Capítulo 39

—Todo apunta a que ha sido la misma persona que mató a Frank Denton y a Donald Corben —dijo el forense.

—¿Y la misma arma? —preguntó Birch mientras examinaba el cuerpo horriblemente mutilado.

Richardson hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Un cuchillo curvo, dentado. Y los cortes de izquierda a derecha, como en los casos anteriores.

—Por lo que veo, casi le corta la cabeza —comentó el inspector suspirando mientras examinaba las profundas laceraciones en torno al cuello de la mujer.

—Un corte más en la base del cráneo y la habría decapitado.

—La mataron aquí, en la cama, seguro —dijo Birch pensativo—. ¿Por qué entonces hay sangre en la puerta del baño?

—Si te fijas, hay un reguero de sangre desde el baño hasta la cama —le explicó Richardson—. Supongo que intentaría escapar. El asesino debió de arrastrarla de nuevo a la cama para terminar su trabajo.

—Espera un momento —dijo el inspector levantando una mano—. La cerradura no estaba forzada, ¿verdad? Lo cual significa que ella le abrió la puerta. Quizá atisbo por la mirilla antes de dejarlo entrar, de modo que era alguien que conocía. Puede que incluso lo estuviera esperando.

—No pidió nada al bar —comentó Johnson—. Todas las llamadas están registradas y desde esta habitación no hubo pedidos.

—Bien, eso quiere decir que el asesino no iba disfrazado de camarero. Es todo lo que sabemos —continuó Birch—. Ella mira a través de la mirilla, ve quién está delante de la puerta y lo deja pasar. Él la ataca allí —Birch señaló con el índice el último de los tres escalones—. La chica empieza a gritar. El asesino la arroja sobre la cama y sigue apuñalándola. Los clientes oyen los gritos y llaman a la recepción. El asesino escapa. El recepcionista llega y encuentra el cuerpo. El trabajo está hecho. —El inspector se rascó la mejilla, toda su atención estaba puesta aún en el cuerpo de la mujer.

—Es la primera mujer que ha matado —murmuró Johnson.

—¿No hay rastros de semen? —preguntó Birch.

—Aún no hemos hecho análisis vaginal ni anal, pero no parece que vaya a haber —dijo Richardson—. Si puedo darte mi opinión profesional, creo que el móvil no fue la violación. Cualquier impulso sexual que el asesino pudiera haber tenido, lo canalizó mediante el asesinato. De hecho, hay varias puñaladas en torno a la vagina. Una de ellas le destrozó parte de uno de los labios externos.

Birch miró la zona cubierta de sangre que el forense le indicaba y vio un trozo de tejido viscoso manchado de rojo de aproximadamente dos centímetros de largo entre las piernas abiertas de Sarah Rushworth.

—Parece improbable que abriera la puerta estando desnuda, ¿verdad? —reflexionó el inspector.

—No, salvo que se tratara de alguien a quien estaba esperando —añadió Johnson.

—El traje de fiesta está en el suelo —intervino Richardson—. Recibió al menos tres puñaladas mientras lo llevaba puesto. No estaba desnuda cuando dejó entrar al asesino.

—¿Cuánto pudo durar el asesinato? —preguntó el inspector.

—Desde que empezó hasta que terminó no debieron de transcurrir más de siete u ocho minutos.

—Ha trabajado rápido. Como hizo con Denton y Corben.

—Estaba obligado —observó Johnson—. En un lugar como éste había más posibilidades de que lo vieran.

—El bastardo está ganando confianza, ¿no os parece? —dijo Birch—. Demasiada confianza, quizá. —Los músculos de su mandíbula se tensaron de rabia. Señaló unos pequeños trozos de materia en el pecho abierto—. ¿Es eso lo que creo?

—Pasta de papel —confirmó Richardson—. Hemos encontrado más en el abdomen y la cara.

—¿Dónde está el libro? —preguntó Birch, cansado.

Richardson fue hasta el otro lado de la cama, se inclinó y cogió el ya conocido ejemplar de tapa dura.

Las semillas del alma estaba roto por la mitad, desencuadernado. Muchas páginas habían sido arrancadas, hechas pedazos y esparcidas sobre la cama.

—No podía olvidar su marca de fábrica, ¿verdad? —murmuró el inspector mirando a Richardson, que dejó el tomo manchado de sangre sobre la mesita de noche.

—La pasta de papel que había en el cuerpo no pertenece a este libro —continuó Richardson—, sino a ese otro.

Johnson abrió un poco más uno de los cajones de la mesita de noche que estaba entreabierto y, usando la mano enguantada, sacó otro libro.

Ese segundo ejemplar estaba aún más estropeado, sin embargo, Birch lo reconoció inmediatamente.

Los fantasmas del parque de atracciones —dijo.

—Sarah Rushworth lo había subido de la biblioteca de la planta baja —informó el sargento Johnson a su superior—. Los clientes pueden tomar libros prestados durante su estancia en el hotel.

—¿Cómo llegó el libro de Paxton allí?

—Tienen todos sus libros. Al parecer, siempre se aloja aquí cuando tiene cosas que hacer en Londres. Todo el personal lo conoce. Que ocupe aquí una habitación es publicidad para el hotel, siendo como es un cliente de prestigio. Él suele enviarles ejemplares de regalo. En todas las páginas de agradecimiento de sus novelas menciona al personal de este hotel.

—¡Dios santo! —murmuró Birch—. De modo que tenemos exactamente lo mismo que en los otros dos crímenes.

Richardson carraspeó.

—Bueno, esta vez hay algo nuevo —dijo a continuación.

—¿Qué? —preguntó Birch en seguida.

—Huellas digitales —respondió el forense.

—¿Por qué diablos no me lo has dicho cuando llegué? —exclamó el inspector—. El bastardo se ha confiado demasiado. ¿Podemos identificarlo con las huellas?

—Si ha sido arrestado antes, sí. Pero no será tan fácil como parece.

Birch parecía perplejo.

—Lo que voy a decirte te parecerá una locura —prosiguió Richardson sin alterarse.

—Todo esto es una locura, Howard. Dímelo, ¿quieres?

—Creo que quien asesinó a Sarah Rushworth no estaba solo.