Hoy, 7 de abril de 1977, al año de mi retiro voluntario a la selva del Yucatán, una vez conocida la muerte de mi hermano… y al cuarto año de nuestro regreso del «gran viaje», pido humildemente al Todopoderoso que me conceda las fuerzas y vida necesarias para dejar por escrito cuanto sé y contemplé —por la infinita misericordia de Dios— en Palestina.
Es mi deseo que este testimonio sea conocido entre los hombres de buena voluntad creyentes o no— que, como nosotros, caminan a la búsqueda de la Verdad.
Sé desde hace más de un año —como también lo supo mi hermano en el «gran viaje»— que mi muerte está cercana. Por ello, siguiendo sus reiteradas peticiones y los cada vez más firmes impulsos de mi propia conciencia, he procedido a ordenar mis notas, recuerdos y sensaciones. Espero que la persona o personas que algún día puedan tener acceso a este humilde y sincero diario hagan suya mi voluntad de permanecer, como mi hermano, en el más riguroso anonimato. No somos nosotros los protagonistas, sino «ÉL».
No es fácil para mí resumir aquellos años previos a la definitiva puesta en marcha del «gran viaje». Y aunque nunca ha sido mi propósito desvelar los programas y proyectos confidenciales de mi país, a los que he tenido acceso por mi condición de militar y miembro activo —hasta 1974— de la OAR (Office of Aerospace Research)[2], entiendo que antes de ofrecer los frutos de nuestra experiencia en Israel, debo poner en antecedentes a cuantos lean este informe de algunos de los hechos previos a aquel histórico enero de 1973.
Debo advertir igualmente que, dada la naturaleza del descubrimiento efectuado por nuestros científicos y las dramáticas consecuencias que podrían derivarse de una utilización errónea o premeditadamente negativa del mismo, mis aclaraciones previas sólo tendrán un carácter puramente descriptivo. Como he mencionado antes, no es el medio lo que importa en este caso, sino los resultados que gozosamente tuvimos a bien alcanzar. Descargo así mis escrúpulos de conciencia y confío en que algún día —si la humanidad recupera el perdido sentido de la justicia y de los valores del espíritu— sean los responsables de este sublime hallazgo quienes lo den a conocer al mundo en su integridad.
Fue en la primavera de 1964 cuando, confidencialmente y por pura casualidad, llegó hasta mis oídos la existencia de un ambicioso y revolucionario proyecto, auspiciado por la AFOSI y la AFORS[3] y en el que trabajaba desde hacía años un nutrido equipo de expertos del Instituto de Tecnología de Massachusetts.
Yo había sido seleccionado en octubre de 1963, con otros trece pilotos de la USAF, para uno de los proyectos de la NASA. En mi calidad de médico e ingeniero en física nuclear, y puesto que seguía perteneciendo a la OAR, me encomendaron un trabajo específico de supervisión del llamado VIAL o Vehículo para la Investigación del Aterrizaje Lunar. En la mencionada primavera de 1964, dos de estas curiosas máquinas voladoras —en las que se iniciaron los primeros ensayos para los futuros alunizajes del proyecto Apolo— llegaron al fin al lugar donde yo había sido destinado: el Centro de Investigación de Vuelos de la NASA, en la base de Edwards, de las fuerzas aéreas norteamericanas, a ochenta millas al norte de Los Angeles.
En aquel paisaje desolado —en pleno corazón del desierto Mojave— permanecí hasta últimos de 1964, en que concluyeron con éxito las pruebas preliminares de vuelo de los VIAL.
No tengo que repetir que aquellas pruebas y otros proyectos —en especial los de la USAF— habían sido calificados como «altamente secretos». El ingreso en el recinto de la base y en el de las experiencias en particular era limitado al personal especialmente acreditado.
Durante meses conviví con otros candidatos a astronautas, oficiales, científicos y técnicos todos ellos en posesión de la top secret security clearance[4] llegando a mis oídos un fantástico proyecto: la Operación Swivel («Eslabón»).
Una vez finalizado mi trabajo en Edwards, la NASA estimó que debía incorporarme al Centro Marshall, de vuelos espaciales. Mi verdadera vocación ha sido siempre la investigación. Concretamente, el joven «mundo» de la teoría unificada de las partículas elementales. Sin embargo, mis inquietudes en aquel mes de diciembre de 1964 discurrían por otros derroteros. Los costos de la NASA habían empezado a dispararse y el Centro Marshall trabajaba día y noche para encontrar nuevos sistemas o fuentes de energía, que abaratasen las costosas baterías «químicas» de los proyectos Explorer, Mercury y Geminis.
Una semana antes de Navidad, y por motivos de mi trabajo, tuve que volar nuevamente a la base de Edwards. Durante uno de los almuerzos con el personal especializado conocí al nuevo jefe del proyecto Swivel, el general…, un hombre sereno y de brillante inteligencia, que supo escuchar pacientemente mis disquisiciones y lamentos sobre la miopía mental de algunos altos cargos de la NASA, que habían rechazado una y otra vez mis sugerencias sobre la necesidad de sustituir las anticuadas baterías químicas por células de carburante o por baterías atómicas.
El general pareció interesarse por algunos de los detalles de las pilas atómicas y yo —lo reconozco— me desbordé, saturándole con la lluvia de datos e información en torno a las excelencias del plutonio 238, del curio 244 y del prometio 147… Antes de retirarse de la mesa, el general me hizo una sola pregunta: «¿Quiere trabajar conmigo?».
Gracias al cielo, mi respuesta fue un fulminante: «Sí».
De esta forma, en enero de 1965 abandonaba definitivamente la NASA, para incorporarme al módulo de experiencias de la USAF, en Mojave. Yo había conocido a buena parte de los científicos y militares que se afanaba en aquel fantástico proyecto durante mi anterior etapa en la base de Edwards. Esto facilitó las cosas y mi definitiva integración en la Operación Swivel fue rápida y total. Durante los primeros meses, mi papel —de acuerdo con los deseos del general que me había contratado y al que de ahora en adelante llamaré con el nombre supuesto de «Curtiss»— se centró en una frenética investigación en torno a un sistema auxiliar de abastecimiento de energía mediante una batería atómica llamada SNAP—9A, que son las siglas de Systems for Nuclear Auxiliary Powers[5].
En esas fechas, el proyecto había superado ya las primeras y obligadas fases de experimentación. Estas habían tenido lugar —siempre en el más férreo de los secretos— entre 1959 y 1963. Nunca supe —y tampoco me preocupó en exceso— quién o quiénes habían sido los promotores o descubridores del sistema básico que había permitido concebir semejante aventura. En algunas de mis múltiples conversaciones con el general Curtiss, este insinuó que aunque en el equipo inicial habían participado algunos de los veteranos científicos del proyecto Manhattan, que «dio a luz» la bomba atómica— «el cambio de criterios en relación con la naturaleza de las mal llamadas partículas elementales o subatómicas procedía de Europa». Al parecer, y a través de la CIA, las fuerzas aéreas norteamericanas habían recibido —procedentes de Europa occidental— una serie de documentos en los que se hablaba de un brusco cambio de 180 grados en la interpretación de la física cuántica.
En esencia, ya que no es mi intención aquí y ahora alargarme excesivamente en cuestiones puramente técnicas, ese «sistema básico» que había impulsado la operación consistía en el descubrimiento de una entidad elemental —generalizada en el cosmos— en la que la ciencia no había reparado hasta ese momento y que ha resultado, y resultará en el futuro, la «piedra angular» para una mejor comprensión de la formación de la materia y del propio universo.
