Y cerrando la comitiva, ese desconocido y singular personaje al que he venido refiriéndome: Claudia Procla o Prócula. Una mujer excepcional. Y tras ella, dos sirvientas con sendas canastillas, arrojando pétalos sobre su cabeza y una «orquesta» integrada por media docena de músicos fenicios uniformados con túnicas negras y tocando los instrumentos que hacían furor en el imperio: la kithara de siete cuerdas, con su gran caja de resonancia [91]; la lira, confeccionada con un pintarrajeado caparazón de tortuga y dos cuernos de cabra [92]; el tricordon o laúd de cuello largo de tres cuerdas; el doble aulos (una especie de flauta frigia), de sonido dulce y apasionado, sujeto al cráneo por las phorbeia o correas de cuero [93]; el tympanon o pandero y las curiosas krotala, unas pequeñas castañuelas en madera nacidas siglos atrás en el culto a Dioniso.

Y al son de la alegre canción de Seikilos, un canto a los placeres y a la vida breve [94], se adentraron en el fulgurante comedor. Y al instante, a una señal del «maestresala», los criados de túnica azafrán se apresuraron a repartir una copa de vino. Y satisfecho el primer brindis, en el que Claudia pronunció la obligada plegaria a su «lar». —«Yo te alabo, ayúdame. Yo te ofrezco, concédeme»—, el grupo, entre risas y abrazos, procedió a felicitar a la gobernadora. Entre los asistentes, aunque prácticamente no llegué a tener trato con ellos ni recuerdo sus nombres, conté una decena de centuriones priores y tres o cuatro decuriones, todos pertenecientes a la cohorte destacada en Cesarea. Vestían túnicas rojas y, al igual que el primipilus, portaban las armas reglamentarias. El resto, a excepción del tribuno responsable del régimen administrativo de las fuerzas auxiliares, se hallaba formado por funcionarios, ricos propietarios de las tabernae (las cadenas de tiendas), armadores, algunos comerciantes y acaudalados monopolei (importadores y exportadores, generalmente de cereal y materias primas). No distinguí un solo judío. Y no tardaría en averiguar por qué.

E incapaz de moverme, los observé desde el muro de los frescos.

La mayoría lucía costosas túnicas de lino, teñidas en chillones y cálidos tonos. Poncio, departiendo con unos y con otros, había cambiado de vestuario, eligiendo para esta festiva ocasión un holgado sayo o casaca de muselina semitransparente, en un femenino púrpura amatista (casi violeta). El vestido, hasta los pies, disimulaba con regular fortuna el pronunciado y bamboleante abdomen. Y en lo alto de la menguada y roma estampa, el inseparable, inestable y escandaloso postizo amarillo, con la no menos inevitable y delatora cola negra cayendo sobre la nuca.

Creo que la casi totalidad aparecía maquillada. Cutis encalados con albayalde o enmascarados por espesos antifaces de un kohl terroso y ojos estudiadamente sombreados con antimonio.

Y de pronto, entre flores, música, felicitaciones, vino y risas, Civilis —con un control tan férreo como exquisito de cuanto rodeaba al gobernador— fue a inclinarse discretamente sobre Claudia, susurrándole algo. Y la mirada del centurión, dirigida a quien esto escribe, me puso en guardia. Supongo que, al verme desplazado, trató de corregir la incómoda situación. Y la mujer, girando la cabeza hacia este explorador, atendió la casi segura sugerencia del primipilus.

El Destino (?) actuaba de nuevo…

Y Procla, asintiendo, se despegó del bullicioso cónclave. Y fue aproximándose despacio. Sin prisas. Examinándome. Y al abordarme, aquella frágil figura, adelantando una cordial sonrisa, con voz gruesa, preguntó en un impecable koiné:

—¿El «poderoso mago»…?

Correspondí con una leve y respetuosa reverencia, devolviéndole la cortés sonrisa. Y me puse a su disposición.

Aquella mujer, de unos cuarenta años, extremadamente delgada y de una estatura similar a la de Poncio, era otro de mis «objetivos» en Cesarea. Tenía que averiguar el contenido del famoso sueño que, al parecer, la trastornó la noche anterior a la crucifixión del Hijo del Hombre. Pero ¿cómo hacerlo? Y allí mismo, junto a las misteriosas pinturas, el Destino (?) me ofrecería una magnífica oportunidad. Y la aproveché.

—Mi marido me ha hablado de ti…

Embarcados en las primeras frases de tanteo, Claudia y quien esto escribe nos dedicamos a un mutuo, implacable y sigiloso análisis. Y dada mi escasa experiencia en psicología femenina, necesité un tiempo para comprender la razón del exagerado maquillaje que ocultaba buena parte de su cuerpo. Rostro y cuello habían desaparecido, enterrados en una tintura ocre. Hasta ahí pude entender. Lo que me resultó inexplicable fueron brazos y piernas. A través de las finísimas gasas y por debajo del viso mostraba unas extremidades igualmente embadurnadas en un barro rojizo.

—Está entusiasmado contigo…

Una cuidada peluca, en cabello negro y natural, encuadraba la estrecha y angulosa cara. Los bucles, alineados horizontalmente, escondían la frente bajo un generoso flequillo, derramándose sedosos y brillantes hasta los hombros, al estilo de la diosa egipcia Hathor.

—Ese barro del mar de Asfalto ha sido el mejor regalo…

Los grandes ojos, de un negro tizón, aparecían notablemente ampliados con el verde sombreado de la malaquita. Y me llamaron la atención desde el primer momento. A pesar de la aparatosidad del maquillaje disponían de luz propia, irradiando una serenidad que, por supuesto, no encontré en su esposo.

—Sé que eres médico…

Los finos labios, acorazados en rojo, dejaron al aire una saludable dentadura. Y creí percibir un rictus de amargura. Pero, torpe de mí, no supe traducirlo. Algo la atormentaba.

—Cuéntame, ¿cómo está el emperador…?

Y al levantar la copa de plata que sostenía entre los dedos empecé a sospechar el porqué de aquella amargura. Apuró el recio y negro licor y, recuperando el temple, señaló hacia los murales en un intento de rellenar la insustancial conversación.

—¡Jasón!… Es curioso…

Y animándome a seguirla, caminó hacia el gran ventanal, dejando una fragante estela de esencia de espicanardo, el cotizado perfume hindú.

Y encarándose al primero de los frescos —Jasón alanceando a la serpiente—, repitió el comentario:

—¡Jasón!… ¡Qué casualidad!

Y el Destino (?), como decía, limpia y magistralmente, abrió las puertas del enigma.

Claudia, amable y deseosa de complacer a tan «poderoso mago», imaginando que desconocía el simbolismo de las espléndidas pinturas, comenzó a explicar la leyenda.

La dejé explayarse. Evidentemente disfrutaba con el relato. Y súbitamente la interrumpí y, enlazando con su exposición, redondeé la ya mencionada historia del príncipe de Yolcos.

Y gratamente impresionada me observó como sólo lo hacen las mujeres: desde las profundidades del corazón. E intuyó que aquel médico, mago y augur era mucho más de lo que decía ser.

Y antes de que reaccionara, la interrogué en su estilo. Y abierta y directamente me interesé por el auténtico, por el escondido significado de aquella escena.

¿A qué obedecía el «cambio» en la serpiente? ¿Por qué el artista había sustituido la cabeza del ofidio por la de Poncio?

Los labios temblaron. Y la chispa de los ojos me alcanzó. Finalmente, guiándose, supongo, por el siempre certero instinto femenino, confesó que aquel, y el resto de los cuadros, «no eran simples pinturas decorativas».

Esta vez fui yo quien vibró. ¿Qué quería decir?

Y confiando en la firme y transparente mirada de quien esto escribe apuntó, tímidamente, que «todo aquello fue vivido por ella…, en sueños».

Y el misterio fue ordenándose, casi por sí mismo.

Los célebres sueños de Claudia Procla…

De acuerdo con sus declaraciones, cada una de las pinturas era fiel reflejo de una pesadilla. Y estremecida, aún desconociendo el significado de la mayoría, quiso perpetuarlas, a la espera de que alguien pudiera descifrarlas.

Y entusiasmado traté de profundizar. Busqué detalles que no aparecieran en los murales. Posibles errores. Contradicciones. Alguna señal de patología…

¿Era una persona normal? ¿Padecía trastornos mentales?

El interrogatorio resultaría bastante esclarecedor. Procla, aparentemente, disfrutaba de un aceptable equilibrio psíquico, sin síntomas esquizoides, ni sujeta al alcoholismo o al estrés emocional. Por supuesto, no cabía pensar en fármacos dopaminérgicos que hubieran actuado como factores precipitantes.

¿Epilepsia?

Lógicamente, en tan corta entrevista, no pude estar seguro. Pero, sutilmente, con delicadeza, intenté averiguar si era víctima del «mal sagrado».

Y Claudia, comprendiendo, replicó rotunda. Jamás sufrió una de aquellas crisis. Jamás, después de cada pesadilla, despertó con mordeduras en la lengua, cefaleas o incontinencia de esfínteres. Tampoco tenía conciencia de los llamados episodios «ictales» durante el sueño [95].

Sencillamente estaba ante un fenómeno típico de ensoñación, vivido o padecido —según se mire— por una mujer sana desde el punto de vista psíquico. Estas pesadillas o ensueños, más frecuentes en los adultos femeninos, suelen presentarse perfectamente construidos, con largas tramas y cargas de terror que angustian al sujeto. Generalmente terminan despertando al individuo, sacándole de la fase REM o sueño paradójico [96]. Y el protagonista recuerda perfectamente la historia.

En principio, por tanto, aquellas «visiones» nocturnas no parecían tener un origen patológico.

Pero ¿qué podía importar que dichas ensoñaciones estuvieran provocadas por una enfermedad? Una vez más me equivocaba. Estaba tomando el rábano por las hojas. Ante la solidez de las pesadillas, que hubieran sido consecuencia de hipersomnias, ansiedad, esquizofrenia, alcoholismo, etc., era lo que menos debía preocuparme. Lo importante, lo que sí merecía una reflexión, era el contenido. Hoy, psiquiatras y neurólogos reconocen que, sobre sueños y ensoñaciones, sabemos todavía muy poco. La Historia aparece cuajada de genios, místicos y profetas —muchos de ellos con serios problemas mentales— cuyas pesadillas han conmocionado al mundo.

En el «caso Procla», ninguna de las explicaciones científicas sobre ensoñaciones resolvía el misterio [97].

Y rectifiqué, centrándome en el contenido y en las aportaciones de la mujer.

Claudia se mostró segura. Las respuestas fueron claras y precisas. No detecté errores o contradicciones. Recordaba las pesadillas con absoluta nitidez. Más aún: me habló de detalles que, lógicamente, no pudieron ser plasmados por el artista. Por ejemplo, las voces que acompañaron tales ensoñaciones. Tanto en la historia del dios Crono como en la de la supuesta viuda, «alguien», en griego, repetía sin cesar la frase que aparecía pintada en la hoz y en el pergamino: «tres mil días». La voz, alta y sonora, pertenecía a un varón. Y la machacona leyenda, según Procla, fue pronunciada en un claro tono de aviso.

En cuanto al simbolismo de las extrañas y traumáticas secuencias, salvo en dos de los murales, Claudia no captó su significado. Quizá fue mejor así.

En el fresco del «hombre con el corazón en la mano» ofreció una versión poco fiable. Para ella, la escena significaba la muerte de su marido, a los cincuenta y ocho años y en un lugar cercano al mar. Pero, al preguntarle la edad de Poncio, deduje que la interpretación no se ajustaba a los datos históricos, a lo que les deparaba el futuro. Una información que, naturalmente, ignoraba.

El gobernador, al parecer, acababa de cumplir cuarenta y dos. Si aceptábamos, como ya mencioné, que el suicidio pudo ocurrir a finales del 38 o principios del 39, ello representaba una edad de cincuenta o cincuenta y un años en el momento de la muerte. El sueño supuestamente premonitorio, por tanto, no casaba con la idea de Claudia.

