«—¡Enterrados!…
David, el anciano sirviente, comprendió lo inútil de sus gritos y lamentos. Ismael, el saduceo —implacable y sin entrañas—, había ejecutado parte de su diabólico plan.
—¡Enterrados vivos! —gimió mi acompañante, dejándose caer sobre los peldaños que conducían a la gruta.
Y este torpe explorador, con las palmas de las manos fundidas a la áspera muela que acababa de ser removida por el sacerdote, se quedó en blanco. Por primera vez en aquella intensa odisea por las tierras de Palestina un terror desconocido me paralizó. ¿Qué fue lo que me doblegó? Ni siquiera ahora, al ordenar los recuerdos, consigo despejarlo. Quizá fuera el pavor del criado —más consciente que yo de la crítica situación— lo que me contagió. Quizá también —y no fue poco— el dramático hecho de hallarme desarmado y sin la menor posibilidad de recurrir a la vital «vara de Moisés». A buen seguro, los dispositivos de defensa me habrían ahorrado los angustiosos instantes que se avecinaban.
¿Cuánto tiempo transcurrió? Imposible calcularlo. Una y otra vez, la escasa lucidez de quien esto escribe bregó por ponerse en pie. Finalmente la vi apagarse, desapareciendo. Hoy creo intuir lo ocurrido. Y me estremezco.
Habíamos sido entrenados para casi todo, menos para un ataque de ansiedad aguda. Porque de eso se trataba.
Aquella súbita y demoledora emoción —aquel pánico— anuló todo resto de pensamiento racional. Y la operación —¡Dios santo!— se tambaleó en el filo de un precipicio.
Petrificado frente a la roca, ajeno al convulsivo llanto de David, en uno de los escasos destellos de cordura, comprobé con desolación cómo la fuerza muscular no respondía. Y fui presa de una debilidad motora generalizada. El vértigo no se hizo esperar. Traté de aferrarme a la piedra. Pero las manos temblaron, incapaces de obedecer. Y un sudor denso precedió a la inevitable taquicardia. Creí morir. Un punzante dolor precordial fue el último aviso. Y en mitad de la negrura los pulmones fallaron y el organismo entró en un peligroso proceso de alcalosis respiratoria secundaria.
No recuerdo mucho más. Debí derrumbarme, cayendo de espaldas sobre el rugoso pavimento calcáreo. Fue lo mejor que pudo ocurrirme.
—¡Señor!… ¡Oh, Dios!…
Más que ver intuí la encorvada figura del anciano, arrodillado junto a este explorador. Sostenía mi cabeza entre las manos, susurrando e implorando.
—¡David! —acerté a pronunciar con dificultad. Y un leve entumecimiento alrededor de la boca y en los dedos de manos y pies me devolvió a la realidad, recordándome el síndrome de hiperventilación y la pérdida de conciencia.
—¡Señor! —replicó el sirviente con un hilo de voz—. ¡Gracias a Dios!
Ignoro cuánto tiempo permanecí inconsciente. Pero, como digo, el traumatismo —afortunadamente sin mayores consecuencias— vino a rescatarme de aquel peligroso ataque de pánico. Y fue a raíz de este aviso en la Nazaret subterránea cuando, en previsión de situaciones similares, mi hermano y yo adoptamos nuevas y extraordinarias medidas de seguridad. Una de ellas —bautizada por los hombres del general Curtiss como el «tatuaje»— resultó tan útil como espectacular. Pero sigamos por orden.
Traté de incorporarme y reunir las confusas y diezmadas ideas. La alcalosis, sin embargo, continuaba coleando. Y consciente de la urgente necesidad de equilibrar la presión del dióxido de carbono, reduciendo el pH sanguíneo, busqué un remedio de urgencia.
—¡Maldita oscuridad!
A tientas tomé uno de los extremos de la sábana que me cubría, improvisando con el lino una especie de reducida bolsa. La aproximé al rostro, practicando varias e intensas inspiraciones y espiraciones. El CO2 hizo el resto.
Minutos más tarde, con el ánimo relativamente reconfortado, la astillada voz del criado vino a recordarme que poco o nada había cambiado.
—¡Señor! Esa víbora no perdona. Estamos condenados a morir…
No contesté. Mi pensamiento, extrañamente tranquilo, había volado hasta la «cuna». Y la imagen de Eliseo me proporcionó una benéfica fuerza.
Extendí los brazos y busqué a David en la negrura. Al topar con él, aferrándome a su túnica, estallé con una seguridad que todavía me admira:
—¡Olvida a ese miserable!… ¡Es hora de actuar! No lo dudes, amigo: ¡vamos a salir de este infierno!
—Pero…
No le permití nuevas lamentaciones. Y dócil, ciertamente animado por el persuasivo timbre de aquel extranjero, fue respondiendo a mis preguntas:
—Señor, no conozco otra salida… La gruta se utiliza como almacén… Aquí se guarda de todo… Provisiones, herramientas, agua… Generalmente sólo baja la servidumbre y de tarde en tarde… A veces pasan semanas…
El panorama no era muy prometedor. Guardé silencio, procurando fijar un orden de prioridades. Y el temple militar rindió sus frutos. Además —me consolé— estaba la familia. Santiago y su gente terminarían por formularse algunas interrogantes respecto a mi repentina desaparición. Tanto la Señora como sus hijos —sin olvidar a Débora, la prostituta de la posada de Heqet, la «rana»— sabían de mi anunciada entrevista con Ismael, el jefe del consejo local de Nazaret. Pero, frío y realista, dejé a un lado la endeble esperanza. Y fui a centrarme en el primero de los objetivos: la minuciosa exploración de la gruta. Y para ello necesitábamos luz, un mínimo de iluminación.
Ordené a David que me ayudara a rastrear el suelo, a la búsqueda de la malograda lucerna que él mismo portaba al entrar en el subterráneo. Tal y como suponía, sólo conseguimos reunir dos o tres trozos de una cerámica inservible y aceitosa.
Y antes de que acertara a reaccionar, el diligente criado —notablemente repuesto— tomó la iniciativa, recomendando que no me moviera. Y escuché el roce de sus sandalias, alejándose hacia el fondo de la sala. ¿Moverme? ¿Cómo hacerlo en semejante oscuridad? Y el involuntario chiste vino a oxigenar el apaleado ánimo.
A cosa de cuatro o cinco metros percibí un chirrido. Parecía el lamento de un herrumbroso pasador. ¿Una puerta? El corazón brincó. Imposible.
Segundos después, un gemido similar y un golpe seco —como si David hubiera cerrado algo— me despistaron definitivamente. Y aguijoneado por la intriga hice ademán de avanzar hacia el punto del que habían partido los misteriosos sonidos. Pero, consciente de que debía atar en corto la curiosidad, evitando así complicaciones añadidas, aguardé ansioso, forzando en vano las espesas tinieblas.
No puedo asegurarlo, pero de haber caminado al encuentro del sirviente, descubriendo lo que se traía entre manos, quizá hubiera abortado la maniobra. ¿O no? Lo cierto es que, poco después, el «hallazgo» me sumiría en una angustia que todavía me acompaña. Aunque, bien mirado, ¿quién soy yo para modificar el Destino? La Fontaine, en su obra Fables, dibujó perfectamente mi situación: «Con frecuencia, uno encuentra su destino siguiendo las veredas que tomamos para evitarlo».
Y aquel breve silencio volvió a quebrarse. Esta vez con una sucesión de decididos impactos, aparentemente contra la pared de la caverna. Por último, confundido con el eco, creí identificar el golpeteo de la madera rebotando en el suelo rocoso.
Las sandalias rachearon, retornando junto a este confuso explorador. Y David, alargando el brazo izquierdo, tras palpar mi pecho y asegurarse de mi presencia, rogó que le entregara la sábana. No pregunté. Obedecí al punto y, guiado por el sonido, me afané en descifrar el misterio.
No fue mucho lo que acerté a resolver. El crujido de las articulaciones del anciano indicó que acababa de agacharse. Rasgó el lienzo en dos ocasiones y ahí murieron las pistas. Después, enganchado en el irritante mutismo, se enderezó, alejándose de nuevo. Lo oí trastear entre los cacharros depositados en la pared de mi derecha. En la memoria conservaba la imagen de aquella primera oquedad, repleta —a uno y otro lado— de alacenas de muy dispares alturas y profundidades, cargadas de ánforas, vasijas de diferentes calibres y un sinfín de enseres que, obviamente, dadas las circunstancias, no recordaba.
Y el entrechocar del cobre y la arcilla cesó de pronto.
—¡Bendito sea el Todopoderoso!
La exclamación del viejo y su inmediato regreso hasta mi posición terminaron de acelerarme.
—¡Por Dios! —clamé—. ¿Qué te propones?
Pero, ignorándome, volvió a agacharse, absorto —supongo— en una operación que, en efecto, como descubriría instantes después, requería toda su atención y destreza.
Y con los nervios a un paso del desastre le imité, colocándome en cuclillas.
Percibí primero su agitada respiración. Después, un leve borboteo. Parecía manipular algún líquido. Y el aroma del aceite de oliva llegó inconfundible. Pero ¿para qué?
Acto seguido golpeó el pavimento con algo contundente. El sonido, sordo, resultó igualmente indescifrable.
Algo debió de fallar porque, a renglón seguido y desairado, se refugió en una maldición.
Contuvo la respiración. Segundo golpe y nueva imprecación.
Y al tercero, claramente metálico, como la más hermosa de las visiones, vi estallar una diminuta llama azul-verdosa.
El susto y la alegría me desequilibraron. Y fui a dar, por segunda vez, contra el duro suelo.
David, sin pérdida de tiempo, tomando la incendiada astilla, procedió a cebar la primera de las improvisadas antorchas. Y el jirón de lino, empapado en aceite, prendió con avidez, llenando la cueva con un penetrante tufillo y, lo que era más importante, de una luz amarilla y salvadora.
No sé qué fue primero: la reconfortante sonrisa del eficaz criado o mi desolación. Al verle con la tea en la mano comprendí. Pero era demasiado tarde.
El buen hombre, deseoso de obtener una pronta y aceptable iluminación, recordó el arcón depositado al fondo de la estancia. El polvoriento y consumido cofre de madera que Ismael me había mostrado a manera de cebo. Y con la mejor de las intenciones, ajeno al singular valor de aquel objeto, tomó la descompuesta arpa, golpeándola sin piedad contra la roca. Ahora entendía los enigmáticos sonidos.
Una vez seccionada, envolvió los brazos en sendas tiras de lino, empapándolas en aceite.
Fue un triste hallazgo. El venerable instrumento, que yo pude acariciar durante breves instantes, aparecía ahora destrozado y consumiéndose. Tuve que contenerme. Todos mis esfuerzos, argucias y penalidades para alcanzar aquel tesoro —una de las escasas posesiones del añorado rabí de Galilea, vendida por Jesús al saduceo hacía diecisiete años— acababan de hacerse humo. El Destino, como digo, volvía a burlarse de quien esto escribe.
David sugirió que me encargara de la segunda antorcha. De momento, por prudencia, no consideró oportuno darle fuego. Y sin mediar palabra, aceptando los hechos, me hice con la otra mitad del arpa. Revisé y reforcé el lino que la cubría mientras el criado retiraba la jarra con el aceite. Después hizo otro tanto con la taza de arcilla que guardaba la providencial reserva de «cerillas». Nunca imaginé que aquellas modestas astillas y pajuelas de centeno de ocho o diez centímetros, prácticamente cubiertas de azufre fundido, jugarían un papel decisivo en nuestra historia. El invento, de uso común en todo el imperio, era tan simple como eficaz. Yo las había examinado en algunos de los hogares por los que acerté a pasar. Para provocar la ignición bastaba el pedernal y una base o soporte metálicos. La limpieza y rapidez de la operación, proporcionando un cómodo encendido de lámparas, fogones y fogatas, las convirtió en un artículo de gran popularidad y, naturalmente, en un saneado negocio. La mayor parte era exportada desde las regiones italianas de Sicilia, Pozzuolo y Felamona. Al pie de los volcanes apagados, en estos azufrales y solfataras, se trabajaba el azufre puro, calentándolo a 110º centígrados. Una vez fundido se procedía al rociado de las astillas y pajuelas, disponiendo el cargamento para su empaquetado y posterior transporte.
Y como medida precautoria, el criado se reservó un puñado de «cerillas», acomodándolo en la faja.
Y sin más dilación nos embarcamos en el siguiente y no menos delicado objetivo: la exhaustiva exploración de la gruta. En mi ánimo —azotado por toda clase de incertidumbres y negros presagios— pujaba por sobrevivir una única y obsesiva idea: aquella pesadilla no podía prolongarse. Tenía que haber una solución. Tenía que dar con una salida…
Inspiré profundamente. Calma. Sobre todo, calma. Cada paso debía ser meditado.
David me observó, aguardando alguna indicación. Retrocedí hasta los peldaños. Y le advertí que, a partir de ese momento, procurase pegarse a mi persona, iluminando mis movimientos. Asintió nervioso.
Inspeccioné la pesada muela. Negativo. Ni la fuerza de cuatro hombres la hubiera desplazado.
«¡Calma!», fui repitiendo mentalmente.
Y girando sobre los talones presté toda mi atención a aquella primera oquedad. Al igual que el subterráneo existente bajo la casa de Santiago y Esta, se trataba de una sala excavada en la roca calcárea. Se presentaba, tal y como anunciara el sirviente, como un almacén. A primera vista, la cubierta, groseramente cincelada, carecía de conductos o chimeneas de aireación. Aquello era una masa pétrea, cerrada y compacta. Y la angustia conquistó terreno en mi tembloroso corazón.