Esa entidad elemental que fue bautizada con el nombre de swivel puso de manifiesto que todos los esfuerzos de la ciencia por detectar y clasificar nuevas partículas subatómicas no eran otra cosa que un estéril espejismo. La razón —minuciosamente comprobada por los hombres de la operación en la que trabajé— era tan sencilla como espectacular: un swivel tiene la propiedad de cambiar la posición u orientación de sus hipotéticos «ejes»[6] transformándose así en un swivel diferente.
El descubrimiento dejó perplejos a los escasos iniciados, arrastrándolos irremediablemente a una visión muy diferente del espacio, de la configuración íntima de la materia y del tradicional concepto del tiempo.
El espacio, por ejemplo, no podía ser considerado ya como un «continuo escalar» en todas direcciones. El descubrimiento del swivel echaba por tierra las tradicionales abstracciones del «punto», «plano» y «recta». Estos no son los verdaderos componentes del universo. Científicos como Gauss, Riemann, Bolyai y Lobatschewsky habían intuido genialmente la posibilidad de ampliar los restringidos criterios de Euclides, elaborando una nueva geometría para un «n-espacio». En este caso, el auxilio de las matemáticas salvaba el grave escollo de la percepción mental de un cuerpo de más de tres dimensiones. Nosotros habíamos supuesto un universo en el que los átomos, partículas, etc., forman las galaxias, sistemas solares, planetas, campos gravitatorios, magnéticos, etc. Pero el hallazgo y posterior comprobación del swivel nos dio una visión muy distinta del Cosmos: el Espacio no es otra cosa que un conjunto asociado de factores angulares, integrado por cadenas y cadenas de swivels. Según este criterio, el cosmos podríamos representarlo —no como una recta—. Sino como un enjambre de estas entidades elementales. Gracias a estos cimientos, los astrofísicos y matemáticos que habían sido reclutados por el general Curtiss para el proyecto Swivel fueron verificando con asombro cómo en nuestro universo conocido se registran periódicamente una serie de curvaturas u ondulaciones, que ofrecen una imagen general muy distinta de la que siempre habíamos tenido.
Pero no quiero desviarme del objetivo principal que me ha empujado a escribir estas líneas. A principios de 1960, y como consecuencia de una más intensa profundización en los swivels, uno de los equipos del proyecto materializó otro descubrimiento que, en mi opinión, marcará un hito histórico en la humanidad: mediante una tecnología que no puedo siquiera insinuar, esos hipotéticos ejes de las entidades elementales fueron invertidos en su posición. El resultado llenó de espanto y alegría a un mismo tiempo a todos los científicos: el minúsculo prototipo sobre el que se había experimentado desapareció de la vista de los investigadores. Sin embargo, el instrumental seguía detectando su presencia…
A partir de entonces, todos los esfuerzos se concentraron en el perfeccionamiento del referido proceso de inversión de los swivels. Cuando yo me incorporé al proyecto, el general me explicó que, con un poco de suerte, en unos pocos años más estaríamos en condiciones de efectuar las más sensacionales exploraciones… en el tiempo y en el espacio.
Poco tiempo después comprendí el verdadero alcance de sus afirmaciones.
Al multiplicar nuestros conocimientos sobre los swivels y dominar la técnica de inversión de la materia, apareció ante el equipo una fascinante realidad: «más allá» o al «otro lado» de nuestras limitadas percepciones físicas hay otros universos (las palabras sólo sirven para amordazar la descripción de estos conceptos) tan físicos y tangibles como el que conocemos (?). En sucesivas experiencias, los hombres del general Curtiss llegaron a la conclusión de que nuestro cosmos goza de un sinfín de dimensiones desconocidas. (Matemáticamente fue posible la comprobación de diez).
De estas diez dimensiones, tres son perceptibles por nuestros sentidos y una cuarta —el tiempo— llega hasta nuestros órganos sensoriales como una especie de «fluir», en un sentido único, y al que podríamos definir groseramente como «flecha o sentido orientado del tiempo». En ese raudal de información apareció ante nuestros atónitos ojos otro descubrimiento que cambiará algún día la perspectiva cósmica y que bautizamos como nuestro cosmos «gemelo»[7]
A mí, personalmente, al igual que al general jefe del proyecto, lo que terminó por cautivarnos fue el nuevo concepto del «tiempo». Al manipular con los ejes de los swivels se comprobó que estas entidades elementales no «sufrían» el paso del tiempo. ¡Ellas eran el tiempo! Largas y laboriosas investigaciones pusieron de relieve, por ejemplo, que lo que llamamos «intervalo infinitesimal de tiempo» no era otra cosa que una diferencia de orientación angular entre dos swivels íntimamente ligados. Aquello constituyó un auténtico cataclismo en nuestros conceptos del tiempo[8]. No fue muy difícil detectar que —por uno de esos milagros de la naturaleza— los ejes del tiempo de cada swivel apuntaban en una dirección común… para cada uno de los instantes que podríamos definir puerilmente como «mi ahora». Al instante siguiente, y al siguiente y al siguiente —y así sucesivamente— esos ejes imaginarios variaban su posición dando paso a distintos «ahora». Y lo mismo ocurría obviamente, con los «ahora» que nosotros llamamos pasado. Aquel potencial —sencillamente al alcance de nuestra tecnología— nos hizo vibrar de emoción, imaginando las más espléndidas posibilidades de «viajes» al futuro y al pasado[9].
A partir de esos momentos (1966), el proyecto se subdividió en tres ambiciosos programas.
Aunque estrechamente vinculados, los tres equipos se afanaron en la puesta a punto de otros tantos módulos que nos permitieran la exploración —sobre el «terreno»— en tres direcciones bien distintas: En primer lugar, con un «viaje» a otro marco dimensional dentro de nuestra propia galaxia[10].
En segundo término, y forzando los ejes del tiempo de los swivels hacia adelante, trasladar todo un laboratorio —con astronautas incluidos— a nuestro propio futuro inmediato.
Por último, y siguiendo un proceso contrario, situar otro módulo o laboratorio en el pasado de la Tierra.
Yo fui asignado a este tercer proyecto —bautizado como Caballo de Troya— y a él, y a cuanto le rodeó hasta que fue consumado en enero de 1973, me referiré en esta primera parte del diario.
Desde 1966 a 1969, nuestro módulo —bautizado entre los miembros del equipo como la «cuna» a causa de su parecido con dicho mueble— experimentó sucesivas modificaciones, hasta alcanzar un volumen lo suficientemente grande como para albergar a dos tripulantes.
La atención del reducido grupo de científicos que fuimos seleccionados para la Operación Caballo de Troya estuvo fija durante muchos meses en la consecución de un sistema que permitiera una total y segura manipulación de los ejes del tiempo de los swivels de toda la «cuna», tanto manual como electrónicamente.
Finalmente, y con la colaboración de la Bell Aerosystems Co., de Niagara Falls —la misma empresa que diseñó y construyó el ML o módulo lunar para el proyecto Apolo— nos hicimos con un laboratorio de diez pies de alto, con cuatro puntos de apoyo extensibles, de trece pies cada uno y un peso total de 3000 libras. A diferencia del módulo del primero de los proyectos que he citado —cuya operación fue bautizada como Marco Polo— el nuestro no precisaba de un sistema de propulsión. La operación de inversión de todas las subpartículas atómicas de la «cuna», incluido el recinto geométrico del mismo, sus ocupantes y la totalidad de los gases, fluidos, etc., que lo integran, podía efectuarse «en seco»; es decir, sin que el habitáculo y sus pies de sustentación tuvieran que moverse del lugar elegido. Nuestro hábitat de trabajo en todos aquellos años (el corazón salitroso del desierto de Mojave) reunía, además, otro requisito de gran importancia para las primeras y decisivas experiencias de la Operación Caballo de Troya. Los informes geológicos nos tranquilizaron sobremanera al asegurarnos que aquella zona —a pesar de hallarse en el filo de la placa tectónica norteamericana, de gran actividad telúrica— no había sufrido grandes cambios desde finales del período jurásico, hace más de 135 millones de años, cuando se produjo la llamada «perturbación Nevadiana». A pesar de todo y como medida complementaria, la «cuna» fue provista de un equipo auxiliar de propulsión, consistente en un motor gemelo al del VIAL en el que yo había trabajado en el año 1964. General Electric nos proporcionó un motor principal (de turbina a chorro CF-200-2V), que fue montado verticalmente y que permitía un rápido y seguro movimiento ascensional[11].
