Progenitura

La mujer se sentía como si le hubiesen dado un puñetazo en el estómago.

Al mirar a la incubadora se le cortó la respiración. Las lágrimas brotaron de sus ojos. Brotaron de repente y sin previo aviso. A su lado, su compañero permanecía inmóvil, él también con la mirada fija en la pequeña figura que tenían delante. No decía nada. Y aunque sus labios se movían, no emitían ningún sonido. Buscaba palabras para expresar lo que sentía, pero no le salían.

La mujer intentó tragar saliva, pero tenía la boca y la garganta tan secas como arena.

El doctor habló pero apenas lo oyeron. La mujer sintió como si de pronto estuviese rodeada por una burbuja. Podía mirar hacia fuera, pero nada podía penetrarla. Las lágrimas continuaban rodando por sus mejillas. Quería mirar al doctor (quería apartar la mirada del niño) pero seguía con la mirada clavada en él. Su hijo.

Era como si, de pronto, esas dos palabras irrumpieran en su conciencia para arrancarla de su estado de trance. Su hijo.

Se echó hacia atrás en la cama, intentando alejarse del niño (¿era niño la palabra indicada para esa forma que estaba en la incubadora?) como si acercársele pudiese herirla.

Un pensamiento monstruoso se instaló en su cabeza y no quiso moverse de allí. Se preguntó si sería posible abrirse la sutura y, de alguna manera, volver a meter al niño en su vientre.

Se rió de esa idea absurda y el sonido de su risa, que resonó en la habitación, horrorizó a los que lo escucharon. Era la risa de una loca.

(¿El maldito?). La risa de alguien que no podía aceptar lo que estaba viendo. Alguien que intentaba negar lo que estaba viendo para preservar su propia cordura.

El hombre seguía en silencio, sólo se oía el rumor de su dificultosa respiración. Fue hasta la incubadora y su reacción inicial se transformó en algo semejante a la cólera.

Quería saber qué pasaba con el niño.

El doctor intentó explicárselo. Primero con jerga médica, después con palabras más fáciles de entender, pero era inútil.

No había palabras, en ningún idioma, para describir adecuadamente lo que estaba dentro de la incubadora.

El niño empezó a llorar. Primero suavemente. Un rumor bajo, como un maullido, que fue aumentando en volumen e intensidad hasta transformarse en el aullido de una víctima en el matadero.

El doctor seguía hablando. Seguía intentando explicar lo que había ocurrido.

A la mujer le pareció que estaba tratando de justificar la existencia de aquel ser que se retorcía en su cubículo. ¿Estaba el médico disculpándose de algún modo? Sólo en ese momento ella logró apartar la vista de su hijo.

Su hijo.

Agarró el brazo de su compañero e intentó decirle algo, pero él se soltó, inclinado aún sobre la incubadora. Tenía los ojos inyectados en sangre, como si las venas que los surcaban estuviesen a punto de estallar.

Ahora la mujer no paraba de menear la cabeza. Como si eso pudiese cambiar lo que había sucedido. Cambiar al bebé.

—Lo siento —dijo el doctor.

Fueron las únicas palabras que ella oyó. Estaba mareada. Sentía como si la habitación girara a su alrededor.

Miró una vez más a su hijo y se desmayó.