Capítulo 32

—Mis libros están en un montón de sitios, inspector —dijo Paxton al cabo de un momento.

—La misma novela fue hallada despedazada y desparramada en torno al cuerpo del crítico Donald Corben —continuó Birch.

Paxton, que estaba a punto de tomar otro sorbo de té, hizo una pausa y bajó lentamente la taza.

—¿A Corben también lo han matado? —preguntó.

Birch asintió con la cabeza.

—No lo sabía —prosiguió pausadamente el escritor—. Estos últimos días he estado ocupado, no he leído los periódicos. —Su actitud reflexiva cambió bruscamente—. De todas formas, Corben odiaba mis libros. Probablemente él mismo lo destrozó. —Sonrió—. ¿El ejemplar que encontraron en la casa de Frank Denton también estaba destrozado?

—Sí —le informó Birch.

—¿Qué puedo decirle? Algunas personas no respetan a los escritores y su trabajo.

—Usted dice que Corben odiaba sus libros. ¿Qué pensaba de él? —insistió el inspector.

—Era un cabrón que se creía alguien —respondió Paxton con inquina.

—¿Tiene alguna idea sobre quién pudo haberlo matado? —agregó el sargento Johnson.

—No disponen de una libreta lo bastante grande como para que quepan todos los nombres —contestó Paxton—. Podrían empezar con los escritores que estaban hartos de sus malditas críticas.

—¿Habría que incluirlo también a usted, señor Paxton? —inquirió Birch.

—Para mí los críticos no existen. Especialmente los cabrones como Donald Corben. Ellos no compran los libros, de modo que los escritores ni siquiera cobran derechos por esos ejemplares. —Su tono de voz se volvió grave—. La mayoría de ellos son escritores fracasados o aspirantes a escritor. Tienen celos de todos los que han publicado algo. Especialmente de aquellos de nosotros que hemos tenido la suerte de obtener éxito. Los críticos sobran. Las únicas personas importantes son los lectores, porque son ellos los que compran los libros. Son los únicos que pueden decir si una historia les gusta o no, no los bastardos que se autoproclaman importantes, como Donald Corben. —Miró impasible a Birch—. No espere que derrame una sola lágrima por ese hijo de puta, inspector. Lo único que lamento es que alguien no le hubiese parado los pies a ese bastardo algunos años antes.

—¿Está diciéndome que deberíamos interrogar a los escritores que Corben criticó como posibles sospechosos de su asesinato?

—¿Yo soy eso, pues? ¿Un sospechoso? ¿Sólo porque han encontrado mis libros en dos lugares donde se cometieron crímenes?

—Nadie ha dicho que usted sea sospechoso, señor Paxton. Sólo que, al parecer, ha habido algunas fricciones entre usted y dos hombres que han sido asesinados. Debería comprender que eso pueda despertar un poco de curiosidad en algunos policías. Y no parece usted muy apenado por esas dos muertes.

Paxton se encogió de hombros.

—Pero ¿cuál es el motivo de que hayan venido a hablar conmigo? —quiso saber Paxton—. ¿Que mis libros fueron encontrados en dos lugares donde ha habido un crimen?

—Y por la relación que usted tenía con las dos víctimas. Por su animadversión hacia Denton y Corben.

—Los míos no pueden ser los únicos libros encontrados en los lugares del crimen. Denton era un editor, ¡por amor de Dios! Su casa debía de estar llena de libros. Y la de Corben también.

—Pero resulta que sus libros fueron decididamente los más… destrozados. Hechos pedazos y esparcidos sobre los cuerpos y por las habitaciones donde éstos fueron hallados.

—Si yo los hubiese matado, no habría dejado una pista tan evidente, ¿no le parece?

Birch meneó la cabeza.

—¿Sólo destrozaron mis libros? —preguntó Paxton curioso.

—No. Había otros. En el debido momento hablaremos con esos otros autores.

—¿Quiénes son? ¿Es una información confidencial?

Birch se limitó a sonreír.

Los tres hombres siguieron conversando amablemente una hora más, después Birch miró a Johnson y le hizo una seña. A continuación miró a Paxton y se levantó. Johnson hizo lo mismo.

—Ahora lo dejaremos volver a su trabajo, señor Paxton —dijo el inspector—. Lamentamos mucho haberle robado todo este tiempo.

El escritor se levantó a su vez y dio la mano a cada uno de los policías.

—Ha sido un placer. —Sonrió—. Como les he dicho, voy a usar esto para alguna novela. Creía que iban a ser más duros.

—Ya le he dicho que no veníamos a interrogarlo —le recordó Birch.

Paxton los acompañó hasta la entrada. El sol que había estado brillando intensamente se había ocultado de nuevo detrás de una masa imponente de nubes oscuras. Una brisa fuerte soplaba alrededor de la casa.

—Gracias de nuevo por el tiempo que nos ha concedido —repitió Birch.

—¿Está usted trabajando en un libro en este momento? —preguntó Johnson.

—Siempre estoy trabajando en un libro —le respondió Paxton—. Escribiéndolo, releyéndolo o promocionándolo.

—Bueno, buena suerte pues con la nueva novela —dijo Birch.

Paxton sonrió.

—Gracias.

Miró a los dos hombres subirse al Renault que estaba esperando, y cuando el coche arrancó, los saludó. Después entró en la casa y cerró la puerta. Fue rápidamente hasta el salón, miró por la ventana y vio que el coche se alejaba por el camino hasta desembocar en la carretera.

Paxton esperó un momento, después descolgó el teléfono.

Marcó los números con fuerza y esperó una respuesta.

Cuando le contestaron y reconoció la voz, dijo bruscamente:

—Soy yo. Acabo de recibir una visita de la policía. Tenemos que hablar.