Estas medidas de seguridad, que fueron muy poco utilizadas, revisten sin embargo una gran importancia. Una de nuestras obsesiones, mientras iba perfilándose el primer «gran viaje» del proyecto Caballo de Troya, era acertar con la orografía del terreno elegido para el salto hacia atrás en el tiempo. Si nuestros informes técnicos erraban en lo que a la configuración física y geológica del punto de contacto se refería, la inversión de los ejes del tiempo de los swivels podía resultar catastrófica. La «cuna», por ejemplo, posada en pleno siglo XX en una planicie, podía quedar desintegrada si «aparecía» —por error— en el interior de una montaña y que en el pasado podía haber ocupado ese espacio que hoy estábamos utilizando como punto de contacto.
Por tanto, después de infinidad de cálculos y estudios, los hombres del general Curtiss aceptamos de buen grado que —salvo contadas excepciones— la fase de inversión debía provocarse siempre en el aire, en estado estacionario. Una vez localizado electrónica y visualmente el punto de contacto, la «cuna» podría ser aterrizada con toda comodidad y sin riesgo alguno de choque o desintegración.
Las primeras pruebas de vuelo de la «cuna», cuyo equipo de inversión de masa fue suprimido en aquellas fechas por elementales razones de seguridad, fueron llevadas a cabo por el entonces piloto-jefe de investigaciones del Centro de la NASA en Edwards, Joseph A. Walker, ya fallecido, y que en los años 1964 y 1965 dirigió y tomó parte en más de 24 vuelos experimentales del VIAL. Él conocía bien los sistemas de propulsión de los simuladores del módulo de aterrizaje lunar y su veredicto fue positivo: la «cuna» —a pesar de su destartalado aspecto— respondía con docilidad.
En 1969, con un centenar de ensayos altamente satisfactorios, el equipo fijó definitivamente en ochocientos pies la altitud ideal para proceder a la inversión de masa. El tiempo medio consumido en la operación de despegue y estacionario, antes de la fase de inversión, fue fijado en cinco minutos.
Al fin, en el otoño de 1969, el general dio luz verde y cuatro de aquellos singulares astronautas que formábamos el primer equipo de «vuelo al pasado», tuvimos la fortuna de experimentar hasta un total de seis retrocesos en el tiempo. Todos ellos ejecutados siempre por parejas y en el estacionario fijado (ochocientos pies de altura), en pleno desierto Mojave.
Ocuparme ahora de estas fascinantes experiencias me llevaría muy lejos de mi verdadero propósito. Prescindiré, por tanto, de su descripción, porque, además, quedaron minuciosamente registradas en otros tantos informes, actualmente en poder de la Air Force Office of Special Investigations y, desgraciadamente, de la DIA (Defense Intelligence Agency).
Sí apuntaré, no obstante, que el delicado sistema de retroceso y ajuste de los ejes del tiempo de los swivels en las fechas programadas por el equipo resultaron asombrosamente precisos, gracias a la revolucionaria red de computadores[12] que había servido desde un comienzo para la localización de los swivels y que fueron incorporados al sistema de inversión de masa.
Como es natural, de poco hubiera servido aquel gigantesco esfuerzo si nuestra tecnología no hubiera sido capaz de modificar los haces de los swivels —y concretamente los ejes del tiempo forzándolos a los nuevos ángulos. La red de ordenadores, por un complejo procedimiento, llegó a afinar ese «traslado» de los «ejes» y, en definitiva, del módulo con un error de «más-menos dos horas» en las fechas deseadas.
Y al fin llegó el gran día. El general Curtiss nos convocó a una reunión de urgencia.
Los hombres de la Operación Caballo de Troya —siempre bajo el mando de Curtiss— perfilaron media docena de «viajes», a cual más fascinante. Sin embargo, la lógica y un estricto sentido del orden hacían poco recomendable la puesta en marcha de varios proyectos a un mismo tiempo. Había que decidirse por una primera exploración, sin relegar por ello al olvido el resto de las proposiciones. Tras muchas horas de debate, y por unanimidad, la cumbre de científicos y especialistas —en sesión de urgencia en la base de Edwards— eligió tres «momentos» de la historia de la humanidad como posibles e inmediatos candidatos para una elección final. Era el 10 de marzo de 1971.
Los tres objetivos en cuestión fueron los siguientes:
1.° Marzo-abril del año 30 de nuestra era. Justamente, los últimos días de la pasión y muerte de Jesús de Nazaret.
2.° El año 1478. Lugar: Isla de Madera. Objetivo: tratar de averiguar si Cristóbal Colón pudo recibir alguna información confidencial, por parte de un predescubridor de América, sobre la existencia de nuevas tierras, así como sobre la ruta a seguir para llegar hasta ellas.
3.° Marzo de 1861. Lugar: los propios Estados Unidos de América del Norte. Objetivo: conocer con exactitud los antecedentes de la guerra de Secesión y el pensamiento del recién elegido presidente Abraham Lincoln.
Cada uno de los proyectos había sido preparado exhaustivamente, hasta en sus más mínimos detalles. Yo encabezaba y defendí enconadamente el segundo de los «viajes». A través de numerosas lecturas y contactos con expertos de la universidad de Yale, había llegado al convencimiento de que Colón no fue el primer descubridor de las tierras americanas y aquélla era una magnífica oportunidad de conocer la verdad. Pero, tanto el «viaje» a la guerra de Secesión como a la isla portuguesa de Madera terminaron por ser aparcados, en beneficio del primero: el traslado en el tiempo al año 30 de nuestra era. A pesar del natural disgusto de los defensores de los proyectos eliminados, todos reconocimos que el nivel de riesgos era sensiblemente inferior en el «gran viaje» a la Jerusalén de Cristo que a la guerra de Secesión estadounidense o al siglo XV. En el caso de la exploración en tiempos de Lincoln, los astronautas elegidos podían correr evidentes peligros físicos y ni el general Curtiss ni el resto de los componentes de la Operación Caballo de Troya estábamos dispuestos a poner en juego la seguridad de nuestros hombres. En cuanto al «viaje» que yo propugnaba, la falta de precisión en la fecha exacta en que el «prenauta» pudo arribar con su carabela a la isla de Madera fue determinante. Nuestra aportación histórica, aunque rigurosa, arrojaba un inevitable margen de error[13].
Como un solo hombre, a partir de aquella decisiva y final determinación, los 61 miembros del equipo Caballo de Troya —de «exploración al pasado»— nos volcamos en la puesta a punto de la que iba a ser nuestra primera aventura oficial en el tiempo.
No voy a negar que en aquellas semanas que siguieron a mí elección por el general Curtiss para tripular la «cuna» y «descender» en el tiempo de Jesús de Nazaret, mi estado de ánimo se vio profundamente alterado. A pesar de la innegable alegría que supuso el formar parte de la primera pareja de «exploradores» a otro tiempo, la responsabilidad de tan compleja operación me abrumó y fueron necesarios muchos días para lograr adaptarme y asimilar serenamente mi compromiso.