Paseé arriba y abajo, aparentando una frialdad que, en verdad, escapaba a chorros. El cubil resultó infranqueable. Aquel cajón, de cinco metros de longitud por cuatro de ancho y dos y medio de altura, sólo era una ratonera. La primera ratonera…
La inspección de las alacenas fortaleció en parte las débiles esperanzas. ¡Dios, en situaciones extremas, qué poco precisa el alma para empujar la voluntad!…
La voz de David, enumerando los dispares contenidos de cántaras, ánforas y vasijas, me reconfortó. El corrupto sacerdote —haciendo justicia a la filosofía saducea— disponía de una surtida y lujosa despensa. Allí, meticulosamente precintados, guardaba los más exquisitos y codiciados dátiles de Jericó: los «cariotes», de jugo espeso; los secos e interminables «nicolás», así denominados en memoria de Nicolás de Damasco, el secretario de Herodes el Grande; los «dáctilos», retorcidos y enormes como dedos; los dulcísimos «adélfidos» y los jugosos «patetes». Y, naturalmente, una generosa colección de ánforas, de un metro de alzada, con la genuina rosa de la isla de Rodas grabada en una de las asas y conteniendo lo más granado de los vinos griegos y de palma, tan frecuentemente cantados por Plinio y siempre obligados en las mesas de los ricos.
Y en el mismo y perfecto orden, amplios cuencos de Megara, lujosos vasos del valle del Po y recipientes de brillante terracota de Arezzo (Toscana), con cumplidas raciones de higos prensados, tortas de «dátiles-bellota», aceitunas, pescado salado y nueces del Hermón.
Fue suficiente. David siguió mi consejo, interrumpiendo el inventario de unas provisiones más que sobradas para alimentarnos durante semanas. Al menos, nuestra muerte no sería por hambre.
¿Muerte? Me rebelé contra mí mismo. Estaba dispuesto a reencontrarme con el Maestro y nada ni nadie se interpondría en el camino. Y aquel fogonazo interior casi me levantó del suelo.
—¡El cofre! —ordené al criado—. Veamos qué encierra.
Y en mitad del silencio, apenas alterado por el crepitar del hacha, cuando nos disponíamos a remover el interior del arca, un lejano y amortiguado quejido nos sobresaltó. No podría asegurarlo, pero lo asocié con un lamento.
Nos miramos. Y un temblor se propagó por el brazo de David, haciendo oscilar la llama.
Instintivamente llevé el dedo índice derecho a los labios, reclamando silencio. El tiempo se detuvo. Pero aquel gruñido —o lo que fuera— no se repitió.
Y mi compañero susurró una palabra que me erizó el cabello:
—¡Ratas!
¡Cuán frágil es la naturaleza humana! La reciente y traumática experiencia en los túneles de la gruta de Santiago, con aquel amasijo de ratas negras y peludas devorando la sandalia de Jacobo, el albañil, me descompuso. Y toda mi supuesta fuerza se eclipsó.
Retrocedí derrotado, bañado nuevamente en sudor y con los ojos espantados.
Pero el anciano —Dios le bendiga—, avisado, cortó de raíz aquel desfallecimiento. Y antes de que el shock arruinara mi precaria estabilidad emocional, me propinó una calculada y sonora bofetada. Santo remedio.
Y las lágrimas —nunca supe si de vergüenza, dolor o rabia por mi infantil comportamiento— acudieron en mi auxilio, serenándome.
—Lo siento, señor —se disculpó David, más aturdido, si cabe, que este infeliz explorador—. ¿Debo recordarte tus palabras?
Negué con la cabeza. Y la imagen de mi hermano, en el módulo, vino a liquidar, por segunda vez, todo rastro de debilidad. Estábamos comprometidos en la más excelsa misión que jamás se haya encomendado a hombre alguno y aquel desgraciado suceso no alteraría su rumbo.
Mi amigo, conmovido, me abrazó, animándome a proseguir. Y así fue.
El mugriento cofre nos reservaba una sorpresa. Y aunque entonces no tuve clara su posible utilidad, rescaté con júbilo de entre el polvo y la docena de túnicas apolilladas una gruesa cuerda de cáñamo común de unos quince metros de longitud.
Y, arrollada en bandolera, señalé la negra boca que se abría en el extremo del cubil. David, contagiado, respondió con otra sonrisa.
—¡Adelante! —le animé y me animé—. Ahí dentro nos aguarda la solución.
—¿Ahí? —masculló sin comprender—. Ahí, señor, sólo encontraremos…
—Lo dicho —le interrumpí, negándome a aceptar la realidad—, ahí está la clave.
No me equivocaba. Lo que no imaginaba es que esa «solución» a nuestro problema llegaría, como casi siempre, de forma imprevista e impensable.
Y resignado, inclinándose, me precedió por el oscuro agujero.
La antorcha puso al descubierto un angosto pasadizo de un metro escaso de altura y alrededor de setenta centímetros de anchura. Y la marcha, gateando, fue lenta y laboriosa.
Nada más penetrar en la galería observé que descendía con suavidad. Toda ella aparecía igualmente excavada a mano.
Recorridos unos diez metros, el sofocante túnel giró bruscamente a la izquierda. David se detuvo. A nuestra derecha, en plena curva, se presentó una cómoda abertura circular. E introduciendo el fuego en el interior abrevió:
—El silo del aceite.
Sin pensarlo le arrebaté la antorcha, situándome en cuclillas frente a la oquedad. Mi intención era clara: no pasar por alto un solo rincón.
Traspasé el umbral y fui alzándome con lentitud. La cueva, prácticamente redonda, de cuatro metros de diámetro por otros tres de altura, sólo era un enorme boquete, trabajosamente ganado a la masa calcárea sedimentada.
Y busqué con afán. Busqué una grieta, una tímida corriente de aire, una esperanza.
En el centro se apretaban cuatro campanudas ánforas, ancladas al suelo mediante sendos orificios. Golpeé los recipientes. Se hallaban cargados. Examiné la zona posterior. Pura roca.
Desalentado —intuyendo que las posibilidades mermaban—, pregunté al expectante criado si la gruta continuaba.
Asintió y, tomando de nuevo la tea, indicó el fondo del recodo. Nos arrastramos cuatro o cinco metros y, de pronto, la amarillenta flama que marchaba en cabeza desapareció. Permanecí inmóvil, desconcertado. Tampoco oía el penoso arrastre del calzado de mi amigo. Era como si se lo hubiera tragado la tierra. Y con el corazón en la boca me lancé en tromba por la cerrada curva, topando con las paredes.
El acceso a la gran sala, a gatas y jadeando, más muerto que vivo, fue toda una deshonra para mi maltratado ánimo. Al alzar la vista, el miedo fue reemplazado por el ridículo. El túnel conducía a una espaciosa gruta. Y mi amigo, al penetrar en ella y recuperar la verticalidad, me había dejado involuntariamente en tinieblas y sujeto a las más insanas cavilaciones.
David, alertado, se aproximó a la boca de la galería, iluminándola y buscando la razón de tan descompuesta entrada. Sólo acerté a sonreír como un perfecto estúpido. Y sin resuello lancé una breve ojeada al recinto, interrogando al criado con la mirada.
—Esto es todo —resumió con desaliento.
Tomé como referencia la boca del pasadizo. Frente a ella, como venía diciendo, se abría lo que, en realidad, constituía el corazón de aquel subterráneo: una gran cavidad, en buena medida de origen natural. A pesar de sus numerosos e irregulares salientes y espolones guardaba cierta forma cuadrangular. Calculé unos diez metros de lado. La bóveda, a cosa de dos metros, se hallaba al alcance de la mano. El pavimento, rebajado a martillo, había sido cuidadosamente enlucido con un yeso de notable blancura. Y otro tanto podía decirse de las inclinadas paredes. En el suelo, casi en el centro geométrico de la sala, sobresalía una cresta calcárea de unos cincuenta centímetros de altura, redondeada, dominando con sus seis metros de diámetro buena parte del lugar.
—Esto es todo —repitió el anciano con la voz rota ante la cruda realidad.
La gruta, en efecto, en aquel primer y superficial examen, no ofrecía muchas alternativas. ¡Qué digo muchas! Para ser honesto, ninguna. Y sintiendo el lejano pero firme taconeo del miedo, traté de acallarlo con lo único que podía hacer: mantenerme ocupado, investigar, explorar cada milímetro y confiar.
Y sin saber muy bien por dónde empezar, luchando por sacudir los incipientes temblores en piernas y manos, expliqué a mi amigo que necesitaba estudiar cada palmo de la caverna. Calificó de inútil la sugerencia, aunque, admirado por tan inusual optimismo, me cedió la antorcha, jurando por su vida que, si le arrancaba de aquel trance, me serviría hasta la muerte.
Sonreí con desgana, agradeciendo el generoso gesto. Pero, de improviso, golpeándose la frente con la palma de la mano, se excusó. Tomó de nuevo la tea y se dirigió hacia la pared de la derecha. Parecía haber olvidado algo. Es increíble. No me cansaré de repetirlo. En semejantes circunstancias, cualquier movimiento, palabra o signo que pueda mover al éxito se convierte en un revulsivo.
Pero la tenue esperanza duró poco. Se trataba únicamente del encendido de cinco lucernas de aceite, estratégicamente repartidas en otras tantas hornacinas excavadas en las paredes. Aquello, sin embargo, facilitó nuestros movimientos…, que no era poco.
Y con el anciano a mi lado, y una tea que se consumía sin remisión, arranqué por la roca de la derecha.
Inspeccioné y tanteé el yeso, incluyendo cada centímetro del nacimiento de la bóveda. Pared y cubierta, como en las ratoneras anteriores, no presentaban fisura alguna.
Recorrimos el segundo e inclinado muro con idéntico y frustrante resultado.
Y al alcanzar la esquina la llama se agitó. Fueron unas décimas de segundo. Lo suficiente, sin embargo, para alertarnos.
Aproximé la antorcha a la bóveda, acariciando la piedra con la lengua de fuego. Segundo estremecimiento. La tea acusó una leve corriente de aire. Sujeté la madera con ambas manos, intentando localizar la filtración. Y el cimbreo me condujo, al fin, hasta una milimétrica grieta que corría hacia el centro de la gruta. Salté nervioso sobre la cresta rocosa que se levantaba en mitad de la sala, buscando, deseando y gritando en mi interior que la fisura terminara por abrirse.
Bajé los brazos decepcionado. La brecha, absolutamente natural, moría justo sobre mi cabeza, permitiendo apenas el paso de un dedo.
Inspiré profundamente. Los temblores arreciaron. La sentencia del criado —«Esto es todo»— empezaba a golpear en mi mente, amenazando los últimos hilos de cordura. Ahora comprendo lo cerca que estuve del desastre. Y no sólo por el aparente blindaje de la caverna. Lo verdaderamente peligroso fue el riesgo de locura. Y me cuesta trabajo entender qué fue lo que me sostuvo. ¿O sí lo sé y no tengo el valor de reconocerlo?
Me reuní con el criado y agradecí en lo más profundo su discreto silencio.
Desfilamos junto a la tercera pared, casi como autómatas. Roca. Yeso. Roca…
«Esto es todo»…
Pero al final de este penúltimo murallón, al pie de la cuarta lámpara de aceite, algo me detuvo.
—¿Y eso?
David aproximó la antorcha, iluminando tres orificios circulares que rompían el pavimento. Aparecían alineados, muy próximos a la cuarta y última pared, y separados entre sí por algo menos de dos metros.
—Silos.
No percibí el menor entusiasmo en la aclaración. Pero el instinto me hizo vibrar.
—Se utilizan para el grano y los frutos secos. —Y entregándome el hacha subrayó—: Son ciegos… No conducen a ninguna parte.
Me arrodillé frente al primero. Y a pesar del jarro de agua fría, lo exploré con calma. La boca, de un metro, permitía un cómodo acceso.
Me hallaba ante un vaciado en la piedra, con forma de pera, de unos tres metros de profundidad por otros tres de diámetro mayor y meticulosamente pintado en rojo. En definitiva, una de las típicas construcciones de la Nazaret troglodítica. Los había a cientos en las grutas que proliferaban en la colina del Nebi. De acuerdo con nuestras informaciones —y así pude constatarlo en el subterráneo de la casa de Santiago—, estos silos, labrados a base de voluntad, formaban incluso racimos, superponiéndose unos a otros. Los estudios y excavaciones de investigadores como Loffreda, Bagatti, Daoust, Manns o Testa eran irrefutables. En ocasiones, estas intrincadas redes de grutas-almacenes comunicaban con los patios y corrales interiores de las casas. Y animado por esta realidad objetiva me afané en localizar algún canal o escalera que pudiera llevarnos al exterior.
¡Pobre ingenuo!
El fondo y las cóncavas paredes eran tan herméticas como todo lo anterior.
Repetí la operación en el segundo silo ante el escepticismo de mi acompañante. La única diferencia con el anterior era el color. Éste había sido bañado en añil. Dimensiones y solidez resultaron idénticas. Ambos aparecían vacíos.
David, desarmado, fue a sentarse al filo de la última boca. Y esperó el desastre.
La tercera inspección tampoco arrojó cambios de importancia. Unas medidas algo menores —alrededor de dos metros de profundidad por otros tantos de diámetro—, un enlucido verde y lo único que despertó mi atención: varios sacos mal apilados en el fondo, supuestamente con cereal, dos canastas de regular tamaño, confeccionadas con hoja de palma y repletas de piedras y una sandalia aparentemente abandonada.
El contenido del silo —en especial las piedras— me confundió. Y durante unos instantes continué arrodillado, con medio cuerpo vencido sobre el boquete, tratando de pensar.
—Te lo advertí —me abordó el criado, sacándome de mis reflexiones—. Son ciegos.
Guardé silencio sobre lo que tenía a la vista, sin caer en la cuenta de un casi insignificante detalle: mi amigo, el esclavo, había inspeccionado conmigo los dos primeros silos. En este último, en cambio, se mantuvo sentado, sin asomarse. Mi error —mi grave error— fue no hacer un solo comentario sobre el cargamento depositado en el pozo. En parte porque imaginé que se hallaba al corriente del mismo. Y decepcionado ante la ausencia de lo que verdaderamente interesaba —un escape—, olvidé momentáneamente el asunto, centrándome en lo poco que restaba por explorar.
