qué importa? Salud. —Tomó un trago de Jack Daniels y notó cómo el líquido ardiente recorría su garganta.

En un sillón cercano al de Birch, el sargento Johnson meneó la cabeza y bebió un sorbo de su vodka con Coca-Cola.

—Así vive la otra mitad —murmuró Birch mirando alrededor—. Más de doscientas libras por noche. ¿Crees que el departamento nos lo pagaría?

Johnson sonrió.

—Lo dudo.

Hubo un largo silencio que Birch interrumpió.

—Setenta clientes y veintiún miembros del personal y nadie ha visto absolutamente nada.

—Aún no hemos interrogado a todos, jefe. A lo mejor alguno de ellos tiene algo interesante que decir.

—Es cierto. ¿Con quién habéis hablado de la editorial de Megan Hunter?

—Con el director de ventas y con un alto responsable editorial. Ninguno de ellos ha visto ni oído nada.

—Tampoco el director del marketing ni el responsable de derechos.

—¿Y Megan Hunter?

—Nada. Pero hablaré de nuevo con ella. Quiero saber algo más de ese libro que ha escrito. Quiero ver si puedo descubrir por qué el asesino lo deja siempre en los lugares del crimen.

—¿Estará alguien intentando tenderle una trampa?

—A ella o a John Paxton. Su libro también está siempre presente. De todos modos, si alguien pretendía tenderles una trampa, podría haber escogido un método más simple.

Con el índice, recogió una gota de agua de la parte externa del vaso.

—Si Howard encontrara huellas digitales en los cuerpos de Denton y Corben, a lo mejor podríamos estar cerca de resolver el caso —dijo Johnson esperanzado.

—No lo creo —replicó Birch tomando otro trago—. ¿Cuál puede ser el móvil del asesino? —preguntó en voz baja.

—O los asesinos. ¿Y si el forense tuviera razón cuando dice que se trata de dos asesinos?

—Entonces no sólo estamos muy equivocados, sino también jodidos; el barco se hunde y el agua está llena de tiburones. —Birch levantó de nuevo el vaso para brindar, con la mirada puesta en el estante de enfrente. En una parte precisa del estante.

En los lomos de catorce de los libros se leía el nombre de John Paxton.

—¿Quién ha metido en esto a Paxton y Megan Hunter? —reflexionó Birch en voz alta—. ¿Por qué han matado a Sarah Rushworth esta noche? Había más gente de la editorial de Megan Hunter aquí esta noche, ¿por qué esa chica?

—No lo sabremos hasta que descubramos el móvil, ¿verdad?

Birch miró a su compañero.

—Vete a casa, Steve —dijo—. Duerme un poco. Pasa algunas horas con tu mujer. De todas formas, no podremos hacer nada más hasta mañana.

—Ya es mañana —le recordó Johnson mirando el reloj.

—Ya sabes a lo que me refiero.

—¿Y tú?

—Necesito comprobar una cosa antes de irme.

—¿Y no quieres que yo lo sepa?

—Vete —repitió Birch—. Antes de que cambie de opinión.

Esperó que su compañero terminara el trago, se levantase y buscase las llaves del coche en el bolsillo de su chaqueta.

—Gracias, jefe —dijo Johnson.

Birch sonrió.

El sargento se marchó y Birch se quedó de nuevo solo. Apuró el trago, se levantó y fue hasta los estantes donde estaban los libros de John Paxton. El inspector recorrió con el dedo los lomos de los tomos de tapa dura, provocando un ruido similar al de las gotas de la lluvia.

Había un espacio vacío donde había estado el de Los fantasmas del parque de atracciones.

Dio media vuelta y se encaminó hacia el vestíbulo.

El sargento Johnson conducía con la ventanilla abierta, dejando que una brisa fresca entrara en el coche, junto con los sonidos y olores de la madrugada de Londres. Miró el reloj del salpicadero. En veinte minutos habría llegado a casa.

Estaba a punto de encender la radio cuando sonó su móvil. El sargento puso el intermitente, arrimó el Astra a un costado de la calle y cogió el móvil.

Reconoció el número que aparecía en la pantalla.

—Sí, jefe —dijo.

—He comprobado lo que te he dicho —explicó Birch.

—¿Ahora puedes contármelo?

—¿Recuerdas que me has dicho que Paxton era un cliente del Hotel Soho? Le he pedido a un recepcionista que me mostrara el registro de los clientes. Paxton se ha alojado aquí tres veces en las últimas tres semanas. La primera cuando asesinaron a Frank Denton. La segunda cuando asesinaron a Donald Corben.

—Dios mío —murmuró el sargento.

—Eso no es todo. He hablado con el portero y con el conserje que estaban en servicio esos dos días. Ambos recuerdan haber visto a Paxton abandonar el hotel por la tarde, pero ninguno recuerda haberlo visto volver.

—Pero, jefe, deben de ver a un montón de gente todos los días. Podrían haberlo olvidado.

—Tú mismo me has dicho que todo el personal conoce a Paxton. Los dos tipos con los que he hablado me han explicado que siempre se detiene a conversar con ellos, a dedicarles sus malditos libros.

—Puede que, simplemente, no lo vieran regresar esas dos noches.

—Es probable, pero qué coincidencia, ¿no? El portero y el conserje estaban ocupados haciendo otras cosas cuando Paxton regresaba al hotel. Muy oportuno.

—¿Podría haber entrado por otra puerta?

—No hay otra puerta. Para ir a su habitación tenía que pasar por la entrada principal y por la recepción. Ahora bien, si descartamos que los dos tipos estuvieran haciendo otras cosas cuando él volvió al hotel esas dos noches, significa que Paxton no estaba en el hotel cuando las primeras dos víctimas fueron asesinadas. Y, por lo que sabemos, no volvió al hotel ninguna de esas dos noches. ¿Dónde carajo estaba entonces?