Empezaron a discutir en cuanto se llevaron la incubadora de la habitación del hospital.
El hombre caminaba frenéticamente arriba y abajo, meneaba la cabeza y decía que no podían quedarse con el niño.
La mujer, sentada en la cama, bebió un poco agua y dijo que sí, que tenían que quedárselo. Que era su hijo. Que de alguna manera encontrarían un modo de hacer frente a la situación.
Cuando el médico volvió a la habitación les dijo que podrían recibir ayuda, pero el hombre se dio la vuelta furiosamente y dijo que no necesitaban ninguna ayuda.
Que no querían al niño. Que no podían quedárselo.
Que no querían volver a verlo.
¿Para qué establecer una relación? ¿Para qué crear un vínculo afectivo con él cuando era más que evidente que les era imposible criarlo?
La mujer manifestó su desacuerdo.
El médico dio su opinión.
El hombre gritó su rechazo.
El médico dijo que los dejaría solos para que pudieran seguir considerándolo. Aún no debía tomar una decisión. Tenían todo el tiempo que necesitasen para evaluar todas las posibilidades.
El hombre le pidió a la mujer que tuviera en cuenta cada aspecto, que intentara mirar objetivamente el problema.
La mujer le recordó que había sido ella la que había llevado nueve meses al niño en su vientre. Que era a ella a quien le habían practicado una cesárea. Sus palabras no cambiaron la opinión del hombre. En él prevalecía un sentimiento de rabia, y ella sabía que mientras continuara en ese estado, todo lo que le dijera caería en saco roto.
Sin embargo, le confió sus pensamientos. Incluso rompió a llorar mientras le hablaba del niño, pero sus lágrimas tampoco fueron suficientes para hacerlo reconsiderar su opción.
No podían criar al niño. A su hijo. Sobre eso él era tajante.
Le pidió a ella que pensara en las implicaciones médicas, le rogó que las antepusiera a cualquier reparo humano o moral que pudiese albergar.
Ella escuchó sus razonamientos con toda la calma posible. Incluso estuvo de acuerdo en algunos puntos, pero en lo más profundo sentía una gran agitación y un sufrimiento tan intenso que era casi físico. Había temido los dolores del parto, pero lo que estaba sintiendo en ese momento era mucho peor, algo que ni siquiera las drogas más fuertes podían aliviar.
Después de más de dos horas de rabia, de desesperación, de razonamientos y de lágrimas, no estaban más cerca de encontrar una respuesta. En cualquier caso no una que los acercara.
No podían ponerse de acuerdo.
Ella quería al niño y el hombre no lo quería. Era tan simple como eso. Eran polos opuestos con un mar de miedo y malentendidos en medio que parecía infinito.
Esa noche tarde, él la dejó para regresar a casa. La dejó con sus palabras resonando en sus oídos y con sus sentimientos agitándose en su conciencia.
Sola, ella volvió a hablar con el médico sobre su hijo y éste le repitió lo que ya le había dicho. Sería necesaria una atención médica permanente, que no obstante no garantizaría el bienestar del niño.
Con un discurso admirablemente profesional y medido, la informó de que, en su opinión, el niño estaría mejor si se quedaba donde estaba.
Ella no respondió.
Al cabo de treinta minutos, el médico le había dicho todo lo que ella quería oír, pero justo antes de que saliera de la habitación, la mujer le preguntó si podía volver a ver a su hijo.
¿Podían llevarla en una silla de ruedas hasta donde estaba?
El médico vaciló un momento, después aceptó.
La mujer se recostó contra las almohadas, se secó una lágrima de la mejilla y esperó.