David, humillado, no se movió. Continuó sentado, con el rostro hundido entre las rodillas. No supe qué hacer ni qué decir. La incursión, de momento, era un fracaso. Sin embargo, los recientes terrores no resucitaron. A pesar de lo amargo de la situación, una dulce e inesperada melancolía fue desalojando angustia y miedo. ¿Era el principio del fin? ¿Me estaba resignando? ¿Daba por cierto que no había esperanza?
Tampoco hoy me explico aquella extraña sensación, mezcla de paz y vaga tristeza. Pero la agradecí.
Al final de la cuarta pared, a corta distancia de los silos, fui a tropezar con los restos de un pequeño horno doméstico, semiempotrado en la roca. La cara frontal, construida en ladrillo, presentaba una abertura de un metro, con un enlosado de piedras basálticas. Una espesa capa de polvo que cubría los negros y reducidos cantos volcánicos me indicó que se hallaba en desuso desde hacía tiempo. La caverna —o al menos aquella última oquedad— no parecía muy frecuentada. El deteriorado horno fue la confirmación final.
Ahí terminaría el examen de la gran sala. Y durante unos minutos —impotente y con la mente vacía— me limité a contemplarla.
«Esto es todo».
Lo peor, sin embargo, estaba por llegar. Y lo hizo por el camino más insospechado. Es muy posible que la fortísima tensión le hiciera despertar. No lo sé. La cuestión es que, al poco, se apoderó de este explorador. Esto es lo que recuerdo:
Primero fue la imagen de la Señora y de sus hijos. Después un alocado ir y venir de los pensamientos, sin orden ni concierto.
«… Ellos vendrán… La gruta sólo tiene una salida… Ellos saben… Pero ¿y si no es así?…».
La proximidad del fuego a mi mano interrumpió momentáneamente el cataclismo. Reaccioné y regresé junto a David. Me senté frente a él, dejando la boca del tercer silo entre ambos. No levantó el rostro. Y con los restos de la tea chisporroteando a mi lado fui nuevamente asaltado por el mal que me consume y que, a no dudar, me conducirá a la tumba.
«… La antorcha… —me debatí en un caos mental—. La antorcha se apaga… Es la señal… Ellos no pueden tardar… Prenderé la segunda mitad… Entonces aparecerán…».
Y la lucidez, de pronto, se abrió paso. Cerré los ojos espantado. Froté el rostro con las puntas de los dedos, tratando de huir de aquel trance. ¡Dios!, ¿qué me sucede?
Nueva crisis. Pero esta vez el bloqueo mental prosperó con un cortejo de inconexas y absurdas risotadas y una voz bronca que puso en guardia al pobre David.
«… Pero no puedo… La antorcha es el arpa del Maestro… Debo conservarla… Fue labrada con sus propias manos… Él cortó el abeto… Sí, la madera es blanda, elástica y resistente. Además, las cuerdas no arden… Son de tripa de camello… ¿Ocho o nueve cuerdas?… No, todos estamos equivocados… No es un arpa… Es un kinnor… Tendré que rectificar la memoria de Santa Claus… ¿Un kinnor o una lira?… Josefo se equivoca… El kinnor no tiene diez cuerdas… Y David tomó el arpa —¿o fue una cítara?— y la tocó con su mano… Libro primero de Samuel… No, el kinnor de David era de berosh… Y éste es de abeto… Salomón, en cambio, lo construyó de madera de almug… Libro primero de los Reyes…».
Lo siguiente que recuerdo fue a mi compañero, zarandeándome por los hombros y levantando la voz sobre mi locura.
—¡Señor!, ¿qué te ocurre?… ¡Vuelve en ti!
Y Dios misericordioso tuvo piedad. La «resaca psíquica» se extinguió, al menos durante un tiempo. Este trastorno mental, no catalogado aún por la medicina y que, como ya he mencionado en otras páginas de estos diarios, tenía su origen en el proceso de «inversión de masa» de los swivels, provocaba lo que, en términos sencillos, podríamos describir como una repentina disociación entre el consciente y el subconsciente. Las desconocidas mutaciones en las redes neuronales del hipocampo amenazaban al explorador con este y otros conflictos. Uno en particular —la correcta regulación del concepto y la sensación del espacio y del tiempo— fue el que más nos preocupó e hizo sufrir a lo largo de aquel segundo «salto» en el tiempo y, sobre todo, en el tercero y más prolongado. Pero tampoco es mi deseo desviar la atención del hipotético lector de estas memorias hacia los padecimientos que nos tocó en suerte. Sólo Él y lo que aprendimos y vivimos a su lado importa realmente. Y sólo en beneficio de una más clara y redonda comprensión de cuanto le rodeó es por lo que me veo obligado a respetar el orden cronológico de los acontecimientos. La vida de cualquier ser humano —exactamente igual que la del Hijo del Hombre— nunca puede ser interpretada y juzgada con rectitud si tan sólo contemplamos una corta etapa de dicha existencia. Éste, en mi humilde opinión, fue el más grande de los errores de los llamados escritores sagrados.
—¡Señor!…
Un frío intenso vino a ocupar el lugar del pasajero delirio. Y David, envuelto en la consternación, sin saber cómo actuar, siguió interrogándome.
Poco pude decirle. Mis palabras, más sosegadas y coherentes, intentando a mi vez tranquilizarle y tranquilizarme, le devolvieron el equilibrio. Y al advertir los escalofríos y estremecimientos sugirió que siguiera sus consejos. Me desembaracé de la cuerda y de la mutilada sábana y él, haciendo lo propio con su túnica, me animó a vestirla. Después, improvisando una almohada con el lino y ayudado de la mejor de sus sonrisas, indicó el ingrato suelo, recomendando que descansara.
Sin demasiadas posibilidades de elección, vencido por el horror, acepté sumiso, pagándole con otra sonrisa. Y un reparador sueño tomó el mando, transformando al agotado y frágil griego de Tesalónica.
—¡David!… ¿Qué ha pasado?
Me incorporé despacio, sin conciencia clara de lo que me rodeaba. No tuve que esforzarme. La silueta del anciano, sentado en el mismo lugar y acariciado a ratos por la luz de una lucerna, despejó mis dudas. La gruta, en silencio, animada con dificultad por las lámparas de aceite, no había experimentado cambio alguno. Estábamos como al principio. Quizá peor.
Mi amigo no replicó. Mejor así. ¿A qué atormentarse con lo sucedido?
Me senté de nuevo y le interrogué sobre el tiempo transcurrido. Las explicaciones —imprecisas—, amén de no satisfacer la pregunta, me pusieron en alerta. Ahora era David el que flaqueaba. No se lo reproché. Aquellas dos horas —puede que más— en la tensa soledad del subterráneo, velando el sueño de un desconocido, habían vaciado su entereza. A sus pies, junto a la lucerna, descubrí una jarra de barro y tres cuencos de madera. Y adivinando mis pensamientos me tendió uno de los recipientes. En la penumbra distinguí una sabia mezcla de higos secos, nueces y miel de dátiles. Y desconcertado ante el minucioso examen del almuerzo —estimando erróneamente que no era de mi agrado—, preguntó si prefería vino. Acepté ambos ofrecimientos. El espeso caldo negro y los frutos me estimularon. Los escalofríos habían cesado y, por primera vez en aquel encierro, disfruté de una sensación de alivio. La breve bonanza, fuera de toda lógica —lo sé—, me inclinó incluso a emprender una conversación que nada tenía que ver con nuestro problema. Y acerté porque, al interesarme por la vida del anciano, ambos olvidamos temporalmente dónde estábamos.
David simplificó su historia mostrando el agujereado lóbulo de la oreja derecha. Consumido por las deudas, sin opción alguna, un mal día tuvo que venderse a su acreedor, convirtiéndose en esclavo. El amo y señor —debí imaginarlo— no era otro que el saduceo, dedicado además al inmoral negocio de la usura, prohibido hasta cierto punto por la ley mosaica.
Y fue al apurar el cuenco de vino cuando, de pronto, quedamos en suspenso.
Mi amigo bajó lentamente la vasija. Yo, perplejo, continué sosteniéndola frente a los labios.
Y echando mano de la lucerna fue a situarla —con idéntica lentitud— a la altura de su pecho. La llama osciló. El miedo, de nuevo, se había colado en los corazones.
—¿Has oído? —susurró, conociendo de antemano la respuesta.
Moví la cabeza afirmativamente.
Y un segundo quejido, gruñido o lamento —imposible determinarlo—, más claro y prolongado, se propagó por la gruta. Y el cuenco se escurrió entre mis dedos.
Movidos por el pánico nos pusimos en pie al unísono. El cabello volvió a erizarse y las respiraciones se atropellaron.
—¿Ratas? —acerté a articular.
Pero David, atento a la posible repetición del ronco e irreconocible sonido, no contestó. Y con prisas vertió el aceite de la lámpara sobre la tela anudada al segundo bastidor del arpa, incendiándola.
Lejos de tranquilizarme, la precipitada acción aceleró mi ansiedad. Y sin saber a dónde mirar, imaginando un inminente ataque de cientos de roedores, aplastado por el miedo y el silencio, me lancé sobre el cántaro de barro, blandiéndolo con desesperación.
Un nuevo quejido me paralizó. Esta vez sí lo reconocí. Era idéntico al que nos sorprendió en la primera oquedad, cuando nos disponíamos a revisar el cofre. Una especie de apagado lamento, entre humano y animal. Procedía, al parecer, de los silos.
Y con el vello en pie y el corazón desbocado vi cómo mi compañero se arrodillaba frente a la entrada al tercer pozo. Introdujo la antorcha en la oscuridad y permaneció inmóvil unos segundos. Pero el lamento no regresó.
Me reuní con él, contemplando lo que ya había observado en la anterior inspección: los sacos en desorden, el par de canastas y la sandalia de cuero, con las tiras rotas y revueltas.
David, dirigiendo el fuego hacia el cargamento de piedras, manifestó su extrañeza, confirmando así mi error. Aquello —señaló sin titubeos— no era lógico. ¿Por qué guardar piedras en un silo, habitualmente destinado a forraje, grano y frutos secos? ¿Y desde cuándo los humildes felah —los campesinos de Nazaret— se permitían el lujo de abandonar una preciada sandalia?
Y una idea —la misma, supongo— nos alcanzó de lleno.
De mutuo acuerdo nos dispusimos a descender, examinando la bodega con detenimiento.
El anciano me permitió hacer. Anudé la cuerda a su cintura y, antorcha en mano, me deslicé por la maroma hacia el fondo de la oquedad.
Siguiendo las indicaciones de mi amigo empecé por el calzado. El material, seco y desgastado por el uso, no me dijo nada. El polvo de la suela podía corresponder a cualquiera de los caminos de acceso a la aldea. Levanté la vista hacia los blancos cabellos de David y me encogí de hombros. La verdad es que no supe identificarlo. Se trataba de una sandalia como tantas otras. Y lanzándola hacia el criado le pedí que la revisara. No hubo suerte. El anciano negó con la cabeza.
Centré entonces mi interés en los sacos. Se hallaban perfectamente cerrados por una costura de esparto. Tanteé la arpillera, deduciendo el contenido: muy posiblemente trigo o cebada. Y al presionar el costado del siguiente, los dedos se hundieron con facilidad. El venial e intrascendente detalle resultaría decisivo. Y extrañado empujé de nuevo. Un suave siseo confirmó mis sospechas. El grano escapaba por alguna rotura o descosido.
En un primer momento —así debo reconocerlo— no le presté excesiva atención. Y me pregunto con horror qué habría ocurrido de no ceder a la curiosidad. Pero algo o alguien (?) me impulsó a doblarme sobre el fondo, buscando la fuga. ¡Dios misericordioso! Allí, en efecto, encontré un hilo de granos de trigo duro, elípticos, casi diáfanos, que resbalaban mansamente hacia el suelo del silo…, ¡perdiéndose por una ranura!
David, impaciente, siguió reclamando información. Sinceramente, lo olvidé.
E inmovilizando la tea entre los sacos más cercanos —intuyendo el remedio a nuestros males—, me empeñé en una desordenada «limpieza» del lugar. Arrastré como pude una de las canastas de piedra. Sin embargo, la holgada túnica limitó mis movimientos. Y ante la perpleja mirada de su dueño me desembaracé de ella.
No me equivocaba. Cerré los puños con satisfacción y, levantando el rostro hacia el descompuesto sirviente, grité eufórico:
—¡Una trampilla!
Lo malo es que, en pleno aturdimiento, la expresión fue pronunciada en inglés. Era la tercera vez que caía en idéntico lapsus. La primera, en el patio de la casa de Elías Marcos, en Jerusalén, y en presencia del joven Juan Marcos, cuando me hallaba en plena conexión auditiva con el módulo. La segunda, días más tarde, en Caná, en el hogar de Meir, el rofé de las rosas, al ser despertado por María, la Señora, en plena pesadilla [1].
Afortunadamente, rectificando al instante, el desliz quedó solapado por la desbordante alegría de mi compañero de desventuras.
Me pidió bajar. Pero, al recordarle que era el responsable de la cuerda, se contuvo a regañadientes.
Al despejar la menguada base del silo apareció la magnífica lámina de un tosco entablado de unos ochenta centímetros de lado. Nunca algo tan vulgar se me antojó tan sublime.
Y el ya familiar quejido atronó de nuevo la cueva, haciéndome retroceder y caer sobre las canastas.
No cabía duda. Nacía en la oquedad que, a buen seguro, se abría bajo la trampilla.
Y con un hilo de voz, indeciso ante el peligro que podía suponer la apertura del pozo, solicité el consejo de David.
El gesto de sus manos y la orden, apremiándome para que trepara, fueron tajantes. ¿Qué desconocido animal se ocultaba bajo mis pies?
Pero la imperiosa necesidad de cancelar aquella tortura fue más fuerte que el instinto. Y haciendo caso omiso de las sensatas advertencias del sirviente —sacando fuerzas de ningún sitio—, arranqué la tea y me arrodillé sobre el podrido maderamen.
Silencio.
Los dedos, cautelosos, se aproximaron a una de las rendijas.