Respecto a la generosidad del psicópata, mejor no hablar…

Sobre las ensoñaciones de Jasón alanceando a la serpiente con cabeza de Poncio y del dios Crono devorado, la gobernadora reconoció que todas las consultas fueron estériles. Nadie supo aclarar el doble enigma. Y quien esto escribe, prudentemente, esquivó la tentación de hacerlo. Entre otras razones porque no me hallaba autorizado a desvelarle el futuro y porque tampoco deseaba herirla.

Sólo en dos de las pesadillas observé un alto grado de acierto en la interpretación de Claudia.

La del Poncio loco y niño, según sus explicaciones, fue comprendida, a medias, después del quinto sueño. Este último, esbozado a carbón en la pared del triclinium y al que Mateo, el evangelista, dedica una fugaz referencia, me fue narrado directamente por la protagonista.

Conmovida y feliz por el interés de aquel griego hacia su «tesoro», se volcó en el relato, ofreciendo todo lujo de detalles. Y respondió a mis cuestiones con idéntica franqueza. Así fue como vi satisfecho el segundo de mis «objetivos» en Cesarea.

Pero antes de proceder a la exposición de la famosa e histórica pesadilla, entiendo que conviene puntualizar un hecho importante. Mejor dicho, dos.

Primero: aunque el episodio onírico tuvo lugar pocas horas antes de la comparecencia del Maestro ante Poncio, Claudia Procla no supo del prendimiento hasta esa mañana del viernes, 7 de abril. La ensoñación, insisto, se produciría durante la madrugada del jueves al viernes. Pues bien, al despertar, presa de angustia, deambuló por la torre Antonia, sin saber qué hacer, ni a quién dirigirse. Obviamente no comprendía el sentido de aquel trágico y violento sueño. Fue después, al ver a su esposo sentado en la silla «curul» y al Hijo del Hombre frente a él, cuando las dos enigmáticas historias cobraron sentido. Fue en esos momentos, repito, cuando interpretó, en parte, el sueño del Poncio loco y niño, con un pergamino en la mano. Y esta ensoñación, justamente, la movería a escribir la nota, advirtiendo a Poncio que dejara en paz a aquel Justo.

Los «caminos» de Dios, verdaderamente, son inescrutables…

Segundo: según confesión de la gobernadora, Jesús de Nazaret no era un desconocido para ella. Y tampoco para su marido. La espesa red «policial» de Poncio lo detectó desde los comienzos de la vida de predicación. Y sabían de sus portentos y enseñanzas. Ella misma, en más de una ocasión, acudió en secreto a las multitudinarias reuniones, escuchando la palabra del Galileo. Es decir, ambos estaban al corriente de las andanzas del supuesto «rey de los judíos». Y aunque Claudia nunca se manifestó como creyente, sí experimentó curiosidad y una intensa atracción hacia la persona y las audaces manifestaciones de aquel «atractivo y valeroso judío, capaz de desafiar y humillar a la hipócrita casta sacerdotal».

Dicho de otro modo: al verlo ante Poncio en la mañana del viernes lo reconoció al instante.

Cerrado el obligado paréntesis, vayamos con la ensoñación propiamente dicha, tal y como me fue narrada:

«… Y de pronto —explicó Claudia estremeciéndose— me vi en un lugar que no supe identificar. Quizá no había “lugar”. Sólo aquel hombre. Aquella horrible pira. Aquel terrible cielo y aquellas voces…

»En el sueño, en efecto, se oían voces. Voces y gritos lejanos. Un gran vocerío… Pero no entendía de quiénes eran ni por qué clamaban. Y necesité un tiempo (?) para descifrar lo que decían…».

Los grandes ojos perdieron luz. Y noté cómo el recuerdo la arrasaba.

«… Entonces lo vi. Yo estaba más abajo, con un pergamino y un cálamo en las manos…

»Era un hombre alto. Muy alto. Y permanecía de pie sobre un enorme montón de calaveras humanas… Pero aquellos cráneos tenían ojos… Y se movían sin cesar, mirando en todas direcciones… Tuve la sensación de que buscaban ayuda…

»El hombre vestía una larga túnica blanca y mostraba las manos atadas por delante. Traté de identificarlo, pero no fue posible. Tenía la cabeza inclinada sobre el pecho y el largo cabello le tapaba el rostro.

»Sí recuerdo que lloraba. Y lo hacía serena y silenciosamente. Pero aquellas lágrimas…».

Claudia me miró, buscando, supongo, mi comprensión. Y acariciándola con la mirada la animé a continuar:

«… Las lágrimas, estimado amigo, resbalaban por la barba, pero, en lugar de caer, subían…

»No sé cómo explicar… Subían. Volaban… Un llanto que volaba. Y las gotas, limpias y transparentes, escapaban como dardos hacia aquel terrible y amenazador cielo…

»Sí, un cielo que me estremeció. Rojo y poblado de estrellas negras. Y cada lágrima hacía blanco en una estrella. Y la estrella ardía y se consumía. Y cuando la última lágrima fue a reunirse con la última estrella se escuchó un gran trueno…

»Y el vocerío enmudeció…

»Y todo fue silencio. Y las calaveras cerraron los ojos…

»Y el gran firmamento rojo comenzó a girar sobre sí mismo, convirtiéndose en un enorme disco negro. Y aquel gigantesco sol negro se precipitó hacia el hombre, hacia el vocerío y hacia mí misma…».

La voz se entrecortó. Y las lágrimas amenazaron el rojizo maquillaje. Pero, sujetando la emoción, prosiguió decidida:

«… Y el pánico me paralizó. Y pergamino y cálamo escaparon de entre los dedos…

»Entonces aquel hombre levantó la cabeza… ¡Era el predicador! ¡Era el rabí de Galilea…!

»Y mirando al gran disco abrió los labios y gritó algo. Pero sólo acerté a distinguir una palabra: “Ab-bā…” Y el sol se detuvo… Y era tan grande que cubría el cielo.

»Y las calaveras abrieron de nuevo los ojos…

»Y los gritos arreciaron…

»Entonces entendí lo que clamaban…

»“¡No eres amigo del César!”.

»Y el sol se tiñó de sangre… Y aquella sangre, como una ola, cayó sobre nosotros… Y todo fue sangre… Quise gritar pero el miedo me paralizó.

»Y cuando me creía muerta desperté…

»Sudaba… El corazón saltaba en el pecho.

»Y sentada en la cama intenté comprender. No pude. Y con una angustia y un miedo como jamás he sentido caminé como una loca, sin rumbo y sin saber qué hacer. ¿A quién se lo contaba?…».

Procuré calmarla. Después, poco a poco, fui hilando. Y Claudia matizó el final de la historia.

Esa misma mañana del viernes, como decía, cuando la noticia del arresto de Jesús de Nazaret corrió por la fortaleza Antonia, nuestra protagonista se apresuró a confirmar el rumor. Y, desconcertada, asistió a una escena que le haría comprender parte de las dos citadas ensoñaciones. Su marido, sentado en la silla de justicia, tenía ante sí a un Hombre de larga túnica blanca, con las manos atadas. Y al reconocer al Galileo, al predicador, creyó morir. Y entendió igualmente el significado de aquel Poncio niño y loco, sentado en la silla «curul», con un pergamino entre las garras de cocodrilo. Y por primera vez en su vida, impulsada por una fuerza irrefrenable, se decidió a intervenir en los asuntos oficiales de su esposo. Fue así como surgió la iniciativa de escribir la nota y hacérsela llegar a Poncio en pleno interrogatorio.

Y debo aclarar también otro aspecto que juzgo importante. Según Claudia, el hecho de advertir al gobernador poco tuvo que ver con el deseo de salvar al Hijo del Hombre. La mujer fue sincera. En realidad, el toque de atención obedeció a un intento de preservar a su esposo de un error que podría perjudicarle.

Y suspirando comentó casi para sí:

—Pero, vencido por aquellas ratas, no me escuchó. Y, como sabes, el rabí fue ejecutado. Y ese mismo día, cuando el sol se oscureció, vi cumplido mi sueño. Y supe que Poncio se había equivocado. Y él también lo supo…

Le rogué que se explicara con mayor precisión.

—Lo que nadie sabe —confesó sin ocultar cierta satisfacción— es que, aterrorizado por el suceso, vomitó de miedo y tuvo que encamarse.

Y señalando el esbozo a carbón, en el que se apreciaba la silueta de un hombre sobre un tétrico montón de cráneos humanos, pregunté si pensaba seguir adelante con la pintura.

—Por supuesto —replicó convencida—. No sé quién era realmente aquel galileo, pero mi marido no cometerá otra injusticia como aquélla. Esa imagen se lo recordará mientras sea gobernador.

La bien intencionada Claudia Procla se equivocaba. Poncio, como todo psicópata, fallaría de nuevo y estrepitosamente.

Y aprovechando la cálida corriente de simpatía nacida al socaire de las confesiones y del inolvidable muro me atreví a bucear en un capítulo no menos intrigante: ¿cómo se las ingenió para que el agresivo gobernador aceptara de buen grado unas pinturas tan desfavorables para su imagen?

Sonrió malévolamente y aclaró:

—Utilicé su propio miedo…

E indicando el pergamino y la pequeña criatura alada sentada en el «vaso de Pandora» completó la explicación:

—Trató de destruirlas, sí, pero amenacé con revelarle el terrible contenido escrito en el pergamino y el significado profético de su gesto, abriendo el vaso de las calamidades.

Y triunfante, con un guiño de complicidad, resumió:

—Aterrorizado, me obligó a guardar silencio. Como sabes no soporta los malos augurios.

»Y a cambio, hasta que no disponga otra cosa, he podido conservar mi tesoro…

Claudia parecía conocer muy bien la sinuosa psicología de su esposo. Los maniacodepresivos, en efecto, presentan notables paradojas en su conducta. A pesar de la permanente y odiosa omnipotencia, del poderío y de la autosuficiencia, a la hora de la verdad, sus acciones demuestran lo contrario.

Y al interesarme por ese «terrible contenido escrito en el pergamino», del que no me había hablado, Claudia soltó una contagiosa carcajada, anunciando:

—No hay tal escrito…

Comprendí.

—Es triste —añadió sin sombra de aflicción—, pero todo el mundo sabe que Poncio no está bien…

Y creí adivinar el sentido de la nueva confidencia. Un reconocimiento que, al parecer, era un secreto a voces. Para la inteligente y observadora romana, como para cuantos rodeaban al gobernador, saltaba a la vista que el voluble, cínico, violento y depresivo Poncio no gozaba de una salud mental estable. Más aún: a lo largo de la cena pude atisbar algunos detalles y comportamientos que reafirmaban la indiferencia de Procla ante la enfermedad de su marido y que me hicieron sospechar una profunda crisis matrimonial.

Por supuesto, la segunda amenaza —«el significado profético del gesto de Poncio, abriendo el vaso de las calamidades»— fue igualmente un farol. Como dije, Claudia no acertó a desentrañar la totalidad del magnífico simbolismo de aquel sueño.

Significado profético.

Éste sí fue un aspecto de las ensoñaciones y pesadillas nocturnas de la gobernadora que me cautivó. Y durante mucho tiempo he intentado resolverlo. Pero confieso que no tengo argumentos. La ciencia, humildemente, debe rendirse. De momento no sabemos «cómo». Lo ignoramos todo sobre la gestación de tan asombrosos episodios oníricos. Es cierto que no han sido los primeros ni serán los últimos. Otras personas han vivido y vivirán experiencias similares. Calpurnia, esposa de César, padeció una de estas pesadillas o ensoñación premonitoria la noche anterior al asesinato de su marido. El gran químico Kekule, por ejemplo, «descubrió» la estructura del benceno gracias a la «información» aparecida en sueños. Y otro tanto podríamos decir de genios como Leonardo, Miguel Ángel, Dickens o el músico Tartini.

¿Cuál podría ser la explicación? Sinceramente, sólo se me ocurre una. Sé que no es científica, pero no dispongo de otra.

