—¿Quién la encontró?
Birch se detuvo un momento frente a la puerta de la habitación 413 del Hotel Soho y lanzó una mirada inquisitiva al sargento Stephen Johnson.
—La mitad del hotel oyó sus gritos —le comunicó Johnson—. La recepción recibió siete u ocho llamadas. Uno de los recepcionistas subió para ver qué estaba pasando. Entró con una llave maestra y la encontró.
—¿Alguien vio algo?
El inspector miró la puerta de la habitación y pasó una mano por el marco.
—¿Otra vez sin forzar la cerradura? —murmuró.
Johnson afirmó con la cabeza.
—La puerta estaba cerrada cuando el recepcionista llegó —le informó a su superior.
—En este caso no es raro. Las puertas de las habitaciones de los hoteles se cierran automáticamente al salir, ¿verdad?
—Así es. Las ventanas de la habitación también estaban cerradas por dentro. Es probable que el asesino entrara y saliera por esta puerta.
—¿Robó algo?
—Creemos que no. La víctima tenía algunos vestidos y zapatos de valor en la bolsa de viaje pero ahí siguen. También hay dinero en efectivo y tarjetas de crédito en la habitación. Y, por lo visto, su bolso de mano no ha sido abierto. El robo no ha sido el móvil, como tampoco lo fue en los otros dos casos.
—Y fuera no hay sangre —observó Birch—. Como tampoco en el apartamento de Corben.
—A lo mejor el asesino llevaba de nuevo un mono.
Birch asintió, cansado.
—¿Y los otros invitados? —preguntó.
—Hemos pedido que desalojaran las habitaciones. Los clientes están todos en los bares y en el restaurante de la planta baja. Algunos no están muy contentos, pero…
—Que se vayan a la mierda —espetó bruscamente Birch, interrumpiendo a su compañero—. Que esperen. ¿Así que nadie vio salir a nadie de esta habitación, entrar al ascensor o abandonar el hotel inmediatamente después?
—Todos los clientes de este piso han sido interrogados, lo mismo que la gente del personal que estaba trabajando en la recepción, el vestíbulo o en los bares de la planta baja. Ninguno de ellos vio salir a nadie. Sin embargo, todavía tenemos que interrogar a otros clientes. Quizá alguno de ellos viera algo.
—Debe de haber escaleras en todos los pisos. Podría haber usado una de ellas para salir.
—Todas bajan a la recepción. También hay un ascensor de servicio para el personal, cerca de la cocina. Pero nadie en la cocina vio nada en el momento del asesinato.
—¿Cuándo ocurrió?
—Alrededor de la medianoche. En ese momento fue cuando se oyeron los gritos.
—Las escaleras —dijo Birch pensativamente—. Tal vez el asesino no las usó para bajar hasta la recepción, pero podría haberlas usado para subir. —El inspector apuntó con el índice hacia arriba—. Si consiguió llegar al terrado, pudo haber huido por las terrazas de los edificios contiguos al hotel.
—Es probable —convino Johnson—. Pero en ese caso alguien lo habría visto.
—Alguien que aún no ha sido interrogado. No lo olvides, Steve. —Respiró hondo y señaló con la cabeza la puerta de la habitación 413—. Bueno, vayamos a ver. En la habitación tres peldaños llevaban al cuarto de baño. Desde abajo, Birch podía ver las densas manchas de sangre en la puerta blanca del baño, justo delante de él. Había más líquido rojo en la pared.
Subió los tres escalones hasta la habitación. Había cuatro hombres ocupados en distintas tareas, incluido un fotógrafo, que saludó a Birch con la cabeza y siguió tomando instantáneas. Los otros tres estaban en distintas partes de la habitación. Uno estaba metiendo con cuidado algo rosado en una bolsa transparente.
A Birch le bastó una mirada para darse cuenta de que se trataba de un dedo.
Había sangre por todas partes.
La alfombra estaba empapada. Las cuatro paredes salpicadas. El edredón blanco de la cama parecía teñido de rojo.
Howard Richardson estaba inclinado sobre el objeto central de la carnicería.
El forense abandonó un momento su trabajo para saludar a Birch, que esquivó las peores manchas de sangre de la alfombra, en torno a la cama, para acercarse a la persona acostada como una muñeca de tamaño exagerado y horriblemente estropeada.
—Míralo tú mismo —dijo Richardson en voz baja; después retrocedió y avanzó hacia el baldaquino de encima de la cama. Este chorreaba sangre.
—Salpicadura arterial —le explicó Richardson a Birch, que evitó por poco una gota roja—. De las heridas del cuello.
Birch se inclinó para acercarse a los restos sanguinolentos y destrozados de lo que alguna vez había sido un ser humano.
—También le ha arrancado los ojos —observó el inspector.
—No hay rastros de ellos ni aquí ni en el cuarto de baño —dijo el forense.
Birch suspiró y miró lo que quedaba del cuerpo desnudo de Sarah Rushworth.