Cada minuto parecía durar una hora. Desde el momento en que el doctor había salido de la habitación donde la mujer y su compañero estaban esperando, era como si el tiempo pasara más lentamente.
El hombre al menos tenía la posibilidad de entrar y salir del pequeño cuarto de hospital, y su irritación y preocupación adoptaban de vez en cuando la forma de algún exabrupto verbal.
La mujer en cambio estaba confinada en la cama, y su impaciencia y frustración se habían vuelto casi intolerables.
Cuando una enfermera había entrado una o dos veces a controlar el estado de la paciente, los dos le habían preguntado por el niño, pero la enfermera había dicho que ella no sabía nada de él. Tampoco sabía si iban a traérselo, tal como les habían prometido, en una incubadora portátil.
El hombre levantó la voz cuando la enfermera dijo eso por segunda vez; incapaz de controlar lo que estaba convirtiéndose en una rabia alimentada por el miedo.
En los momentos más calmados, ambos se sentaban, se miraban y hablaban en voz baja del bebé al que todavía no habían visto.
Habían hablado sobre la gravedad de los problemas respiratorios que les habían comentado, habían especulado sobre la naturaleza de «los otros problemas» que el doctor había mencionado. ¿Hasta qué punto estaba enfermo su hijo? El hombre había sugerido que, aunque el niño estuviera muriéndose, (en ese momento, la mujer se había echado a llorar) igualmente se lo tenían que decir. Lo antes posible además. Si el bebé estaba gravemente enfermo, ellos disponían de muy poco tiempo para pasar con él antes de que los dejara para siempre.
Quizá había sufrido algún tipo de daño cerebral o algún problema hepático o renal. La naturaleza solía jugar ese tipo de malas pasadas, y los dos consideraron cada una de estas posibilidades detenida y cuidadosamente, aunque eso sólo les sirviera para aumentar su angustia.
Los minutos seguían pasando despacio.
Finamente, el hombre había sugerido ir él a ver al niño. Si estaba tan mal como decían, seguramente debía de estar en la unidad de cuidados intensivos. Iría allí y vería con sus propios ojos qué pasaba con él.
A pesar de su propia desesperación, la mujer se las había arreglado para disuadirlo, aunque ella misma sintiera que ya no podía esperar más sin noticias y sin ver a su hijo.
Su hijo.
Esas dos palabras todavía retumbaban en su cabeza, como si no pudiese creérselo. Como si no pudiera convencerse del hecho de que había dado a luz.
Quizá no pudiera comprender del todo la situación porque aún no había visto al bebé. Y, tal como iban las cosas, empezaba a preguntarse si eso sucedería alguna vez.
Su compañero se acercaba con frecuencia a la ventana de la habitación, y contemplaba el aparcamiento del hospital. Había visto llegar muchas ambulancias. Y también a las visitas que iban y venían. Hombres a los que les permitían visitar a sus hijos recién nacidos. E imaginarse a esos hombres mirando y sosteniendo a sus vástagos en sus brazos le causaba dolor y rabia a la vez.
Cuando finalmente la puerta de la habitación se abrió y el doctor entró, el primer impulso del hombre fue abalanzarse sobre él y mitigar así la rabia y la frustración de aquella espera tan larga.
La mujer sentía lo mismo, pero cuando una enfermera entró empujando una pequeña incubadora portátil dentro de la habitación, los dos apartaron la mirada del hombre de bata blanca. Ahora, lo único que les importaba era ver al niño. Tenerlo en sus brazos, si tenían esa suerte.
El hombre dio un paso hacia la incubadora, pero el doctor meneó la cabeza y levantó una mano para detenerlo.
Los problemas respiratorios del niño se habían estabilizado, dijo el médico, por eso la visita había sido permitida. Pero sería una visita breve.
Durante un segundo, la mujer se preguntó por qué la enfermera que empujaba la incubadora no miraba hacia abajo, al bebé que había en su interior. Parecía en cambio que estuviera haciendo un esfuerzo por mirar hacia cualquier otro lado con tal de evitar la visión de la pequeña criatura que transportaba.
La mujer se enderezó y se apoyó en las almohadas, el corazón se le aceleró. Lo único que quería era ver a su hijo. Por un momento, toda la rabia y la frustración de las horas previas quedaron olvidadas.
La enfermera acercó la incubadora a la cama.
Y mientras lo hacía, una lágrima rodó por su mejilla.