Las vivencias e imágenes (visuales y acústicas) registradas durante el sueño REM tuvieron que ser «inyectadas» en las redes neuronales de aquella mujer —con acceso directo a Poncio, no lo olvidemos— por «alguien» o «algo» que está por encima del espacio y del tiempo. «Alguien» capaz de suministrar información a la «computadora» cerebral, al igual que servidor puede hacerlo con su fiel «Santa Claus». De esta forma, el fenómeno del sueño se convertiría también en un excelente «canal informativo». Tendríamos en consecuencia dos grandes tipos de ensoñaciones: las propias (puramente fisiológicas, con sus múltiples variantes) y las inducidas. Pondré un ejemplo. Quizá, aunque grosero, ayude a ilustrar lo que pretendo comunicar. Los científicos han conseguido «intervenir» en la fase REM de los mamíferos [98]. Como se sabe, durante las horas de sueño, el cerebro «ordena» una atonía o inmovilización muscular casi generalizada [99]. Esa reducción del tono postural muscular no afecta al diafragma ni a los ojos. Pues bien, al destruir unas determinadas neuronas del tallo cerebral, responsables de esa semiparalización muscular, los investigadores observaron con sorpresa cómo los gatos dormidos con los que experimentaban se levantaban en pleno sueño y atacaban a seres o cosas «invisibles» o huían de ellos. Dichas imágenes pertenecían, con toda seguridad, a ensoñaciones aparecidas en la referida fase REM.

Es evidente que, poco a poco, el ser humano podrá «entrar» en sus propias ensoñaciones, programándolas y manipulándolas a voluntad. De hecho, en el tercer «salto», nosotros lo intentamos con los sueños del Bautista… Y llegará el día —estoy convencido— en que, merced a esa «intervención», será posible la conquista de infinidad de objetivos de todo tipo. Desde la prevención de enfermedades hasta la «visión» del futuro, pasando por la resolución de cualquier conflicto doméstico. De hecho, algunos iniciados ya lo hacen.

Y me pregunto: si la ciencia trabaja ya en esa dirección, ¿quién soy yo para dudar de esa otra «Ciencia», la que rige y gobierna el Destino del hombre? Mayores prodigios había visto —y seguiría viendo— como para negar que los sueños de Claudia Procla podían ser inducidos.

¿Sueños proféticos o premonitorios?

Rotundamente, sí. Y añado: minuciosa y perfectamente «teledirigidos».

¿Para qué? Quizá, simplemente, para dejar constancia de que «no estamos solos».

Y fue una lástima que los escritores sagrados (?) no se tomaran la molestia de indagar acerca de las fascinantes ensoñaciones de la mujer de Poncio. Al menos, sobre las que hacían referencia al Maestro. Siempre he creído que la vida y los pensamientos de un ser humano —con más razón los del Hijo del Hombre— sólo pueden ser comprendidos con un mínimo de rigor si se dispone de un máximo de información.

Pero veo con horror que he vuelto a desviarme.

Y Claudia, observando las copas vacías, alzó el brazo, haciendo una señal a la servidumbre. Y al instante el propio tricliniarcha o maître acudió presuroso con una segunda ración. Y este explorador —qué podía hacer— se vio cortésmente obligado a brindar con su nueva y atenta amiga, degustando un vino negro y caliente como la noche, aromatizado con canela. Y presintiendo que la «animada» cena arruinaría cualquier otro intento de conversación en privado decidí apurar el aparte, arriesgándome en un terreno personal y francamente comprometido. Una vez más me dejé conducir por la intuición. Y afortunadamente salí airoso.

Desde los primeros momentos de la entrevista, como ya mencioné, me llamó la atención el cargado maquillaje de la gobernadora. En especial la costra rojiza en piernas y brazos. Y al reparar en los dedos creí entender el porqué de tan impropio disfraz y de la angustia que asomaba a su voz.

Y recordándole mi condición de médico, me atreví a tomar su mano izquierda, en un intento de explorar las deformadas puntas.

Sorprendida, hizo ademán de retirarla. Pero, reforzando mi buena intención con palabras de aliento y una sonrisa sin doblez, la retuve. Y la animé a que hablara del mal que la atormentaba.

Dudó. Pero la tristeza, desde los negros y profundos ojos, dijo «Sí» antes que su voluntad.

Nerviosa, paseó la mirada a su alrededor y, segura de que nadie podía oírnos, confirmó mis sospechas.

La mujer padecía una artritis psoriásica, una enfermedad de la piel, complicada por un agudo proceso artrítico. La inflamación de las articulaciones interfalángicas distales era una pista clara. También las uñas aparecían afectadas, con el típico punteado. Y por sus indicaciones deduje que la psoriasis había conquistado ya el cuero cabelludo, zonas de flexión de las rodillas, ombligo, brazos y pliegues glúteos. Y retirando parte de los bucles, descubrió las ulceradas lesiones de las orejas. Y entendí, como digo, el porqué del barro, de la acorazada peluca y, sobre todo, de la frase escrita en uno de los papiros que colgaba del «Apicio», en el «lugar secreto» de mi alojamiento: «Para Jasón y los malditos sueños de la leprosa».

Lamentablemente, esta dolencia, como otras, era confundida por aquellas gentes con algo mucho más funesto: la lepra.

Y el psicópata, haciendo honor a su menguada talla moral, utilizó los mencionados papiros para su particular y rastrera venganza.

Éste era el gobernador Poncio Pilato.

Y un doble sentimiento me movilizó. No supe o no quise evitarlo. Poco importa.

Por un lado me vi invadido por una rabia sorda. Aquel desprecio del maniaco me desató.

Por otro, la tierna e indefensa mirada de Claudia, pidiendo sin pedir, me movió a actuar.

En principio, aunque esta clase de psoriasis puede complicarse, no consideré que una pequeña ayuda violara el código ético de Caballo de Troya. Y en agradecimiento a sus valiosas confesiones decidí aliviarla.

Y al momento, accediendo al ruego de que alguien me indicara el camino a la suite, reclamó la presencia de otro viejo conocido: el esclavo galo de la espléndida melena rubia. Y conducido por el silencioso criado me ausenté momentáneamente del triclinium.

Una vez en el dormitorio eché mano del petate de viaje, revisando los fármacos de campaña. Y me hice con dos de las ampolletas de barro. No era gran cosa, pero, a falta de corticosteroides o metotrexato, podía servir. Las dosis de vitaminas concentradas (B, C, H1 y D2) y ácido linol-linoleico en polvo remediarían durante un tiempo la penosa situación de la gobernadora.

Y sin querer, al confiar en el galo, Claudia y quien esto escribe cometimos un error.

Y retornando al gran comedor puse los medicamentos en sus manos, aleccionándola sobre el uso y las proporciones que debía ingerir diariamente. El aspecto del remedio —un simple polvo blancoamarillento— no despertó recelos. Al contrario. La modesta contribución a la salud y a la felicidad de la acomplejada Claudia resultaría más importante para este explorador de lo que supuse en aquellos momentos. La clave fue Civilis. Al parecer, los movimientos de este griego, saliendo y entrando del triclinium, pasaron inadvertidos para casi todos, menos para él.

Pero de esto no sería consciente hasta bien entrada la madrugada, cuando ocurrió lo que ocurrió…

Los ojos de la mujer se iluminaron y me iluminaron. Y agradecida se convirtió en mi valedora e inseparable compañera. Y fue así, gracias al Destino (?) y a su generosidad, como tuve puntual conocimiento de otros asuntos relacionados con Jesús de Nazaret y que, a buen seguro, no habría llegado a saber de no haber sido por esta aparente casualidad (?).

Y durante unos minutos, guiado por una Claudia Procla atónita y divertida ante las ingenuas preguntas de aquel explorador, inspeccioné los manjares dispuestos en la larga mesa: una especie de buffet cada vez más concurrido por invitados y sirvientes.

Aquel tipo de banquete-celebración, en el que las costumbres grecorromanas se mezclaban anárquicamente, constaba de tres etapas o rituales. La cena arrancaba con el propoma, algo similar a nuestro aperitivo. Se servía vino. Se efectuaban los brindis y las obligadas ofrendas a los «lares» o dioses domésticos. A continuación se pasaba a la comida propiamente dicha. Los comensales, rigurosos con la «etiqueta», no tocaban las viandas. Se limitaban a señalar o solicitar lo que deseasen. El resto era misión de la servidumbre. Y los de la túnica azafrán, bajo la supervisión del «maestresala», trinchaban y aderezaban, ofreciendo los alimentos en suntuosas fuentes de plata. Cada pieza de la vajilla aparecía grabada con su peso. El «detalle» encerraba un secreto deseo de deslumbrar al invitado. Y aunque estos utensilios —platos y vasos de oro y plata— fueron prohibidos por el emperador Tiberio a los particulares, destinándolos únicamente a los sacrificios a los dioses, la verdad es que la clase pudiente romana hacía caso omiso de dicha disposición.

Cuando el hambre quedaba satisfecha, la cena entraba en el tercer y último «acto»: lo que denominaban simposion o «reunión de bebedores». Era, sin lugar a dudas, el ritual más esperado, en el que los invitados bebían hasta la inconsciencia. Según el lugar, anfitrión, momento y circunstancias, el simposion podía estar amenizado con música, juegos, espectáculos de danza, adivinos, bufones, pantomimas o discursos.

Y el enfermizo afán de lujo de Poncio brilló de nuevo en aquella descomunal y saturada mesa de casi treinta metros de longitud. Claudia, tomándome de la mano, fue nombrando algunos de los refinados e insólitos manjares.

El gobernador, sencillamente, había tirado la casa por la ventana. Allí podían degustarse las recetas de moda en el imperio: alcachofas en vinagre y miel, espárragos gruesos como mi cayado, ruiseñores y pájaros cantores fritos (valorados, según Procla, en cien mil sestercios), fuentes de sissitías (un célebre guiso espartano de color negro, sazonado con sangre, vinagre, cerdo y sal), lenguas de carpas (probablemente alrededor de un millar), cabritillos de Ambraccia horneados y perfumados con anís y menta, rodaballos de la isla de Hela, grandes morenas fritas de la Pomerania (de tres cuartos de vara de longitud y con los afilados dientes adornados con manzanas enanas de Siria), barbos marinos sin espinas (los cotizados mullus, pagados a razón de cinco mil sestercios por ejemplar), torres de hígados de caballa, «tortillas» engordadas con crestas de gallos, ostras en leche de morena, bellotas de mar (blancas y negras) y un interminable surtido de marisco.

Y como «plato fuerte», pecho de cerdo a la brasa, riñones de ciervo y jabalí, aves empanadas y sanguinolentas cazuelas de sesos crudos de mono.

Y para los menos audaces, la especialidad del maître (griego, por supuesto): el kykeón, una suerte de «sopa» a base de sémola de cebada, diestramente aromatizada con poleo, menta o tomillo.

Y en un extremo de la mesa, los postres y el indispensable complemento del simposion: medio centenar de bols o pequeñas tazas repletas de habas y garbanzos tostados.

Prudentemente me limité a solicitar un poco de carne a la brasa, almendras, nueces e higos secos.

Y Claudia, desconcertada ante la frugalidad de aquel mago, me condujo finalmente al sector «sagrado» de la gran mesa: el servicio de «bebidas». Y el criado responsable del surtido «bar» me dio a elegir: vino enfriado en nieve, vino caliente, vino con agua, vino con agua salada, vino con miel, cerveza de cebada o jugos de frutas aromatizados.

Por puro compromiso me decidí por el vino caliente de Tasos, mezclado con agua. El sirviente filtró el recio caldo y, trasvasándolo a una «crátera» (una especie de «coctelera» igualmente de plata), preguntó si deseaba mucha o poca agua.

—Poca…, poca agua —ordenó el gobernador, aproximándose sonriente a quien esto escribe. En las manos sostenía una abundante y ensangrentada ración de sesos de mono que picoteaba con los dedos.

