Capítulo 37

Cuando Birch bajó del Renault, desde el Támesis soplaba una brisa agradable y fresca.

Se aflojó un poco el nudo de la corbata y se desabotonó el cuello de la camisa; le gustaba el contacto del aire fresco contra la carne caliente.

El inspector miró la estructura alta y monolítica de Harbour Towers que se recortaba contra el cielo nocturno como un dedo acusador. Levantó la mirada hacia el noveno piso. Al balcón del apartamento de Donald Corben.

No había modo de llegar allí que no fuera desde el interior. Ni siquiera usando garfios y crampones.

Birch sonrió y se encaminó hacia la amplia puerta de metal que daba a una extensión de césped perfectamente cuidado. Mostró su credencial al guardia de seguridad y le comunicó a donde se dirigía.

Se oyó una fuerte vibración y la puerta se abrió sola. Las cámaras del circuito cerrado colocadas a ambos lados zumbaron a su paso.

Birch continuó, miró fugazmente hacia el río, a la izquierda, y luego se concentró en seguir camino.

Sobre la entrada principal había una cámara de circuito cerrado que en ese mismo momento estaba grabándolo mientras atravesaba el vestíbulo del edificio.

Otra cámara encima del mostrador del conserje se movía despacio, con una luz roja que titilaba.

Birch volvió a mostrar la credencial y continuó hacia el ascensor del fondo del pasillo.

Allí había otra cámara.

Cinco cámaras en ciento cincuenta metros.

El inspector apretó el botón de la novena planta y esperó el ascensor.

Cinco cámaras y sin embargo ninguna había registrado nada extraordinario la noche en que Donald Corben había sido masacrado.

Llegó el ascensor, Birch entró en él; bajó en la novena planta y se encaminó lentamente hacia la puerta del apartamento que buscaba.

Aún había cintas azules en la entrada.

POLICÍA-NO PASAR.

Las palabras estaban escritas en grandes letras blancas. La puerta del apartamento estaba bien cerrada.

Como debía de estarlo la noche en que Corben fue asesinado.

—¿Cómo has hecho para entrar, bastardo? —murmuró Birch mirando la puerta. «¿Te conocía? ¿Llamaste y te dejó entrar?».

El inspector sacó una tarjeta de crédito de su cartera y la introdujo entre la puerta y el marco; la movió de arriba abajo hasta que oyó un clic. Sonrió y entró en el apartamento, cerrando la puerta tras él.

—Bien —se dijo tranquilamente—. Ya estás dentro. —Dejó atrás las habitaciones y la cocina, a la izquierda, de camino a la sala de estar. Los forenses habían completado el trabajo ese mismo día, de modo que la sala aún olía a productos químicos y estaba cubierta con los restos de la noche siniestra en que Corben había sido asesinado. La sangre que había salpicado las paredes, el suelo y el techo, ya no brillaba como antes, sino que se había secado y oscurecido. El equipo de limpieza iría al día siguiente, pensó Birch. Dispuestos a borrar los rastros del horror perpetrado en ese lugar.

Fue hasta el ventanal que daba al balcón y lo abrió.

—Seguramente no entraste por aquí, ¿verdad? —murmuró mientras volvía a cerrar las cristaleras. Se dio la vuelta y miró la sala—. Así pues lo mataste; lo masacraste y te fuiste. Pero sin dejar un solo rastro. —El inspector regresó hasta la puerta de entrada y salió del piso—. Pero ¿quién cerró la puerta después? —Volvió a entrar en el apartamento—. A menos que cogieras una llave una vez terminada la tarea. —Abrió de nuevo la puerta de la vivienda y miró hacia el pasillo—. ¿Así es como lo hiciste, bastardo?

Birch no estaba seguro del tiempo que había pasado en el coche frente a la casa de Frank Denton, en Putney.

A través de la ventanilla del conductor, que tenía bajada, miró fijamente la residencia vacía, escrutando la puerta de entrada y las ventanas. Como en el apartamento de Corben, los mismos pensamientos se agitaban en su mente, sólo que allí la confusión era aún mayor.

—Ninguna cerradura forzada —murmuró, dando una calada al cigarrillo—. Ningún robo y las puertas y ventanas cerradas tras de ti. Sólo que aquí no fue tan simple, ¿verdad? Podías haber cogido una llave y cerrado la puerta trasera después de irte, pero esa puerta también tiene cerrojos en la parte de dentro. ¿Cómo puede ser que éstos también estuvieran cerrados?

El inspector dio una última calada y bajó del Renault, tiró el cigarrillo y se encaminó hacia la casa.

En la mayor parte del resto de casas de Merrivale Road, las luces estaban encendidas. Se preguntó cuántos residentes estarían mirándolo mientras iba de la ventana a la puerta y luego hacia la otra ventana de la fachada.

«¿Algún problema si miro dentro?».

El lugar debía de ser limpiado por los familiares al día siguiente. Una última mirada no estaría de más.

«Sólo por si algo se te pasó por alto durante la primera inspección».

Birch volvió hacia el coche y se apoyó en él, mirando fijamente la casa que había pertenecido a Frank Denton.

«¿Qué se me está escapando?».

¿Había otra manera de entrar y salir que aún no se le había ocurrido?

«¿Y la chimenea? ¿Estás pensando quizá en un Papá Noel psicópata?».

Aun sin querer, a Birch le hicieron gracia sus elucubraciones.

«No. Éste es un bastardo inteligente.

Entró por el lado del conductor y se deslizó en el asiento de atrás, a contemplar la casa un rato más. Después, su atención fue atraída por lo que había en el asiento del pasajero además de dos cuadernos, una edición vespertina del Standard, una botella medio vacía de refresco y una fina hoja de papel manila. Cogió el ejemplar de Las semillas del alma que había dejado allí al salir del hotel.

Abrió la página del índice y leyó los títulos de algunos de los capítulos:

1. Italia en el siglo XIII.

2. El hereje florentino.

3. Loas a Dios.

El inspector inspiró hondo. Fue directamente a las ilustraciones. Había numerosas reproducciones de grabados de Giacomo Cassano.

En el primero se lo veía en su escritorio, con una pluma en la mano. El segundo era simplemente un primer plano de su cara. No llevaba barba, pero sí el pelo largo.

En otro se lo veía arrodillado en el Ponte Vecchio, rodeado de gente, con la lengua y los ojos arrancados y las manos amputadas.

Había un retrato de Dante. Otro de Guido Cavalcanti. Y algunas escenas del Infierno de Dante.

Volvió a la página del índice, su mirada se detuvo en otro capítulo.

En el Infierno.

Birch sacó otro cigarrillo y lo encendió. Después, bajo la luz interna del Renault, empezó a leer.

Sumido en el libro, el inspector había perdido la noción del tiempo transcurrido cuando el sonido del móvil lo arrancó de su lectura.

Dejó el ejemplar sobre el asiento del acompañante y abrió el teléfono sin moverse del asiento trasero mientras escuchaba.

Birch esperó que la voz terminara de hablar, después dejó caer el móvil junto con el libro de Megan Hunter, pasó al asiento de delante y puso en marcha el motor del Renault.

El sonido alteró la calma relativa de Merrivale Road. El inspector, demacrado por el cansancio, hundió el pie en el acelerador. Miró el reloj del salpicadero y se preguntó cuánto tardaría en llegar a su destino. El aire frío que entraba por la ventanilla abierta no le secaba el sudor que le bañaba la frente.

El corazón le latía aceleradamente.