Capítulo 26

El salón parecía un matadero.

Muebles rotos, adornos desparramados y hasta una pecera reventada, todo estaba manchado de sangre. Los peces yacían dispersos sobre la alfombra, muertos, salvo uno que aún se agitaba y abría débilmente la boca en un charco de agua y sangre. Las paredes del apartamento también estaban manchadas, como consecuencia de las salpicaduras arteriales.

Asimismo, había tanta sangre en la pantalla del televisor, que éste parecía tapado por una cortina roja.

En la parte delantera de la sala de estar, cubierta por estanterías que iban del suelo al techo, unas puertas de doble hoja daban a un pequeño balcón con vistas al Támesis. Esas puertas también estaban manchadas de sangre, al igual que muchos de los libros. Los restos de una mesa de cristal ocupaban el centro de la sala, con fragmentos rotos y astillas esparcidos a su alrededor. Policías uniformados y de civil se movían lenta y metódicamente por la sala, cada uno concentrado en su propia tarea.

Un flash iluminó el contenido del apartamento.

El cuerpo estaba en mitad del suelo.

Era un hombre, eso era evidente. Pero no mucho más, dado que el cuerpo estaba horriblemente mutilado.

Le faltaban los dos ojos, arrancados de sus órbitas. Uno descansaba junto al cuerpo. El otro había desaparecido. La cara y el cuello estaban lacerados por profundos cortes, algunos de ellos hasta el hueso. Se podía ver una parte de la caja torácica, los huesos brillaban entre la carne abierta y machacada. En el torso destacaban varias heridas brutales que habían dejado los intestinos al descubierto. Tenía la boca abierta y la parte inferior de la mandíbula partida, apuntando en un ángulo imposible. Varios dientes habían saltado de raíz por unos golpes que debían de haber sido tremendos, y un pedazo de lengua yacía sobre la alfombra como una sanguijuela grande e hinchada.

El inspector David Birch se quedó inmóvil en medio de esa devastación, mirando alrededor e intentando retener cada uno de los detalles que estaba observando.

—David Corben —dijo un policía de paisano medio calvo, señalando el cuerpo—. Cuarenta y dos años. Vivía solo. Era crítico de gastronomía para un periódico. Y crítico de libros para otro periódico y varias revistas. Ha salido algunas veces en la televisión. El padre dirige una revista. Una de esas publicaciones del tipo «hay que reírse del gobierno». Tiene una hermana menor. Ella también escribe para algunas revistas.

—Da placer ver que el nepotismo sigue vivo y goza de buena salud —reflexionó Birch en voz alta.

El policía de civil asintió con la cabeza.

—¿Quién lo encontró? —preguntó Birch agachándose para ver mejor el cadáver.

—Un vecino lo oyó gritar y llamó al guardia de seguridad. Derribó la puerta porque no le respondían, entró y… ¡sorpresa!

—¿Dónde está ahora?

—Abajo, recuperándose del shock.

—¿A qué hora lo encontraron?

—A eso de las nueve y media.

—Todo esto me suena familiar —dijo Johnson en voz baja, mientras examinaba el cuerpo destrozado.

Birch asintió.

—Los de criminalística ya han buscado huellas por aquí —dijo el detective medio calvo—. Ahora van a hacerlo en las otras habitaciones. La cocina, el baño y los dos cuartos.

—¿El cuerpo ha sido examinado? —preguntó Birch.

—Lo suficiente como poder confirmar que fue asesinado por la misma persona que mató a Frank Denton.

Birch se volvió al reconocer la voz de Howard Richardson.

El forense apareció desde el baño. Estaba secándose las manos con un pañuelo.

—¿Qué estabas haciendo? —preguntó Birch.

—Los grandes hombres también tienen que orinar —contestó Richardson.

—El mismo método —comentó Birch.

—La única diferencia importante es que el ataque ha sido mucho más salvaje que el de Denton —añadió el forense—. Los cortes en el cuello son tan horribles que si hubiesen sido uno o dos centímetros más profundos Corben habría muerto decapitado. Lo mismo con los ojos. Esta vez no han sido arrancados suavemente, sino con un cuchillo de sierra, destrozados. Probablemente el mismo que usó el asesino para acabar con él.

—¿Quieres decir que no estaba muerto cuando le arrancaron los ojos? —preguntó Birch frunciendo el cejo.

Richardson negó con la cabeza.

—¿Dónde está el otro ojo? —preguntó el inspector.