—¿Te diviertes?

Y antes de que pudiera responder se alejó, reuniéndose con su fiel esclavo galo. Y lo agradecí. La verdad es que no sé qué resultó más repugnante: los sesos desmigados y chorreando sangre por labios y barbilla o el insoportable hedor del maquillaje.

Y de pronto, al observar al atlético sirviente inclinándose hacia su señor y cuchicheando, presentí algo.

Poncio recibió la confidencia y, al mirarme, se traicionó. Pero no dijo nada. Y prosiguió su deambular, departiendo jovial con los grupos de invitados.

Y el Destino quiso que mi siguiente mirada tropezara con la del primipilus. Civilis, en el extremo izquierdo de la mesa, conversaba con sus compañeros de armas. Ambos presenciamos la escena. Pero este explorador, a pesar del presentimiento, la olvidó pronto. El centurión, en cambio, por suerte para quien esto escribe, la tuvo bien presente.

La música, apostada al pie del hydraulis, bajó el tono. Y una vez servidas las primeras raciones, parte de los criados se retiró, retornando al poco con una serie de pequeñas mesas circulares de tres patas (tipo «cabriolé») que fueron situadas junto a los «sofás». Concluida la operación, a un chasquido de los dedos del febril tricliniarcha, los esclavos tomaron posiciones de nuevo por detrás del buffet, dispuestos a seguir sirviendo.

Y durante un buen rato me vi en la obligación de saltar de corro en corro, acompañando a la diplomática anfitriona. Pero las conversaciones de los ricos comerciantes —como era de esperar— sólo consiguieron aburrirnos. El tema cardinal, casi exclusivo, fue siempre el dinero, las prósperas o malogradas operaciones comerciales y, sobre todo, las quejas ante los impuestos y por la «ruinosa bajada de los tipos de interés», fijados en aquel momento para todo el imperio en una media del tres por ciento. (Sólo Grecia y Asia Menor disfrutaban de un ocho y un nueve). Efectivamente, nada nuevo bajo el sol…

Y satisfecha la ceremonia de salutación, Claudia solicitó la atención general. Los músicos cesaron y, tomando sendos cuencos de sal y harina, fiel a su religión, elevó los brazos, cumpliendo la preceptiva ofrenda a los «penates», otro grupo de dioses caseros emparentado con los ya referidos «lares y genios» [100].

Y comprendí por qué ningún judío hubiera asistido de buen grado a la cena.

Llegado a este punto haré un nuevo paréntesis.

Durante nuestra intensa preparación tuve ocasión de contrastar algunas piadosas tradiciones cristianas que insinuaban o afirmaban la conversión de Claudia Procla a la primitiva iglesia de Simón Pedro. Pues bien, a juzgar por lo que tenía a la vista y por lo que deduje de mis conversaciones, dichas especulaciones y aseveraciones carecen de fundamento.

Si una mujer tan principal —esposa además del verdugo de Jesús de Nazaret— se hubiera unido a la fraternidad de los primeros discípulos, la noticia, sin duda, habría figurado en alguno de los textos evangélicos o en los Hechos y Epístolas de los Apóstoles.

No podemos ignorar que sus principios religiosos —netamente romanos— se hallaban profundamente arraigados. Por otro lado, aunque Claudia no olvidase la figura del Maestro y los incidentes de aquel viernes, 7 de abril del año 30, su condición de cónyuge del gobernador de la Judea hacía muy difícil esa supuesta conversión. Un hecho semejante la habría enfrentado a Poncio, despiadado enemigo de los judíos en general, y a Roma.

Después, con el exilio, es muy probable que esta etapa quedara difuminada y reducida al recuerdo.

Y me arriesgo a pronunciarme con tanta seguridad porque, a renglón seguido de la ofrenda a los penates, dispuse de una magnífica oportunidad para continuar indagando en la vida e ideas de esta sensible mujer.

Aquélla, efectivamente, sería una conversación muy ilustrativa que ratificaría lo ya expuesto.

Cerrada la reflexión, prosigamos con la cena. Un convite que sólo podía concluir de una manera…

Los músicos atacaron con renovados bríos y el vino empezó a desatar las lenguas. Algunos comensales, reclamando a gritos nuevas provisiones, se acomodaron en los triclinios, reanudando con ardor las discusiones sobre rentas, fortunas y negocios. Y el maître, multiplicándose, colmó las pequeñas mesas de fuentes y jarras. Y a cada uno de los «sofás» fue destinada una pareja de siervos, que permaneció atenta a las cada vez más agrias órdenes de los convidados y, sobre todo, al incesante llenado de las copas vacías.

Y me eché a temblar. El simposion no había comenzado aún y la mayoría de funcionarios y monopolei —gobernador incluido— presentaba ya preocupantes síntomas de embriaguez.

Sólo Civilis y sus oficiales parecían resistir la tentación. Y al observar cómo Procla y quien esto escribe se retiraban hacia el triclinio situado a la izquierda del «sofá» presidencial, discreta pero decididamente tomaron nuevas posiciones a corta distancia. A juzgar por el sobrio comportamiento, era evidente que no estaban allí para divertirse. Y, en cierto modo, la actitud de vigilancia y protección de Poncio y su esposa me tranquilizó.

Crucé una nueva mirada con Civilis, pero el impenetrable rostro sólo devolvió frialdad.

Claudia se tumbó sobre los inflados almohadones, y este explorador, clavando la «vara de Moisés» entre los blancos restos de conchas, se tomó la licencia de sentarse en el piso, muy cerca de la cabecera del triclinio ocupado por la alegre y parlanchina gobernadora.

Y al percatarse de la delicadeza con la que hundí el símbolo de augur formuló una pregunta que esperaba desde hacía tiempo:

—Y tú, Jasón, ¿cuántas veces has sido condenado?

Entre las supersticiosas romanas, fanáticas de toda clase de augures y adivinos, estaba de moda el trato con magos y astrólogos, siempre y cuando —como escribiría años más tarde el poeta satírico Juvenal— hubieran sido procesados, desterrados o cargados de cadenas. Si aquellos individuos aparecían envueltos en turbios procesos políticos, mucho mejor. Curiosamente, a pesar de la severa legislación promulgada contra la magia [101], desde el emperador hasta el último ciudadano, la sociedad se veía atrapada en las garras de estos desaprensivos. Y muchos terminaban convirtiéndose en esclavos morales de los miles de egipcios, mesopotámicos, griegos y sirios que aseguraban leer el futuro o estar en contacto con los dioses.

Y echando mano de los Anales de Tácito inventé descaradamente [102].

—Fui expulsado de Italia en el año dieciséis por uno de los senadoconsultos del divino César. Y antes cayó sobre este humilde augur la condena de Tiberio contra los druidas [103].

—No sabía que los druidas fueran magos…

—Ni yo tampoco —repliqué, temiendo que deseara profundizar en un asunto que desconocía por completo.

—Sin embargo —se desvió—, tengo entendido que el «viejecito» ha escuchado tus sabios consejos…

La información, proporcionada por quien esto escribe a Poncio durante una de mis visitas a la fortaleza Antonia, en Jerusalén, me ayudó a conducir la relajada charla hacia el terreno que me interesaba.

—Veo, querida señora, que tu marido no tiene secretos para ti…

Sonrió amargamente.

—Sabrás también —añadí preparando el camino— que le anuncié el portentum del oscurecimiento del sol… [104].

Aquello le interesó vivamente.

—No, nunca supe…

Y mordió el anzuelo.

—Cuéntame.

Intencionadamente profundicé en el vaticinio hecho al gobernador en la mañana del viernes, 7 de abril [105].

Y la sorpresa, conforme entré en detalles, llenó los grandes ojos.

—Entonces —clamó furiosa—, ese bastardo supo que algo iba a ocurrir…

—Sí y no —traté de corregir.

Creo que no me escuchó.

Se incorporó en el triclinio y buscó a Poncio con la mirada.

Y temí lo peor.

Afortunadamente, el psicópata se hallaba de espaldas, junto al buffet, recibiendo una segunda ración de sesos.

Civilis, atento, se puso en pie y se aproximó. Pero la gobernadora, recobrando el pulso, extendió la mano, solicitando calma y ordenando que regresase a su lugar.

Y reclinándose improvisó una sonrisa, devolviéndome el aliento.

—Decías…

—Y aunque lo supiera —proseguí intentando dar marcha atrás—, ¿quién puede modificar el Destino?

Me miró con dureza.

—Poncio sí pudo…

Y al notar mi perplejidad se vació:

—Él tiene el poder. No era el primer judío que juzgaba, ni será el último… Pero está loco.

Y aprovechando el fogonazo de sinceridad caí sobre el tema capital:

—Eres demasiado severa. Imagino que los remordimientos…

No me permitió continuar:

—¿Remordimientos? Veo que no le conoces. Aquella ejecución está olvidada. ¡Pregúntale!

—Pero…

Claudia, inflexible, golpeó de nuevo:

—¡Olvidada, mi querido e ingenuo mago! El gobernador tiene una especial capacidad para borrar lo que no le interesa.

—¿Quieres decir que la crucifixión…?

—Una más —cortó sin rodeos—. Sólo la señal en el sol, como ya te comenté, le afectó durante unas horas…

—Entonces —maniobré en otra dirección igualmente polémica—, no ha informado a Tiberio…

Los negros ojos me dedicaron una conmovedora mirada. Y adiviné la pregunta:

—¿Y por qué iba a hacerlo?

—Las acusaciones contra Jesús de Nazaret…

Movió la cabeza negativamente.

—¿Qué acusaciones? ¿Que se proclamó «rey»? ¿Que ese reino no era de este mundo?

Y argumentó con razón:

—Si no dio cuenta al emperador de los incidentes provocados por las efigies plantadas en Jerusalén o por la apropiación del tesoro del Templo para la construcción del dichoso acueducto, ¿por qué molestarle por un anónimo galileo, embarcado en rencillas religiosas con sus paisanos? ¿Se distinguió Jesús por sus ataques a Roma? ¿Era un peligro para el imperio?

Esta vez fui yo quien negó al compás de las interrogantes.

—Poncio es demente, pero no tonto. ¿Qué podía decir al «viejecito»? ¿Que había condenado a muerte a un judío en el que no hallaba culpa alguna? ¿Que cedió a las presiones de la chusma?

Las sólidas puntualizaciones de Procla aclaraban igualmente un capítulo del que se ha escrito mucho: las supuestas Actas de Pilato, en las que habría contado los pormenores del proceso y crucifixión del Hijo del Hombre [106]. La verdad es que cuando leí y analicé estos ingenuos textos compartí la opinión de la mayoría de los especialistas. Estábamos ante una colección de «cartas o informes», dirigidos a Tiberio, que no presentaba la menor consistencia histórica. Los defensores de estas descaradas falsificaciones —caso de Reinach y Volterra— daban por sentada la obligatoriedad de dicha correspondencia. Una circunstancia que nunca fue probada y que, como afirmaba Claudia Procla, sólo hubiera contribuido a perjudicar los intereses políticos de Poncio.

Esta correspondencia apócrifa contiene, además, tal cúmulo de errores y despropósitos que sólo es atribuible a fanáticos o a gentes bienintencionadas —decididas a reivindicar la memoria del gobernador de la Judea—, pero muy mal informadas. Sólo así puede entenderse, por ejemplo, que hagan extensible el fenómeno del oscurecimiento del sol a todo el planeta. Hoy sabemos que en aquella jornada del viernes, 7 de abril del año 30 de nuestra era, no se produjo eclipse ni acontecimiento astronómico alguno. El suceso, como ya narré, tuvo un carácter muy localizado, afectando únicamente a Jerusalén y alrededores.

Me encontraba en la noche del lunes, 8 de mayo. Desde la ejecución de Jesús de Nazaret habían transcurrido treinta días. Un plazo más que sobrado para que Poncio hubiera redactado y enviado dicho informe al emperador. Pero, como aseguraba mi anfitriona, ese documento no tenía razón de ser y jamás sería escrito.

