Cuando aparcó el Renault, Birch vio que las dos entradas a Merrivale Road habían sido cerradas, tal como él había ordenado. Salió del coche, se pasó una mano por el cabello y caminó hasta el cordón azul donde un policía uniformado montaba guardia.
Birch le mostró la credencial, el policía asintió con la cabeza y levantó el cordón para que el inspector pasara por debajo.
Había varios vehículos, muchos de la policía, aparcados en la calle, con las luces azules de las sirenas girando en silencio. Algunos de los coches particulares, pensó Birch, debían de pertenecer a los residentes del barrio. Los que estaban aparcados más bien caprichosamente, debían de ser de curiosos, se dijo. Había también una ambulancia esperando, con las puertas de atrás abiertas de par en par. Dos enfermeros aguardaban en su interior.
Se veían luces en las ventanas de algunas de las casas de la calle, Birch se preguntó qué debían de pensar esos residentes de Putney despertados en mitad de la noche para encontrar su barrio, normalmente tranquilo, invadido por los servicios de emergencia. Miró el reloj y vio que eran las cuatro y siete minutos de la madrugada.
Mientras se acercaba a la entrada de la casa, vio a los del equipo de criminalística buscando huellas; el polvo de grafito contrastaba con la puerta, de un blanco brillante.
Birch pasó entre los hombres y entró en el vestíbulo de la casa.
Un penetrante olor lo golpeó de inmediato.
El olor ácido y familiar de la sangre impregnaba el aire, pero había algo más. Un hedor intenso que lo hizo toser.
—Debería haber seguido de baja una semana más, ¿verdad?
Birch reconoció la voz y se dio media vuelta, a la izquierda. Cuando vio aparecer al sargento Stephen Johnson desde la sala de espera, sonrió.
El inspector le dio una palmada en el hombro.
—Me alegra verte de vuelta, Steve —dijo. Después cambió de expresión—. ¿Qué ha pasado?
—Ven a ver.
Johnson lo condujo escaleras arriba. Avanzaba lentamente, consultando algunas notas que había tomado.
—La casa pertenece a un tal Frank Denton —dijo el sargento a su superior—. Cuarenta y cuatro años. Vivía solo. Un vecino oyó ruidos a eso de las dos y media. Pensó que se trataba de un robo. Telefoneó a la policía. Le respondió una patrulla local. Cuando estaban bajando del coche oyeron gritos dentro de la casa. Llamaron a la puerta, pero al no obtener respuesta, la derribaron. —Los dos detectives habían llegado al piso de arriba y Johnson señaló la puerta abierta de la habitación de Denton—. Esto es lo que encontraron.
Birch entró en la habitación y dirigió la mirada hacia Frank Denton.
El cuerpo yacía boca arriba, atravesado en la cama, una de sus manos tocaba el suelo. La alfombra, las sábanas y las almohadas estaban manchadas de sangre. Esta también había salpicado las paredes. Al observar el cuerpo con más atención, Birch descubrió de dónde provenía el olor que había notado al entrar a la casa.
Era el hedor nauseabundo de los órganos internos.
El cuerpo de Denton había sido abierto desde el esternón hasta la ingle, los intestinos habían quedado al aire, y partes de éstos habían sido arrancados. La caja torácica estaba parcialmente destrozada, dejando al descubierto uno de los pulmones.
El único ojo que quedaba en su órbita sobresalía de ésta casi por completo y el otro colgaba del nervio óptico hasta la altura de la oreja derecha, que a su vez estaba apenas sujeta a la cabeza empapada en sangre. En torno al cuello, trozos de carne habían sido arrancados, como un viejo papel pintado, y pendían translúcidos.
—¿Alguna pista sobre el arma del crimen, Howard? —preguntó Birch a un hombre alto, canoso, de unos cincuenta años, que llevaba un par de gafas semicirculares en la punta de la nariz.
Howard Richardson meneó la cabeza; observó que el inspector se había dirigido a él sin apartar la mirada del cadáver.