Nunca supe con exactitud por qué el jefe del proyecto Swivel me designó para aquel «gran viaje». Es muy posible que, a la hora de valorar conocimientos y condiciones personales, otros compañeros deberían haber ocupado mi puesto por un amplio margen de méritos. Curtiss, en una de las múltiples entrevistas que celebré con él a raíz de mi nombramiento, dejó entrever que la naturaleza de la exploración exigía, fundamentalmente, la presencia de un hombre escéptico en materia religiosa. Al contrario de otros muchos miembros del equipo, yo no militaba en iglesia o movimiento religioso alguno, siendo patente mi carácter agnóstico. Por mí rígida educación científica y militar, y aunque siempre procuré respetar las creencias e inclinaciones religiosas de los demás, yo no había sentido jamás la menor necesidad de refugiarme o de buscar aliento en ideas trascendentales.
¡Qué poco podía imaginar lo que me reservaba el destino! Y tuve que reconocer con el general que, en efecto, la objetividad era una de las condiciones básicas para desempeñar aquella «observación» de la historia con un mínimo de rigor.
Mi trabajo en aquel «traslado» al año 30 —al igual que el de mi compañero— exigía la aceptación y cumplimiento de una norma, que se había convertido en regla de oro para la totalidad del equipo del proyecto Caballo de Troya: los exploradores no podían —bajo ningún concepto, ni siquiera el de la propia supervivencia— alterar, cambiar o influir en los hombres, grupos sociales o circunstancias que fueran el objetivo de nuestras observaciones o que, sencillamente, pudieran surgir en el transcurso de las mismas. Cualquier vacilación a la hora de asumir esta premisa principal era motivo de una fulminante expulsión del grupo de exploradores. Este hecho inviolable presuponía ya una absoluta objetividad en los observadores. No obstante, el general, en un rasgo de sutil prudencia, prefirió que —en nuestro caso— la objetividad fuera de la mano de una especial asepsia en materia religiosa.
Como es fácil comprender, un medio tan poderoso como la manipulación de los ejes del tiempo de los swivels podría ser sumamente peligroso, de caer en manos de individuos sin escrúpulos o con una visión fanática y partidista de la historia. En las seis primeras inversiones de masa que fueron practicadas con carácter puramente experimental en el desierto de Mojave pudo comprobarse que el trasvase del módulo y de los pilotos a otras fechas remotas no afectaba a la naturaleza física de los mismos ni tampoco al psiquismo o a la memoria de los tripulantes. Estos, mientras duró el «salto hacia atrás», fueron conscientes en todo momento de su propia identidad, recordando con normalidad a qué época pertenecían. En el grupo se discutió a fondo y con toda honestidad las gravísimas repercusiones que hubiera entrañado para una persona, o para una colectividad, la trágica circunstancia de que «alguien» de una época pasada pudiese resultar muerto en un enfrentamiento, por ejemplo, con alguno de nuestros exploradores. Si el principio causa-efecto respondía a una realidad, los resultados históricos podían ser funestos.
De ahí que nuestra misión —por encima de todo— sólo podía aspirar a la observación y análisis de los hechos, personajes o épocas elegidos. Y no era poco…
Por fortuna para el proyecto Caballo de Troya, nuestras relaciones con el Estado de Israel eran inmejorables, en especial a partir de la guerra de los Seis Días. Era primordial para la ejecución del «gran viaje» que la «cuna» pudiera ser trasladada a Palestina y ubicada en el «punto de contacto» elegido. Todo ello —además— sin levantar sospechas. Pero poco puedo referir sobre estas gestiones, que pesaron íntegramente sobre las espaldas del general Curtiss. Sólo al final, cuando apenas faltaban dos meses para la cuenta atrás, los más allegados al jefe del proyecto supimos de los obstáculos surgidos, de las duras condiciones impuestas por el Gobierno de Golda Meir y de los fallidos pero irritantes intentos de la CIA por hacerse con el control de la operación.
Aquellos combates en la oscuridad de los despachos y de la burocracia estatal pasaron inadvertidos para mí y para el resto del equipo, enfrascados en la última fase de los preparativos de la aventura. (Ahora doy gracias al Cielo por esta supina ignorancia…).
El resto de 1971, así como la casi totalidad de 1972, mi centro de operaciones cambió notablemente. Durante esos dos años, mi tiempo se repartió entre el pueblecito de Malula, la universidad de Jerusalén y la base de Edwards. La Operación Caballo de Troya contemplaba dos fases perfectamente claras y definidas.
Una primera, en la que el módulo sufriría el ya conocido proceso de inversión de masa, forzando los ejes del tiempo de los swivels hasta el día, mes y año previamente fijados. En este primer paso, como es lógico, mi compañero y yo permaneceríamos a bordo hasta el «ingreso» en la fecha designada y definitivo asentamiento en el Punto de contacto.
La segunda —sin duda la más arriesgada y atractiva— obligaba al abandono de la «cuna» por parte de uno de los exploradores, que debía mezclarse con el pueblo judío de aquellos tiempos, convirtiéndose en testigo de excepción de los últimos días de la vida de Jesús el Galileo. Ese era mi «trabajo».
Este cometido —en el que no quise pensar hasta llegado el momento final— me obligó durante esos años a un febril aprendizaje de las costumbres, tradiciones más importantes y lenguas de uso común entre los israelitas del año 30. Buena parte de esos 21 meses los dediqué a la dura enseñanza de la lengua que hablaba Cristo: el arameo occidental o galilaico. Siguiendo los textos de Spitaler y de su maestro en la universidad de Munich, Bergsträsser, no fue muy difícil localizar los tres únicos rincones del planeta donde aún se habla el arameo occidental: la aldea de Ma’lula, en el Antilibano, y las pequeñas poblaciones, hoy totalmente musulmanas, de Yubb'adin y Ba'hía, en Siria[14].
Y aunque el árabe ha terminado por saltar las montañas del Líbano, contaminando el lenguaje de los tres pueblos, la fonética y morfología siguen siendo fundamentalmente arameas.
Una oportuna documentación que me acreditaba como antropólogo e investigador de lenguas muertas por la universidad de Cornell, me abrió todas las puertas, pudiendo completar mis estudios en la universidad de Jerusalén. Allí contrasté mis conocimientos del arameo galilaico, aprendido entre las sencillas gentes del Antilíbano, con otras fuentes como el Targum palestino y el arameo literario de Qumrán, el nabateo y palmireno.
Por último —como complemento— mi preparación se vio enriquecida con unas nociones básicas pero suficientes del griego y el hebreo míshnico, que también se hablaban en la Palestina de Cristo.
Recorrí infinidad de veces los llamados por los católicos Santos Lugares, aunque era consciente de que aquel reconocimiento del terreno de poco iba a servirme a la hora de la verdad…
Tampoco quise profundizar excesivamente en los textos bíblicos en los que se narra la pasión, muerte y resurrección del Salvador. Por razones obvias, preferí enfrentarme a los hechos sin ideas preconcebidas y con el espíritu abierto. Si mi obligación era observar y transmitir la verdad de lo que ocurrió en aquellos días, lo más aconsejable era conservar aquella actitud limpia y desprovista de prejuicios.
Al retornar a la base de Edwards, a finales de 1972, todo eran caras largas. Pronto supe —y la confirmación final llegó de labios del propio Curtiss— que, a pesar de las gestiones, al más alto nivel, el Gobierno israelí no daba su autorización para la entrada en su país de la «cuna» y del resto del sofisticado equipo. Lógicamente, tenían derecho a saber de qué se trataba y el jefe del proyecto Caballo de Troya tampoco había dado facilidades para solventar este extremo de la cuestión.
