Capítulo 35

Por un momento, Megan se limitó a menear la cabeza. Después Birch le sonrió.

—Sé que puede parecerle tópico —dijo—, pero su foto… —señaló los carteles con la imagen de Megan— no le hace justicia.

—A usted tampoco —dijo ella, indicando la pequeña fotografía de la credencial del inspector. Birch cerró la cartera y la guardó en el bolsillo.

—Gracias. Quisiera poder estar de acuerdo. Bueno, ahora que hemos dejado atrás las formalidades, ¿hay un lugar más tranquilo donde podamos hablar? —preguntó el policía—. Aquí hay demasiado ruido.

—Arriba hay una biblioteca y un salón para invitados —contestó Megan—. Podemos ir allí.

Birch retrocedió y dejó que ella lo guiara.

—¿Puedo saber de qué se trata?

—Nada que deba preocuparla. Una cuestión de cabos sueltos que hay que atar.

Se oyó un coro de risas en la Sala Espiral.

—Se lo diré cuando pueda escuchar lo que digo —añadió Birch—. Lamento molestar en mitad de la fiesta.

Megan aprobó con la cabeza, cruzaron la recepción y se encaminaron hacia la escalera que llevaba a la planta superior. Birch caminaba despacio detrás de ella.

—¡Megan!

Se dio la vuelta al oír su nombre.

Sarah Rushworth se dirigía rápidamente hacia ellos, sus tacones altos retumbaban en el suelo de madera.

—¿Qué pasa? —le preguntó la joven a Megan con expresión preocupada.

—Nada importante —la tranquilizó.

—¿Quién es usted? Si puedo preguntárselo —preguntó Sarah desviando la mirada hacia Birch—. No lo conozco. ¿Tiene invitación?

El inspector mostró de nuevo la credencial.

—Esta es mi invitación —dijo—. Y no voy a apartar a la señorita Hunter de su fiesta por mucho tiempo.

—Voy contigo, Megan —insistió Sarah.

—Por favor, ve y dile a Maria que estoy arriba, en la biblioteca. Vuelvo en seguida. —Miró a Birch—. ¿No es así?

Birch aprobó con la cabeza.

Sarah vaciló un momento, después se dio la vuelta y volvió a la fiesta.

Birch, guiado por Megan, subió la escalera. El rumor de la fiesta disminuía conforme iban subiendo. Cuando llegaron a la planta de arriba, Megan giró hacia una puerta de la derecha, la abrió y entró en una sala grande, de colores apagados, repleta de sofás y armarios, y con tres de las paredes cubiertas con amplias estanterías con libros.

—¿Le molesta si bebo algo? —preguntó ella—. Podría calmarme un poco los nervios. Es la primera vez que la policía me interroga.

Birch sonrió.

—Sírvase —dijo Birch—. Pero no se puede llamar a esto un interrogatorio.

—¿Desea tomar usted algo? —preguntó ella.

—Un agua mineral, por favor —respondió el inspector mirando a Megan que, de una nevera pequeña con puerta de cristal, sacó una botellita de ron, una Coca-Cola y una Perrier. Megan dejó las botellas y los vasos sobre la mesita del sofá más cercano y se sentó en una punta del mismo. Birch se sentó en la otra punta.

—Ahora ¿puedo preguntarle de qué se trata? —empezó ella llenando su vaso—. ¿Por qué ha venido aquí? Debe de ser algo importante.

—Usted debe de saber que hace poco Frank Denton y el crítico Donald Corben fueron asesinados —contestó el inspector bebiendo de su vaso.

—Estuve en el funeral de Frank. Lo de Corben lo he leído.

—Bueno, hemos encontrado ejemplares de algunos libros, el suyo entre ellos, en los dos lugares del crimen. Sé que eso no tiene nada de raro, ya que Denton era su editor, y Corben, según parece, estaba preparando una crítica de su última publicación para una de las columnas que escribía. Lo extraño es que en ambos casos los ejemplares habían sido destrozados y sus restos esparcidos por la habitación. Los pedazos han sido hallados también sobre los cuerpos de las dos víctimas.

—¡Dios mío! —exclamó Megan sobrecogida.

