El inspector David Birch escupió el café frío en la taza de plástico.
—Mierda —murmuró limpiándose la boca con el revés de la mano. Arrojó el recipiente de la máquina distribuidora en la papelera que tenía junto al escritorio y suspiró contrariado. En la basura había también una bandeja de plástico y los restos de un bocadillo.
Miró la pila de papeles que tenía delante de él. Informes que había escrito, declaraciones que había leído. Parpadeó un poco y se masajeó la nuca con una mano, sentía que empezaba a dolerle la cabeza.
Se levantó y fue hasta la ventana del despacho. Éste estaba en el séptimo piso del Departamento de New Scotland Yard y, desde su estratégica posición, tenía una vista magnífica y panorámica de la ciudad. Una reluciente bruma de humedad se cernía como un manto translúcido sobre la capital. La temperatura, que amenazaba con llegar a los treinta y dos grados, azotaba la ciudad.
Era lo que los americanos llamaban la canícula. Días de verano de un calor insoportable que no daba respiro. Los ánimos parecían exaltarse entonces mucho más fácilmente. Las disputas eran más frecuentes. Era un hecho. En verano, los delitos aumentaban.
Y cuantos más delitos, más trabajo.
Birch estaba sacando un café de la máquina del pasillo cuando sonó el teléfono de su despacho.
—Birch —contestó el inspector contemplando Londres.
Inmediatamente reconoció la voz al otro lado de la línea.
—Sí, señor —dijo—. Todavía estoy trabajando en ello. —Hizo una pausa, escuchando concentrado—. Sí, señor, lo sé. Bueno, está todo en mi informe. —La voz lo cortó en seco, Birch movía los ojos mientras escuchaba—. ¿Ahora? —preguntó como respuesta a la pregunta que le habían hecho—. Sí señor.
Dejó el teléfono y se dirigió hacia la puerta del despacho, giró a la derecha por el pasillo hasta llegar a los ascensores. Pulsó el botón de «llamada» y esperó.
Cuando las puertas se abrieron, salió un hombre calvo con un bigote y una barba recortados. Tenía la cara sudada y la calva le brillaba. Llevaba la chaqueta al hombro y debajo de las axilas de la camisa azul celeste se le veían unas manchas de sudor amplias y redondas. Saludó a Birch con un movimiento de cabeza y le sonrió, Birch le devolvió el saludo y entró en el ascensor.
—Espera un momento, Dave, tengo algo para ti —dijo el detective que acababa de salir del ascensor. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un trozo de papel que extendió hacia Birch—. Es un mapa del metro. Pensé que podría servirte la próxima vez que persigas a un sospechoso. —Sonrió—. Ahí están los horarios de todos los trenes, así la próxima vez podrás atraparlos en el tren en lugar de perseguirlos por las vías.
—Muy gracioso —replicó Birch mientras su colega se dirigía por el pasillo hacia su despacho—. Eh, ¿cuándo vas a afeitarte el bigote y la barba? Pareces un culo con dientes.
—Un cabrón reconoce a otro, Dave —gritó el otro hombre mientras las puertas del ascensor se cerraban.
Birch sonrió, meneó la cabeza y apretó el botón del piso hacia el que se dirigía.
El ascensor comenzó a subir.
Y mientras lo hacía, a Birch se le fue borrando la sonrisa.