El más estricto sentido de la seguridad, sin embargo, hacía inviable que el general pudiera advertir a los israelitas sobre la auténtica naturaleza de la operación. ¿Qué podíamos hacer?
Después de un agitado diciembre —en el que, sinceramente, llegamos a temer por el éxito del «gran viaje»— el Pentágono, siguiendo las recomendaciones de Curtiss, planeó una estrategia que doblegó a los judíos. Desde 1959, tanto la Unión Soviética como nuestro país venían desarrollando un programa secreto de satélites espías destinados a una mutua observación de todo tipo de instalaciones militares, industriales, agrícolas, urbanas, etc. Estos «ojos volantes» fueron ganando en penetración, especialmente a partir de los llamados «satélites de la tercera generación» en 1966. En una cuarta generación, el Pentágono con la colaboración de empresas especializadas en fotografía (la Eastman Kodak, la Itek Corporation y la Perkin-Elmer) había conseguido situar en órbita un nuevo modelo de satélite (la serie Big Bird), cuyo instrumental era capaz de fotografiar, a 150 kilómetros de altura, los titulares del periódico de un hombre que estuviera sentado en la plaza Roja de Moscú. A pesar de la gran reserva del National Reconnaissance Office —un departamento especializado y responsable de este tipo de informaciones, con sede en el propio Pentágono— algunas de las características del Big Bird terminaron por filtrarse entre los servicios de Inteligencia de otros países. El Gobierno de Golda Meir había presionado en numerosas ocasiones para que la precisa red de nuestros satélites espías pudiera proporcionarles información gráfica de los movimientos de tropas, asentamiento de rampas, nuevas construcciones, etc., de los países árabes. Pues bien, aquélla fue nuestra oportunidad.
Desde hacia aproximadamente año y medio —desde comienzos de 1971— el Pentágono había empezado a trabajar en un nuevo diseño de satélites Big Bird: el KH II. Curtiss, previa autorización del Alto Estado Mayor del Ejército de los Estados Unidos y tras entrevistarse personalmente con el presidente Nixon y el secretario de Estado Kissinger, voló nuevamente a Jerusalén. Esta vez sí ofreció a la primer ministro, Golda Meir, y a su ministro de la Guerra, el legendario Moshe Dayan, una explicación «satisfactoria»: dentro del más riguroso de los secretos, EE.UU. deseaba colaborar con el país amigo —Israel— montando un laboratorio de recepción de fotografías para sus Big Bird. De esta forma, los judíos podían disponer de un rápido y fiel sistema de control de sus enemigos y mi país, de una nueva y estratégica estación, que ahorraba tiempo y buena parte de la siempre engorrosa maniobra de recuperación de las ocho cápsulas desechables que portaba cada satélite y que eran rescatadas cada quince días en las cercanías de Hawai. Desde un punto de vista puramente militar, la Operación resultaba, además, de gran interés para los Estados Unidos, que podían así fotografiar a placer franjas tan «inestables» (políticamente hablando) como las de las fronteras de la URSS con Irán y Afganistán y otras zonas de Pakistán y del Golfo Pérsico, pudiendo recibir cientos de negativos en la nueva estación «propia» (la israelita), a los tres minutos de haber sobrevolado dichas áreas[15].
Gracias a este sutil engaño, el general Curtiss y parte del equipo del proyecto Caballo de Troya, conseguían aterrizar a primeros de enero de 1973 en Tel Aviv. Para evitar sospechas, y de mutuo acuerdo con el Mossad (servicio de Inteligencia israelí), la USAF acondicionó un avión Jumbo, en el que habían sido eliminados los asientos, cargando en sus cabinas diez toneladas de instrumental «altamente secreto». Del falso reactor de pasajeros, camuflado, incluso, con los distintivos de la compañía judía El Al, descendió un nutrido grupo de aparentes y pacíficos turistas norteamericanos. Era el 5 de enero.
Lo que nunca supieron los sagaces agentes del servicio de Inteligencia israelí es que mezclada con el material para la estación de recepción de fotografías vía satélite, viajaba también nuestra «cuna».
El plan de Curtiss era sencillo. En un minucioso estudio elaborado en Washington por el CIRVIS (Communication Instruction for Reporting Vital Intelligence Sightings)[16], con la colaboración del Departamento Cartográfico del Ministerio de la Guerra de Israel, la instalación de la red receptora de imágenes del Big Bird debía efectuarse en un plazo máximo de seis meses, a partir de la fecha de llegada del material. Los especialistas debían proceder —en una primera etapa— a la elección del asentamiento definitivo. Los militares habían designado tres posibles puntos: la cumbre del monte Olivete o de los Olivos —a escasa distancia de la ciudad santa de Jerusalén—; los Altos del Golán, en la frontera con Siria, o los macizos graníticos del Sinaí.
Astutamente, el general Curtiss había hecho coincidir la primera de las posibles ubicaciones de la estación receptora con nuestro punto de contacto para el «gran viaje». Mucho antes de que el Gobierno de Golda Meir obstaculizara la marcha de nuestra operación, los especialistas del proyecto Caballo de Troya habían estimado que el referido monte Olivete era la zona apropiada para la toma de tierra de la «cuna». Su proximidad con la aldea de Betania y con Jerusalén la habían convertido en el lugar estratégico para el «descenso». Y aunque los israelitas mostraron una cierta extrañeza por la designación de aquella colina, como la primera de las tres bases de experimentación, parecieron bastante convencidos ante las explicaciones de los norteamericanos. Israel se veía envuelto aún en numerosas escaramuzas con sus vecinos, los egipcios y sirios. De haber iniciado la instalación de la estación receptora por el Sinaí o por el Golán, los riesgos de destrucción por parte de la aviación enemiga hubieran sido muy altos.
Era necesario ganar tiempo y —sobre todo— adiestrar a los judíos en el manejo de los equipos con un amplio margen de seguridad y sin sobresaltos.
Una vez localizado el asentamiento ideal, verificados los numerosos controles e instruidos los israelitas, el laboratorio entraría en la fase operativa, compartido siempre por ambos países.
Eso suponía, según todos los indicios, un plazo de tiempo más que suficiente para nuestro trabajo.
Los judíos, en suma, aceptaron con excelente sumisión los consejos de los norteamericanos y colaboraron estrechamente en el transporte y vigilancia de los equipos.
Los hombres de la Operación Caballo de Troya estaban de acuerdo desde mediados de 1972 en que el «punto de contacto» debía ser la pequeña plazoleta que encierra la mezquita octogonal llamada de la Ascensión del Señor. El alto muro que rodea la reliquia de la época de las cruzadas era el baluarte perfecto para esquivar las miradas de los curiosos. Curtiss, con el resto del grupo, habían previsto hasta los más insignificantes detalles. La experiencia fue fijada inexcusablemente para el día 30 de enero de 1973. Era el momento perfecto por varias razones: en primer lugar, porque el montaje de los equipos electrónicos de la estación receptora del Big Bird debería iniciarse entre el 20 y 25 de ese mismo mes de enero. En segundo término, porque, en esas fechas, la afluencia de peregrinos a los Santos Lugares experimentaría un notable descenso. Por último, porque el grupo deseaba honrar así la memoria de uno de los hombres más grandes de la humanidad: Mahatma Gandhi. Justamente en ese 30 de enero de 1973 se celebraría el 25 aniversario de su muerte.
