Las dos mujeres entraron apresuradas en el bar y se dirigieron directamente al reservado más cercano, encantadas de que el lugar estuviese casi vacío, aparte de dos empleados, uno que secaba vasos y otro que confeccionaba la lista del menú. El de la lista levantó una mano para saludar.
—Dios mío, odio los funerales —dijo Megan Hunter quitándose la chaqueta negra y pasándose una mano por el cabello—. Especialmente cuando llueve. —Se miró las botas mojadas—. Cuando llueve son mucho más deprimentes. Más tristes de lo que son ya de por sí.
—Tenía muchos amigos, ¿no? —preguntó Maria Figgis quitándose también la chaqueta—. Creo que se hubiese alegrado de ver asistir tanta gente.
—Nunca he entendido eso, ¿sabes? ¿Qué puede importarle al pobre diablo que están enterrando la cantidad de personas que acuden a su funeral?
—Ay, Megan, ¿de verdad no lo entiendes? Olvidas que para nosotros los irlandeses un buen funeral es casi tan importante como una buena boda. Mi padre solía decir que la única diferencia entre un funeral irlandés y una boda irlandesa es que en el funeral hay un borracho menos.
Las dos mujeres rieron.
—Quizá tendríamos que habernos quedado un poco más —dijo Megan.
—No. Hemos hecho acto de presencia para mostrar nuestro respeto. Con eso basta.
—Era una persona muy respetada en su profesión. Trabajó en esto durante veinticinco años. Yo lo conocía desde hacía quince.
Megan sonrió amablemente cuando apareció el camarero. Pidió una copa de vino tinto para cada una y miró hacia el mostrador.
—Su familia parecía buena gente —observó—. Estoy segura de que conozco de algo a una de sus hermanas. ¿No es actriz?
—Ésa era su prima. Ha actuado en el teatro durante muchos años y creo que también ha hecho algunas películas. Pequeños papeles.
El camarero volvió, sirvió las copas de vino, asintió educadamente y se retiró.
—Salud —dijo Megan levantando el vaso.
—Por Frank —respondió Maria, levantando su copa para brindar.
Bebieron, después Megan buscó los cigarrillos en su bolso. Estaba a punto de encender uno cuando recordó que no estaba permitido fumar en el recinto. Suspiró, volvió a guardar los cigarrillos y el mechero y se concentró en el vino.
—No sabía que la policía entregaba tan pronto los cuerpos de las víctimas a sus familiares —reflexionó—. Ha pasado menos de una semana desde los hechos.
—Estaba pensando lo mismo —dijo Maria—. Tiene que haber una buena razón. —Suspiró, cansada—. Primero Frank, después Donald Corben.
—No creo que mucha gente vaya a echar de menos a Corben.
Maria frunció el cejo a modo de reproche.
—Mis dos primeras novelas las puso por los suelos —le recordó Megan—. ¿Cómo es el dicho? Están los que crean, los que no pueden y entonces enseñan, y los que no son capaces de hacer ninguna de las dos cosas y por tanto critican. Eso era verdad respecto a Donald Corben.
—Admito que no era una persona fácil. Pero con todos sus defectos, no se merecía lo que le ha pasado. Nadie merece morir así. Los periódicos dicen que estaba cosido a puñaladas. Nadie se merece eso.
—Algunos no estarían de acuerdo contigo, Maria.
—¿Quiénes? Dime quién podría aceptar que un hombre sea asesinado de esa manera.
—El que a hierro mata a hierro muere. Corben se había portado muy mal con mucha gente. Quizá haya sido su karma, que le ha ajustado cuentas.
—No puedo creer que hables de esa manera. Sobre todo cuando acabamos de volver del funeral de un hombre que también fue asesinado y probablemente por el mismo loco que mató a Donald Corben.
—¿Y eso cómo puedes saberlo? —dijo Megan con desdén—. Los periódicos dicen solamente que los dos fueron apuñalados, y que puede que exista una relación entre las dos muertes.
—Ambos trabajaban en el mundo editorial.
—Corben era crítico, no estaba en el mundo editorial. Lo único que hacía era denigrar a las personas. Especialmente a los escritores.
—Los críticos pueden ser útiles.
—Pero no los críticos como Donald Corben.
—Bueno, dudo que seamos invitadas a su funeral. Ni tú ni yo.
Maria bebió otro sorbo de vino y miró por la ventana la calle mojada.
—No creo que eso me quite el sueño —dijo Megan apurando su copa. Levantó una mano para llamar al camarero. Cuando éste se acercó, le pidió dos copas más de vino tinto—. Voy a salir un momento a fumar un cigarrillo.
Mientras se levantaba, metió la mano en el bolso y sacó el móvil.
—¿Esperas una llamada? —preguntó Maria.
Megan no le respondió. Ya se había ido hacia la puerta.