La mancha roja en el mantel de papel parecía sangre.
Megan Hunter miró el vino derramado y corrió un poco la silla hacia atrás mientras el camarero, con experta rapidez, retiraba el vaso que se había volcado y, deshaciéndose en disculpas, volvía a preparar la mesa.
—No ha sido culpa suya —dijo Megan—. Por favor, no se preocupe.
—¿Se le ha manchado la ropa? —preguntó el camarero, preocupado.
Megan se miró la chaqueta de lino marrón, los pantalones, y meneó la cabeza.
—No —contestó—. De verdad, no se preocupe.
El camarero volvió a disculparse y se fue a la cocina a buscar los postres.
—No vas a llamar al jefe de personal, ¿verdad? —preguntó Frank Denton bebiendo de su copa.
—Él no ha tenido la culpa, Frank —insistió Megan.
—Al menos el libro se ha salvado —exclamó Maria Figgis levantando el pesado tomo.
Los tres rieron, y el sonido de sus risas se mezcló con el ruido de fondo de los otros clientes del restaurante Joe Allen.
Maria tomó un poco de vino y aceptó que Denton le llenara de nuevo la copa. Él también se llenó la suya.
El camarero regresó con una nueva copa para Megan.
—Aquí tengo algunos recortes, Megan, si quieres verlos —dijo Denton metiendo la mano en el bolsillo interior de su chaqueta.
—Más tarde, con el café —respondió ella—. Podrían estropearme el postre.
—Lo dudo. No hay una sola crítica que sea mala —le aseguró Denton—. La del Times es decididamente elogiosa. No sé qué le dirías durante la entrevista, pero parece muy entusiasmado. Léela. —Le pasó el trozo de papel por encima de la mesa.
—Más tarde —repitió Megan, negándose a mirar el recorte. Por un momento miró a Denton a los ojos, después bebió de su copa.
—No sé por qué te preocupas tanto por las críticas, Megan —comentó Maria con su atractivo acento irlandés.
—Siempre me ha pasado, Maria. Ya lo sabes.
—Como agente tuya que soy, siempre voy a protegerte de las malas —dijo Maria sonriendo.
—De modo que ha habido malas críticas —espetó Megan riéndose—. Lo sabía.
—Sólo al comienzo —respondió Maria—. Y de una minoría insignificante.
Hubo otras risas en la mesa.
—Tus biografías siempre han tenido muy buena aceptación —le recordó Denton—. Y siempre se han vendido muy bien.
—Lo esencial —añadió Megan.
—Bueno, por mucho que nos guste decir que estamos en el negocio editorial para educar a los lectores, todos sabemos que no es cierto —aceptó Denton con cierto tono de desaliento—. Por fortuna, las ventas de los últimos dos libros, las biografías de Dante y de Caravaggio, han ido mejor que la mayor parte de la ficción que hemos publicado en los últimos dos años. Y, como bien sabes, los pedidos que tenemos ya para éste son excelentes.
—Dante y Caravaggio son mucho más famosos que Cassano —objetó Megan—. Si paras a diez personas por la calle y les preguntas si alguna vez han oído hablar de Giacomo Cassano, ¿cuántas van decirte que sí? Muy pocas. Si es que hay alguna.
—Pues gracias a esto —dijo Denton dando unos golpecitos a la portada del libro— verás como, si dentro de dos semanas paras a diez personas en la calle y les preguntas quién fue Giacomo Cassano, apuesto a que la mayoría de ellos habrán oído al menos mencionar su nombre. Y si lees estas críticas, entenderás lo que te estoy diciendo.
—Ya te lo he dicho —insistió Megan—. Después del postre.
—Hablando de postres… —añadió Maria sonriendo.
El camarero dejó los postres en la mesa. Volvió a disculparse por haber volcado la copa de vino y se fue a buscar la cuenta de otros clientes.
Megan miró el libro sobre la mesa, cerca del brazo de Frank Denton. Tenía una cubierta azul con nítidas letras blancas en bajorrelieve.
Megan la observó mientras comía. Las semillas del alma, y, en la parte de abajo, el nombre de la autora: Megan Hunter.