El fuego, a una cuarta del entablado, acusó una recia y preciosa corriente de aire.
Me envalentoné.
De haberse tratado de otro silo ciego y sin escape la flama no habría protestado.
¿Y el animal? ¿Por qué había enmudecido? Mi proximidad era obvia. ¿Aguardaba a que franqueara el agujero para atacar?
Y el tenso silencio —como un aviso— me traspasó.
Acaricié la trampilla. Deslicé las yemas de los dedos por una de las brechas y, conteniendo la respiración, tiré de la tabla con violencia.
Silencio.
Y el sudor y el miedo se asomaron conmigo a las tinieblas de la sima.
Ahora, en la distancia, entiendo y compadezco al pobre e indefenso Jasón. La obsesión por aquel animal o animales me tenía ofuscado. Y bregando con la oscuridad, en un desesperado empeño por localizarlo, caí en un nuevo error. Fui a descargar la casi totalidad del peso de mi cuerpo en la mano izquierda, firmemente asentada sobre la trampilla. La negrura era absoluta. Me removí inquieto, oscilando hacia uno y otro lado, pendiente del menor ruido o movimiento.
¡Allí estaba!…
Creí distinguir una sombra informe, de gran tamaño, agitándose y gruñendo.
Me descompuse.
Y el instinto tiró de mí. Aún estaba a tiempo de escapar. Pero quise cerciorarme. Segundo error.
Introduje la llama por la estrecha abertura, volcándome materialmente sobre las míseras maderas.
A partir de esos momentos, todo fue confusión. Mis recuerdos no están muy claros.
El descompuesto entablado —vencido por mis ochenta kilos— cedió de improviso y con estrépito.
Traté de reaccionar. Imposible.
La antorcha escapó e, impotente, me precipité al vacío.
Y de aquel dramático segundo sólo viene a mi memoria el grito de terror de David.
Y los acontecimientos, como digo, se encadenaron a gran velocidad.
Con escasa diferencia sobre la tea fui a caer de bruces sobre una especie de plancha, también de madera, que afortunadamente alivió el comprometido impacto.
Acusé el dolor, pero, sin tiempo siquiera para lamentarme, el segundo entablado se desfondó hecho añicos. Y el griego, en pleno caos, quedó atascado entre las astillas, malamente sujeto a la altura de las axilas.
Las piernas bambolearon en el vacío, solicitando un apoyo que naturalmente no encontraron.
Y perdido todo control, clavé las uñas en las tablas que todavía resistían.
Tenía que liberarme.
Y movilizando hasta el último gramo de las perdidas fuerzas, haciendo palanca con los codos, me impulsé sobre los restos de la trampa.
Jadeando, con la musculatura aballestada, las mandíbulas rechinando y los ojos desencajados, peleé durante unos instantes eternos.
El tórax se elevó unos centímetros. Cerré los ojos e, intentando controlar la respiración, lancé una nueva acometida.
El segundo tirón fue ruinoso.
Un crujido congeló el empeño. La fortísima presión acababa de quebrar el listón sobre el que intentaba izarme.
Y en un movimiento reflejo, buscando donde aferrarme, recorrí en décimas de segundo el sector de la oquedad que tenía a la vista.
Sólo tuve tiempo de distinguir la tea, caída y chisporroteando en un rincón, y aquel bulto negro aproximándose a pequeños saltos…
Después, la negrura.
El entablado se vino abajo definitivamente, y yo con él.
Y otro calambre —casi una llamarada— atizó mis entrañas.
¿Dos?… ¿Tres?… ¿Cinco metros?
Nunca lo supe. La caída —eso sí— se me antojó interminable.
Y este desafortunado explorador, braceando en la oscuridad, fue a irrumpir en las frías aguas de una de las cisternas que daban forma al subsuelo de Nazaret.
Me hundí. Toqué fondo y, reactivado por la súbita y fuerte impresión, propiné una decidida patada contra la piedra, escapando veloz hacia la superficie.
Apenas si alcancé a tomar aire. Una turbulenta corriente me zarandeó. Y desorientado, incapaz de razonar, me vi arrastrado en mitad de las tinieblas.
Quise nadar. Pero ¿hacia dónde?
Y la violencia del río subterráneo —despertada sin duda por las recientes e intensas lluvias— me estrelló sin respiro contra unas invisibles paredes. Busqué asirme a alguno de los salientes. Inútil. La roca, erosionada, era un cuchillo.
Y en uno de los embates, en el fragor de la pelea, con la sola idea de sobrevivir, la frente topó con uno de los nudos rocosos. Y el Destino, así, dio por cerrado este ingrato e imborrable capítulo en la «otra» Nazaret.
El tordo canoro —un bulbul— inclinó la cabeza de azabache. Me observó curioso. Cantó fugazmente y, asustado o aburrido, remontó el vuelo, dejando al descubierto la brillante mancha amarilla de la cola.
Los juncos, cimbreando, protestaron.
Quise hablar. Quise decirle que no me abandonara. No pude.
Y durante algunos instantes, aquellas imágenes fueron el mundo. Todo mi mundo.
La verde junquera recobró despacio la verticalidad. Y mirando sin ver me uní al lento y obstinado volar de los montañosos y amenazadores cumulonimbos.
¿Qué había sucedido?
No hubo respuesta.
Me sentía cansado. Muy cansado. Quizá por ello, conscientemente, me abandoné sin resistencia. Y no puedo asegurar en qué «ahora», en qué momento histórico, se hallaba mi mente. Fue un desconcertante estado, dulce y amargo a la vez. No pensaba o quizá lo hacía a niveles remotísimos.
Pero el golpeteo del agua entre los pies desnudos vino a socorrer a la extraviada memoria.
Y la escena de un rabioso río subterráneo, arrastrándome, me devolvió al ojo del huracán.
¡La caverna!
Intenté incorporarme. Un agudo dolor en la frente me detuvo. Palpé y un aparatoso hematoma abrió definitivamente el portalón de los recuerdos.
Caí de nuevo de espaldas, más desfondado ante la película de la reciente y traumática experiencia que por el pertinaz martilleo de la cabeza.
¡Dios santo!
Vi el desplome de la última plataforma de madera y la caída en las aguas de la cisterna. Vi las tinieblas y la desesperada lucha con la turbulenta corriente. ¿Y después? ¿Cómo había llegado hasta allí?
Temblé como un niño. Y fui a refugiarme en los negros torreones nubosos. Los «Cb» procedentes del Mediterráneo, rumbo al sur, seguían cubriendo Nazaret. Había dejado de llover.
¿Nazaret? ¿Me hallaba en verdad en la aldea?
Y una atropellada legión de interrogantes me pisoteó literalmente, dejándome sin aliento.
¿Qué día era?… ¿Seguía en aquel fatídico jueves, 27 de abril del año 30?… ¿Cuánto había transcurrido desde el brutal encontronazo con la roca?… ¿Dónde estaba David, mi fiel compañero?… ¿Y mis ropas?… ¿Y la «vara de Moisés»?
Angustiado acerté al fin a sentarme. Y algunas de las lagunas se despejaron.
Comprobé aliviado que me hallaba en la margen derecha de la torrentera que descendía del Nebi. Enfrente, al otro lado del crecido cauce, se alzaba el talud de veinte metros que ponía punto final al costado occidental de la población.
Busqué referencias. Y torrente abajo, por detrás de la masa de olivos, divisé el ceniciento perfil de la posada.
Pero ¿cómo había escapado de aquel infierno?
Sólo pude hacerme con una posible explicación. La desconcertante aparición en la orilla tenía que guardar relación con los gruesos caños de agua que fluían violentos a diferentes niveles en el cortado rocoso. Conté hasta seis. Y supuse que servían de aliviaderos a las cisternas de la Nazaret subterránea. Con toda probabilidad, la impetuosa riada terminó por arrojarme al exterior a través de alguno de los desagües que tenía a la vista. El resto no era difícil de imaginar.
Y semidesnudo, sentado frente a tan indulgente torrentera, levanté la mirada hacia los oportunos y borrascosos «yunques», dando gracias a ese Padre imprevisible y bondadoso por haber prolongado mi vida. Y sonreí para mis adentros. La vida tiene estas paradojas. ¿O no era la vida? La furiosa lluvia que me empapó por la mañana, forzándome a prescindir de las ropas y desarmándome, se encargó de liberarme por la tarde. ¿Era aquello casual? ¿Qué habría sido de este explorador de no haber llovido tan intensa y torrencialmente?
Y dejando a un lado lo que, evidentemente, sólo eran hipótesis, me dispuse a actuar.
Busqué el sol, adivinándolo con dificultad entre las oscuridades de la tormenta. Podía ser la hora décima (alrededor de las cuatro de la tarde). Eso representaba unas dos horas y cincuenta minutos de luz. Eché cuentas y, aceptando que fuera jueves, deduje que la estancia en la gruta se había prolongado casi cinco horas.
Y el recuerdo de David, denso y angustioso, llenó mi corazón, concediéndole absoluta prioridad. ¿Seguiría en la cripta? Era imperioso acudir en su ayuda.
Pero, al incorporarme, comprendí lo penoso de mi situación. Ropas, bolsa y la «vara de Moisés» —era un suponer— continuaban en la guarida de la víbora. Tenía que recuperarlas de inmediato. La pérdida del manto y la túnica no era grave. La bolsa de hule, en cambio, con las «crótalos», el salvoconducto de Poncio y los dineros —los últimos y preciosos ciento treinta y un denarios de plata— sí me preocupaba. En cuanto al cayado, la desaparición habría resultado irreparable. Buena parte de la operación funcionó, y debía seguir funcionando, merced a sus complejos y utilísimos dispositivos técnicos.
Opté por ascender río arriba. Vadear la poderosa avenida y trepar por el acantilado no era aconsejable.
Y lentamente fui a reunirme con el endeble puentecillo de troncos. La no muy lejana y no menos amarga experiencia al cruzarlo con la Señora, perdiendo en el tropiezo el saco de viaje y, con él, las sandalias «electrónicas», me hizo extremar la cautela.
Una ojeada al desierto taller de alfarería —ubicado a un paso del puente— me previno. Era extraño que los hijos del desaparecido Nathan no se hallaran ocupados en sus habituales faenas con el barro.
Pero, con la obsesiva fijación de recuperar mis pertenencias y auxiliar al criado, pasé de largo, olvidando el asunto.
Esquivé el enmarañado cinturón de huertos de aquella zona occidental de la aldea, decidiéndome por el camino más corto —el filo del terraplén— hacia la explanada en la que se levantaba el caserón que servía de sinagoga y vivienda del saduceo.
A una veintena de metros de la fachada norte detuve la cada vez más nerviosa y acelerada marcha. Una rabia sorda y un creciente sentimiento de desquite empezaban a ofuscarme. Debía serenarme. No podía caer en nuevos errores. Esta vez no. Pero ¿cómo actuar?
Y el Destino allanó el problema.
Lo primero que llamó mi atención fue la cortina de lana escarlata que colgaba habitualmente en el zaguán de la casa de Ismael. Se hallaba desprendida y revuelta sobre la tierra apisonada que daba consistencia a la pequeña explanada.
Intuí algo. E indeciso permanecí acechante.
El pozo de piedra, a cuatro metros del encalado muro, aparecía tan solitario como el resto del lugar. Los recientes aguaceros hacían brillar el húmedo trípode metálico. El cubo de madera, cargado de lluvia, crujía a ratos, con desgana, mecido por la avanzadilla del maarabit, el puntual viento del oeste.
Las dos puertas de la sinagoga, a la izquierda, no presentaban alteración. Seguían clausuradas. La única señal de vida en aquel extremo del cuadro corría a cargo de un chorro de agua, grueso como un puño, que huía por un canalón abierto en el terrado. De vez en cuando, en su precipitación, arrancaba destellos a los grises sillares del vetusto edificio.
Al fondo, por detrás de la construcción, a medio centenar de pasos, la aldea, como dormida, parecía ausente y ajena a tanta tribulación. Una vez más me equivocaba.
Había llegado la hora. No podía soportar aquella incertidumbre ni un minuto más. En cuanto al sacerdote y demás inquilinos de la vivienda, algo se me ocurriría sobre la marcha.
Y con paso enérgico salvé la distancia que me separaba de la entrada, penetrando en el hall, y dispuesto a todo.
Pero la estancia se hallaba igualmente desierta. Agucé los sentidos. En alguna parte, alguien gimoteaba.
Y sin poder evitarlo, varias descargas de adrenalina tensaron el furor que había entrado conmigo. La presión arterial se elevó y el corazón, reforzado, tiró de mí. No sé qué hubiera sido del saduceo si alcanzo a cruzarme con él en esos momentos de descontrol.
Y sin rozar siquiera el pulido suelo de piedra travertina fui a caer en la siguiente sala.
Y allí, entre las refulgentes paredes de bronce, asistí a una escena que, por un lado, me habría encantado protagonizar y, por otro, vendría a calmar mi justificada pero poco recomendable ira.
Jacobo, el albañil, giró la cabeza sobresaltado. Y al identificarme palideció.
Su mano izquierda sostenía una ancha espada de doble filo —un gladius—, con la punta encelada en la garganta de un individuo lloriqueante y derribado junto a la lujosa mesa de madera de limonero.
En un primer momento no reparé en la identidad del sujeto. Tenía el rostro vuelto hacia una de las menorah (el candelabro sagrado de siete brazos) incrustada en las planchas. Fue su ginecomastia (anormal volumen de las mamas), oscilando arriba y abajo a cada convulsa respiración, lo que trajo a mi mente el nombre del odiado Ismael. No había duda. Allí estaban los restantes signos de su cirrosis: la acusada demacración muscular, el enrojecimiento palmar, la ascitis o acumulación de líquido en la cavidad abdominal y, sobre todo, los nevos «en araña» en manos y mejillas (vasos dilatados que se disponen en forma radial, como las patas de las arañas).
¿Qué había sucedido?
