La mujer intentó zafarse de Sanderson, que de pronto sintió tanto miedo de una posible ráfaga de disparos como ella del cuchillo en su garganta.
La rehén respiraba afanosamente. Parecía un ventilador.
Sanderson apretó el cuchillo un poco más.
—Voy a contar hasta cinco —le advirtió Birch con el brazo aún levantado—. Después abrirán fuego. ¿Entendido?
Sanderson meneó la cabeza y esbozó una sonrisa. Era una sonrisa carente de humor. Una expresión de burla, retorcida.
—No vas a dejarla morir —dijo.
—Tú vas a matarla como sea, ¿no es así? —replicó el inspector—. Entonces, cuchillo o bala, ¿cuál es la diferencia? Empiezo a contar. Uno.
Sanderson miró al extremo del andén donde estaban los policías.
—Me estás engañando —suspiró.
—¿Te parece que quiero engañarte? Dos.
Johnson dio un paso atrás y se acercó un poco más a la pared.
—No puedes hacer esto —dijo Sanderson—. No puedes poner en peligro la vida de una persona. No tienes derecho.
—Puedo hacer lo que me dé la maldita gana si eso significa acabar con un pedazo de mierda como tú. Tres.
—No van a disparar —insistió Sanderson, señalando con la cabeza a los hombres uniformados.
—Cumplirán las órdenes. Cuatro.
La mujer sollozaba, su respiración entrecortada retumbaba en todo el andén.
—No, por favor —suplicó jadeando.
Birch ni siquiera la miró. Tenía la mirada clavada en Sanderson.
—Ultima oportunidad —dijo en voz baja—. Deja caer el cuchillo. —Bajó un poco la mano, preparado para bajarla del todo—. Cinco.
Sanderson fijó la vista en el policía, siempre con el cuchillo apretado contra el cuello de la mujer.
Sólo en ese momento, Birch miró a la mujer.
—Lo siento —murmuró.
Sanderson soltó el cuchillo, que cayó con un ruido fuerte y seco sobre el andén.
En cuanto el metal golpeó contra el suelo, Johnson se abalanzó y le arrancó la mujer a Sanderson, que dio un paso atrás. Johnson y la mujer se alejaron por el andén. El detective la abrazó para consolarla, pero también para aliviar un poco de peso de su tobillo.
—Buena decisión —dijo Birch, agarrando a Sanderson del brazo. Metió la mano en la chaqueta y sacó un par de esposas, que en seguida colocó en las muñecas del fugitivo, de cara a él—. Asustado, ¿no? —dijo entre dientes—. ¿Piensas quizá en tu propia muerte? ¿Piensas en lo que pudieron sentir las chicas que mataste antes de que acabaras con ellas? Hijo de puta.
Cogió a Sanderson del hombro y lo llevó por el andén hasta donde estaban esperando los policías.
—Dentro de diez años estaré en libertad —contestó Sandeson—. Quizá menos. Me declararán demente. Responsabilidad disminuida. Espera a que en la corte oigan hablar de la terrible infancia que tuve. De los abusos que sufrí. Ellos entenderán por qué maté a todas esas putas. —Dio media vuelta y miró a Birch—. Aunque tenga una condena más larga, tampoco estará tan mal. Tendré mi propia celda. Mi privacidad. Tendré una vida mejor que la tuya. —Y esbozó una sonrisa triunfal.
Birch le aguantó la mirada un segundo, después asintió lentamente con la cabeza.
—¿Sabes una cosa? —murmuró—. Probablemente tienes razón.
Aunque hubiese adivinado el movimiento, Sanderson no habría podido detenerlo.
Con una fuerza alimentada por la furia, Birch le aferró el otro hombro y casi lo levantó del suelo. Después, con un gruñido de disgusto, lo empujó por el borde del andén.
Sanderson aulló. Durante unos segundos pareció suspendido en el aire, para a continuación caer sobre las vías con un ruido seco.
Su cuerpo se sacudió sin control, atravesado por una descarga masiva de electricidad. Sus gritos retumbaron en la estación. Le salió humo de las orejas, de la nariz y de los ojos.
Varios hombres uniformados fueron hasta el borde del andén y se asomaron.
Birch miraba sin inmutarse.
—¿Una vida mejor que la mía? —murmuró con la mirada clavada en el cuerpo de Sanderson, que aún seguía contorsionándose—. No lo creo.