Capítulo 6

La mujer que Sanderson había tomado como rehén tenía poco más de treinta años.

Iba elegantemente vestida. Era guapa. Llevaba un maletín, que dejó caer cuando el fugitivo la atrapó. El maletín estaba abierto a sus pies y había algunos papeles desparramados. Debían de ser cosas relacionadas con su trabajo, pensó Birch, mientras avanzaba hacia ella y hacia el hombre que le apretaba un cuchillo contra el cuello. Muchos pensamientos bullían en su mente mientras se acercaba a pocos pasos de ella.

¿Adonde se dirigía? ¿O de dónde venía? ¿Estaba casada? ¿Tenía hijos? Era como si cualquier pensamiento fuera preferible al que predominaba en su mente. El que le decía que en pocos minutos estaría muerta.

—No sigas —murmuró Sanderson entre dientes, apretando un poco más el cuchillo letal contra el cuello de la mujer—. O la degollaré.

—De eso no tengo duda —dijo Birch sin alterarse, mirando el rostro aterrado de la mujer.

Johnson llegó junto a su compañero; todavía estaba jadeando. Parecía como si alguien le hubiese inflado el tobillo con una bomba de aire. La articulación le palpitaba visiblemente.

—Voy a subirme a ese tren —dijo Sanderson, señalando el convoy que en ese momento estaba deteniéndose junto a él—. Y tú no vas a impedírmelo. Si lo haces, la mataré.

—Entonces mátala ahora mismo —contestó Birch con severidad—. Porque de este andén sólo saldrás esposado, ¿entendido?

Un destello de inquietud atravesó la cara de Sanderson, después pareció descartar la amenaza y apretó con más fuerza el cuchillo contra la delicada piel del cuello de la rehén.

—¡No abran las puertas! —gritó Birch hacia la boca del túnel, sin apartar la mirada de Sanderson—. Conductor, ¿me ha oído?

—Voy a matarla —insistió el fugitivo—. No juegues conmigo. —Aferró con más fuerza a la mujer por el cabello y tiró de su cabeza hacia atrás para exponer mejor el cuello.

—¡Conductor! —gritó Birch de nuevo—. ¿Me oye? Soy policía. Use su radio. Hable con su jefe si no me cree. Él le explicará lo que está pasando.

Hubo un silencio que pareció interminable, interrumpido solamente por los aterrados sollozos de la mujer.

—De acuerdo —dijo una voz desde fuera del túnel.

—No abran las puertas. No dejen entrar ni salir a nadie. Saquen el tren de la estación ahora mismo —ordenó Birch—. Háganlo.

—¿Quieres cargar con esta muerte en tu conciencia? —preguntó Sanderson imperturbable—. Será culpa tuya si ella muere.

—Viviré con ello —contestó Birch sin ambages y fulminando a Sanderson con la mirada.

Johnson miró fugazmente a su superior, después se dio la vuelta al ver que unos agentes de uniforme aparecían por el otro extremo del andén.

—¡Que se detengan! —gritó Sanderson, pero había algo de debilidad en el tono de su amenaza—. Si cualquiera de ellos se acerca, mataré a esta puta.

Johnson, apoyado contra la pared para aliviar el dolor del tobillo, levantó una mano para detener el avance de los policías.

—¡Despejen el andén! —gritó—. Que salga todo el mundo.

—Conductor —gritó a su vez Birch—. Llévese ahora mismo este tren de la estación. Muévase.

Se oyó un fuerte chirrido hidráulico y el convoy arrancó lentamente. Desde el interior de los vagones, la gente miraba el drama que estaba desarrollándose frente a sus narices. En el extremo del andén, los agentes empujaban hacia la salida a los últimos pasajeros que quedaban.

—Bastardo —dijo bruscamente Sanderson.

Birch esbozó una sonrisa imperceptible.

—No puedo verlo desde aquí —replicó con calma—, pero creo que los policías que acaban de llegar al andén pertenecen a una unidad de asalto. Eso significa que llevan pistolas, y que son muy buenos tiradores. —Ignoró el sudor que le empapaba la frente. Mantenía la mirada fija en Sanderson—. Ahora bien, en una situación en la que un loco mantiene como rehén a una persona con una pistola apuntada a su cabeza o un cuchillo en su garganta, los tiradores deben tener mucho cuidado al disparar. Ya que si tiran y la bala da en una parte equivocada del cuerpo, corren el riesgo de que el malhechor sufra alguna contracción muscular al morir. De ese modo, sus dedos podrían igualmente apretar el gatillo y volarle el maldito cerebro al rehén. Pero aquí no van a tener ese problema. Tienen la línea de tiro despejada. Te apuntarán directamente a la base del cráneo y te destrozarán la espina dorsal, y todo sucederá tan rápido que el cuchillo caerá sin que te des ni cuenta.

Sanderson tragó saliva.

—Depende de ti. Si yo doy la orden, ellos dispararán y te matarán. Si la degüellas, te dispararán igualmente. La única forma que tienes de salir caminando de este andén es dejándola en libertad.

La mujer estaba sollozando ahora casi descontroladamente.

—Deja que se marche y sobrevivirás —continuó el inspector—. De lo contrario, eres hombre muerto.

Sanderson apretó el cuchillo tan fuerte que los nudillos se le pusieron blancos. Miró a Birch, luego a Johnson, y después a los policías del fondo del andén.

—Déjala en libertad y sobrevivirás —repitió con firmeza el inspector.

Sanderson respiraba con dificultad. Intentó tragar saliva pero tenía la boca muy seca.

—Sólo tienes que dejar el cuchillo —murmuró Birch.

La mujer lloraba quedamente y todo su cuerpo temblaba.

—Depende de ti —dijo el inspector levantando una mano.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Sanderson.

—Voy a darles la señal —contestó el policía—. Cuando baje la mano, empezarán a disparar.