Birch ni siquiera levantó la vista cuando oyó que llamaban a la puerta de su despacho. Simplemente dijo, a quienquiera que estuviese fuera, en el pasillo, que entrara. Estaba sumido en la lectura de varios informes, mirando fotografías y declaraciones desplegados delante de él.
—¿Interrumpo? —preguntó el sargento Johnson, deteniéndose un momento en el umbral antes de entrar y cerrar la puerta tras él.
Sólo en ese momento Birch levantó la mirada.
—No —dijo meneando la cabeza—. Aunque hubiese deseado que me interrumpieras; eso significaría que había algo que interrumpir. —Levantó las manos y se reclinó en la silla—. Como por ejemplo alguna maldita novedad en el caso Denton. —El inspector inspiró hondo, retuvo el aire un instante y exhaló—. No es que el hombre no tuviera enemigos, ¿quién no los tiene? Si investigamos a todos sus amigos y conocidos, estoy seguro de que encontraremos a dos o tres con suficientes motivos como para querer matarlo. Es una de las cosas más raras de este caso. Todos los indicios apuntan a que fue asesinado por alguien que se metió en la casa. Pero no hay pruebas de que se hubiese forzado la cerradura. ¿Cómo es posible? Todo sugiere que el asesino simplemente entró o fue recibido por Denton. Pero después del asesinato, las puertas y las ventanas estaban cerradas; ¿quién dejó entonces salir al asesino? Y, aunque hubiese sido un ladrón que perdió la cabeza, no es posible que acabara asesinando de esa manera tan brutal. Además, si era un ladrón, ¿por qué no robó nada? —Birch miró a su colega—. ¿Has comprobado lo de los libros destrozados que se encontraron en la habitación?
—Dos de los ocho libros destrozados fueron publicados por Denton —dijo el joven sargento—. Las semillas del alma y otro llamado Tumbas sin nombres. Y, además, hace cinco años, había sido el editor de uno de los autores de otro de los libros rotos, John Paxton.
—¿Hace cinco años pero no del último?
—No.
—Y ¿qué tipo de relación tenía Denton con los autores de los libros que editaba?
—Estrictamente profesional. Sigue siendo el editor de Megan Hunter, la mujer que escribió Las semillas del alma. El tipo que escribió Tumbas sin nombres vive en Irlanda, y estaba allí la noche que mataron a Denton. Paxton, como he dicho, no publicaba con él desde hacía unos cinco años. Sin embargo, parece que seguía enviándole ejemplares de todos sus libros, por eso había uno en la habitación. No tenía malas relaciones con ninguno de ellos. Al menos que sepamos, y si hubieran sido malas, supongo que no tanto como para que alguno de ellos lo apuñalara de esa manera. —Johnson miró una de las fotos del crimen desplegadas sobre el escritorio de su jefe.
Birch meneó la cabeza.
—Al parecer no robó nada —murmuró—, pero eso no significa que no hubiese algo en la casa que el asesino estuviera buscando. Tal vez Denton sólo le hizo perder la cabeza antes de que lo encontrara.
—¿Qué podía ser?
—Todavía no lo sé. Voy a volver a mirar esta noche.
—¿Quieres que vaya contigo?
Birch meneó la cabeza.
—Tú vete a casa, Steve. Tienes a alguien que te espera. En mi caso, no importa si paso toda la noche fuera.
—¿Quieres venir a cenar con nosotros?
—Te agradezco la invitación, pero no, gracias. No creo que esté en condiciones de ser un buen invitado esta noche. —Sonrió—. Tampoco es una novedad. —Señaló con el pulgar la puerta del despacho—. Vete. Vete con tu mujer. Si encuentro algo interesante en casa de Denton, te llamo.
Johnson asintió y se levantó.
—Bajaré contigo —dijo Birch mientras cogía la chaqueta. Miró por la ventana del despacho y vio las luces de Londres que brillaban en la oscuridad.
Había llegado a la puerta del despacho cuando le sonó el móvil. Metió una mano en la chaqueta, lo cogió, lo abrió y se lo llevó a la oreja.
—Birch —respondió, y escuchó la voz al otro lado de la línea.
Johnson vio que a su jefe se le ensombrecía el rostro.
—¿Cuándo? —Birch asintió—. Sí, lo tengo.
Cerró el móvil con un chasquido.
—Es mejor que llames a casa y le digas a Natalie que vas a llegar tarde —le dijo al joven sargento—. Ha habido otro asesinato.