—No puedo decir nada hasta que lo haya examinado detenidamente, David —explicó—. Pero por el tipo de heridas, diría que se trata de una arma larga y afilada. Quizá más de una.
Una luz fulgurante brilló cuando la cámara de un policía hizo una foto del cadáver desde otro ángulo.
Birch todavía estaba mirando fijamente el cuerpo, repasando cada centímetro destrozado del mismo.
—Decías que un vecino oyó un ruido, Steve —dijo Birch—. ¿Alguien vio algo?
—Hemos interrogado a los que viven a lado y lado de la casa —respondió Johnson— y a otras tres personas que viven enfrente. Nadie vio entrar o salir a nadie. Los otros vecinos de la calle están siendo interrogados en este momento.
¿Hay pruebas de que la cerradura fuera forzada?
No. Ésa es otra cosa extraña. Todas las puertas y ventanas de arriba y de la planta baja estaban cerradas. Como he dicho, la patrulla que llegó primero tuvo que derribar la puerta de la calle para poder entrar.
Birch frunció el entrecejo y se inclinó un poco más sobre el cuerpo, su ojo había captado algo en el tórax destrozado.
—¿Qué es eso? —preguntó, sacando un lápiz del bolsillo interior e indicando lo que le había llamado la atención.
Aún no estoy completamente seguro —contestó Richardson—, pero hemos encontrado lo mismo en la cama y en el suelo de alrededor del escritorio. —El forense se acercó a donde yacía el cuerpo.
—Parece confeti —observó Birch.
—Papel picado —matizó Richardson—. Coincidimos. No me sorprende. Mira.
Por primera vez desde que había entrado en la habitación, Birch apartó la mirada del cuerpo de Denton. Siguió con la mirada lo que el dedo del forense le señalaba y vio varios libros desparramados por el suelo de la habitación. Las portadas de algunos de ellos estaban destrozadas, algunas habían sido arrancadas y las páginas estaban desparramadas alrededor. Las páginas también habían sido despedazadas a su vez, algunas incluso reducidas a pequeños trozos.
El manuscrito de la mesita de noche estaba intacto, pero tenía algunas manchas de sangre en las páginas.
—Si los libros se hubiesen caído durante la pelea —murmuró Birch—, tendrían que estar simplemente esparcidos por la habitación, y no hechos pedazos, como están algunos.
—Quizá el asesino odiaba tanto los libros como a Denton —observó el sargento Johnson—. Podría ser algo simbólico. Denton era editor. Puede que el asesino estuviera destruyendo también el trabajo de Denton. —Se encogió de hombros.
—Averigua si algunos de los libros destrozados estaban editados por Denton —dijo Birch.
—Uno de ellos es una biblia —aclaró Johnson.
Los otros hombres de la habitación se rieron.
—Da igual, averiguadlo —insistió Birch. Miró a Richardson—. Por favor, Howard, quiero un informe completo para antes de la diez de la mañana.
Richardson aprobó con la cabeza.
La habitación se vio nuevamente iluminada por el blanco y frío fulgor del flash de una cámara.
—Por cierto, ¿han robado algo? —preguntó el inspector.
—En principio, nada —le informó Johnson—. Hemos encontrado cincuenta libras en efectivo en la billetera de Denton. Las habitaciones de la planta baja están intactas. Como he dicho, no hay indicios de que hayan forzado la cerradura.
Birch asintió con la cabeza.
—Perfecto —dijo—. Dejemos que los técnicos acaben con su trabajo. Reúne los testimonios de los otros vecinos de la calle. Voy a echar una mirada al resto de la casa.
El brillo de la luz blanca del flash de la cámara volvió a iluminar la habitación. Bajo esa blancura fulgurante, la sangre que cubría buena parte de la cama y del cuerpo destrozado parecía negra como la brea.
El brillo del flash se reflejó fugazmente en el ojo abierto de Frank Denton y, por un instante, a Birch le pareció como si el muerto le hubiese hecho un guiño.
«Pobre diablo».
El inspector dio media vuelta y abandonó la habitación.