Los creyentes, en general, guardan hoy un recuerdo, entre benevolente y romántico, de la figura del gobernador. Y no los culpo. La Historia, una vez más, ha sublimado la realidad. Y ha ocultado hechos y conductas —aparentemente anecdóticos— que dibujaban a la perfección el auténtico perfil de Poncio. Por ejemplo, la violación de la sagrada norma de la lustratio o lavatorio de manos. Por ejemplo, otra insólita reacción del psicópata, prácticamente desconocida, que encajaba en su línea maniacodepresiva. El «hallazgo» surgió sin querer en la instructiva conversación con Claudia Procla.

—Supongo que al menos —insinué sin percatarme de la importancia de lo que planteaba—, aunque haya olvidado la ejecución, trataría de conjurar el signo celeste…

No pudo contener la risa.

—Veo que estás al tanto de nuestros ritos.

Y añadió con pesadumbre:

—¿Ese loco?… ¿Pedir perdón a Júpiter?

Antes de proseguir debo clarificar un extremo tan importante como ignorado. El oscurecimiento del sol entraba de lleno —para la supersticiosa sociedad romana— en lo que denominaban signa o señales. Cualquier signo o fenómeno maravilloso —y el «oscurecimiento» (?) del sol lo fue con creces— era tomado en principio como una advertencia o manifestación conminatoria de los dioses. La divinidad mostraba así su cólera. Y el ciudadano testigo del prodigio se apresuraba a consultar a los augures, buscando una interpretación y la correspondiente expiación de sus hipotéticas culpas. Para ello, la religión establecía un solemne y sagrado procedimiento: la procuratio. Es decir, una serie de normas encaminadas a restablecer el orden y la paz entre la ofendida divinidad y el hombre. Esta procuratio de los signos era un acto de especial trascendencia. No olvidemos que la ira de los cielos caía sobre el supuesto infractor y sobre cuantos le rodeaban. Pues bien, cada signum, una vez estudiado por el augur, exigía una procuratio o compensación concreta. En los libros del «colegio profesional» de augures de Roma aparecía una larga lista de reparaciones a los dioses, estrenada en los lejanos tiempos de Numa. Si el fenómeno, por ejemplo, consistía en una lluvia de piedras, la satisfacción o procuratio obligaba al testigo o testigos a guardar nueve días de fiesta. Si el portento era el nacimiento de un monstruo (hombre o animal), los dioses quedaban cumplidos al arrojarlos al fuego o al mar. Cada procuratio, sin embargo, se hallaba sujeta al fluctuante criterio del «arúspice» de turno.

En el caso que nos ocupa —un portentum o manifestación divina a través de la materia inanimada—, el problema arrastraba una gravedad añadida. Cada signum, para la religión romana, lo provocaba un dios específico. Una perturbación en la tierra, por ejemplo, era un signo de Tellus. Si se producía en el mar reflejaba la indignación del dios Neptuno. Si el prodigio, en fin, aparecía en los cielos, la cólera procedía de Júpiter. Y, como digo, el oscurecimiento del sol —competencia del gran Júpiter— no era un fenómeno común y corriente. La ofensa alcanzaba al «número uno», a la divinidad tutelar del imperio, al soberano del mundo, al padre de la magia, al garante del derecho, al señor de la luz, al dueño del rayo y de las tormentas…

La supuesta falta, en suma, era de extrema relevancia, exigiendo una procuratio del mismo peso. Y no puedo dejar de admirar el finísimo «tejer» de la Providencia. Hasta los símbolos paganos aparecían magistralmente engarzados en la encarnación humana de este Hijo de Dios… Y empecé a sospechar que aquel misterioso objeto (?) que se interpuso entre el sol y Jerusalén «sabía» muy bien lo que hacía.

—¿Aliviar el enojo de Júpiter?… ¿Buscar la procuratio?… ¿A eso te refieres?

Asentí sin adivinar el fondo de las capciosas preguntas de Claudia.

—Mi querido amigo —aclaró al fin—, no sólo no hubo expiación sino que, engreído y autosuficiente, repudió el portento [107], acusando a los judíos de provocar la ira de Júpiter.

La confesión de Procla, en opinión de quien esto escribe, vino a confirmar dos puntos ya contemplados.

Primero: el escaso juicio crítico de Poncio hacia sí mismo. Un síntoma más de su problema mental. Entre los enfermos maniacodepresivos, esta actitud contrasta con su demoledora capacidad para juzgar a los demás. El trasvase de responsabilidades —«lavándose las manos»— es peculiar de estos psicópatas. Su habilidad en este campo llega al extremo de conseguir que los que le rodean se sientan responsables de los actos del propio demente.

Segundo: el rechazo de la procuratio o compensación a los dioses ponía de manifiesto el nulo sentido de culpabilidad en la condena del Maestro. Este «vacío» ético, como ya expliqué, sólo podía obedecer a una situación de crisis psíquica. No era de extrañar, por tanto, que olvidara pronto aquella ejecución.

Y vuelvo a lamentarme. Me quejo, sí, de que estos pequeños-grandes sucesos no hayan trascendido, deformando la realidad. Y una sofocante duda me inquieta desde hace tiempo. Si los evangelistas conocían el trastorno del gobernador, ¿por qué lo ocultaron? ¿Empañaba la imagen del Maestro? ¿No convenía decir que Jesús de Nazaret fue interrogado y juzgado (?) por un loco?

Como afirmaba el Galileo, «quien tenga oídos…».

—Y cuando al fin venció el miedo y se decidió a abandonar el lecho —prosiguió la mujer con un rictus de desprecio—, el muy cínico me notificó que, además de rechazar el portento del sol…, omen accipio!

E, impotente, refugió la mirada en la rumorosa cascada.

Estaba claro: Poncio, como todo maniacodepresivo, experimentaba una preocupante fuga de ideas.

Aquel omen accipio —«tomo a buen agüero»— era un signo más de su demencia.

Amén de refutar o repudiar la sagrada cólera del gran Júpiter, y trasladar la culpa a los judíos, cambió de táctica, evaluando el prodigio solar como un «buen presagio».

Y Claudia, saliendo de sus oscuras reflexiones, añadió:

—Mis reproches no fueron oídos. Y durante días aquel maldito omen accipio fue su cantinela favorita.

Procla subrayó la muletilla en un tono de censura:

—Y lo peor es que está convencido. Cree firmemente que nuestra suerte ha cambiado.

Guardé silencio. En eso acertó. Lo que Poncio no podía imaginar era la «dirección» tomada por dicha suerte.

Y en un intento de engrasar la correosa charla desvié momentáneamente la brújula de Claudia hacia temas menos ariscos. Y pregunté por su vida y por la del gobernador.

Así supe, entre otras cosas, que ambos eran divorciados. Ella ostentaba orgullosa el título de «portadora de estola», una mención honorífica reservada a las madres de tres o más hijos. Poncio tenía una sola hija, fruto también, como los tres de Procla, de su anterior matrimonio. En su nuevo estado —convenido por razones políticas—, el gobernador se negó a tener descendencia.

Claudia era una mujer culta. Admiraba a Homero y decía haber leído varias veces la Eneida de Virgilio. Ahora, en este «destierro», echaba de menos las animadas tertulias de Roma y, sobre todo, su conventus matronarum, una especie de «corporación de mujeres» creada en el siglo anterior y que tenía por finalidad principal el sostenimiento del culto religioso.

Poncio, en cambio, en expresión de Procla, era un «patán». Jamás le vio leer. Sólo le interesaba el dinero. Y desde que tomó posesión como gobernador, aquella obsesión fue amarrándole hasta el extremo de aventurarse en todo tipo de negocios ilícitos y descabellados. Pero lo que más la irritaba era la peligrosa y corrupta relación comercial con los dirigentes religiosos judíos. En esos momentos, gracias a trapicheos y rapiñas, la fortuna del psicópata rondaba los treinta millones de sestercios, sin contar el lujoso mobiliario y dos villas de recreo en los barrios del Palatino y el Viminal, en Roma.

Evidentemente, aquél no era un matrimonio por amor. Las relaciones, tensas, parecían condenadas a un nuevo divorcio.

Esta frialdad y distanciamiento entre los esposos, unido a la «vergonzante» enfermedad que soportaba, habían hecho de Claudia un ser profundamente herido, con una tristeza convertida en huésped permanente y a la que se veía obligada a combatir en razón del cargo de su marido. Y supe también que la inquieta mujer encontró un rayo de luz desde que se interesó por la historia y el culto a Isis, la diosa egipcia del millón de nombres. Vestía de lino cada vez que podía, invocaba dos veces al día a la «salvadora y llena de gracia», se hacía bendecir con agua del Nilo y respetaba los ayunos prescritos por una religión que hacía furor en todo el Mediterráneo.

Y comprendí mi error. La serenidad y atractiva paz de sus ojos no procedían de las enseñanzas de Jesús de Nazaret.

Poco después, de manera fortuita, tendría ocasión de profundizar en sus creencias religiosas.

Y aprovechando la sincera entrega de mi confidente señalé la talla de piedra del faraón Akhnatón, interesándome por el origen de aquellos tesoros.

Claudia torció el gesto con desagrado, insultando a Poncio:

—Esa bestia…

Y señalando con la mirada la dirección de las copas y recipientes que se apretaban sobre la bandeja se lamentó:

—No te alarmes ante la irreverencia de ese malnacido. Lo hace para mortificarme. Él sabe de mi veneración por Egipto.

Y de sus explicaciones saqué en claro dos hechos con el mismo denominador común —el arte egipcio—, pero curiosamente distanciados por la intencionalidad.

Por un lado, las inquietantes piezas eran otra muestra de la voracidad financiera del gobernador. Claudia desconocía la procedencia de las mismas. Sólo sabía que costaron una fortuna y que Poncio pretendía revenderlas a su regreso a Roma. En otras palabras: el enigma de la tumba de Tutankhamen seguía en pie. Por otra parte, Egipto servía para estimular la conducta provocativa del psicópata. Y el fino olfato de estos enfermos para detectar las áreas sensibles de los que le rodean le llevó a una sibilina y ruin agresión contra lo más íntimo y querido de su esposa. ¿Ella admiraba y compartía la filosofía egipcia? Pues nada mejor para castigar su orgullo que ridiculizar al sagrado «faraón-monje» convirtiéndolo en «mueble-bar».

Éste era el auténtico gobernador de la Judea…

Pero la interesante conversación y mis deseos de esclarecer el misterio del ajuar funerario fueron súbita y lamentablemente cancelados. En realidad no podía quejarme. Mucho había durado la paz…

Y un Poncio tambaleante se presentó frente al triclinio. En la mano derecha sujetaba con escaso éxito la fuente de plata con los húmedos, rojizos y nerviosos sesos. Detrás, no menos borracho, el tribuno.

Me incorporé y, prudentemente, retiré el cayado.

Y el gobernador, sin dejar de canturrear, alzó brazos y fuente, saludando a Claudia con un efusivo domina (el equivalente al actual «doña» o «madame»).

Pero los vapores del vino empezaron a pasar factura. Y al querer redondear la galantería con una reverencia tan acusada como falsa, la ración, desequilibrada, resbaló del plato, precipitándose sobre el pecho de Procla. Y las finas gasas acusaron el impacto del amasijo de sangre y cerebro.

—¡Bastardo!…

Poncio, atónito, retrocedió. Pero el largo sayo de muselina le reservaba otra sorpresa. Y pisando los bajos perdió la precaria estabilidad, derrumbándose de espaldas, como un fardo.

Claudia, con los ojos incendiados, se puso en pie. Y al instante, «maestresala», servidumbre y primipilus se arremolinaron en torno al caído Poncio y a la desolada gobernadora.

Para colmo, desorientados, los músicos interrumpieron bruscamente las suaves melodías.

Y ante la impotencia general, la mujer, rompiendo a llorar, se abrió paso a empellones, alejándose a la carrera hacia el portón de bronce.