Por supuesto, la razón primordial era la primera. Caballo de Troya necesitaba una semana para el ensamblaje y chequeo general de la «cuna». El general Curtiss, a la hora de redactar el proyecto de instalación del laboratorio receptor de fotografías vía satélite, había impuesto una condición que fue entendida y aceptada por Golda Meir y su gabinete: dado el carácter altamente secreto de los scanners ópticos utilizados y de algunos elementos electrónicos, el montaje del instrumental debería correr a cargo —única y exclusivamente— de los norteamericanos. La seguridad y vigilancia interior de la estación, mientras durase esta fase, sería misión ineludible de los Estados Unidos. El Gobierno de Israel tendría a su cargo la protección exterior, pudiendo participar en el proyecto una vez ultimado dicho ensamblaje. Esta argucia no tenía otra justificación que mantener alejados a los judíos, permitiéndonos así el desarrollo completo de nuestro verdadero programa.
El salto en el tiempo —programado, como digo, para el martes, 30 de enero— había sido limitado a un total de once días. Caballo de Troya disponía, por tanto, de un máximo de tres semanas para la puesta a punto de la «cuna», para la ejecución de la aventura propiamente dicha y para el no menos delicado retorno.
Varios días antes de que el falso grupo de turistas norteamericanos partiese de EE. UU. con destino a Tel Aviv, Moshe Dayan había dado las órdenes oportunas para que su servicio secreto activase una minioperación, de escasa envergadura, pero vital para la «toma de posesión» de la citada mezquita de la Ascensión. Era preciso que nuestros técnicos pudiesen trabajar en el interior de dicha plazoleta, sin levantar sospechas entre la población y mucho menos entre los musulmanes, responsables del culto en el tabernáculo octogonal que se levanta en el centro del recinto.
En aquellos días, tanto la OLP (Organización para la Liberación de Palestina), como los servicios secretos egipcios (el Mukhabarat el Kharbeiyah), en perfecta conexión con los agentes soviéticos que todavía operaban en El Cairo, habían desplegado una intensa oleada terrorista en Israel. Las bombas «postales» estaban de moda y raro era el día en que no se detectaba o estallaba uno de estos mortíferos artefactos en Jerusalén, Tel Aviv o en el resto del país. (Justamente la víspera de nuestra operación —29 de enero— se recibieron en distintas dependencias y organismos de la ciudad de Jerusalén un total de nueve de estas bombas «postales»).
El plan del eficacísimo servicio secreto israelí (El Mossad) se consumó en la tarde del 1 de enero. Una pareja de jóvenes agentes, con todo el aspecto de turistas, «olvidó» un sospechoso maletín junto a los recios muros del tabernáculo de la Ascensión. El propio Mossad se encargó de dar la alarma y en cuestión de minutos, la plazoleta y el octógono fueron desalojados, mientras un equipo de especialistas en desactivación de explosivos se encargaba de «inspeccionar» y hacer estallar allí mismo el paquete-bomba de los supuestos terroristas. El suceso, dada la naturaleza del lugar y previo acuerdo con los responsables de la custodia de los Santos Lugares, fue ocultado a los medios informativos.
Tal y como habían previsto los israelitas de Dayan, la explosión apenas si provocó daños en las paredes exteriores de la mezquita. Sin embargo, en una rutinaria pero obligada inspección del resto del octógono, agentes del Mossad —haciéndose pasar por arquitectos de la División de Zapadores del Ejército— «descubrieron» y enseñaron a los custodios del lugar unas placas o radiografías de los cimientos de la cara este de la mezquita, seriamente afectados por el atentado. Aquello dejó confundidos a los musulmanes. Pero El Mossad lo tenía todo previsto. En un gesto de «buena voluntad» —y ante el desconcierto de los árabes— el vicepresidente judío, Ygal Allon, convocó a los responsables de la mezquita, informándoles que el Gobierno había tomado la decisión de reparar los daños, «como muestra de buena fe». La inminente proximidad de la Pascua judía y de la Semana Santa católica justificó a las mil maravillas las inusitadas prisas del Gobierno de Golda Meir por acometer la reparación del monumento. Nadie podía sospechar que, bajo aquella oportuna y aparente maniobra política de los judíos, se amparaba una doble intención.
La comedia resultó sencillamente perfecta. Aunque los cimientos de la mezquita se hallaban intactos, nadie se atrevió a poner en duda los informes de los supuestos arquitectos.
A las cuarenta y ocho horas de la explosión, una «división especial», integrada por arqueólogos y expertos de la universidad de Jerusalén, de la Escuela Bíblica y Arqueológica francesa de la Ciudad Santa y del Museo de Antigüedades de Amman, inició los trabajos de excavación en torno al perímetro de la pequeña mezquita, ante el beneplácito de los árabes. Sinceramente, nunca supimos cómo el Servicio Secreto israelí se las ingenió para «embarcar» a dicho grupo en semejante labor de restauración. En algunos momentos, incluso, llegamos a sospechar que aquellos discretos y diligentes arqueólogos no eran otra cosa que hombres del Mossad.
El caso es que, cuando el general Curtiss y el resto del proyecto Caballo de Troya giramos una primera visita de inspección a la plazoleta de la Ascensión, los obreros habían abierto zanjas junto a la mezquita, levantando dos grandes barracones; uno a cada lado del octógono y de acuerdo con las medidas previamente facilitadas por Curtiss al ejército de Dayan. Los 71 pies de diámetro de la plazoleta, cercada por un muro de piedra de otros nueve píes de altura, eran más que suficientes para nuestros propósitos y, por supuesto, para la instalación del laboratorio receptor de fotografías.
Desde el 7 de enero, de una forma escalonada y aprovechando las constantes entradas y salidas de material, los israelitas y norteamericanos se las arreglaron para introducir en los barracones la totalidad del material secreto.
Una semana después, con el lógico regocijo de Curtiss y de la totalidad de los científicos y militares que habíamos tomado parte en el transporte del instrumental, todo estaba dispuesto para el supuesto ensamblaje de la estación receptora del Big Bird. Aquello significó un adelanto de casi siete días en el programa.
A partir del 15 de enero, el jefe del proyecto Caballo de Troya comunicó a las autoridades militares israelitas que los ingenieros norteamericanos se disponían a iniciar los trabajos de montaje del laboratorio y que, en consecuencia y de acuerdo con lo pactado, el acceso a los barracones quedaba rigurosamente prohibido a la totalidad del personal no americano. Los judíos se retiraron al exterior del recinto, manteniéndose, no obstante, un pasillo neutral por el que pudieran circular los «arqueólogos», cuyo cometido no debía ser suspendido bajo ningún concepto. Si los árabes llegaban a intuir que aquellas obras de reparación de su mezquita no eran otra cosa que una «tapadera» para ocultar otros objetivos puramente militares, Caballo de Troya y la propia ubicación de la estación receptora se habrían visto en una situación muy comprometida.
Los equipos de restauración, por tanto, prosiguieron con su misión, a los pies de los muros del octógono, mientras nosotros desembalábamos el material, entregándonos a una frenética tarea de montaje de la «cuna».
Pero la alegría del general y también la nuestra iban a sufrir un súbito revés.
Los venenosos tentáculos de la CIA —nunca supimos cómo— habían tocado y detectado la operación conjunta judionorteamericana y la Defense Intelligence Agency[17] estaba presionando para que Kissinger les pusiera al corriente. Las sucesivas negativas del secretario de Estado crearon fuertes tensiones entre la CIA y los reducidos círculos militares del Pentágono que estaban al tanto de la misión. La situación fue tan insostenible que el general Curtiss fue reclamado a Washington, a fin de apaciguar los ánimos e intentar hallar una solución.