No me atreví a interrogar al rubio y desencajado cuñado de Santiago. Tampoco él cruzó palabra alguna. Pero empecé a sospechar cuál podía ser la raíz de tan extrema actitud.
El pie derecho del habitualmente tímido y reservado amigo de la infancia de Jesús siguió aplastando el abultado vientre del sacerdote. Y el hierro, implacable, continuó hundido en el cuello del aterrorizado viejo. La blanca y antaño impecable túnica de lino del jefe del consejo aparecía con la manga izquierda desgarrada y la faja suelta y en desorden. Evidentemente, el saduceo había ofrecido resistencia.
Di por hecho que la intención de Jacobo no era ejecutar al humillado enemigo de la familia. Las apariencias indicaban que se estaba limitando a inmovilizarle. E Ismael, acusando el filo del gladius, en un gesto instintivo, llevó las manos a la espada, tratando de contener la presión.
—¡Bas… bas… tardo! —tartamudeó el colérico albañil, lanzando una amenaza que obligó a la víbora a reconsiderar su audacia—. ¡Con… concédeme el placer de… de… de liberar a mi… a mi… a mi pueblo… de tu… tu… tu sucia presencia!
Estaba claro que el yerno de la Señora no se habría atrevido a maquinar en solitario aquella casi suicida irrupción en los dominios del máximo representante de la ley. Y no estimando oportuno someterle a las lógicas preguntas —mucho menos en presencia del saduceo— opté por revisar el lugar con la esperanza de aclarar el enigma.
Y al punto reparé en una de las paredes. Entre las láminas de bronce destacaba el negro y estrecho rectángulo de la puerta secreta, abierta, por la que David y yo habíamos cruzado esa misma mañana. Las piezas seguían encajando.
Avancé con el decidido propósito de franquearla de nuevo y enfrentarme al irritante misterio. Pero al apartar con el pie los mullidos almohadones de seda persa, dispersos sobre las losas de breccia, el rumbo de los acontecimientos cambió sustancialmente. En parte para bien y —cómo no— también para mal. Me explicaré.
El corazón me dio un vuelco. Y olvidando cuanto me rodeaba me precipité hacia el rincón donde, víctimas del mismo desorden, yacían semiocultas mis ropas y el cayado.
Aliviado, me felicité una y otra vez. Antes de lo imaginado —y de la forma más insospechada— logré rescatar la túnica color hueso, la chlamys azul celeste y la insustituible vara de Moisés.
Acaricié el cayado, examinándolo con ansiedad. No hallé desperfecto alguno. Al menos en apariencia.
Y sin más dilación me enfundé la túnica, enrollando el engorroso manto alrededor del tórax y sobre el hombro.
Puede parecer pueril. Sin embargo, al contacto con la cálida y familiar lana de Judea, el ánimo se enderezó. Me sentí más seguro.
Ajusté las cuerdas egipcias que formaban el cíngulo o ceñidor y, de pronto, al reparar en los pies desnudos, caí en la cuenta que faltaban el calzado y la bolsa de hule impermeabilizado. Recordaba perfectamente cómo me había descalzado, depositando en el hall las sandalias «electrónicas», el único par disponible. En cuanto a la bolsa, yo mismo la anudé a la vara, entregándolas —muy a mi pesar— al cuidado de uno de los sirvientes.
Nervioso, revolví los almohadones. Y gateando fui a deslizarme, incluso, entre las patas de marfil de la mesa.
Ni rastro…
Desasosegado ante la mortificante idea de perder también las vitales lentes de contacto y los denarios, continué arrastrán dome con la vista clavada en el pavimento, apartando platos, jarras, restos de comida, bandejas y otros enseres volcados y desperdigados en el forcejeo que, sin duda, precedió al sometimiento del saduceo. El pasaje terminaría bruscamente y de la peor de las maneras: en mi obcecación, sin norte alguno, fui a topar con notable ímpetu con los muslos del sorprendido Jacobo, que, desequilibrado, rodó cuan largo era.
Escuché una maldición. Después le vi revolverse, intentando ponerse en pie. Fue en vano. El manto de franjas verticales rojas y negras le jugó otra mala pasada. En plena gresca consigo mismo pisó los bajos del amplio ropaje, cayendo de nuevo.
Fueron segundos. Suficiente, sin embargo, para que el postrado Ismael reaccionara. Y al verse libre del gladius, arrancó berreando como un becerro, perdiéndose en la oscuridad del pasadizo secreto.
Cuando quise solicitar disculpas por mi torpe proceder, el frío roce de la espada entre los ojos me dejó sin habla.
El albañil, juzgando el encontronazo como un ataque a traición, enrojeció hasta las cejas. Y los ojos azules, nublados por el rencor, me fulminaron.
Arrodillado a sus pies creí llegada mi hora.
Pero su reacción me desconcertó. Quizá fue mi aturdida mirada, vacía de toda maldad. No lo sé…
La cuestión es que, tras unos instantes de vacilación, incapaz —supongo— de descargar el golpe fatal, me arrojó un salivazo, jurando que pagaría por mi doble juego.
—¡Jacobo!
El inesperado llamamiento interrumpió el amargo lance. Creí reconocer aquella voz grave y autoritaria.
No me equivocaba. En el umbral de la puerta secreta se recortaba la corpulenta figura de Santiago, el hermano del rabí de Galilea. Vestía su habitual túnica blanca y la ancha y ajustada faja roja. Ceñía la frente y los lacios y canosos cabellos con una cinta negra. Sostenía otra espada de similares características y —lo que era más importante— al escurridizo saduceo, sujeto por la ropa y sin contemplaciones. Estaba claro que acababa de atraparlo en plena fuga.
Y con la templanza que le caracterizaba fue a liquidar la enojosa escena.
—¡Ya basta!
El albañil, más confundido aún, me señaló con la mano derecha, balbuceando la palabra traición.
Negué como pude.
Pero Santiago, empujando al lívido sacerdote, no prestó atención a ninguna de las partes en litigio. Sus pensamientos rodaban en otra dirección. Y así lo expresó sin rodeos:
—Nuestro objetivo está satisfecho. Regresemos.
No alcancé a comprender. ¿A qué objetivo se refería?
Jacobo retiró el gladius y se hizo a un lado. Y ante este desconcertado explorador tuvo lugar un desfile que aclararía las dudas y que nunca olvidaré.
Inmediatamente detrás del oportuno Santiago vi aparecer a un Juan Zebedeo encogido y tambaleante, ayudado en su inestable caminar por uno de los hijos de Nathan, el alfarero. El fino rostro, demacrado, presentaba un tinte lechoso. Me estremecí. Los negros ojos, antaño vivos y penetrantes, parecían extraviados.
Le miré de arriba abajo, estupefacto. Y al reparar en sus pies me vi asaltado por unas viejas y dolorosas imágenes.
¡Le faltaba una sandalia!
Y la dramática escena en el silo, a punto de caer en las aguas de la cisterna, con aquel bulto gruñendo y agitándose, cobró sentido. Y comprendí también el porqué de las canastas repletas de piedras y la sandalia abandonada entre los sacos de cereal.
¡Dios, cuánta torpeza!
Y unas fatídicas frases, pronunciadas por Ismael en la mañana del miércoles, a lo largo de mi entrevista con el ponzoñoso personaje, retumbaron en la memoria, clarificando definitivamente el suceso:
—«… en cuanto a ese Zebedeo…, quizá tu “minucia” haya sido ya satisfecha».
La inmediata aparición del segundo de los alfareros, igualmente armado y haciendo presa sin piedad en los cabellos de otro individuo de baja estatura, me sacó de unas deducciones que no tardaría en confirmar.
El huesudo y mal encarado rostro del segundo prisionero me resultó familiar. ¿Dónde le había visto?
No tardé en recordar. Los aflautados gemidos me trasladaron al instante a las «puertas» de la aldea, rememorando la sanguinaria estampa de Judá, el acólito del sacerdote, introduciendo la mecha ardiente en la garganta del infeliz reo, ajusticiado aquella misma mañana del jueves.
Algo, sin embargo, no terminaba de encajar. Aceptando que la hipótesis fuera correcta y que el jefe del consejo hubiera sepultado al Zebedeo en la caverna, ¿cómo explicar la presencia de Santiago y su gente? ¿Cómo lo habían sabido?
Pero las sorpresas continuaron.
Cerrando la comitiva irrumpió en la sala otro entrañable amigo a quien, por cierto, casi tenía olvidado.
—¡David!
El anciano sirviente, inmóvil, de espaldas a la puerta, acusó la abundante y dorada luz que brotaba de las dos grandes lucernas de hierro colgadas de la techumbre. Parpadeó dolorido y buscó la voz que le reclamaba.
Al verme, creyéndome muerto, dibujó una media sonrisa y, atropellado por la emoción, rompió a llorar. Y sorteando al grupo, dejándome arrastrar por la alegría, me lancé sobre mi leal compañero, abrazándole.
—Pero, señor…
El buen hombre, arrasado por el llanto, trataba inútilmente de preguntar, de comprender. Quise calmarle, prometiéndole toda clase de explicaciones. Pero la firme voz de Santiago, reclamando la atención general, dejó en suspenso mis intenciones.
—Y ahora atiende —sentenció el hermano del Maestro, dirigiéndose al desaliñado saduceo—. Si tú y ese grupo de fanáticos nos olvidáis para siempre…
Recalcó el «para siempre».
—… nosotros también olvidaremos este ultraje.
Ismael acertó al fin a levantar los enrojecidos ojillos y, destilando un odio tan denso y repulsivo como su aliento, desafió al sereno galileo:
—¿Ultraje?… ¿De qué ultraje hablas?
Y enroscándose en su soberbia, señalando a los presentes, dejó sentado que él y sólo él era depositario de la verdad:
—… He cumplido con mi deber, poniendo una valla en torno a la Torá [2].
Santiago, conociendo sus torcidas interpretaciones, le rectificó:
—No utilices a tu antojo la sabiduría de la Gran Asamblea. Aquellos hombres prudentes dijeron: «Sed cautos en el juicio, suscitad muchos discípulos…, y poned una valla en torno a la Torá». Ésta sí es toda la verdad.
Y, fortaleciendo las palabras con una pausa, añadió:
—¿Dónde está tu moderación?
E indicando al íntimo del Maestro, a David y a quien esto escribe remachó:
—Ni siquiera los has escuchado.
El saduceo acusó el golpe. Y la cólera incendió las rojas «arañas» del rostro. Respiró con dificultad, bamboleando las prominentes mamas y, cuando se disponía a replicar, Santiago —excelente conocedor de los textos sagrados— segó la hierba bajo sus pies:
—Te recuerdo la sentencia de alguien más justo que tú. Simón, hijo de Onías [3], acostumbraba decir: «Sobre tres cosas se sostiene el universo: sobre la Torá, sobre el culto y sobre la caridad». Tú pareces ignorar las tres…
Y blandiendo el gladius a una cuarta de los babeantes labios del sacerdote, le hizo una última y directa advertencia:
—Mi Hermano y Maestro me enseñó a anteponer la caridad a la Ley. Pero no abuses de mi paciencia.
Y girando sobre los talones se dirigió a la salida, dispuesto a abandonar el lugar. Y el odio de Ismael se fue tras él como una ola. Santiago y los suyos se equivocaban. Aquella rata no sabía del perdón. Su crispada faz fue todo un aviso.
Y el grupo, silencioso, con las espadas en alto, se movilizó sin perder la cara del aparentemente vencido saduceo y su verdugo. Y quien esto escribe, prudentemente, se retiró con ellos. Pero el Destino no había pasado aún aquella lamentable página. No para mí.
Probablemente cometí una nueva torpeza. Aunque me alegro de que así fuera.
En lugar de imitar a mis compañeros, saliendo de espaldas, el exceso de confianza me impulsó a hacerlo de frente. Y pagué por ello, aunque, insisto, de mil amores…
De pronto, casi simultáneo a un agrio «¡Bastardo!», sentí en el hombro derecho el impacto de algo contundente. Mis amigos, fuera de la casa, no advirtieron el postrer coletazo de rabia de Judá.
Giré despacio. A mis pies se esparcían los restos de uno de los vasos de ágata.
Clavé la mirada en el atacante y, decidido, con una súbita e irrefrenable idea en el cerebro, avancé un paso.
El verdugo, no repuesto aún de la reciente humillación y desconcertado ante la serena actitud de aquel extranjero, palideció. Interrogó al saduceo, y éste, llevando la mano izquierda al cuello, le animó a que me lo rebanara de un tajo.
Pero el esbirro, desarmado, dudó. Buscó afanosamente, recorriendo la sala con la vista, mientras este complacido explorador deslizaba sus dedos hacia el extremo superior de la «vara de Moisés», al encuentro con el clavo de ancha cabeza de cobre que activaba los ultrasonidos. Y aunque no disponía de las «crótalos», confié en mi buen tino.
Y recreándome, luciendo la más cínica de las sonrisas, aguardé a que recuperara un mínimo de quietud. Ismael, a media voz, saboreando lo que consideraba el principio de su venganza, animaba al acólito a terminar con mi vida.
Eché un vistazo a la puerta y, seguro de que el grupo se alejaba ya del edificio, apunté al cráneo del indeciso energúmeno. Y una descarga de veintiún mil hertz fue a traspasarle, alterando el aparato «vestibular», responsable de la percepción de sensaciones y de la permanente información sobre la posición del cuerpo y la cabeza en el espacio. Las ondas ultrasónicas, de naturaleza mecánica y cuya frecuencia se encuentra por encima de los límites de la audición humana (superior a los dieciocho mil hertz), invadieron el oído interno del matón, bloqueando el conducto semicircular membranoso. Y perdido el control, con los ojos desorbitados, fue a rodar por el pavimento.
El sacerdote, sin comprender lo ocurrido, miró atónito al inconsciente Judá. Después, alzando el rostro hacia las vigas de la techumbre, indagó sin éxito. Y quien esto escribe esperó, impertérrito.
Respondí a su miedo supersticioso con una fría y calculadora mirada. Algo debió de intuir y, cambiando los papeles, con una notable teatralidad, cayó de rodillas. Y reptando, implorando clemencia, fue aproximándose. Pero sólo obtuvo justicia.