Instintiva, y sagazmente, el tricliniarcha se dirigió a la boquiabierta orquesta, ordenando que prosiguiera. Y los invitados, sin comprender lo ocurrido, fueron acercándose con timidez. Pero Poncio, ayudado por Civilis y el tribuno, tras recuperar una dudosa verticalidad, se escudó en una sonora carcajada. Y las borrosas miradas de los beodos se apaciguaron.

Y sin el menor sentimiento de culpa, haciendo gala de una inhibición típica de los maniacodepresivos, levantó de nuevo los brazos, agitó las manos, y saludó a la perpleja concurrencia exclamando:

Omen accipio!

Y, lentamente, comensales y criados retornaron a sus lugares. Y los primeros celebraron el buen humor del anfitrión con el enésimo apurado de las copas.

Y Poncio, bajo el estrecho control de Civilis, fue a reclinarse en el «sofá» presidencial.

Y a pesar del cargamento de vino, la hiperactividad del sujeto no perdonó.

Se sentó. Volvió a tumbarse. Se incorporó de nuevo y, eructando cavernosamente, exigió la presencia del esclavo galo. Y ordenó que le descalzase.

Y contemplé algo que volvía a retratarle.

Cada una de las suelas de las sandalias aparecía pintada. Creí reconocer la imagen alada de la diosa Isis. Procla, minutos más tarde, me sacaría de dudas. La extravagancia no era gratuita. Poncio expresaba así unos enfermizos sentimientos de venganza. Todos sus enemigos y todo aquello que odiaba habían sido dibujados en la incontable reserva de botas, sandalias, pantuflas, etc. Y cada día, al despertar, dependiendo del voluble humor, seleccionaba al que debería «pisotear» durante la mañana. Por la tarde y noche cambiaba nuevamente de calzado…, y de «enemigos». Y para la fiesta de cumpleaños de su esposa —cómo no—, el símbolo más venerado por Claudia: la diosa Isis.

Éste era el hombre que «juzgó» a Jesús de Nazaret…

Y el mudo y paciente atleta de la melena rubia inclinó la cabeza asintiendo al último requerimiento de su dueño: más vino y más sesos.

Y agitando los sonrosados y rollizos dedos invitó al tribuno y a quien esto escribe a que nos acomodáramos a sus pies.

El joven oficial responsable de la administración de la cohorte —al que llamaban Vedio— fue el primero en obedecer. Y Poncio, más lúcido de lo que suponía, le obsequió con el brillo de sus tres dientes de oro.

El tribuno, a juzgar por su juventud (probablemente rondaría los veinte años), era un miembro de la clase senatorial que cumplía el servicio militar en calidad de tribunus laticlauis. Es decir, un «recomendado» que preparaba así el cursus honorum, fundamental para ingresar en el senado de Roma. Naturalmente, como digo, sólo desempeñaba funciones de jefe administrativo. Al lado del curtido y experimentado primipilus, aquel bisoño era una caricatura. Un remedo de soldado que, en cierto modo, alivió la insoportable peste de los excrementos de cocodrilo que aplastaban el hinchado rostro del psicópata. Y digo esto porque el tal Vedio lucía otro de los «maquillajes» de moda entre los privilegiados del imperio. Sobre una peluca de pelo de caballo, teñida en un rabioso escarlata, presentaba una blanca pirámide de sebo de veinte centímetros de altura, «rellena» con múltiples betas de mirra anaranjada. Por supuesto, la función de tan insólito tocado estaba perfectamente estudiada. Al calor de las antorchas, y de la templada noche, el cono terminaba por derretirse y grasa y perfume resbalaban por rostro y túnica, asfixiando el ambiente con una penetrante fragancia.

Y el amanerado jovencito, como decía, se dejó caer con dificultad sobre el blanco y crujiente pavimento. Y sin mediar palabra introdujo la mano bajo la túnica de uno de los esclavos que nos atendían. En aquel momento deseé abandonar el triclinium y la ciudad. Pero el Destino no había pasado la página de aquella borrascosa jornada.

Y redoblando la guardia fui a situarme a la cabecera del «sofá».

Civilis intercambió unas frases con los «priores» y, presuroso, se dirigió a la salida del gran comedor.

La marcha del primipilus no pasó desapercibida a los enrojecidos ojos del gobernador. Y con una media lengua, hipotecada por el alcohol, estalló:

—¡Ramera!… Esa zorra cree que no estoy al tanto…

Vedio giró la cabeza bruscamente, buscando la clave del exabrupto. Y sebo y mirra salpicaron los desnudos pies de Poncio. Pero el jefe de los centuriones había traspasado ya el portón de bronce.

El gobernador se arqueó por encima del cargado vientre y recogió las gotas de maquillaje con las yemas de los dedos. E introduciéndolas en la boca comprobó el sabor. Después, mostrando la negra dentadura, arremetió como un búfalo:

—¡Sabe a leprosa!…

Me indigné.

Pero la carga de aquel indeseable no había concluido. Introdujo los dedos por segunda vez entre los sensuales labios y, relamiéndose, corneó de nuevo:

—¡Sabe a Civilis!…

Y escupiendo sobre los inmaculados restos de conchas eligió la fuga:

—¡Tomo a buen agüero!…

El tribuno, adulador, aún desconociendo el sentido de las retorcidas y torpes insinuaciones, se unió al demente con otro expresivo «omen accipio».

Y el gobernador, en una pirueta que me pilló desprevenido, apuntándome acusadoramente, cambió de tercio:

—Y tú ¿de qué hablabas con la leprosa?… ¿También ha querido engatusarte?

Esta vez no me contuve. Y golpeé donde podía dolerle.

—No, excelencia… Tu ilustre esposa y este poderoso mago —me recreé en el «poderoso mago»— conversaban sobre uno de tus últimos errores…

El tribuno palideció. Y la omnipotencia de Poncio creció como la espuma:

—¿Cómo te atreves?

Los ojos me fulminaron. Pero este explorador, sin perderle la cara, le humilló sin piedad:

—Un juez justo no condena a un inocente.

—¿Inocente? —balbuceó tratando de recordar—. ¡Imposible!

—Tú enviaste a la cruz al profeta de Galilea…

Frunció el ceño y desvió la mirada hacia Vedio, buscando apoyo.

—¿Profeta de Galilea?

No podía creerlo. Claudia tenía razón. El maniaco había borrado el drama.

Pero no estaba dispuesto a dejar pasar aquella oportunidad de oro. Y le obligué a desbloquear:

—Sí, el «rey de los judíos»…

El tribuno se encogió de hombros. Y preguntó a su vez quién era aquel «rey». En opinión de quien esto escribe, la absoluta ignorancia de Vedio sobre la crucifixión del Maestro reflejaba una situación que no ha sido bien calibrada por la Historia. Para creyentes y no creyentes —con el favor que otorga la distancia en el tiempo—, la pasión de Jesús ha sido enjuiciada como un suceso de máxima relevancia que estremeció los pilares de la sociedad judía. Nada más lejos de la realidad. A excepción de familia, amigos, seguidores, gremio sacerdotal y fuerza acantonada en la fortaleza Antonia, los hechos de aquel viernes, 7 de abril, no conmocionaron a nadie. La noticia corrió por determinadas regiones de Palestina, sí, pero eso fue todo. La muerte del Hijo del Hombre no sería conocida en el imperio hasta algunos años después. En aquellas fechas —como demostraba la pregunta del tribuno de Cesarea— muy pocos tuvieron información sobre el prendimiento, torturas y ejecución del casi anónimo Galileo. Respecto a la resurrección, mejor ni comentar…

—Jesús de Nazaret —lo atornillé.

Y Poncio, al fin, abriendo los ojos al límite, fue asintiendo en silencio.

—Inocente, sí —me ensañé—, pero colgado de un árbol.

Y espantado por el súbito recuerdo pasó de la afirmación a una febril y convulsiva negación de cabeza.

—¿No fue un error? —le acorralé con todo el cinismo de que fui capaz.

Reclamó a gritos el vino. Y el galo, sin inmutarse, dejó bebida y comida sobre la redonda mesita que me separaba de Vedio. Apuró la copa y restregando la mano, en un nervioso afán por limpiar los reguerillos del espeso y caliente licor, arrastró parte de los excrementos, introduciéndolos en la boca. Enrojeció. Y, escupiendo, pateó furioso el frágil mueble. Y mesa, jarras, crátera y la fuente con los sesos de mono rodaron por el piso.

Y desorganizado por el nuevo estímulo, como lo más natural del mundo, olvidó mi pregunta, centrándose en el asustado tribuno.

—¡Tú y tus maravillosos maquillajes!…

El tricliniarcha entró en acción. Y tras ordenar el descompuesto ajuar, intentando reconducir el cada vez más accidentado festejo, preguntó a Poncio si consideraba oportuno entonar ya el peán. Con este cántico se daba paso al tercer y último «acto» del convite: el temido simposion.

Y el gobernador, ignorándolo, desembarcó sobre el tema pendiente.

—¿Un error?…

Los saltos de tema, distracción y aceleración del psicópata eran abrumadores. El pensamiento, sin embargo, no era incoherente ni disociado. Sabía de qué hablábamos. Nunca le vi perder el hilo conductor. Tampoco capté señales de desintegración del yo. La sombra de la esquizofrenia no le rondaba, de momento.

—Tienes razón —esgrimió rebajando el prepotente tono.

Y la inesperada finta me descolocó. ¿Es que reconocía su error?

Pero la inmediata e irónica sonrisa dejó al aire la negra caries y el oscuro corazón. Y supe que para aquel enfermo la palabra «error» no figuraba en su vocabulario.

—Fue un lamentable error… de los judíos.

Y golpeando los muslos con ambas palmas rió la gracia.

—Además —apuntó apoderándose de los sesos con ansiedad—, ahora que recuerdo, el tal Jesús sólo era un iluminado.

—Sí —reconocí, disparando a la línea de flotación—, pero capaz de oscurecer el sol…

Poncio se tragó el torpedo y los sesos. Y, atragantándose, roció al amanerado con una implacable lluvia de diminutas y sanguinolentas porciones de los gafados sesos.

Y entre toses y respiraciones entrecortadas y maltrechas, a pesar del ahogo, se apresuró a clamar:

Omen accipio!

Y Vedio, desconocedor del asunto del portentum, solicitó una aclaración. Como se recordará, el fenómeno sólo fue visible desde Jerusalén. Y se la di.

—Está claro —puntualizó dirigiéndose al recuperado gobernador—. Como defendía el gran Virgilio, un prodigio semejante sólo pudo ser obra de los «manes». Si el ajusticiado era en verdad inocente regresó para tomar venganza…

La inoportuna reflexión del tribuno sólo consiguió acelerar el pulso y el espanto del supersticioso Poncio.

Los «manes» formaban «equipo» con los ya citados dioses de segundo grado. Y aunque la confusión era notable respecto a su verdadero significado, la mayor parte de la sociedad romana —incluido el poeta Virgilio— los consideraba almas de difuntos, encargadas de hacer el bien o el mal entre los vivos [108].

Pero me equivoqué. El gobernador se repuso rápidamente del susto.

Y felicitando al incauto Vedio por la proposición, enlazó con la tesis de la venganza. Y exclamó triunfante y convencido:

—Cabe esa posibilidad. Los «manes» del profeta pudieron volver de ultratumba para castigar a los judíos…

Y cayendo en la cuenta de otra de las «atribuciones» de estos espíritus desvió la mirada hacia quien esto escribe. Y en tono paternalista censuró mi amistad con Claudia:

—Deberías tener más cuidado… Supongo que sabes que los «manes» se infiltran en los sueños, provocando pesadillas cuando no se les honra debidamente.

Y dirigiendo el pulgar hacia su espalda, añadió, refiriéndose a los murales:

—La leprosa venera ahora a Isis y ha olvidado el culto a los muertos…

Poncio mentía. Pero el argumento era inevitable en su siniestra psicología. Cualquier excusa era buena para proyectar responsabilidades.