—Me pregunto qué tipo de relación personal tenía usted con estas dos personas. Y si tiene usted alguna idea de por qué su libro en particular fue destrozado y usado para… decorar los lugares del crimen. Probablemente se trate de una pura coincidencia, pero mi trabajo consiste en demostrar que no hay nada más. —Tomó un poco más de agua—. ¿Puede, por favor, decirme algo sobre su libro? Podría ser importante. Quizá sólo para el asesino, pero… —Dejó la frase inconclusa.

Megan inspiró hondo, retuvo un instante la respiración y exhaló.

—Mi libro habla de un escritor y filósofo italiano del siglo XIII llamado Giacomo Cassano —comenzó diciendo Megan—. Era contemporáneo de Dante, famoso por su Divina Comedia que prácticamente todo el mundo conoce.

—He oído hablar de Dante —respondió Birch sonriendo—. He visto Seven.

Megan se echó a reír.

—Lo siento, no he querido ofenderlo insinuando que usted no sabía quién era Dante —dijo ella.

—Me gusta más ver películas que leer. Estos días, mis lecturas consisten sobre todo en confesiones, informes de jueces de instrucción o declaraciones de testigos oculares. A veces son interesantes, pero las tramas dejan un poco que desear.

Megan volvió a reír y a Birch su risa le pareció contagiosa. Desde donde estaba sentado, podía oler la fragancia de su perfume.

«Recuerda para que has venido aquí, cabrón. Sí, es una mujer muy guapa. Condenadamente guapa. Demuestra algo de profesionalidad».

—Estaba hablando de su libro —continuó él—. De ese escritor, Cassano.

—Cassano creía que todas las personas creativas han recibido un don de Dios. Pintores, escultores, escritores o músicos. Da igual. El don les fue dado al nacer, pero Dios debía recibir algo en contrapartida. Ya sabe que se dice que las personas creativas sufren a causa de su arte. Bien, pues Cassano llevó esta teoría al extremo. Creía que, por cada cosa buena que Dios concedía, tenía que suceder algo malo para equilibrar las cosas.

—¿Malo hasta qué punto?

—Bueno, si piensa usted en los más grandes artistas de la historia, la teoría de Cassano resulta acertada. Beethoven, por ejemplo, uno de los más asombrosos compositores que haya existido, se quedó sordo y no podía escuchar su música. Nietzsche, el filósofo, se volvió loco. Caravaggio, el pintor, murió asesinado. Hay muchos otros ejemplos. Todos tenían un don único, pero todos tuvieron que pagar un precio muy alto.

—¿Cree usted en la teoría de Cassano? Usted es una persona creativa, ¿qué precio va a tener que pagar?

Por un momento, se miraron a los ojos, después Birch rompió el silencio.

—Así pues, Cassano creía que los artistas estaban expuestos a tener que pagarle a Dios una especie de recompensa.

—Nunca lo he oído formular de esa manera —sonrió Megan—, pero así es.

—Denton no creaba nada. El sólo opinaba sobre el trabajo de los demás. Corben tampoco era un artista. Se limitaba a criticar lo que los otros hacían. —El inspector tomó un poco de agua y dio unos golpecitos distraídos al respaldo del sofá—. ¿Qué le pasó a Cassano en su vida real?

—Bueno, la Iglesia de la época lo condenó por hereje a causa de su doctrina y sus creencias. Aunque sostenía que el don de la creatividad era otorgado por Dios, la Iglesia consideró que era una blasfemia sugerir que el mismo Dios castigaba a la gente que había recibido sus dones. —Suspiró—. Fue procesado ante una corte papal en 1287, en Florencia. Decidieron no ejecutarlo, pero quisieron acabar con sus escritos y su doctrina. De modo que le cortaron las manos para que no escribiera más y la lengua para que dejara de predicar. Después lo dejaron ciego.

—¿Cómo?

—Le arrancaron los ojos.

—Dios mío.

—Sé que es terrible. Sin embargo hasta el momento de su muerte siguió amando a Dios…

—No, no me refiero a eso —la interrumpió Birch—. ¿Dice usted que le arrancaron los ojos?

Megan asintió.

—¿Sabe cómo murieron Denton y Corben? —preguntó Birch.

—Apuñalados, según leí.

—Sí, así es, pero también les hicieron otras cosas. —La miró antes de proseguir—. Las mismas cosas que le hicieron al hombre cuya biografía usted ha escrito. Su libro fue encontrado en los lugares del crimen. Me pregunto si el asesino lo había leído.

—Ha sido publicado por entregas en el Times durante las últimas cuatro semanas. Cualquiera puede haberlo leído.