Capítulo 19

Frank Denton se quedó un instante con el teléfono en la mano, después volvió a colgarlo. Lo miró como si esperara que fuera a sonar de nuevo, pero no lo hizo. La casa permaneció en silencio.

Estaba cansado. Había sido una larga jornada, había bebido más de lo que normalmente bebía en los almuerzos, y el calor le quitaba fuerzas lo mismo que si hubiese llevado a cabo un gran esfuerzo. Encima, tenía que trabajar. Siempre tenía que trabajar. Ya fuera leer manuscritos de aspirantes a escritor como de los afortunados que ya tenían un editor. Siempre tenía algo que hacer. Esa misma noche tenía que seguir leyendo un nuevo texto que descansaba sobre su mesita de noche.

Mientras se disponía a subir la escalera, pensó en ese manuscrito. Lo que había leído hasta el momento le había parecido prometedor. Era la historia de una niña de la que habían abusado su padre y sus dos hermanos desde que tenía ocho hasta los dieciséis años. A Denton le parecía gratificante que el sufrimiento de los otros fuera recibido con un entusiasmo sin límites por el público lector. Especialmente porque había sido él quien había lanzado esa corriente. La autora tenía veintitrés años. Era una chica muy atractiva, lo cual seguramente ayudaría a la promoción del libro.

Denton se aseguró de que las puertas y ventanas de la planta baja estuvieran cerradas, después subió. Las fotografías de su familia colgaban de la pared en hilera hasta el piso de arriba.

Había una de su hermana mayor. Otra de sus padres y una de sus abuelos. Después de la muerte de su madre y de su padre, antes de cumplir él los once años, Denton se había ido a vivir a aquella casa con sus abuelos. Ellos lo habían criado con todo el amor que habían sido capaces de ofrecerle, habían hecho todo lo posible para sustituir a sus padres, especialmente cuando él volvía a casa durante las vacaciones del internado.

Se detuvo frente a la foto de ellos y, recordándolos, sonrió. Antes de morir le habían dejado la casa. Su abuelo había muerto de un ataque al corazón hacía quince años, y una embolia se había llevado a su abuela cuatro años más tarde. Desde entonces, Denton había vivido solo en la casa. Con frecuencia había pensado en venderla e irse a vivir a un lugar más pequeño. Con los precios que regían en el mercado inmobiliario, sabía que podría conseguir una suma importante por aquella propiedad, pero una parte de él se resistía a mudarse de allí. Como si vendiendo la casa traicionase la memoria de los abuelos, que lo habían criado.

Denton entró en la habitación y encendió la luz de la mesita de noche. Se sentó en la cama y recorrió con la vista aquel lugar que había considerado suyo durante los últimos cuarenta años o más. El propio aire estaba impregnado de recuerdos.

Había libros por todas partes. En los estantes, en los escalones. En todas las habitaciones de la casa. Muchos los tenía desde la infancia. Le habían inculcado el gusto por la lectura desde muy pequeño, y ese gusto, para deleite de sus padres y abuelos, había florecido. Los libros más antiguos de la habitación estaban en los estantes de arriba, los nuevos ocupaban los de abajo.

Denton cerró fugazmente los ojos y fue como si ese sencillo gesto lo hubiese arrancado de sus recuerdos devolviéndolo al mundo real. Miró hacia el pequeño escritorio, en un rincón de la habitación, sobre el que descansaban varios libros, tanto de tapa dura como de bolsillo. Uno de ellos era Las semillas del alma. Se acercó al escritorio, lo cogió y leyó el texto de la solapa. Una foto en blanco y negro de Megan Hunter le sonrió. Dejó el libro con delicadeza.

Cerca había un ejemplar de Los fantasmas del parque de atracciones. Denton lo abrió por la página del título. En ella había una dedicatoria escrita con tinta negra: Para Frank, con los mejores deseos, y debajo, con trazos amplios, John Paxton.

Denton estudió la firma un momento y después depositó el libro sobre el escritorio.

Se desvistió, dobló la ropa con cuidado y se puso la parte de abajo de un pijama. Programó la alarma para las seis, se metió en la cama y cogió el manuscrito de la mesita de noche.

El silencio de la habitación sólo se veía interrumpido cuando daba vuelta a una página o por el tictac del reloj.

Eran las once y veintiséis minutos de la noche.