Entre los dos hombres se produjo un largo silencio. El sonido del aire acondicionado se oyó con más claridad en el despacho mientras ellos se miraban fijamente.
Fue el comisario Stowe quien rompió el silencio.
—Voy a necesitar su credencial y su identificación —dijo, mirando a Birch a los ojos.
El inspector se llevó una mano al bolsillo, sacó una delgada cartera de cuero y la depositó sobre el escritorio de su jefe.
—Voy a necesitarlos si decido suspenderlo —continuó el comisario—. Aunque, dadas las circunstancias, ésa no es mi intención.
Birch parecía perplejo.
—Entonces, señor, ¿estoy suspendido o no?
—¿Tiró usted a Sanderson a las vías?
—No señor.
Stowe sonrió. Fue un gesto que Birch no esperaba. Un gesto que por unos segundos iluminó los rasgos de su superior.
—De los diecisiete hombres que había en el andén en ese momento, incluido su colega, el sargento Johnson, ni uno de ellos ha declarado haber visto que usted empujara a Sanderson a las vías. La rehén no vio nada, en aquel momento estaba siendo atendida. Todo lo que sé proviene de un informe bastante vago de un forense que afirma que a Sanderson lo empujaron. Eso no basta para justificar una investigación de lo que realmente sucedió en ese andén. No se llegaría a ninguna conclusión. No hay testigos. Sólo se estaría derrochando el dinero público.
El hombre empujó la cartera hacia Birch, que la recogió y la deslizó de nuevo dentro de su chaqueta.
—Gracias, señor —dijo.
—Obviamente, no puedo aprobar lo que ha sucedido, pero hablando de policía a policía, y no como el comisario de la Policía Metropolitana a uno de sus inspectores, si usted fuera de algún modo responsable de la muerte de Sanderson, eso sería, por supuesto, condenable. Hablando de hombre a hombre, me gustaría pensar que yo hubiese hecho lo mismo. Sé lo que sucede en las calles, Birch. He trabajado en ellas durante once años, como usted lo hace ahora. No siempre he estado encerrado en un despacho. Sé lo que sucede día tras día en las investigaciones.
—Sanderson dijo que probablemente se salvaría si lo declaraban demente.
—A juzgar por la naturaleza de sus crímenes, diría que tenía razón. Con una buena defensa le habrían caído entre quince y veinte años en Rampton. Lo cual no es algo a lo que se pueda llamar justicia. Y estoy seguro de que las familias de las víctimas de Sanderson no habrían estado satisfechas con la sentencia, ¿no le parece?
—No, señor, no lo creo.
Hubo otro largo silencio, que el comisario volvió a romper.
—¿En qué está usted trabajando en este momento? —preguntó.
—Los de la Unidad de Pedofilia están investigando una especie red de tráfico de niños. Sospechan que algunos son sacados clandestinamente de sus países para ser utilizados en sacrificios humanos. Podrían ser unos trescientos cada año. Han tenido a un sospechoso bajo control durante meses. Creen que él mismo podría haber matado a tres niños. Los otros se los vende al mejor postor. Me han pedido colaboración.
Stowe hizo una mueca.
—Es mejor que vuelva a su trabajo entonces —dijo.
Birch asintió y se levantó. Se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta. Al llegar a ésta, la voz de Stowe hizo que se detuviera.
—¿David?
Que su superior lo llamara por su nombre era algo insólito. Birch se dio la vuelta para mirar al hombre de frente.
—¿Sí, señor? —dijo.
—Extraoficialmente, de hombre a hombre —Stowe sonrió—. ¿Usted lo empujó?
—¿Extraoficialmente?
Stowe asintió.
—Usted sabe cómo es eso, señor —dijo el inspector esbozando una tímida sonrisa—. En el calor del momento, algunas cosas a veces se borran de la memoria, y yo, para ser policía, tengo una memoria desastrosa.
Stowe sonrió irónicamente.
—Váyase.
—Gracias, señor. Me ha gustado hablar con usted.
Cerró la puerta tras de sí.