—Y ellos —insistió poniéndome a prueba— vuelven y castigan. A ella la están atormentando con esa maligna enfermedad. En cuanto a ti, ya veremos…

Siguió pellizcando los sesos y, ante mi silencio, considerándome vencido, optó por la adulación.

—Pero no te preocupes. Soy tu protector. Dime dónde reposan tus muertos y mañana mismo los cubriré de flores [109].

Adulación. Tentativas para dividir. Proyección de responsabilidades. Mentiras frías, calculadas y sistemáticas. Omnipotencia. Conducta provocativa. Ausencia de inhibiciones. Bruscos cambios de temperamento. Alta capacidad para medir la resistencia ajena. Fino instinto para herir. Pensamiento vertiginoso. Nulo sentido de la autocrítica y juicio siempre severo y feroz con los demás. Ideas delirantes…

Para qué seguir. Y cerré el asunto de Jesús de Nazaret. Con aquel psicópata era difícil razonar. No recordaba. No se sentía culpable. Peor aún: culpaba a los judíos. Los sucesos de la crucifixión, en suma, pasaron a la historia en su enferma y desgraciada mente.

Así era Poncio Pilato.

Y una deslumbrante y renovada Claudia Procla vino a rescatarme de tan amargas reflexiones.

La gobernadora, con una nueva e inmaculada túnica de lino blanco, se presentó feliz y radiante. Y como si nada hubiera ocurrido fue a instalarse en el triclinio contiguo.

Poncio dejó de picotear. Y la mirada, turbia por el río de vino, quedó fija en el magnífico pectoral que colgaba del cuello de la gobernadora. Yo mismo —aunque por otras razones— me vi atrapado en el colorido y la fastuosidad de la delicada pieza. Entre marfiles, corindones y lapislázulis sobresalía una turquesa gigante, grande como un puño, trabajada en forma de pájaro con alas curvas y extendidas. Cuerpo y cabeza habían sido cubiertos por finas láminas de calcedonia verde semitransparente que imitaban el escarabajo sagrado de los egipcios. Las garras, en plata, sostenían sendos lirios y lotos. Y sobre las pinzas del escarabeo, una barca ensamblada con esmeraldas, transportando el udjad, el ojo divino, en oro macizo.

Y el reflejo de las antorchas sobre el pesado colgante hizo parpadear al atónito gobernador.

Y la mujer, con una desafiante sonrisa, tomó una copa de vino. La aproximó a la boca y, sin dejar de mirar a su marido, sumergió la lengua en el negro, espeso y caliente licor. Y, sensual y vengativa, la paseó con lentitud por los finos y granates labios, humedeciéndolos.

Me eché a temblar.

Claudia había regresado con el hacha de guerra. El símbolo egipcio en el pecho, desafiando a Poncio, sólo podía desencadenar una catástrofe.

Pero la súbita aparición del primipilus desvió momentáneamente la ira del psicópata. Y no creo equivocarme si afirmo que el marcial paso del centurión la multiplicó.

Procla, sin el menor pudor, giró igualmente la cabeza hacia el recién llegado. Y la sonrisa se transformó, iluminándola.

Y Poncio, con la fuente de sesos sobre los muslos, no supo dónde mirar. ¿Civilis o Procla? ¿Procla o Civilis?

Pero el soldado pasó de largo, esquivando la admiración de una y el furor del otro. Y al abordar el buffet pidió vino con miel.

Me aferré a la «vara de Moisés». El terremoto parecía inminente.

Pero el amanerado —Dios lo bendiga—, ajeno al alto voltaje, salvó sin proponérselo la comprometida secuencia.

Y con la peligrosa osadía que concede siempre el exceso de vino, dirigiéndose a la gobernadora, recuperó el interrumpido debate sobre los «manes». Y preguntó a bocajarro si las pinturas, en efecto, eran consecuencia de la venganza de los espíritus de los muertos.

Procla, desconcertada, exigió que se explicase.

Y el tribuno —tirando por el camino de en medio— resumió la reciente polémica en torno al Crucificado y a las hipótesis de Poncio sobre los «manes» y sus maléficas artes.

Y la mujer, subiéndose a la espléndida oportunidad, capitalizó el tema, rebatiendo y humillando al cónyuge.

—¿Muerto? ¿Qué muerto? —replicó con ironía—. El gobernador fue puntualmente informado de la resurrección del galileo.

Y sin medir el alcance de las palabras, con la única intención de estrangular la maledicencia del marido, añadió:

—Mis sueños no son obra de muertos, sino de vivos…

Vedio, entre risas, rechazó la «absurda noticia de la vuelta a la vida del profeta».

Y de pronto, para satisfacción de este explorador, fui testigo de una acalorada discusión sobre dioses y creencias religiosas.

Y aunque es mi propósito volver sobre este apasionante y trascendental capítulo —al que también debió de enfrentarse Jesús de Nazaret—, me resisto a pasar por alto la esencia de tan instructivo duelo. Una confrontación que zanjaba la supuesta comunión de ideas de Claudia Procla con el mensaje del Hijo del Hombre.

El joven aspirante a senador, perteneciente, como la gobernadora, a la clase dirigente romana, se hallaba imbuido por una de las corrientes filosófico-religiosas dominantes en aquel tiempo: el epicureísmo.

En el caso de Vedio, esta búsqueda de la felicidad a través de la razón y del conocimiento de las cosas aparecía violentamente enfrentada con las viejas tradiciones, que defendían la supremacía a ultranza de los dioses (unos treinta mil según Hesiodo). A causa de la extrema juventud, el muchacho no había logrado desembarazarse aún de este pesado lastre.

Como iríamos comprobando a lo largo de nuestra misión, éste era el angustioso panorama de buena parte de las nuevas generaciones mínimamente cultas del imperio. No comprendían el porqué de semejante miriada de dioses. Y dudaban de su eficacia y del supuesto control sobre el hombre. Y un buen día, alguien empezó a abrirles los ojos. Ese personaje, el filósofo griego Epicuro, fallecido en el 270 antes de Cristo, vendría a conmocionar los pilares religiosos del mundo civilizado. Este maestro, hijo de maestro, tuvo la audacia de cuestionar el papel de esos miles de divinidades y los correspondientes ritos, supersticiones, castigos y premios. Y sus magistrales ideas desestabilizaron la mentalidad de la época. Este alumno de Pánfilo y Xenócrates enseñó a sus contemporáneos que el fatalismo era un fraude, y los dioses, un medio para sujetar y gobernar voluntades. Y los animó a pensar por sí mismos.

Epicuro combatió sin descanso aquella religión basada en el terror y en la permanente sumisión a los dioses. Su moral tenía como punto de partida el reconocimiento de las necesidades humanas y la imperiosa obligación de satisfacerlas. Y basaba la felicidad en la prudencia. Era esta virtud la que debía regular los actos del hombre. Probablemente, su concepto del placer no fue bien entendido. No defendía la sensualidad desenfrenada o el placer de los hartos. Eso lo practicaron los malos epicúreos. Sus objetivos no eran hedonistas. No perseguía el placer como único y último fin. El afán de estos hombres y mujeres era otro: la consecución de la ausencia del dolor físico como el gran bien, como la «ataraxia» del alma (el «yo» imperturbable frente a las acometidas del mundo).

Y fijó los principios para el estudio científico que debería conducir a un mejor conocimiento de las cosas y, en definitiva, a la comprensión del lugar ocupado por el hombre en la Naturaleza. Y con una visión genial de lo que un día sería la física cuántica tuvo el coraje de romper con el determinismo mecanicista de Demócrito, introduciendo el concepto de indeterminismo, en virtud de lo que llamó clinamen (cierta «declinación» espontánea de los átomos). Y consideró el alma como una entidad individual, construida por átomos simples, aunque mortal y finita.

Muchos de los discípulos fundaron centros epicúreos en Lámpsaco, Egipto, Mitilene, Roma y Antioquía. Y años antes del nacimiento del Maestro, Fedro, Zenón y Filodemo de Gadara enseñaron estas doctrinas en la capital del imperio, causando un gran impacto y levantando oleadas de protestas entre los ortodoxos. Desde fines del siglo I antes de Cristo —en especial con las ardientes prédicas de Lucrecio [110]—, el movimiento de Epicuro cobró un notable auge, sembrando la discordia entre generaciones. Para este aventajado discípulo, la fe sólo era un «espectro gigantesco que se alzaba desde la tierra al cielo, cuya dura pisada aplastaba ignominiosamente la vida del hombre, mientras que su rostro le amenazaba cruelmente desde lo alto». Y numerosos pensadores —Ovidio primero y Epicteto más tarde— se rebelaron contra la «herejía», exigiendo respeto para los dioses y censurando a quienes, con este veneno, destruían a los espíritus jóvenes, a los que descarriaban.

En definitiva, gracias a este providencial «hereje», miles de seres humanos aceptaron que lo verdaderamente importante era trabajar y esforzarse por elevar el estatuto y la dignidad del hombre, renegando de las supersticiones que le encadenaban. Algo realmente loable si tenemos en cuenta que la filosofía epicúrea negaba toda trascendentalidad.

Y al igual que el estoicismo y el cinismo —las otras dos grandes tendencias filosóficas existentes en vida de Jesús—, el epicureísmo contribuyó en gran medida a hacer más comprensible el originalísimo mensaje del Maestro y la posterior acción misionera de sus discípulos. Fueron «semillas» que la Historia y la propia iglesia católica parecen haber olvidado.

Y ya que lo menciono, bueno será trazar unas rápidas pinceladas que refresquen la memoria del hipotético lector de estos diarios respecto a esas filosofías, que, en cierto modo, depejaron el camino del Maestro. Unas doctrinas que Jesús de Nazaret conoció muy bien, que respetó y que fueron ocasión y motivo de brillantes e inolvidables debates con gentiles y judíos. Un capítulo —como veremos en su momento— tan bello y fascinante como desconocido…

El estoicismo, en síntesis, fundado a fines del siglo IV a. de C. por Zenón de Citio, no puede considerarse como una religión. Fue, eso sí, una filosofía de lujo, muy próxima, en algunos aspectos, a lo predicado por el Hijo del Hombre.

Creían en una Razón superior, en un Dios-Razón, que gobernaba la Naturaleza. La virtud —el gran objetivo de estos preclaros pensadores— consistía en la armonía con lo creado. El alma —decían— era de origen divino y, aunque encarcelada en un cuerpo físico y detestable, debía esforzarse por lograr ese equilibrio con hombres y cosas.

Se consideraban «descendientes» de ese Dios-Razón y, en consecuencia, predicaban la hermandad de los seres humanos.

El mejor premio al que aspiraban se llamaba «esfuerzo». Esfuerzo por conquistar la virtud. Todo lo demás los dejaba indiferentes.

Lamentablemente, nunca identificaron esa Razón-Dios con el Dios-Padre, con el «Ab-bā» que «patentó» Jesús de Nazaret.

Por su parte, los «cínicos», una secta en la que probablemente bebieron los estoicos, aunque de ideas igualmente sublimes, nunca ascendieron a la espiritualidad de los «hombres-razón».

Antístenes (435 al 370 a. de C.), discípulo de Sócrates, pudo ser el creador de esta escuela. Otros aseguran que fue Diógenes, el ateniense.

Básicamente, sus principios se centraban en el desprecio de lo material. No valoraban riquezas, salud, ciencia o dioses. Todo eso era «inútil y despreciable». Lo único positivo para los «cínicos» era liberarse de los deseos. Sólo así —aseguraban— era posible disfrutar de la felicidad.

Y ante el asombro del mundo se lanzaron a los caminos, predicando la salvación mediante la sencillez, la virtud y la castración de los deseos.

Fueron los primeros misioneros. Y su filosofía, aunque incompleta, preparó la «gran revolución». Una revolución —la del Irrepetible— que será mejor comprendida si no perdemos de vista esta caótica situación en la que se debatían los pueblos cuando el Maestro decidió inaugurar su vida pública.

