Iban a quedarse con el niño.
El doctor escuchó cómo se lo decían y, por un momento, pensó en explicarles de nuevo las dificultades que surgirían. Pero la determinación que se reflejaba en la expresión y el tono de la mujer era tal, que decidió no manifestar sus pensamientos.
El hombre casi no había hablado y el doctor sintió que había algo parecido a una rabia contenida dentro de él. Una furia ante lo que él veía como un sin sentido.
Pero la mujer no podía ser disuadida. En un día o dos volvería a su casa. Había permanecido en aquella habitación una semana y, durante ese tiempo, había visto a su hijo cada día. Lo había visitado o se lo habían traído en la incubadora portátil.
Con la recuperación de su fuerza física había recuperado también la tenacidad. Mientras su cuerpo se restablecía, se restablecía también su mente, lo que la volvía más decidida y reforzaba su determinación, hasta que el médico vio que nada ni nadie en el mundo la haría renunciar a quedarse con su hijo. Pese a todo lo que sabía y todo lo que le habían dicho.
El hombre (el padre) tenía una opinión distinta.
Cada día desde que el niño había nacido, había manifestado sus dudas respecto a quedarse con él. Parecía ver más allá de los vínculos biológicos. Entender plenamente la situación que tanto él como su mujer iban a tener que enfrentar una vez hubiesen abandonado el hospital con el niño.
El médico les había explicado una y otra vez que durante el primer año de vida del niño iban a tener que visitar el hospital varias veces. Que el estado del niño requería tratamientos, operaciones quizá, si querían mantener para él un nivel de vida razonablemente aceptable.
La mujer aceptó todo eso con gran determinación, pero el hombre parecía reacio incluso a discutir el tema.
El doctor había pensado más de una vez en intentar evitar que la mujer se llevara al niño privándolo por tanto del tratamiento médico que tan desesperadamente necesitaba, pero no existían recursos legales para eso. Lo único que podía hacer era ofrecer sus conocimientos y manifestar su perplejidad ante el hecho de que el niño dejara el ambiente especializado y esterilizado en que vivía desde que había nacido.
En los últimos días, las discusiones entre el hombre y la mujer se habían apaciguado, pero eso se debía únicamente a que se había vuelto inútil discutir con ella. Estaba decidida, y el hombre sabía por experiencia que su voluntad era de hierro. Si estaba convencida de algo, era imposible desviarla de su objetivo.
En ese caso, su objetivo era llevarse al niño del hospital y cuidarlo. Actuar como una madre.
El hombre no tenía la misma vocación de padre. Tampoco le interesaba mucho volver a ver al niño, tener que ocuparse de criarlo.
Le decía que él era realista y que era tozuda y corta de miras, pero ella hacía oídos sordos a sus súplicas. Ignoraba sus ataques de ira y no aceptaba renunciar al niño.
Era lo que ella sentía, le había dicho, y eso era todo. No abandonaría al bebé. Y si eso implicaba tener que romper la relación entre ellos, estaba dispuesta. Criaría al niño sola.
Al oír eso, el hombre le había lanzado una mirada rayana en el odio.
Esa tarde se había marchado del hospital más temprano que de costumbre, quería alejarse de ella. Tenía necesidad de escapar de aquel ambiente cerrado y antiséptico del hospital al que se había acostumbrado y que ahora había llegado a repugnarle desde el nacimiento de (no era capaz de pronunciar las palabras) su hijo.
Pero ella sabía que regresaría al día siguiente. Querría estar cerca de la mujer el día en que ella abandonara el hospital.
Lo que no aceptaría, y en eso estaba tan decidido como su mujer, era al niño que habían engendrado.
Nunca.