Mientras tanto, el resto del equipo Caballo de Troya siguió en su empeño, aunque con los ánimos encogidos por la cercanía de la siempre peligrosa sombra de la CIA.
En este caso, la manifiesta habilidad de Curtiss no sirvió de gran cosa. El director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), Richard Helms, no estaba dispuesto a ceder. Ante la gravedad de los acontecimientos, y por sugerencia expresa de Kissinger, el presidente Nixon «aconsejaría» pocos días después que Helms dimitiera como director de la CIA. Con el fin de reforzar la confianza del Pentágono, el 4 de enero era designado el general e íntimo colaborador de Curtiss, Alexander Haig, como vicejefe del Alto Estado Mayor del Ejército de los Estados Unidos. Los periódicos publicaron entonces que la dimisión del director de la CIA se debía a «profundos desacuerdos de Helms con Kissinger en asuntos relacionados con la seguridad del Estado». No iban descaminados, aunque nunca supieron las verdaderas razones de aquella drástica «operación quirúrgica» en la cúspide de la Agencia Central de Inteligencia y del Alto Estado Mayor del Ejército de Estados Unidos.
Una vez capeado el temporal, Curtiss regresó a Jerusalén, reincorporándose a los últimos preparativos de la que —sin duda— iba a ser una de las más grandes aventuras de la Historia de la Humanidad.
El 25 de enero de 1973, la «cuna» reposaba ya en el centro del barracón principal. Había sido montada en su totalidad, excepción hecha de los cuatro puntos de apoyo. Estos, por elementales razones de prudencia, no serían ensamblados hasta pocas horas antes del despegue. Un hábil dispositivo hidráulico permitía una total apertura de la techumbre del improvisado hangar en el que se desarrollaban nuestras operaciones. De esta forma, y según lo previsto, el lanzamiento del módulo en la noche del 30 de enero no tendría por qué presentar especiales dificultades. Supongo que la persona que lea este diario se preguntará cómo un artefacto de las características de nuestra «cuna» podía elevarse sobre el monte Olivete sin llamar la atención de la población y del ejército israelita. Mucho antes de poner en marcha esta operación, el proyecto Swivel había incorporado a sus módulos —como condición básica para todas o casi todas las misiones futuras— un sistema de emisión permanente de radiación infrarroja. La «cuna», en el caso que me ocupa, disponía de una especie de «membrana» exterior que recubría la totalidad del vehículo y cuyas funciones —entre otras que no puedo especificar— eran las siguientes[18]:
1.a Apantallamiento del módulo, mediante un «escudo» o «colchón» de radiación infrarroja (por encima de los 700 nanómetros).
Esta fuente de luz infrarroja hacía invisible la totalidad del aparato, pudiendo maniobrar por encima de cualquier núcleo humano sin ser vistos. Como apuntaba anteriormente, este requisito era del todo imprescindible para nuestras observaciones, no lastimando así el ritmo natural de los individuos que se pretendía estudiar o controlar.
2.a Absorción —sin reflejo o retorno— de las ondas decimétricas, utilizadas fundamentalmente en los radares. (En el caso de las pantallas militares israelitas, estos dispositivos de seguridad fueron previamente ajustados a las ondas utilizadas por tales radares: 1 347 y 2 402 megaciclos). Este sencillo procedimiento anulaba la posibilidad de localización electrónica del módulo, mientras era elevado a 800 pies, punto ideal para la inmediata fase de inversión de masa.
3.a La «membrana» que cubre el blindaje exterior de la «cuna» (cuyo espesor total es de 0,0329 metros) debía provocar una incandescencia artificial que eliminase cualquier tipo de germen vivo y que siempre podían adherirse a su superficie. Esta precaución evitaba que tales gérmenes resultaran invertidos tridimensionalmente con la nave. Un involuntario «ingreso» de tales organismos en otro «tiempo» o en otro marco tridimensional hubiera podido acarrear imprevisibles consecuencias de carácter biológico.
En cuanto al inevitable rugido del motor a chorro J85, que debía situarnos en el «estacionario» ya mencionado, los científicos habían logrado reducirlo a un afilado silbido, mediante la incorporación de potentes silenciadores.
Otra cuestión —imposible de solventar hasta ese momento— era el «trueno» provocado en el instante de la inversión de masa de la «cuna». Afortunadamente para nosotros, ese estampido podía ser atribuido a cualquiera de los cazas israelitas que evolucionaban día y noche sobre el territorio y que al cruzar la barrera del sonido desequilibraban las moléculas del aire, dando lugar a lo que en términos aeronáuticos se conoce como un «bang sónico»[19].
Como había ocurrido en las seis pruebas precedentes, en el desierto de Mojave, el cada vez más cercano lanzamiento del módulo alteró nuestros ánimos. Curtiss procuró que mi compañero de viaje y yo nos apartáramos durante un par de días de la mezquita de la Ascensión Pero nuestros pasos terminaban siempre por conducirnos hasta el hangar.
Tres días antes del inicio del «gran viaje», el jefe de Caballo de Troya nos convocó a una última reunión, en la que repasamos las líneas maestras de la operación. Curtiss parecía obsesionado por nuestra seguridad. Ambos conocíamos nuestras respectivas obligaciones, pero la insistencia del general nos inquietó. ¿Qué podía estar ocultando el director del proyecto Swivel? Meses después de aquella experiencia, mi «hermano» y yo tuvimos ocasión de conocer la verdadera razón de su inquietud…
La estrategia a seguir en el «descenso» al tiempo de Jesús de Nazaret había sido meditada a fondo. Una vez en tierra, y tras varias horas de revisión de controles, mi compañero de módulo —a quien de ahora en adelante llamaré «Eliseo»— debería permanecer durante los once días de exploración al mando de la «cuna». Sólo en caso de alta emergencia podría abandonar la nave. Mi papel, como creo que ya he insinuado, exigía el desembarco a tierra y la aproximación al Maestro de Galilea, a quien debería seguir y observar durante todo el tiempo que me fuera posible.
Con el fin de evitar una posible tentación por parte de los exploradores de rebasar el tiempo fijado para la operación, el ordenador central de la «cuna» había sido previamente programado —sin posibilidad alguna de prórroga o anulación de dicho programa— para el despegue automático y el retorno de los ejes del tiempo de los swivels a las 7 horas del 12 de febrero de 1973. En esos instantes, todo estaría preparado en el recinto de la mezquita de la Ascensión para el reingreso del módulo y su fulminante desmantelamiento.
Mientras durase la aventura, los hombres de Curtiss darían por concluido, en el segundo barracón, el montaje del laboratorio receptor de fotografías del Gran Pájaro. Esto permitiría una rápida evacuación del material de Caballo de Troya, así como la entrada del personal israelí en los hangares.
Antes de levantar aquella última sesión de trabajo, Curtiss nos comunicó que —de conformidad con el Pentágono y, por supuesto, con Kissinger— 24 o 36 horas antes del despegue la atención mundial sería centrada a miles de millas de Jerusalén, reforzando así las medidas de seguridad de nuestro salto hacia el siglo I.
