Capítulo 5

Corrieron por King Street. Los transeúntes que iban en dirección contraria se detenían para cederles el paso. Algunos los esquivaron, sorprendidos al ver a aquellos hombres trajeados corriendo tan rápidos y decididos. Otros miraban al fugitivo: un hombre un poco mayor, con chaqueta de cuero, que iba lanzando miradas por encima del hombro a los que lo perseguían.

Para el inspector David Birch, el mundo se había reducido a los veinte metros que lo separaban de su presa. Los rostros de los curiosos que iba encontrando por el camino le eran indiferentes. Sólo era consciente de los latidos de su corazón, de la dificultad de su respiración y del dolor creciente de sus músculos. Pero apartó esas sensaciones de su mente y se concentró en lo único que le interesaba. Atrapar al hombre al que estaba persiguiendo.

Delante de él, el fugitivo bajó por Garrick Street y cruzó St Martin’s Lane, embistiendo a un hombre que caminaba en dirección contraria. Éste se levantó y se dio la vuelta para encararse con el asaltante, pero vaciló al ver el cuchillo.

Se oyeron más gritos cuando el fugitivo atacó al hombre con el cuchillo, no alcanzándolo por milímetros.

Los que se encontraban en la trayectoria de los que corrían se apartaron para esquivarlos, para esquivar sobre todo al que llevaba el arma, cuyas manchas de sangre estaban ya secándose.

Birch intentó acelerar la carrera de sus pies pesados, Johnson se mantuvo a su lado, apartando a la gente en su intento de alcanzar a la presa.

Desde la derecha les llegó un sonido de sirenas, pero quedó ahogado bajo los gritos y aullidos de los transeúntes. Los coches hacían sonar sus bocinas cuando los hombres invadían corriendo la calzada.

Birch inspiró hondo una vez más y advirtió que el fugitivo estaba disminuyendo la velocidad. Casi se cayó al esquivar una pila de bolsas de basura amontonadas en la acera de un bar.

«¿Estás cansándote, bastardo?».

El hombre miró hacia atrás y, durante unos preciosos segundos, pareció que iba a dejar de correr.

Alentado por esta manifestación de debilidad, Birch duplicó el esfuerzo y corrió más rápido.

Ahora sólo cincuenta metros lo separaban del sospechoso.

—¡Alto! —gritó.

Por un momento, el hombre se bamboleó.

—¡Sanderson! —gritó el inspector.

Malcolm Sanderson se limpió el sudor de la cara y se volvió de nuevo, decidido a escapar. Justo delante de él vio la estación de metro.

—Se dirige hacia el metro —dijo Birch, alargando una mano y llevando a Johnson prácticamente a rastras. Sanderson ya había desaparecido en la entrada.

Birch y Johnson corrieron tras él, abriéndose camino entre la gente que subía desde las profundidades de la estación de Leicester Square.

Los policías bajaron volando la escalera sin ningún cuidado por su seguridad.

—¡Allí! —gritó Birch al ver a Sanderson debatirse con las barreras automáticas.

Un agente del servicio de transportes de Londres le gritó airadamente, tratando de impedirle que saltara.

—¡Aléjese de él! —le advirtió Birch cuando el sospechoso aterrizó del otro lado y corrió hacia los ascensores.

El agente miró desconcertado a Birch, que también saltó la barrera.

—¿Qué diablos estáis haciendo? —les gritó, pero los dos policías salieron disparados.

Sanderson corría hacia la escalera mecánica, embestía a la gente a su paso y se tambaleaba. Birch y Johnson lo siguieron subiendo a grandes zancadas los escalones de metal. Los pasajeros de la escalera miraban incrédulos. Algunos se reían y hasta parecían divertirse.

Sanderson llegó a la superficie y tropezó.

Rodó, se levantó con una sorprendente agilidad y enfiló el pasillo que conducía a la línea Norte.

Birch saltó los últimos tres escalones y aterrizó pesadamente, cayéndose él también pero incorporándose en seguida para continuar la persecución.

Johnson, que iba justo detrás de él, calculó mal el salto desde la escalera y cayó aparatosamente sobre el tobillo izquierdo. Soltó una palabrota y sintió un agudo dolor en toda la pierna. Sin embargo, logró levantarse, procuró ignorar el intenso dolor y se esforzó por continuar. Recorrieron el breve pasillo y después bajaron la escalera que conducía a los andenes.

Birch reconoció el sonido tan familiar.

Un tren estaba llegando.

—Si consigue subir, lo perdemos —dijo, jadeando mientras se dirigía hacia uno de los andenes.

Escrutó las caras de los pasajeros que allí aguardaban.

No había ni rastro de Sanderson.

—En el otro andén —murmuró Johnson jadeando, y se dio la vuelta.

Un tren estaba a punto de arrancar, Johnson, con una expresión de dolor a causa del tobillo, recorrió todo el andén, mirando las ventanillas, buscando al sospechoso y esperando desesperadamente no verlo. Si lo veía, significaba que estaba a escasos segundos de desaparecer.

Súbitamente se dio la vuelta y corrió a toda velocidad hasta la cabina del maquinista.

«Páralo, páralo. Para este maldito tren».

Detrás de él se oyó un grito. Agudo. Aterrador.

Se detuvo y regresó al otro andén, donde vio a Birch avanzando lentamente hacia el extremo del mismo.

Otro grito retumbó en la caverna del subterráneo, rebotando en las paredes y el techo abovedado.

El sonido del tren que se aproximaba iba en aumento, pero Birch parecía ignorarlo. Tenía la atención puesta en otra cosa. Por un instante, Johnson casi se olvidó del dolor del tobillo.

—Dios mío —murmuró.