—Aún no lo hemos encontrado —respondió el hombre medio calvo—. El asesino podría habérselo llevado.

—Un clásico asesino en serie —sugirió Birch—. Se lleva el trofeo.

Avanzó unos pasos, le había parecido ver algo similar a un polvo fino en algunas partes del cuerpo.

—Es la pasta de papel de los libros destrozados —le informó Richardson.

Birch observó que varios libros de tapa dura y rústica descansaban cerca del cuerpo. Todos estaban dañados en una u otra medida, pero cinco de ellos estaban destrozados. Las sobrecubiertas habían sido quitadas y destrozadas, las tapas estaban rotas. Las páginas habían sido arrancadas y desmenuzadas como confeti, muchas de ellas sobre el propio cuerpo.

—Otra semejanza con el caso Denton es que hay muy pocos cortes defensivos en las manos y los antebrazos —continuó el forense—. Es probable que el asesino también pillara a Corben por sorpresa.

—¿En un noveno piso? —reflexionó Birch—. ¿Cómo diablos podía sorprenderlo aquí? Sólo hay dos maneras de entrar y salir. La puerta de entrada y las ventanas que dan al balcón. ¿Qué se supone que debemos hacer? ¿Poner carteles para buscar al Hombre Araña? No veo quién más puede entrar y salir de aquí sin ser visto. ¿Y qué me dices de la puerta de entrada? ¿Han forzado la cerradura?

—No —contestó el detective medio calvo—. La puerta de entrada y las ventanas del balcón estaban cerradas desde dentro. Seguían cerradas después del asesinato.

—Igual que en el caso Denton —comentó el sargento Johnson.

Birch se alejó del centro del salón y se dirigió a la puerta de entrada, Johnson lo siguió.

—Corben ha sido masacrado —dijo el inspector—. Quienquiera que haya cometido el crimen tenía que estar cubierto de sangre. Su ropa, sus zapatos. Todas sus cosas. Pero mira. —Birch señaló el pasillo breve y alfombrado que conducía al ascensor—. No hay rastros en el suelo. Ni una gota de sangre.

—Quizá el asesino llevaba un mono encima de su ropa para protegerla y lo tiró antes de marcharse —sugirió el sargento.

—¿Antes de marcharse de un apartamento que estaba cerrado después de que se fuera? —preguntó Birch desafiándolo.

—¿Es posible que llevara una llave y que la utilizara al irse? —se preguntó Johnson.

—Puede ser. —El inspector no parecía muy convencido—. Es lo de la sangre lo que más me intriga. Aunque llevara un mono protector, aquí dentro tendría que haber dejado algún rastro. —Se dio la vuelta y volvió a entrar en el apartamento, pasó delante del fotógrafo de la policía, del forense y de otros hombres ocupados en sus tareas. Sacó un pañuelo del bolsillo, sujetó la manija de la ventana y la abrió. Birch salió al balcón. Una fuerte brisa lo despeinó. Apoyó las manos sobre la barandilla y miró hacia abajo desde el noveno piso de Harbour Tower hacia Cabot Square. Encima de él, otros cinco pisos del lujoso edificio de apartamentos se recortaban en el cielo nocturno.

Miró hacia el Támesis y vio cómo un barco de recreo atestado de parranderos surcaba las oscuras aguas.

Abajo, el ruido del tráfico de la zona portuaria parecía a un millón de kilómetros de distancia.

—Nueve pisos —dijo Birch—. No hay manera de que el asesino pudiese llegar por aquí. Y aunque hubiese llegado volando, las ventanas estaban cerradas desde dentro. —Señaló con un dedo las puertas del balcón—. La única forma de entrar era pasando frente a un guardia de seguridad y las cámaras del circuito cerrado, y subir luego en ascensor a un apartamento cerrado desde dentro. Y aunque el asesino hubiese usado la escalera, igualmente tenía que entrar al edificio por la puerta principal y el vestíbulo, que están llenos de cámaras en todos los rincones.

—Corben debía de conocer a su asesino —dijo Johnson— dado que éste le permitió acceder al ascensor. El sospechoso tuvo que haber subido en él con conocimiento del guardia de seguridad y el permiso de Corben. Tenía que conocer a su visitante.

—Por lo que debería aparecer en las imágenes del circuito cerrado de televisión —completó Birch—. Cuando podamos ver el vídeo descubriremos a ese bastardo. —Se aferró con más fuerza de la barandilla y volvió a mirar hacia el río.