Capítulo 30

—Lamentamos molestarlo, señor Paxton —dijo Birch mientras entraban en el amplio vestíbulo de la casa—. Procuraremos no robarle mucho tiempo.

—No es ninguna molestia —contestó Paxton—. Tengo la mañana libre. Es una de las ventajas de trabajar por mi cuenta. —Volvió a sonreír. Era una sonrisa contagiosa y franca, que enaltecía sus modales—. Voy a considerar esto como documentación. Tener a dos detectives en casa no es cosa de todos los días.

Birch recorrió fugazmente el vestíbulo con la mirada. Estaba pintado de blanco, como el exterior de la casa, y en las paredes había varios lienzos con escenas de batallas militares. A la derecha, una escalera de madera oscura conducía al primer piso. Sus pasos retumbaron en el parquet mientras seguían a Paxton hasta la puerta del fondo del vestíbulo.

—¿Quieren tomar algo? —preguntó el escritor—. ¿O no pueden porque están de servicio? ¿Es cierto eso o se trata un cliché sobre los policías?

—Un té estaría bien, señor Paxton —respondió Birch—. Gracias.

—Llámeme John, por favor. Odio las formalidades —le pidió Paxton ahora serio.

Lo siguieron hasta un amplio salón y luego hasta una cocina igualmente amplia, donde Paxton encendió una tetera eléctrica que había en una de las encimeras. Cogió tres tazas de un estante de madera y puso una bolsita de té en cada una de ellas.

—Disculpen si estoy un poco nervioso —dijo Paxton sonriendo—. Pero es algo extrañamente emocionante. He escrito sobre detectives, pero nunca los había tenido en mi casa.

—Sin embargo, usted ya ha tenido contacto con la policía, señor Paxton —le recordó Birch.

—Sí, mientras investigaba para mis libros. La policía ha sido siempre muy servicial cuando los he consultado respecto a algún aspecto técnico. E incluso tuve la suerte de visitar el Black Museum de New Scotland Yard cuando trabajaba para un libro.

El agua de la tetera hirvió y Paxton llenó las tazas. Sacó un cartón de leche de la nevera y les señaló el cuenco de azúcar y las cucharillas sobre la encimera.

—Sírvanse —pidió a los dos detectives.

—Y una vez lo arrestaron por embriaguez y causar desórdenes —dijo Birch sonriendo.

—Ah, sí, es cierto —contestó Paxton—. Lo había olvidado. Dios mío, fue hace quince años, cuando todavía bebía.

—¿Qué pasó? —preguntó Johnson.

—Estaba en un restaurante, en Londres, cenando con un amigo —explicó el escritor alcanzándole una taza—, unos tarados empezaron a meterse conmigo, a decir que mis libros eran una mierda, y Dios sabe qué otras cosas. Eso, sin embargo, no me habría molestado. Quiero decir que si para ganarse la vida uno hace algo destinado al consumo público, tiene que respetar las opiniones de la gente, tanto cuando dicen que eres el mejor como cuando dicen que eres una basura. Pero uno de esos cabrones se metió también con mi amigo. —El escritor se encogió de hombros—. Yo estaba borracho y el tipo era un imbécil… —Dejó la frase sin terminar.

—Entonces usted lo golpeó con una botella de vino —concluyó Birch.

—Era un bastardo —explicó Paxton en respuesta al comentario—. Nunca lo habría tocado con mis manos.

—Aunque me ría, no apruebo lo que usted hizo, señor Paxton —le dijo Birch.

—No esperaba menos de usted, inspector —comentó el escritor, que observó que Johnson también se reía. Miró por la ventana y vio que finalmente el sol había asomado entre la masa de nubes—. Vayamos a sentarnos al patio y hablemos allí —sugirió, acompañándolos hasta la puerta de atrás—. Es más agradable. Y si van a interrogarme, prefiero que lo hagamos con el sol en la cara.

—No hemos venido a interrogarlo —le aclaró Birch dirigiéndose hacia el patio.

—Procuraré no olvidarlo —respondió el escritor, invitando a los dos policías a seguirlo.

—¡Este jardín es enorme! —exclamó el sargento, asombrado al verlo.

La terraza suspendida daba a un prado protegido en tres de sus lados por un seto alto, frondoso y perfectamente cuidado. En uno de los extremos de la vasta extensión verde había una portería de fútbol de tamaño mediano, con una red y dos balones nuevos al lado.

—Tengo que hacer algo para mantenerme en forma —explicó Paxton, al ver que Johnson miraba hacia la portería.

—¿Vive solo? —preguntó Birch.

—Desde hace seis años —contestó Paxton—. Desde que mi mujer me dejó. —Se encogió de hombros—. No le guardo rencor. La culpa fue mía. —Meneó la cabeza—. Fue mía las cinco veces, con cinco mujeres distintas. Me equivoqué con todas. No es algo de lo que me sienta orgulloso, pero conozco mis debilidades. Creo que un escritor debe enfrentarse a sus defectos. Estar encerrado en una habitación con un ordenador y los propios pensamientos ocho horas diarias, cinco días a la semana, ayuda a mirarse el ombligo un poco más minuciosamente que otras personas. —Levantó las manos en un gesto de súplica—. Mi debilidad son las caras bonitas. Especialmente cuando van junto con un cuerpo magnífico. —Hizo una pausa—. Hay un montón de caras bonitas en el negocio de la edición y, para una persona en mi situación, las cosas no resultan muy difíciles. No soy Brad Pitt, lo sé, pero como se suele decir, no hay hombre rico que sea feo.

El escritor les indicó las mesas y sillas de madera cerca de la balaustrada de piedra de la terraza. Los invitó a sentarse, después tomó un poco de té y miró ahora al uno, ahora al otro.

—Bueno —dijo a continuación—, supongo que no han venido aquí para que les cuente mi vida, ¿no? ¿Qué quieren saber?