Y un segundo «cilindro» infrarrojo [4], protegiendo los ultrasonidos, partió del cayado, haciendo blanco en la calva de aquel miserable. Y en centésimas de segundo se desplomó.
Aunque de naturaleza inocua, el dispositivo de defensa garantizaba la inmovilización durante varios minutos.
Y, satisfecho, di por zanjada mi pequeña y personal «venganza».
Y dispuesto a retirarme, con el propósito de alcanzar al grupo, algo me retuvo. Fui a inclinarme sobre el exánime Judá y, en efecto, comprobé que no había errado.
¡Las sandalias «electrónicas»!
Aquel miserable, conociendo mi encarcelamiento en la gruta, no dudó en apropiarse de ellas, calzándolas.
Me apresuré a desatarlas y, mientras arrollaba y anudaba las tiras de cuero de vaca a las canillas de mis piernas, una lógica presunción me arrastró a registrar el resto de su cuerpo.
Si se había adueñado de las sandalias, también cabía pensar que hubiera hecho otro tanto con la bolsa de hule. Al menos, con los apetecibles denarios.
Tiré de la hagorah —la faja en la que era costumbre esconder armas y dinero—, pero la hallé vacía. Tampoco tuve suerte en el siguiente y nervioso cacheo.
Y no deseando tentar la fortuna con el registro del saduceo, decepcionado, elegí abandonar el lugar. Y la Providencia me iluminó. Porque, nada más cruzar el zaguán, me salió al encuentro la figura de David, el sirviente. Preocupado por mi tardanza volvió sobre sus pasos. Y valientemente, desafiando el peligro, parecía dispuesto a entrar de nuevo en la casa, prestándome ayuda una vez más. Le tranquilicé como pude, excusándome en una verdad a medias. Mostré las sandalias, explicando que el tal Judá había necesitado de «ciertos argumentos» para comprender que debía restituirlas a su verdadero dueño.
Guardó silencio y, visiblemente preocupado, mirando atrás una y otra vez, rogó que nos alejáramos lo antes posible de la guarida de la víbora.
E impaciente por despejar los puntos oscuros de su rescate y, cómo no, de la presencia del Zebedeo en la gruta, le abordé sin tapujos mientras me dejaba guiar por el embarrado terreno hacia el laberinto de la aldea.
Así fue cómo recompuse la definitiva explicación a la oportuna llegada de Santiago y su gente al cubil del jefe del consejo. Una explicación bastante sencilla, teniendo en cuenta el cúmulo de antecedentes.
De acuerdo con lo narrado por el criado, nada más producirse nuestro encierro, al deslenguado Judá le faltó tiempo para propalar la «hazaña» de su amo y señor. Y con la inestimable ayuda de un par de jarras de vino, toda la posada del «rana» terminó conociendo los pormenores de la historia. Y Débora, la «burrita», al tanto de mi entrevista con Ismael, se apresuró a presentarse en el hogar de la Señora, informando de lo ocurrido. La confidencia de la prostituta vino a ratificar lo que la familia ya sabía por boca de otro de sus aliados en Nazaret: el tal Jairo, el anciano de barbas deshilachadas que en la tarde del martes había aporreado la puerta del corral de la casa de María e informado a Santiago de la marcha a la vecina Séforis de la mano derecha del saduceo —Judá— con el fin de solicitar instrucciones al tribunal sobre la supuesta «blasfemia» del hermano del Resucitado.
Al parecer —y esto no figuraba con claridad en la memoria del voluntarioso David—, las noticias facilitadas por Jairo iban más allá de lo expuesto por Débora. «Es más que probable —les anunció— que Juan, el discípulo del Maestro, haya corrido idéntica suerte, encontrándose sepultado en algún rincón del subterráneo».
Aquello sí aclaraba la inexplicable desaparición del Zebedeo. Y tras un acalorado parlamento —con la comprensible oposición de las mujeres—, Santiago y su cuñado tomaron la decisión de acudir ante el vengativo sacerdote, pidiendo explicaciones. Y en previsión de más que probables complicaciones solicitaron el apoyo de los hijos de Nathan, el alfarero, así como de algunos de los vecinos más afines. Pero sólo dos de los tres alfareros aceptaron. El resto de la vecindad —atemorizado— se excusó ante el feo cariz de la propuesta. Y la aldea, como es natural, se vio conmocionada por lo ocurrido y por lo que a todas luces podía sobrevenir.
Entonces entendí el porqué del anómalo cierre del taller de alfarería que se alzaba próximo al puentecillo de troncos y, sobre todo, la escena de Jacobo, amenazando al saduceo con el gladius y su palidez al reconocerme. Si se suponía que este extranjero permanecía enterrado en la cripta, ¿cómo demonios había llegado hasta allí? Pero el albañil, como ya mencioné, absorto en la custodia del peligroso Ismael, no preguntó.
Según David, al poco de verme desaparecer en la negrura de la cisterna, percibió el rugido de la muela y un atropellado vocerío. Minutos después, Santiago y uno de los alfareros se deslizaban por la cuerda, alertados por las confusas explicaciones del sirviente y los enigmáticos gruñidos. Y al pisar el segundo silo —buscando en realidad al pobre Jasón— fueron a descubrir a un Juan Zebedeo atado de pies y manos y amordazado.
La sorpresa del esclavo, al desentrañar el misterio, fue similar a la mía al ver desfilar al tambaleante discípulo.
El resto de la secuencia, poco más o menos, ya lo conocía. Mi irrupción en la sala vino a coincidir con la de Santiago y demás integrantes de la expedición.
Por mi parte, cumpliendo lo prometido, le proporcioné las únicas explicaciones que acertaba a intuir sobre mi liberación del subterráneo y que ya he referido.
Y repitiendo sin cesar que «Dios está conmigo», el compungido anciano siguió tirando de este explorador entre rampas y callejones. Los recientes aguaceros, cubriendo de barro, guijarros e interminables ríos los recovecos de la intrincada aldea, hacían más penoso el avance. Frente a las puertas, patios y corrales, hombres, mujeres y niños se afanaban con toda clase de vasijas y cántaros en el achique de las venas de agua que corrían desde el Nebi, inundando las míseras construcciones. Algunas de las matronas, sorprendidas a nuestro paso, cuchicheaban entre sí, haciéndose lenguas sobre un suceso —la audaz intervención de los hijos de María, la de «las palomas»— que «no podía traer nada bueno». No se equivocaban.
Y casi sin percatarme del rumbo tomado por David fuimos a desembocar frente a la familiar fachada sin ventanas del hogar de la Señora. Y el instinto, en guardia, me previno. ¿Qué me reservaba aún aquel atardecer? ¿Debía entrar? ¿Cómo reaccionaría el refractario Zebedeo? ¿Habría olvidado su hostilidad hacia mí?
Por un momento, mientras el anciano golpeaba con timidez la menguada puerta, pasó por mi cabeza la idea de dar media vuelta y despedirme allí mismo del leal sirviente. Faltaba hora y media para el ocaso. Más que suficiente para ganar la aldea de Caná. Mis objetivos en Nazaret estaban cumplidos. La información sobre la mal llamada «vida oculta» del Maestro, al menos en lo sustancial, obraba ya en mi poder. El regreso al yam y al añorado módulo no podía posponerse. Era necesario, además, que estuviera presente en la posible nueva aparición del Resucitado, anunciada para la próxima jornada del sábado, 29 de abril. Por otra parte, mi resentido ánimo no habría soportado un cataclismo como el que acababa de padecer. No obstante, a pesar de estos sólidos razonamientos, la triste realidad de la pérdida de la bolsa de hule me fue frenando. Tenía que localizarla.
Pero el súbito impulso duraría poco. Una voz, al otro lado de la madera, echó por tierra las endebles intenciones.
Y a respuesta de David, el paso fue franqueado. El sirviente, ajeno a mis reflexiones, descalzándose, penetró en la penumbra, dando por hecho que le seguía. Sin embargo, dudé. Y fue el gesto de Santiago, haciendo señas para que apremiara, lo que terminó rindiéndome.
Y al salvar el alto peldaño me vi enfrentado a un nuevo «manicomio».
La familia, casi al completo, en pie alrededor de la mesa de piedra, se hallaba embarcada en una de aquellas ya habituales trifulcas, en la que todos gritaban a un tiempo, pisándose argumentos e improperios. Una lámpara de aceite en el centro de la rueda de molino que hacía de mesa asistía asustada, agitándose a cada ir y venir de los gesticulantes hermanos. Faltaban Rebeca y Esta, la esposa de Santiago.
Paseé la vista, buscando a María, la Señora. Y la hallé a mi izquierda (sigo tomando como referencia la puerta de acceso a la vivienda), en la plataforma elevada que servía de cocina y dormitorio, acurrucada junto al fogón. Era la única que no discutía. Otra lucerna, a sus pies, clareaba los altos pómulos y los negros y sedosos cabellos recogidos en la nuca. Tenía los ojos fijos en la contienda. Parecía asustada.
Y al verme, incorporándose con dificultad, trató de caminar hacia los escalones que aliviaban el descenso hacia la estancia en la que me encontraba. Pero su rodilla derecha se resintió, haciéndola tambalear. Me apresuré a salir a su encuentro, asistiéndola.
—¡Jasón!…
Aquel tierno abrazo y el bellísimo verde hierba de sus almendrados ojos me hicieron olvidar disgustos y desatinos.
—¿Estás bien?… ¿Qué ha ocurrido?… ¿Qué tienes ahí?
Era la primera persona, con excepción de David, que se interesaba por el estado de este maltrecho explorador. Y también fue ésta la primera ocasión en la que —gracias a la compasiva Señora— pude aliviar el hematoma subcutáneo que deformaba mi frente y que había llamado su atención. Envuelto en aquel caos, apenas si tuve oportunidad de explorarme y conocer el verdadero alcance del traumatismo. Me sentía bien —ligeramente dolorido, es cierto—, pero, ante la insistencia de la obstinada mujer, acepté sus cuidados.
Se dirigió al arcón y regresó al instante con un espejo y un largo lienzo.
—Observa —ordenó—. Eso no tiene buen aspecto…
Tomé el bronce bruñido, encarándome con el pequeño y redondo espejo. La Señora, aproximando la lamparilla de aceite, aguardó mi parecer.
Los gritos arreciaban y, deseoso de averiguar cuanto antes la razón o razones de tan penoso espectáculo, abrevié el examen. A pesar de la pérdida del conocimiento, el golpe no parecía encerrar mayores complicaciones. Las pupilas —sin asomo de midriasis (dilatación) bilateral o unilateral arreactiva— aparecían normales. Cualquier alteración en este sentido me habría alertado sobre algún grave sufrimiento del tronco cerebral o la presencia de un no menos delicado hematoma intracraneal, respectivamente.
Revisé el resto del cráneo, sin hallar otra cosa que leves escoriaciones, consecuencia de los múltiples encontronazos con las paredes de la cisterna. El pulso era normal. La intensa cefalea inicial había ido remitiendo y tampoco recordaba haber experimentado náuseas, vómitos o una actividad convulsiva que avisaran de un incremento de la presión intracraneal. Sinceramente, a pesar de los pesares, podía considerarme un hombre afortunado. Y de haber contado en esos momentos con la farmacia «de campaña», la administración de una simple dosis de paracetamol hubiera ido eliminando el dolor de cabeza y las molestias generales.
Pero la Señora, a su manera, compensaría con creces esta y otras carencias.
—¿Y bien?…
Sonreí y, guiñándole un ojo, bromeé:
—Tu «ángel» sigue siendo el más guapo…
María me arrebató el espejo de un manotazo y, confortada por aquel griego, inasequible al desaliento, esbozó una sonrisa que la transfiguró. La blanca y equilibrada dentadura asomó fugaz y, fingiendo una dureza inexistente, señaló el piso de la plataforma, ordenando que me arrodillara. Obedecí simulando sumisión. Y refunfuñando depositó un denario de plata bañado en vinagre sobre el hematoma, sujetándolo con el largo lienzo.
—Ahora sí que estás guapo —replicó, devolviéndome el guiño.
Y de esta guisa, con la frente cubierta por el paño, retorné a la escena principal. La Señora, remontado el inicial abatimiento, se aproximó a los cuatro escalones y, colocándose en jarras, contempló brevemente un alboroto que no parecía tener fin. Me eché a temblar. Algo sabía del temperamento de hierro de la madre del Galileo y de sus imprevisibles reacciones. David, acobardado, continuaba junto a la puerta, tieso como un árbol y con los ojos fijos en Jacobo, que momentáneamente vociferaba por encima de los demás. En el ángulo derecho, reclinado contra las ánforas, descubrí al fin al Zebedeo. Conservaba aquella mirada extraviada. Evidentemente, aunque asistía al conflicto, no parecía ver ni escuchar.
—¡No permitiré que mamá María huya de su casa y de su tierra!…
Y milagrosamente el albañil acompañó aquella última frase con un gesto de su mano izquierda, marcando la dirección de la plataforma. Y digo «milagrosamente» porque, al detectar la figura de su suegra, repuesta y a punto de estallar, el apasionado galileo se deshinchó al instante. Y la brusca interrupción y el atemorizado semblante de Jacobo —con la mirada enganchada en aquel mal sujeto vendaval que se avecinaba— no pasaron inadvertidos. Los gritos, maldiciones y sarcasmos cesaron como por encanto. Y el grupo, al unísono, percibiendo la borrasca, bajó la cabeza.
María, arruinando mis previsiones, se limitó a pasear su justa indignación ante todas y cada una de las caras. Y sin mediar palabra alargó el brazo, indicando que la ayudara a descender.
Y en un elocuente silencio, con el reproche colgado de la mirada, cruzó entre los pasmados Santiago, Miriam, Ruth y Jacobo.
Y quien esto escribe, sin saber dónde esconderse, continuó a su lado, sintiendo en la muñeca izquierda la presión de los largos y encallecidos dedos. Una presión que delataba toda su angustia.
