Cuando Birch abrió la puerta de la entrada encontró cinco sobres en el suelo. Mientras los recogía, cansado, miró un instante el cielo de la tarde. El sol moría desangrado en el cielo y derramaba sus colores a través del firmamento. Sin embargo, y a pesar de que la noche estaba acercándose, el calor, que tan insoportable había sido durante el día, no había disminuido. La temperatura seguía siendo alta y el ambiente bochornoso.
Birch estaba agradecido de que la casa al menos fuese fresca. Atravesó el recibidor, dejó los sobres sobre la mesa de la cocina y llenó la tetera. Encendió la radio, a su izquierda, sobre la encimera, sintonizó las noticias y se dirigió a la sala de estar para encender también la tele.
La casa se llenó con el sonido de las voces. Birch odiaba el silencio. Había sido así desde la muerte de su primera mujer. No escuchaba lo que decían en la radio ni se había quedado en la sala de estar lo suficiente como para ver qué daban en la tele, pero había voces en la casa, y con eso le bastaba.
Podía oír a los chicos de la casa de al lado que aún estaban jugando en el jardín, dando ruidosos brincos sobre la cama elástica. Reían y gritaban. Para el inspector, era otro ruido más que agradecía, y mientras esperaba que el agua de la tetera comenzara a hervir, sonrió.
Cuando se terminara la taza de té, se dijo, iría al restaurante chino que había a la vuelta de la esquina a comprar algo para cenar. No había comido nada desde primera hora de la tarde y su estómago gruñía para recordárselo.
¿Comida china o fish and chips?[3] Decisiones, decisiones.
Había también un restaurante indio no muy lejos de la estación de metro de Tooting Broadway. Todos se encontraban a cinco minutos de su casa.
A menudo pensaba que los hechos más importantes de su vida en los últimos quince años habían tenido lugar en un radio de tres o cuatro kilómetros alrededor de la casa en la que vivía.
A su primera mujer le habían diagnosticado un cáncer incurable en el Hospital de St. George (a aproximadamente un kilómetro y medio o dos al sur de su casa) y ahora estaba enterrada en el cementerio de Streatham (dos kilómetros al norte).
Su segunda mujer había sido maestra en una escuela de los alrededores de Burntwood Lane, cerca de Wandsworth Common (tres kilómetros al noroeste, más o menos en línea recta).
Gracioso viejo mundo.
Malditamente divertido, ¿no?
El agua estaba hirviendo. Sin encender la luz, Birch colocó una bolsita de té en una taza y la llenó con el agua antes de coger la leche de la nevera. La luz que se derramó al abrir la puerta fue la primera y débil iluminación de la tarde.
Casi no le quedaba leche. Podía ir a una de las tiendas cercanas y comprar cuando saliera a por la comida.
Por el momento bebió el té a sorbos, después encendió por fin la luz de la cocina y se sentó a la mesa. Abrió las cartas que había encontrado en el suelo de la entrada de su casa.
Dos de ellas le ofrecían préstamos. Otra intentaba tentarlo con una tarjeta de crédito. Las arrojó a la basura. La cuarta era la factura del teléfono. La quinta…
«Maldición. ¿Cuántas veces tenía que decirlo?».
Estaba dirigida a la señora L. Birch. Su primera mujer.
Había ganado un premio en un sorteo, le decían en la carta.
—Malditos idiotas —gruñó el policía, y arrugó el papel tirándolo también a la basura—. Malditos estúpidos idiotas.
No era la primera vez que sucedía desde que ella había muerto, pero era la primera vez en seis meses.
Y le hacía daño.
Birch se levantó y se alejó de la mesa.
«Sal y compra algo para comer. Tienes que comer algo».
Suspiró cansado y se dirigió a la puerta de la calle, dejando la chaqueta colgada en el perchero del pasillo. El paseo le sentaría bien. Le despejaría. Cerró la puerta con llave y salió a la noche calurosa.