Efectivamente, tal y como había anunciado el general, el 28 de enero de 1973, y después de «intensos esfuerzos por ambas partes», los Estados Unidos y Vietnam firmaban en París el definitivo acuerdo que prometía poner fin a la trágica guerra…
El 30 de enero, Eliseo y yo apenas si salimos del hangar. La casi totalidad de la jornada transcurrió en el interior de la «cuna», revisando los equipos. Mi compañero tuvo que someterse a una última y delicada operación: la inserción en el recto de una reducida sonda, dispuesta para recoger las heces fecales. Éstas, tratadas previamente con unas corrientes turbulentas de agua a 38 grados centígrados, serían succionadas durante los once días de su obligada permanencia en el módulo por un dispositivo miniaturizado que fue acoplado a sus nalgas. De esta forma, las heces son descompuestas en sus elementos químicos básicos. Parte de éstos son gelificados y transmutados en oxígeno e hidrógeno, sirviendo así para la obtención sintética de agua, que es recuperada y devuelta al ciclo orina-agua para la ingestión. El resto de los elementos es convertido en lodo y expulsado en forma gaseosa al exterior. En mi caso, este dispositivo para la defecación no era aconsejable, ya que una de las normas básicas de conducta para los exploradores que debían trabajar en el exterior era la de portar el equipo mínimo imprescindible y siempre oculto a la vista de los posibles observadores.
Sí debía llevar, sin embargo, lo que en el argot de Caballo de Troya llamábamos la «piel de serpiente». Mediante un proceso de pulverización, el explorador cubría su cuerpo desnudo con una serie de distintos aerosoles protectores, formando una epidermis artificial y milimétrica, capaz de proteger zonas vitales tanto de una posible agresión mecánica como bacteriológica. Aunque esta segunda piel podía adherirse a la totalidad del cuerpo, en razón a la indumentaria que debía vestir, el jefe del proyecto estimó que la coraza —transparente y de extrema elasticidad— debía ser limitada desde los órganos genitales a las respectivas áreas del cuello que protegen a ambas arterias carótidas.
Este eficacísimo traje protector —que algún día resultará de gran utilidad a nuestros astronautas, submarinistas, etc—., puede resistir, a la manera de los anticuados chalecos antibala, impactos como el de un proyectil (calibre 22 americano), a veinte pies de distancia, sin interrumpir por ello el proceso normal de transpiración y evitando, como digo, la filtración a través de los poros de agentes químicos o biológicos.
El proyecto Swivel había desarrollado —en especial para los astronautas de la fascinante operación Marco Polo— otros dispositivos que harían palidecer de envidia a los técnicos de la NASA. He aquí algunos de los más sugestivos:
Los ojos y boca de los exploradores a otros marcos tridimensionales de nuestra galaxia pueden ir protegidos con un sistema absolutamente revolucionario. Los primeros, por ejemplo, van equipados con un sistema óptico —formado por lentes de gas— que, perfectamente controladas por un ordenador, permiten la adecuación de la visión tanto en un medio atmosférico adverso como en el vacío de los espacios siderales.
Los oídos de los astronautas, por otra parte, pueden llevar incorporadas sendas cápsulas acústicas miniaturizadas, excitadas por un equipo receptor por ondas gravitatorias. Estos dispositivos sirven para transmitir cortos mensajes entre los componentes de un grupo o, como en nuestro caso, para sostener una permanente comunicación durante los once días que iba a durar la aventura. Gracias a estas «cabezas de cerillas» —fácilmente ocultas en el interior del oído— tanto Eliseo como yo pudimos saber el uno del otro, sin necesidad de cargar con incómodos aparatos de radio, que hubieran quebrantado, por otra parte, la estricta pureza de la exploración.
En cuanto a la alimentación, en el caso de viajes de larga duración, los astronautas son dotados de un doble tubo que conduce, por un extremo, a un dispositivo especial ubicado en la región lumbar y, por el otro, a un mecanismo sumamente frágil y sujeto al labio inferior. El tubo está preparado en su interior con una red de cilios mecánicos que impulsan lentamente unas cápsulas que encierran diversos alimentos concentrados. Estas son de sección elíptica y van protegidas por una delgadísima película gelatinosa muy soluble en la saliva. El párpado del astronauta, abierto y cerrado una serie secuencial de veces, envía una señal codificada al equipo de la zona lumbar y las cápsulas son impulsadas hasta la boca.
La otra conducción transporta un suero nutritivo, con diferentes concentraciones reguladas.
Por último, unas cápsulas alojadas en las fosas nasales generan oxígeno y nitrógeno, partiendo de transmutación del carbono puro. Además, el CO2 es captado por el mismo dispositivo y descompuesto en sus elementos básicos: carbono y oxígeno y convertidos, el primero con liberación energética que se utiliza para el caldeo de la epidermis.
Aunque nuestro módulo iba preparado con estos equipos, en realidad apenas si fueron utilizados, a excepción de la «piel de serpiente» y del sistema de transmisión auditiva. La «cuna» había sido dotada con una reserva especial de agua y alimentos, suficiente para ambos expedicionarios durante un período de tiempo algo superior a los catorce días. Por mi parte, el problema de la dieta alimenticia no revestía excesivas complicaciones. En mi intenso entrenamiento durante los dos años precedentes, había aprendido los esquemas del régimen alimenticio de los judíos, así como el de los gentiles que convivían en aquellos tiempos con los pobladores de la Judea. Como extranjero —mi atuendo y costumbres habían sido fijados por Caballo de Troya como los de un comerciante griego en vinos y madera—, sabía perfectamente cuáles eran mis limitaciones en este sentido, No obstante, en el supuesto de una emergencia, siempre existía el recurso por mi parte de un retorno al módulo.
Mi única salida fuera del hangar fue al atardecer de aquel inolvidable martes. Sin saber por qué, sorteé el andamiaje de los arqueólogos que venían trabajando en la restauración de la mezquita y me introduje en el interior del octógono.
Era extraño. Allí, solitario frente a las tres pequeñas velas que alumbran la piedra en la que según la piadosa imaginación de los peregrinos católicos— aún se ve la huella de un pie que se eleva, me pregunté por qué Caballo de Troya había elegido precisamente la mezquita de la Ascensión de Cristo a los cielos como nuestro punto de partida para aquella otra ascensión…
En silencio, Eliseo y yo abrazamos a Curtiss y al resto de los compañeros. No hubo muchas palabras en aquella despedida. Todos éramos conscientes del momento histórico que protagonizábamos y de los oscuros peligros que podían aguardarnos al «otro lado».
—Hasta el 12 de febrero… —murmuró el general con un punto de emoción en sus palabras.
—¡Suerte! —añadieron los hombres de Caballo de Troya.
Y a las 23 horas (G.M.T., hora Greenwich), la «cuna» comenzó a elevarse hacia un firmamento blanqueado por las estrellas.
En treinta segundos alcanzamos la cota de 800 pies, llevando a cabo el estacionario del módulo. Todos los sistemas funcionaban según el plan previsto. Aunque nuestra nave no iba a viajar por el espacio —tal y como ocurriría meses después con los expedicionarios del proyecto Marco Polo— Eliseo y yo, siguiendo las especificaciones del jefe de la Operación Swivel, teníamos la misión de probar uno de los trajes espaciales, especialmente diseñados para los procesos de inversión de ejes de los swivels y para una mejor resistencia en las fortísimas aceleraciones[20].
A las 23 horas y 3 minutos, el computador central accionaba electrónicamente el sistema de inversión axial de las partículas subatómicas de la totalidad de la «cuna», así como de la capa límite de la membrana exterior, empujando los ejes del tiempo de los swivels a unos ángulos equivalentes al retroceso deseado: 709 137 días. En otras palabras, al 30 de marzo del año 30.[21]
Décimas de segundo después de la sustitución de nuestro antiguo sistema referencial de tres dimensiones por el nuevo tiempo, y según nos explicaron los hombres de Caballo de Troya a nuestro regreso, una fortísima explosión se dejó sentir sobre la cumbre del monte de los Olivos, con la consiguiente alegría de nuestros compañeros y el desconcierto de los israelitas.