Pero la Señora sabía muy bien lo que hacía. Y aproximándose al decaído discípulo —sin una sola palabra— vino a reprobar la improcedente conducta de los suyos. Enzarzados en la discusión olvidaron toda prioridad y hasta el más elemental sentido de la hospitalidad.
Los hijos lo comprendieron al instante y, discreta y prudentemente, fueron rodeando a la madre. Pero nadie se pronunció.
La Señora, inclinada sobre el inexpresivo Juan, reclamó una lucerna. Ruth, presurosa, le tendió la lámpara que iluminaba la mesa de piedra.
Me situé junto a María y, dejando el cayado sobre una de las esteras de paja que alfombraban el piso, pasé revista al dócil Zebedeo.
El pulso, algo lento, me preocupó. La piel, pálida y fría, había perdido elasticidad. No descubrí, sin embargo, rastro alguno de heridas o contusiones. Sólo unas leves magulladuras en muñecas y tobillos, que atribuí al prolongado roce de las ligaduras.
—¿Qué opinas?
No pude responder de inmediato a la pregunta de la mujer.
Pegué el oído al pecho del discípulo, pero, al margen de la ya referida bradicardia o anormal lentitud del pulso, las presiones cardiacas parecían correctas. Tampoco la frecuencia respiratoria me llamó la atención.
Me hice con la lucerna, paseando la llama frente a los vidriosos ojos. Y tímidamente, con cierta apatía, las pupilas reaccionaron, escoltando el pausado movimiento.
Traté de entender. Si las informaciones eran correctas, el joven había sido capturado en la mañana del martes, 25, siendo sepultado de inmediato. Su rescate, en la tarde de aquel jueves, 27, le colocaba en un evidente estado de inanición, aunque en un grado primario y, afortunadamente, sin daño para los sistemas principales. De todo aquello quizá lo más aparatoso era el fuerte shock emocional. Algo que yo mismo padecí y por razones muy similares.
Y persuadido de la escasa trascendencia del problema —una desnutrición secundaria, mucho más grave, me hubiera impedido actuar—, tras explicar a la Señora el posible origen del mal, recomendé que intentara reanimarle con unas progresivas y reducidas raciones de alimentos de fácil digestión. A ser posible, en un primer momento, a base de leche, aceite y miel. Y todo ello, naturalmente, acompañado de un forzoso descanso.
Ruth y Miriam, a una señal de la madre, pusieron manos a la obra, alejándose hacia la plataforma.
Y María, acariciando el rostro del Zebedeo, trató de animarle, recordando que «todo había pasado» y que «muy pronto estaría de regreso en Saidan».
Y llevando el dedo índice izquierdo a los labios aconsejó silencio.
Nos retiramos hacia la mesa de piedra, al tiempo que las mujeres retornaban con la primera ración. Y pacientemente, como si de su hijo se tratara, la Señora, sosteniendo la cabeza de Juan con la mano derecha, fue vertiendo el espeso contenido del cuenco de madera en los temblorosos labios del discípulo. Y dulcemente, con un amor que me cautivó, permaneció junto a él hasta que hubo apurado la última gota. Y el Zebedeo, lanzando un profundo suspiro, cerró los ojos, asintiendo suavemente con la cabeza. Y la mujer, feliz ante aquella inequívoca y positiva manifestación, me trasladó su alegría con un espontáneo comentario que, lógicamente, sólo yo alcancé a comprender en toda su dimensión:
—¡Sí, Jasón, el más guapo!
Aunque pudiera parecer lo contrario, la Señora no olvidó las motivaciones que arrastraron a sus hijos a la cruda polémica. Y ante el suspense general pidió que tomáramos asiento en torno a la muela.
Ruth, la «ardilla», lo hizo junto a su madre. Y en un gesto que vino a expresar y resumir el sentimiento del resto, descansó la cabeza sobre el hombro de María, buscando y atrapando entre las suyas las manos de la Señora. Y las acarició y apretó en silencio, con los ojos bajos. Y el peso de mi complacida mirada debió de llegar hasta su transparente cutis porque, al punto, descubriendo los ojos verdes, me observó y, ruborizándose, borró parte de la constelación de pecas que la adornaba.
María, refugiándose nuevamente en aquel tono grave que no admitía desviaciones, solicitó que sus hijos, uno tras otro y sin intromisiones, repasaran la situación, proporcionando una sincera y templada opinión sobre lo que convenía hacer. Pero nadie respondió. Y ante el embarazoso mutismo, comprendiendo, David y yo hicimos ademán de levantarnos y abandonar el lugar. La Señora, sin embargo, cortó en seco la discreta medida. Tanto el anciano David como quien esto escribe —manifestó por derecho— nos hallábamos comprometidos en el mismo conflicto. Más aún: habíamos sufrido por causa de la familia y eso —gustase o no— nos convertía en parte del clan.
Agradecimos su sinceridad y retornamos a nuestros respectivos puestos. El sirviente, algo más atrás, junto a la puerta, y servidor, a la derecha de la Señora, con su hija Miriam a mi diestra.
Santiago, acomodado entre Ruth y su cuñado, el albañil, rompió al fin el incómodo silencio. Y sereno, recorriendo los expectantes semblantes con aquellos ojos acastañados, profundos y sin doblez, trazó en el aire y en los corazones las líneas esenciales del problema:
—Como sabéis, hoy jueves, en su reunión habitual, el tribunal de Séforis ha desestimado la demanda de ese mal nacido…
María, tensando el rostro, sin una sola palabra, le recriminó.
—Según las noticias procedentes del pequeño sanedrín —prosiguió el galileo dulcificando sus expresiones—, el texto de la denuncia presentada por el jefe del consejo local no contiene indicio de blasfemia.
Y haciendo gala de su excelente memoria simplificó mis esfuerzos —y supongo que los de la mayoría— por rememorar las frases que él mismo pronunciara en la mañana del pasado martes ante Ismael y el nutrido grupo de vecinos:
—«¿O es que te atreves a negarlo?… Dinos: ¿reconoces en Jesús al Hijo del Dios vivo?».
Jacobo, el único testigo, junto a este explorador, de la manifestación que, en efecto, desencadenaría el terremoto, asintió con la cabeza, palideciendo.
—«Tú lo has dicho. Le reconozco como tal».
Nuevo y espeso silencio.
—Pues bien —avanzó Santiago, elevando el tono y dejando al desnudo una indudable satisfacción—, tal y como contempla la Ley, los jueces han tenido que rendirse a la evidencia: no hay blasfemia.
Ruth, menos impuesta en los retorcidos subterfugios de los intérpretes de la Ley, solicitó una aclaración.
Era muy simple. Y su hermano, condescendiente, le recordó primero uno de los pasajes del Levítico (24, 10 y siguientes), en el que se cuenta cómo, por orden de Yavé, se lapidó al hijo de una israelita «por haber blasfemado el Nombre» [5].
La «pequeña ardilla» seguía sin entender. Y Santiago, saltando a las interpretaciones de los juristas, le advirtió —y nos advirtió— de un punto clave, toda una sutileza, recogido y respetado por la más antigua tradición oral. De acuerdo con esa normativa legal, «el blasfemo no es culpable en tanto no mencione explícitamente el Nombre». Es decir, en tanto en cuanto no pronuncie el nombre de Dios de forma clara y precisa. (Así aparece, en efecto, en la Misná: orden cuarto, capítulo VII, 5, y en los textos de este mismo tratado Yom 3, 8; 6, 2 y Sot 7, 6.)
Santiago, conocedor de la artimaña, había respondido con verdad al saduceo, pero sin caer en la trampa. La historia, como creo haber mencionado, volvía a repetirse. Jesús de Nazaret, interrogado en idénticos términos por Caifás, el sumo sacerdote, replicó con las mismas palabras e inteligencia. El primero, sin embargo, tuvo la fortuna de contar con un tribunal lo suficientemente honesto e imparcial.
—Y a pesar de las protestas y alegaciones de Ismael —concluyó Santiago con alivio—, los jueces, sabedores de la vieja inquina de este individuo hacia nuestro Hermano y nuestra casa, le han despedido, amonestándole por lo que consideran «impúdica y tendenciosa manipulación de los hechos».
Ruth, eufórica, rompió en aplausos. Y poco faltó para que el resto —movido del mismo entusiasmo— se uniera a la espontánea pelirroja.
La Señora alzó las manos, reclamando compostura. Y la llamita que animaba la reunión tembló bajo las abiertas palmas, advirtiendo a los presentes. La gruesa e imperativa voz de María no permitió una nueva desbandada. Y tomando el timón de la conversación, les recordó que aquella «victoria» sólo podía acarrear disgustos y un clima mucho más enrarecido. Ni ella misma podía imaginar lo certero de la advertencia…
Jacobo protestó, repitiendo el argumento que les llevó al anterior callejón sin salida:
—Mamá María no dejará su casa y su pueblo… No lo permitiré.
Miriam, haciendo causa común con su marido, asintió con la cabeza, sin atreverse a abrir los labios.
Santiago, decepcionado por el retorno a la vieja e inútil polémica, manifestó su oposición con rotundos monosílabos.
La pelirroja, angustiada, se limitaba a mover la cabeza, siguiendo las dispares alternativas.
Y el criado y quien esto escribe —abrumados—, temiendo lo peor, asistimos en silencio a lo que parecía una segunda batalla campal.
Pero la Señora, endureciendo la mirada y haciendo descender la inflexión de la voz, recuperó el dominio, acallando voces y voluntades. Nunca la había visto tan segura y dominante. Y presumí que algo importante rondaba en su corazón.
—Y ahora oídme con atención porque no lo repetiré…
Alisó con calma los negros cabellos e inspiró con ansiedad, como si lo que se disponía a desvelar le fuera arrancado de las entrañas. Los finos labios dudaron. Entornó los párpados y, finalmente, tras una segunda y profunda inspiración, los rasgados y verdes ojos se abrieron saturados de luz.
La «ardilla», con su afilada sensibilidad, captó el poderoso esfuerzo de la madre. Y estrechando de nuevo sus manos la miró asustada.
Nadie respiró.
—Durante años, bien lo sabéis, no comprendí a vuestro Hermano…
El tono se quebró. Y las aletas de la pequeña y recta nariz se estremecieron. Pero sólo fue un instante. Y recuperando el temple prosiguió con la vista fija en la flama de la lucerna.
—Me enfrenté incluso a sus aparentemente absurdas y locas ideas. No sabía de qué hablaba cuando se refería a su Padre Azul… Peor aún: no quise saber ni entender…
Dejó volar una pausa. Alzó los ojos y, derramando una seguridad que nos alcanzó a todos, confesó valientemente:
—Pues bien, ahora sí lo sé. Ahora (demasiado tarde, también lo sé) comprendo lo que repetía una y otra vez. Comprendo y me avergüenzo por no haber estado de su lado…, por no hacer mía su frase favorita: «Que se haga la voluntad del Padre»…
La sincera y hermosa confesión —en una mujer que sostuvo hasta el final la idea y la imagen de un Jesús «libertador político»— terminó quebrándola. Y cerrando los ojos bajó el rostro. Y las lágrimas hablaron por ella.
Ruth, contagiada, asaltada por un llanto incontenible, la abrazó, besando cabellos, frente, mejillas y manos sin orden ni tregua.
Santiago, con un nudo en la garganta, se refugió en uno de sus gestos típicos: la velluda mano izquierda comenzó a peinar con nerviosismo la canosa y poblada barba. Y los ojos se humedecieron.
Jacobo, blanco como la pared, con la boca entreabierta, buscando aire y fuerzas para no sucumbir a la arrolladora emoción, contemplaba incrédulo la inédita estampa de una María frágil y arrepentida y, al mismo tiempo, audaz y luminosa.
Miriam, copia casi exacta de la madre en lo físico y en lo temperamental, reaccionó como lo habría hecho la Señora si el protagonista hubiera sido cualquiera de los allí presentes: la observó con dulzura y, batiendo palmas, reclamó sosiego, recordando a la de «las palomas» que aquéllos eran sus hijos y que no debía avergonzarse porque, sencillamente, todos se hallaban en la misma situación. ¿Quién podía vanagloriarse de lo contrario? ¿Quién, de entre los familiares del Maestro, le había entendido y socorrido en los años de predicación?
Y la hija mayor, en su afán por reforzar los argumentos, sacó a la luz algo que, obviamente, era nuevo para mí. Y refrescando la memoria colectiva se refirió —éstas fueron sus palabras— a la «ruptura que dejó aislado a Jesús en los primeros días de su vida pública».
—¿No recordáis sus lágrimas? —remachó con frialdad—. ¿Habéis olvidado quizá sus continuos esfuerzos por hacernos ver cuál era su misión? Y sin embargo ¿qué hicimos?
María, secando el llanto y la pasajera debilidad, se incorporó al discurso de Miriam, agradeciendo con una temblorosa sonrisa el amor, comprensión y respeto de los suyos. Y dejó que la hija concluyera lo que todos sabían:
—Le volvimos la espalda. Peor aún: murmuramos contra Él, creyéndole loco…
Me removí inquieto en mi interior. ¿De qué estaba hablando? Ninguno de los evangelistas hace alusión al rechazo de su propia familia. No, al menos, con la claridad de Miriam. ¿De qué me asombraba? ¿Es que no había constatado ya la dolorosa ineptitud de los mal llamados escritores sagrados? Y en esos momentos imploré a la Gran Inteligencia que nos permitiera continuar con nuestros planes. Ardía en deseos de consumar el tercer «salto» y verificar por mí mismo lo que realmente sucedió en aquella, al parecer, igualmente manipulada etapa de la existencia del Hijo del Hombre. Y tuve que sujetar mis impulsos. No preguntaría. Esta vez no. Prefería descubrirlo personalmente…, en su momento.
—Está bien —terció al fin la Señora con la voz en reposo—, lo que trato de deciros es que, a partir de ahora, haré honor a lo que defendió vuestro Hermano. Si es la voluntad del Padre —el tono se enriqueció con aquella prodigiosa seguridad— me quedaré.
