—Nada —dijo Birch pulsando el botón de rebobinado del vídeo—. Nada que pueda servirnos.
Mientras la cinta retrocedía, el reproductor de vídeo zumbaba, los cabezales chirriaban. El ruido resonaba en el Centro de Investigaciones. Los policías, tanto de uniforme como de paisano, miraban desfilar rápidamente las imágenes en blanco y negro que se veían en la pantalla o alrededor, en los tablones y las pizarras que se disputaban el espacio en las paredes.
Todos ellos estaban atiborrados de fotos. Fotos del interior y el exterior de la casa de Frank Denton y el apartamento de Donald Corben. También planos de construcción. Pero eran las fotografías de los hombres asesinados las que dominaban la sala. Docenas de ellas tomadas desde todos los ángulos posibles. Cada una con el detalle de las muchas y salvajes heridas o el estado del matadero donde habían sido masacrados.
Al fondo de la sala había un tablero en el que constaba la ubicación de cada hombre o mujer que trabajaba en el caso y cada aspecto particular del que se ocupaban.
—Como todos sabemos, Donald Corben fue asesinado ayer en torno a las nueve y media de la noche —recordó Birch, apartando el dedo del botón de rebobinado. Señaló la pantalla, golpeando con la punta del lápiz la parte superior del rincón derecho, donde había un indicador con la hora y la fecha—. Estas grabaciones de las cámaras del circuito cerrado de televisión que están en la puerta de entrada y en el vestíbulo de Harbour Towers, muestran que entre las cinco y media y las nueve y media de la noche ocho personas entraron en el edificio. Cinco eran residentes. Las otras tres eran visitas. Todas ellas han prestado testimonio. Han sido interrogadas y son inocentes. Han sido descartadas de nuestra investigación. Ninguna de las personas que entró en el edificio en esa franja horaria mató a David Corben. —Miró la pantalla, donde se sucedían las imágenes en blanco y negro.
—¿Y si alguien entró antes de las cinco y media? —dijo un hombre de paisano desde el fondo de la sala.
—Es muy poco probable que el asesino se quedara tres horas allí esperando a Corben —respondió Birch descartándolo—. De todas formas, todas las visitas tienen que firmar, y no hubo ninguna antes de las cinco y media, aparte de una pareja de vendedores por la mañana. Los dos han sido interrogados.
—¿Y la escalera, jefe? —preguntó otro hombre sentado casi delante de la sala—. La escalera no está controlada por las cámaras del circuito. El asesino pudo haber entrado en el edificio y subido por ella hasta el apartamento de Corben.
—Los forenses la han peinado —contestó Birch—. Y no han encontrado nada extraordinario. —Suspiró—. Casi lo único no extraordinario en este maldito caso. —Se volvió hacia uno de los tableros y señaló las fotos de Frank Denton y Donald Corben—. Tenemos a dos hombres muertos. Los dos asesinados de la misma manera. Dos crímenes aparentemente idénticos. Y en ambos casos no hay rastros de cerraduras forzadas, lo cual podría significar que las dos víctimas conocían al asesino. —El inspector levantó una mano—. Por cierto. Hoy por la tarde se celebrará el funeral de Frank Denton. Quiero que un par de hombres asistan al acto, que observen a los presentes, que miren con atención. Es posible que el asesino también esté. Sabemos que esos bastardos se deleitan observando las reacciones de los familiares y amigos de la víctima. Mantengan los ojos abiertos. Ustedes dos. —Señaló a dos hombres que estaban junto al tablón más cercano. Hizo una pausa y continuó—: No volveré a repasar todos los detalles; todos ustedes han leído los informes del forense. Han visto el estado en que se encontraban los cuerpos, conocen la vida de las víctimas y los detalles del caso. —Se metió una mano en la chaqueta, sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno—. Bien, ¿alguien tiene algo interesante que decir? Por ejemplo, cómo hizo el asesino para entrar y salir del lugar del crimen con las puertas y las ventanas cerradas por dentro y sin haber forzado ninguna cerradura. —El inspector estudió con una mirada esperanzada a los presentes en la sala—. Si las dos víctimas conocían al asesino, eso explicaría que no haya ninguna prueba de forzamiento en los dos lugares del crimen, pero no explica el hecho de que las puertas y ventanas de ambos lugares siguieran estando cerradas cuando los dos crímenes ya habían sido cometidos. ¿Quién las cerró con llave? No podía tener un cómplice dentro, porque, si lo tenía, ¿cómo hizo el cómplice para salir?
—¿Pudo el asesino haber entrado en la casa de Denton y en el apartamento de Corben y esperar a que llegaran? —inquirió el sargento Johnson—. En casa de Denton hay un desván muy grande. Pudo haberse escondido allí y salir cuando consideró que era el momento oportuno.
—Es probable, pero ¿dónde diablos podía esconderse en el apartamento de Corben, Steve? —preguntó Birch—. ¿En el armario? Además, eso tampoco explica el hecho de que las puertas y ventanas de los dos escenarios estuvieran cerradas con llave después de los dos asesinatos. —El inspector dio una calada al cigarrillo y soltó una bocanada de humo—. Quienquiera que haya sido, de algún modo se las arregló para entrar y salir sin dejar rastro. Ninguna huella digital. Ni saliva. Ninguna mancha de sangre. Nada. Hizo el trabajo con rapidez y eficacia y se volatizó.
—Perdón, señor —dijo una mujer policía de paisano que estaba cerca del tablero— pero el asesino sí dejó restos.
—¿Cuáles? —preguntó Birch.
—Las fibras que los forenses hallaron en el cuerpo de Corben eran idénticas a las encontradas en el cuerpo de Denton —dijo un hombre de aspecto juvenil con las mangas de la camisa arremangadas que dejaban ver unos musculosos antebrazos—. Hilos de lana.
—Y la pasta de papel de los libros despedazados —añadió Birch pensativo.
El joven asintió.
—¿Por qué destruyó los libros? —murmuró Birch, como si la pregunta estuviese dirigida más a sí mismo que a sus colegas.
—A lo mejor el asesino es un librero fracasado —dijo alguien desde el fondo de la sala.
Estallaron las risas. Birch también rió.
—Es su marca —intervino Johnson—. Todos los asesinos en serie tienen un estilo, ¿no es así? Un modus operandi que les pertenece sólo a ellos. Ese bastardo está dejando su marca personal.
Birch se rascó la mejilla no afeitada.
—¿Y los cinco libros despedazados del apartamento de Corben? —preguntó.
—Eran los libros sobre los que tenía que escribir una crítica para su periódico, señor —respondió la mujer policía de civil.
—¿Alguno de esos libros coinciden con los que fueron hallados destrozados en casa de Denton? —preguntó Birch.
—Sí, dos —contestó la mujer policía mirando sus apuntes—. Los fantasmas del parque de atracciones, de John Paxton, y Las semillas del alma, de Megan Hunter.