—¿Qué tipo de relación profesional tenía usted con Frank Denton? —preguntó Birch.
—La misma que con todos los editores —respondió Paxton esbozando una sonrisa—. La misma que tienen la mayoría de escritores. Como ha dicho alguien alguna vez, nosotros sudamos sangre seis meses y ellos corrigen los errores de ortografía.
—¿Sabe que lo asesinaron? —continuó Birch.
Paxton asintió.
—Me enteré por los periódicos —contestó—. Sé que lo apuñalaron. ¿O es lo que la policía ha querido que se creyese? ¿Lo que querían que se publicara?
Birch arqueó las cejas burlonamente.
—Vamos, inspector —insistió Paxton—. Sé cómo funciona esto. Siempre hay algún loco que llama para confesar después de cada asesinato. De modo que se difunde una historia en los medios de comunicación con detalles fabricados por la policía. Después los locos llaman y empiezan a confesar: «Sí, he sido yo. Lo he degollado y le he cortado la verga». Y ustedes se quedan ahí sentados, sabiendo que el verdadero asesino aún no ha aparecido. Porque él es el único que sabe realmente cuáles son las heridas y dónde las infligió.
—Es probable —reconoció Birch.
—Entonces ¿a Denton lo apuñalaron o no? ¿O no puede decírmelo?
—No hemos venido aquí a discutir los detalles del asesinato de Denton, lo que nos interesa saber es qué tipo de relación profesional tenía usted con él.
—Todos los editores con los que he trabajado les dirán que soy una persona de trato fácil. No pertenezco a ese tipo de escritores con veleidades artísticas que dicen «no cambien esa frase, me he pasado horas puliéndola». Si un editor me sugiere que eliminando un párrafo o cambiando un capítulo el texto mejorará, nueve de cada diez veces lo aceptaré. Porque si el libro está mejor escrito venderá más, y al final lo único que importa es el dinero —Paxton bebió lentamente un sorbo de té—. Denton y yo no coincidíamos en nada. Éramos como el día y la noche. Educaciones distintas, puntos de vista distintos. En todo. Si yo decía que algo era blanco, él decía que era negro. Si él decía que era martes, yo decía que era viernes. Pero eso no tiene importancia. Si a mí me parecía que sus sugerencias eran constructivas y podían mejorar lo que había escrito, lo escuchaba. —A Paxton se le ensombreció un poco el semblante—. El primer libro que publiqué con él estaba ambientado en una vivienda de protección oficial, como una de esas en las que me crié. Denton dijo que los personajes y las situaciones del libro no eran realistas. Que la gente no se comportaba de esa manera. Que no hacía las cosas que yo describía en el libro. —Paxton frunció severamente el entrecejo—. ¿Qué mierda podía saber él? El hijo de puta había estado primero en un internado y después en Oxford. Desde los once años no había hecho más que jugar a las canicas y ponerle el culo a los monitores. Su familia tenía más dinero que mi padre hubiese podido ganar en una vida entera, y ese cabrón pretendía decirme lo que sucedía o no sucedía en la vida de los barrios de protección oficial. Pues no podía.
—¿Los problemas que tuvo con él empezaron entonces? —preguntó Birch.
Paxton asintió.
—A partir de ese momento las cosas se complicaron —admitió—. Gracias a Dios, sólo firmé un contrato por tres libros con la editorial para la que él trabajaba. En cuanto caducó el contrato, me marché.
—Sin embargo, usted siguió mandándole ejemplares firmados de sus libros, ¿por qué?
—Es patético, lo sé, pero era una forma literaria de decirle «ahí lo tienes», cada vez que escribo un nuevo libro llega a lo más alto de la lista de los más vendidos.
—¿Por eso encontraron un ejemplar de su último libro en la habitación donde fue asesinado?