Y extendiendo el dedo índice izquierdo, apuntando al grupo, dibujó un círculo en el aire, cerrando la sentencia sin paliativos:
—Nos quedaremos en Nazaret. Si no lo es, Él se ocupará de mostrarnos el camino…
¿La voluntad del Padre? ¿Y cómo descifrar algo tan abstracto y aparentemente alejado de la percepción humana? Las respuestas a las lógicas interrogantes de este perplejo explorador irían llegando poco a poco. Sobre todo a lo largo de la inolvidable peripecia en el tercer y próximo «salto» en el tiempo. Pero debo contenerme…
Y se obró el milagro. El contundente lenguaje de la Señora, amparado por un convencimiento que, sin duda, yacía dormido en su corazón, tuvo una respuesta unánime e inmediata. Nadie torció el gesto o insinuó siquiera la más leve oposición. Y aceptando que estaban ante la fórmula que habría agradado al desaparecido Hermano, adoptaron la resolución de esperar y ver en qué desembocaba aquel clima hostil que respiraba parte de la aldea.
En mi opinión es triste e injusto que los evangelistas —y Juan Zebedeo se hallaba presente— no dedicaran una sola línea a los hechos y circunstancias que rodearon a la familia tras la crucifixión y que reflejaban una situación tan comprometida como patética. A no ser, claro está, que la disminuida e histérica imagen del Zebedeo en aquellos momentos influyera —por razones de conveniencia— en el silencio general. Sea como fuere, lo cierto —una vez más— es que los que se consideran creyentes resultarían estafados.
Y la Señora, recompuesto el ánimo, descendió al inmediato y no menos tenso presente, exponiendo en primer lugar la urgente necesidad de que Santiago volviera con los suyos, informándoles y tranquilizándoles. Esta —su mujer— y Rebeca no estaban al tanto de los últimos sucesos.
El galileo, en un primer momento, se resistió. Pero María, señalando con los ojos el entramado de las gruesas vigas de sicómoro que sujetaban la techumbre, ayudándose con una pícara sonrisa, le rogó que no olvidara su todavía caliente compromiso:
—Él nos protegerá…
Y al comprender el significado de aquella mirada —más allá de la hojarasca y tierra apisonada que conformaban el terrado—, la totalidad de los allí congregados, con los ojos pendientes, como tontos, del maderamen, se apresuró a enmendar el error. Las miradas se cruzaron ruborizadas, y la Señora, con una oportuna y franca carcajada, borró los últimos rescoldos de recelo.
Santiago accedió. Se puso en pie y, antes de abandonar la casa, hizo jurar a su cuñado que, al menor síntoma de violencia, correría a avisarle. Después, posando los ojos en los de este explorador, sin necesidad de palabras, me transmitió que la seguridad de su gente también era cosa mía. Agradecí la confianza, replicando con un casi imperceptible y afirmativo movimiento de cabeza. Sonrió y, decidido, se dispuso a desatrancar la puerta. Pero, al reparar en la silenciosa y cohibida lámina de David, cayendo en la cuenta de las inciertas circunstancias a las que se enfrentaba el esclavo huido, giró en redondo, interrogando a su madre.
María no dudó. Sabía que la Ley asistía al esclavo prófugo [6] y que, incluso, podría haber denunciado al amo por atentar contra su vida. E interpretando el sentir del noble sirviente tranquilizó a Santiago, añadiendo que, si ése era el deseo del anciano, contaba con la hospitalidad y el socorro de la familia.
David, en efecto, respaldó la intuición y la bondad de la dueña. Por nada del mundo hubiera regresado a aquella guarida. Y agradecido se arrojó a los pies de la Señora, besando sus manos.
María, confundida, le regañó, ordenando con severidad que se alzara. Y el anciano, con pronunciadas y continuas reverencias, trasladando así su gratitud a los presentes, fue a retirarse junto a la puerta. Apenas si le oí hablar el resto de la jornada. Una jornada, por cierto, que tocaba a su fin. El ocaso merodeaba ya por la aldea y la familia —más distendida— fue a ocuparse de los preparativos de la cena.
Miriam, con buen criterio, ahorrando nuevos e innecesarios trabajos a su madre, asumió la iniciativa. La dolorida rodilla no hacía aconsejable que trajinara en el piso elevado de la estancia.
Ruth, por consejo de su hermana mayor, continuó al lado de la Señora.
El Zebedeo, profundamente dormido, seguía ajeno a todo.
Y de pronto, la arrolladora Miriam, con los ojos encendidos, interpeló a su distraído marido, conminándole a «mover el trasero si deseaba participar en la cena». Jacobo, dócil como un cordero, conociendo el tempestuoso carácter de la mujer, se dispuso a acatar las órdenes. Pero un súbito y seco trueno nos sobresaltó. Y un fuerte aguacero repiqueteó sobre el quebradizo tejado, maltrecho ya por las copiosas lluvias anteriores.
Fue casi instantáneo. El agua se abrió camino entre la hojarasca y el barro del terrado, precipitándose con certera puntería sobre la rubia cabellera del albañil.
Y la casualidad provocó la indignación del hombre, quien, maldiciendo su estrella, aprovechó para invocar un viejo refrán contenido en el libro de los Proverbios (27, 15), arremetiendo de paso contra la mordaz Miriam:
—La gotera continua en día de chaparrón y la mujer pendenciera hacen pareja…
La esposa, como era de prever, no atrancó. Y regresando sobre sus pasos, hizo presa en las barbas del desprevenido Jacobo, tirando de él hacia los escalones de acceso a la plataforma y entonando triunfante otro dicho popular, igualmente extraído de Proverbios (26, 5):
—Responde al necio según su necedad, no sea que vaya a creerse sabio.
El ayear y las protestas no conmovieron a la esposa. Y el venial incidente nos relajó, dando rienda suelta al regocijo general.
Las risas, sin embargo, terminaron bruscamente. Y quien esto escribe fue partícipe de un suplicio al que no tendría más remedio que ir acostumbrándose.
El diluvio pasó factura. Y un alarmante chorreo se propagó aquí y allá, transformando la apacible vivienda en un atolondrado ir y venir de unos y otras, en un más que incierto empeño por controlar las obstinadas goteras. Vasijas, platos, cántaros y copas fueron repartidos en todas direcciones hasta que, rendido, el jadeante grupo optó por sentarse de nuevo, esquivando con más pena que gloria cada nuevo e irritante goterón. Aquella tragicómica situación —en especial durante la época de lluvias (entre octubre y abril, aproximadamente)— constituía el pan nuestro de cada día para los habitantes de la mayor parte de las achacosas aldeas de Israel.
Y por espacio de casi una hora, mientras la borrasca descargó sobre Nazaret, cena y conversación fueron irremediablemente «animadas» por el repiqueteo del agua sobre la arcilla y el metal. Al principio —lo reconozco— no podía dar crédito a la resignada actitud de mis amigos. Pero, como digo, aquello formaba parte de lo cotidiano y no restó apetito ni espontaneidad a los galileos.
Removí la humeante sopa con curiosidad. Miriam, a pesar de las circunstancias, se había esmerado: guisantes, calabaza sin pepitas, una especie de lechuga repollada y cortada en tiritas, dientes de ajo macerados, cebolla en rodajas y la sabrosa parte blanca de unos enormes puerros.
Me sentí feliz. Y ante la complacida mirada de mis amigos elogié la buena mano de la cocinera.
El segundo plato no le fue a la zaga: croquetas de pescado rebozadas en nueces tostadas y picadas. Aquellas bolitas, fritas en aceite profundo, casi me hicieron olvidar dónde estaba.
Pero el brusco despertar del Zebedeo me devolvió a la cruda realidad.
Ruth y la Señora, sorteando goteras, se apresuraron a asistirle. El discípulo parecía notablemente repuesto. Los vi conversar en voz baja, aunque no acerté a descifrar el contenido del breve parlamento. De vez en cuando, eso sí, la «pequeña ardilla» —la única que no abrió los labios— me buscaba en la penumbra, clavando sus ojos en los míos. Presentí que Juan, al descubrirme junto a la mesa de piedra, volvía a las andadas y protestaba —supongo— por la presencia de aquel traidor en la casa familiar. María le susurró algo al oído y la mirada del Zebedeo —ahora viva y despierta— fue a clavarse en la de este incómodo explorador. Creí percibir cierta incredulidad, despuntando entre el viejo rencor. No había duda. Su actitud hacia aquel griego que se negó a auxiliar a su amigo Natanael seguía tan enconada como antes. Quizá más. Y me resigné, prometiéndome a mí mismo que procuraría mantenerme alejado del inestable discípulo.
La Señora sonrió. Golpeó la mejilla del discípulo con un par de cariñosas palmaditas y Juan volvió a cerrar los párpados. Instantes después, Ruth, por indicación de la madre, se encaminaba al fogón, calentando una nueva ración de leche, aceite y miel.
El ambiente, sin embargo, no se resintió. Jacobo y David empezaban a cabecear, vencidos por el cansancio. Y en cuestión de minutos —sin demasiada resistencia— cayeron en un benéfico y beatífico sueño. Y quien esto escribe, sin saber qué partido tomar, aguardó impaciente el regreso de la Señora. Prometí a Santiago velar por la seguridad de su gente, pero ¿cómo hacerlo? Y sobre todo, ¿cómo mantenerme alerta si —como presumía— aquel insobornable sopor que me invadía continuaba su avance?
Todo fue más sencillo.
María, al contemplar al anciano y a su yerno, se hizo cargo. Y de puntillas, cojeando, fue a inclinarse sobre este explorador, besándole en el lienzo que cubría su frente.
—Descansa, mi querido ángel. Demos a cada día su afán…
Aquella última frase me resultó familiar. ¿Dónde la había oído?
Y la mujer, haciendo una señal a sus hijas, tras alimentar la lucerna con una carga extra de aceite, se retiró a la plataforma. Allí, prendida una segunda lámpara, las vi tomar los edredones que servían de cama y extenderlos sobre el piso. Acto seguido, en pie, entonaron el Oye, Israel, una de las obligadas plegarias, acomodándose después con los pies en dirección a las ascuas que agonizaban en el pequeño fogón de ladrillo refractario.
Y se hizo el silencio, apenas incomodado por alguna de las rezagadas goteras y el distante y apagado tronar de los cumulonimbos, rumbo al Jordán.
Eché un vistazo a mi alrededor. Jacobo, acodado sobre la muela, dormía con una rítmica y saludable respiración. El criado, junto al alto escalón de la entrada, hecho un ovillo, conservaba la misma postura inicial.
Y no sé exactamente por qué, me sentí intranquilo. Aparentemente no había motivo. En el exterior sólo se percibía quietud, rasgada en ocasiones por los lastimeros maullidos de los gatos en celo.
Atribuí la incómoda sensación a la soledad que, una vez más, me acompañaba. En momentos como aquél, lejos de mi hermano, me veía asaltado por una singular tristeza que, sinceramente, me costaba combatir. A pesar de la intensidad y dureza de la misión —casi sin tregua ni respiro—, quien esto escribe, y no digamos Eliseo, tuvo que soportar comprometidos periodos de obligada espera e inactividad en los que la memoria de nuestro verdadero «presente» (el siglo XX) se fundía con el «ahora» histórico del siglo I, provocando un caos mental de difícil arreglo.
Y buscando sacudir aquella amenaza, y el sueño que golpeaba ya mi organismo, opté por incorporarme. Un poco de movimiento me despejaría.
Atrapé la lucerna que montaba guardia desde la mesa de piedra y, extremando el sigilo, me dirigí a la puerta sin hoja del abandonado taller en el que el joven Maestro trabajó como carpintero.
La pálida y mínima luz animó con dificultad la estrechez del cuartucho. Y volví a emocionarme ante el banco de ochenta centímetros de altura con los pies en «v» invertida. Dejé resbalar las puntas de los dedos sobre el cepillo de doble asa y, durante unos instantes, permanecí absorto, recreándome en la imagen de un Jesús alegre y sudoroso, cepillando y hablando con la madera.
Todo seguía igual. Las herramientas, empolvadas, colgaban de los tabiques. Las telarañas redondeaban esquinas y por los rincones descansaban mangos para azadas, mayales para caballerías y trilla y sencillos y livianos arados, todo a medio terminar.
Y el suelo, alfombrado de serrín y rizadas virutas, crujió amable bajo las sandalias. Retiré el tronco que apuntalaba la puerta y, tirando con suavidad de la hoja que comunicaba con el corral, me asomé tímidamente a la noche.
El frescor y un penetrante aroma a tierra mojada me despabilaron momentáneamente.
El frente borrascoso había huido, abandonando en el negro y transparente firmamento un reguero de estrellas que tiritaban rabiosas. Venus y Júpiter, muy próximos entre sí —casi en conjunción—, destellaban como faros a veinte o veintidós grados sobre el horizonte este.
Fue como un presentimiento. Como si los enfurecidos «lamparazos» del planeta Venus —el astro más brillante aquella noche— quisieran advertirme. Pero ¿cómo imaginar lo que iba a ocurrir?
La oscuridad gobernaba el lugar. A mi izquierda, en el muro del fondo, zureaban inquietas las palomas sobrevivientes. Pero tampoco supe «leer» la advertencia.
Y temiendo tropezar con los múltiples enseres y cachivaches que se apilaban en el desordenado patio, decidí suspender el paseo y regresar a la silenciosa y pacífica sala principal.
Devolví la lámpara a la rugosa superficie de la muela y, lentamente, fui a recostarme en la pared de la fachada, a un paso del rendido sirviente.
Las goteras habían cesado. Y por espacio de algunos minutos —muy pocos—, aquella especie de «aviso» siguió tronando en mi interior. Pero no supe o no pude traducirlo. El agotamiento me desarmó literalmente y quien esto escribe claudicó.
Es muy posible que nos halláramos todavía en la segunda vigilia (la de medianoche) —aquella en la que, como reza el Salmo 130, «el centinela aspira al alba»— cuando, lamentablemente para todos, el sueño me desconectó de la realidad.