—Podríamos haber ido en tren —observó el sargento Johnson mientras tomaba otra curva cerrada al volante del Renault azul oscuro.
Altos setos bordeaban los dos costados del camino. Más allá, a la izquierda, se extendían los campos. A la derecha, los árboles se agitaban suavemente con la brisa que soplaba desde que habían dejado el centro de Londres.
El sol estaba aún tapado por una densa masa de nubes grises, y en la carretera todavía quedaban algunos charcos profundos. Especialmente en las curvas de las partes más estrechas del camino, que Johnson iba esquivando.
—Por aquí hay algunas casas muy bonitas —comentó Birch mirando una blanca y amplia que se levantaba al final de un largo camino—. Huele a dinero.
—¿Cuánto hace que John Paxton vive aquí?
—Doce años, dicen. Antes tenía una casa en Mayfair. La vendió a muy buen precio y se vino a vivir aquí, a Amersham, coincidiendo con la adaptación de su primera novela al cine.
Johnson asintió y se sintió aliviado de ver que llegaban a un tramo recto.
—Anoche vi la película en DVD —continuó Birch—. Debo admitir que no es mi tipo de género. No me gustan las películas de terror.
—A Natalie le encantan. Ella ha leído algunos libros de Paxton. Dice que es un buen escritor.
—Debe de hacer bien su trabajo. Según su agente, ha vendido cuarenta millones de libros en todo el mundo. Quiero saber qué relación tenía con Corben y Denton. Sé que trabajó con Denton y que, según parece, tuvo algunos roces con Donald Corben. Este había criticado duramente sus libros en algunas de sus reseñas. Hace unos seis meses coincidieron en un programa de televisión. Los ánimos se caldearon y Paxton amenazó con cortarle la cabeza.
—No literalmente, espero —dijo Johnson sonriendo.
—Ejemplares de su último libro fueron hallados en los dos lugares del crimen. Habían sido destrozados y sus trozos esparcidos sobre los cuerpos. Si hay alguna explicación para eso, Paxton podría conocerla. Quizá se trate de una simple coincidencia, pero hablar con él no cuesta nada. A lo mejor le interesa saber que su última novela ha sido usada para decorar dos cadáveres. Podría utilizarlo en su próxima novela. —Birch tocó a su compañero en el brazo y le indicó la casa que se levantaba frente a ellos, protegida por un alto seto—. Es aquí.
Johnson giró por el camino, que describía una curva de unos cien metros en torno a un prado perfectamente cuidado para luego desembocar frente a la casa.
Los dos policías bajaron del coche, la grava crujió bajo sus pies.
La casa tenía un techo de paja y ventanas de aluminio. Los macizos florecidos que había a ambos lados de la puerta de entrada eran un derroche de colores. De la fachada blanca de la imponente construcción colgaban unas canastas llenas de flores de todo tipo.
—No parece el lugar adecuado para un escritor de novelas de terror, ¿no? —murmuró Johnson.
—¿Qué esperabas? —preguntó Birch sonriendo—. ¿Ver cuerpos colgados en las paredes?
Birch fue hasta el timbre de la puerta de entrada y llamó tres veces.
Los dos policías esperaron un momento, después oyeron movimiento dentro. Era el sonido de la apertura de un candado, a continuación la puerta se abrió.
El hombre que los recibió debía de tener unos cuarenta años, era corpulento, con el cabello castaño blanqueado en las sienes.
Llevaba vaqueros, zapatillas y una sudadera Reebok roja.
—Inspector Birch —dijo el hombre anticipándose a los policías—. Han encontrado la casa sin problemas. Bien.
El inspector asintió y mostró su credencial.
—Este es mi colega, el sargento Johnson.
—Yo soy John Paxton —respondió el hombre, sonriendo—. Entren, por favor.