Y Claudia, tras oír las excelencias del epicureísmo y las explicaciones sobre el alma mortal y sin posibilidades de «resurrección», expuestas por un Vedio arrogante y en posesión de la verdad, arremetió como una loba:

—¿Te atreves a dudar de la sabiduría de nuestros antepasados? ¿Cómo puedes negar la protección de los dioses?

Procla, como ya he referido, participaba firmemente en las tradiciones de sus ancestros.

El culto a Isis, como otros rituales, era una manifestación más de las religiones de masas, dominantes en todo el imperio y en los restantes países mínimamente avanzados. Epicúreos, estoicos y cínicos constituían una minoría frente a estas creencias institucionalizadas.

Las religiones «oficiales», que podríamos definir como «mistéricas», se hallaban íntimamente ancladas en los mitos o misterios legendarios, con las inevitables cortes de dioses de todo rango. Unas religiones que favorecieron el nacimiento de sociedades secretas y herméticas, con sus inseparables liturgias, líderes, supersticiones y aberraciones. Todas «vendían» felicidad y salvación eterna, a cambio, eso sí, de sumisión, dinero y sacrificios sin cuento.

—¿Prudencia? ¿Ataraxia? ¿El «yo» imperturbable?… —la gobernadora le castigó sin piedad—. Vuestro admirado Lucrecio os tomó el pelo…

Y sonriendo con satisfacción le arrinconó:

—¿Hubiera aplaudido Epicuro su suicidio?

Lucrecio, en efecto, se quitó la vida a los cuarenta y tres años.

—Prefiero terminar así —replicó Vedio sin retroceder— a vivir bajo la bota de unos dioses adúlteros, crueles, ladrones y caprichosos.

Procla ensayó el contraataque. Pero el tribuno no había terminado:

—Esa mitología que os consume es un cuento que engorda sacerdotes y llena al hombre de confusión.

Poncio, inexplicablemente, cerró los ojos. Pero no parecía dormido.

—¿Es que no conoces a Séneca? —cargó de nuevo la gobernadora refiriéndose a uno de los ilustres representantes del estoicismo—. Él sí defiende una divinidad suprema y una legión de dioses menores…

—¿Séneca un estoico? —se burló el joven—. El único «equilibrio y armonía» que distingue y practica es el del dinero y la adulación.

Y añadió, perdonando:

—Veo, querida Claudia, que eres tú quien no conoce a ese artificioso. Su falso estoicismo lo resumió en una frase: «la lógica no es procedente para la sabiduría».

Y Vedio, mejor informado de lo que suponía, desnudó al célebre escritor, filósofo y abogado cordobés:

—La única Razón-Dios para Séneca es Séneca. ¿Desde cuándo un político cree en la virtud? ¿De verdad lo importante para Séneca es el hombre?

Y riendo con ganas lo apuntilló:

—De ser así, mañana mismo le pediré la mitad de su fortuna [111].

Y escupiendo la mezcla de sebo y mirra que resbalaba por el rostro dejó claro su rechazo hacia Lucio Anneo Séneca:

—Un auténtico estoico no cae en el estupro y la violación. Y te digo más: pronto descubriremos su verdadero sentido de la prudencia. Detrás de sus sabios escritos y discursos sólo hay un desmedido afán de poder. Séneca no cejará hasta entrar en el senado…

—¡Calumnias! —le interrumpió Claudia con una indignación al alza.

—Pregúntale —se defendió el tribuno—. Ahora le tienes en Alejandría con su tío Cayo Galerio, el prefecto… Además —la descalificó sin misericordia—, yo soy epicúreo.

—Estoicos, epicúreos… ¡Qué más da! Todos sois iguales. Todos buscáis la destrucción del imperio…

Vedio volvió a reír, negando con la cabeza.

—¡Pobre infeliz! —sentenció la mujer acomodándose en la seguridad de su rango—. ¿Pretendéis cambiar el mundo?

—Sólo al hombre —afinó el inteligente amanerado—. Lo otro, a su debido tiempo…

—¿Y cómo? —le interrogó macheteando en lo más íntimo—. ¿Huyendo del dolor? ¿Ganando batallas con legiones de afeminados?

Vedio buscó apoyo en otra copa de vino.

—Tu mente atrofiada —avanzó al fin con frialdad—, pisoteada por la sin razón de la superstición, no puede comprender. Sólo ves por los ojos de esos sacerdotes y dioses que te exigen, que te amenazan, que te esclavizan. Pero llegará el día en que el hombre ocupará esos altares…

—¡Blasfemo!

El tribuno no se inmutó:

—Y llegará el día en que las necesidades del hombre serán más importantes que esas ridículas necesidades de los dioses.

—¡Qué obsesión! —estalló la gobernadora—. ¿Cómo podéis comparar una cosa con otra? Vosotros mismos reconocéis que el hombre es algo finito, que vuelve a la nada…

—Sí, sólo somos átomos —concedió el tribuno, descargando a renglón seguido otro mandoble mortal—. Pero tus divinidades ni siquiera existirían de no ser por esos átomos.

—La inmortalidad de los dioses —vaciló Claudia peligrosamente— es incuestionable.

—¿Quién lo dice?

Y Vedio se respondió a sí mismo:

—¿La tradición? ¿El emperador? ¿Los augures?

—¡Hereje!

—Sí —se infló el joven—, un «hereje» que quiere llevar el timón de su vida, de sus actos, de sus errores…

Y levantando la copa pronunció un brindis que envenenó definitivamente a su contrincante:

—¡Por la vida!… ¡Por un mundo sin oscuridad!… ¡Por mí mismo, que puedo disponer de esa vida cuando quiera!

Y Claudia, alzando la suya, no se quedó atrás.

—¡Por los dioses!… ¡Por Isis, la divina luz!… ¡Por la diosa Fortuna! ¡Que ella te confunda!

—¡Locos!… ¡Estáis locos! —la asaltó Vedio entre risas—. ¿Es que no sabéis que el azar es consecuencia del clinamen? ¿Cómo podéis entronizar como diosa a un simple fenómeno físico? ¡Pobres esclavos del determinismo!…

—No quieras confundirme —bramó Claudia—. Determinismo no. Voluntad divina sí.

—¡La nada gobernando a la nada! —murmuró Vedio acusando el cansancio del encarnizado duelo—. ¡El azar como gran protector de los indignos!

—¿Fue el azar o la voluntad de los dioses lo que permitió a Isis encontrar el cuerpo de su hermano Osiris?

La cuestión planteada por la iracunda gobernadora no fue muy afortunada. Y el tribuno la destrozó:

—¿En qué quedamos? ¿No dices que los dioses son inmortales? ¿Quién consiguió despedazar entonces al pobre Osiris? [112].

Claudia, perpleja, no supo responder.

—¿Voluntad de los dioses —la enterró Vedio— o de unos sacerdotes que no quieren perder el favor de tan prometedora y sabrosa «clientela»?

—¡Sacrílego!

Y de pronto, el silencioso Poncio, abriendo los ojos, rió sarcásticamente.

Procla, sorprendida por el inesperado «ataque» del marido, no acertó a tomar partido. ¿Rebatía al insolente jovenzuelo o ajustaba cuentas con el psicópata?

La duda la perdió.

Vedio, triunfante, siguió hurgando en la desconcertada mujer:

—Te diré lo que pienso. Osiris, si es que existió, fue un loco. Y su hermana, una histérica…

La risita del gobernador se clavó de nuevo en Claudia. Y deseé con todas mis fuerzas que alguien acudiera en nuestro auxilio. Y, ante la sorpresa de quien esto escribe, ese «alguien» fui yo mismo.

—¿Dudas de la magia de Isis? —se recuperó Procla desviando la mirada hacia este perplejo explorador—. ¡Pregúntale!

Me sentí atrapado.

—¡Pregunta al mago!

El tribuno me obsequió con un desplante:

—¿Otro adivino?

Esta vez Poncio no rechistó.

—¡Ignorante, la magia existe!…

Y la gobernadora se descolgó con la pregunta fatídica:

—¿Quieres una demostración?

Intenté decir algo, en un esfuerzo por conjurar los propósitos de Procla. Fue inútil.

—¡Jasón! —ordenó la mujer sin paliativos—. Muéstrale a este epicúreo ateo y engreído hasta dónde llega tu poder.

Pero los insultos funcionaron. Y me salvaron…, momentáneamente.

—¿Ateo? —brincó Vedio como una pantera—. ¿Me llamas ateo?

Claudia, desorientada por la súbita réplica, dejó en suspenso la orden y el terror de quien esto escribe.

—¿No sois vosotros —vociferó el amanerado fuera de sí— los que adoráis al rayo y al lobo? ¿No sois vosotros, pobres inconsecuentes, los que habéis reducido las divinidades a monstruos llenos de ira, envidia, celos y concupiscencia? ¿Dónde está la espiritualidad y la libertad de esos supuestos dioses? ¿No sois vosotros, ciegos y torpes, los que veneráis la materia inanimada?

El certero discurso era inapelable.

—Gente como vosotros —prosiguió ante el alivio de este explorador— condenó a Sócrates y al gran Aristóteles por no acatar a los diosecillos de sus ciudades.

Y tomando aire la remató:

—¿Has leído la Metafísica? En ella, Aristóteles define a Dios como un «viviente eterno y perfecto». Es decir, «el pensamiento del pensamiento»…

Y sofocado y harto fue apagando el tono:

—A eso aspiramos. Ése es el epicureísmo. ¿Es esto ateísmo? ¿Quién es el ateo? ¿Tú, adoradora de astros, o yo, de la inteligencia?

Pero la gobernadora, de ideas fijas, volvió a señalarme con el dedo.

Y Vedio, adelantándose, nos desdeñó:

—¡Astrólogos!… ¡Magos!… ¡Hechiceros y adivinos! Ya sé… ¡Los nuevos dioses!

Y aludiendo al cayado que sostenía sobre mis piernas (el lituus curvo de augur) se lamentó:

—Fabricantes de felicidad empaquetada…, y a domicilio. ¿Pudieron anunciar tus astrólogos el oscurecimiento del sol? ¿Pudo ese mago y profeta de Galilea predecir su muerte?

Mi cerebro procesaba a gran velocidad. ¿Le interrumpía, dilatando así la discusión? Una vez concluida la perorata, a la vista de la tozudez de Claudia, estaba claro que sería mi turno. ¿Qué podía hacer? Desde luego, cualquier cosa menos convertirme en una atracción. Y el Destino (?) escuchó mis súplicas…

—Ninguno de tus dioses —se vanaglorió el tribuno— es capaz de darse muerte a sí mismo. Yo, en cambio, puedo hacerlo ahora mismo.

Y ante el desconcierto general, extrayendo un oculto puñal de entre los pliegues de la túnica, fue a colocarlo sobre el corazón.

Claudia lanzó un grito. Poncio se puso en pie de un salto. Y los centuriones «priores», como un solo hombre, cayeron sobre Vedio, arrebatándole el arma.

Civilis intervino de inmediato, alzando al afectado tribuno. Las lágrimas del joven, incontenibles, me dieron una idea de lo cerca que estuvimos de la tragedia. El convencido militante del epicureísmo hablaba en serio.

Y Procla, comprendiendo igualmente que el debate había llegado demasiado lejos, se apresuró a consolar al de la pirámide de sebo, olvidando toda rencilla.

Y mágica y oportunamente, aburridos por tan larga espera, los invitados la emprendieron con las mesas, golpeándolas con puños, jarras y copas. Y la cordial protesta fue acompañada de un grito —coreado al unísono— que puso fin a la segunda parte del convite y a la incertidumbre de quien esto escribe:

Peán!… Peán!… Peán!…

Y la música fue eclipsada por el golpeteo y la rítmica y salvadora petición.

A partir de esos instantes, la fiesta —el simposion propiamente dicho— discurrió con pulso febril, casi endiablado. Y hubo de todo, naturalmente.

Poncio, reclamando paz, aceptó.

Y los convidados, de pie, entonaron el peán, un cántico en honor a Dioniso, la «bondad divina».

La servidumbre repartió vino puro. Y el gobernador, siguiendo la tradición, mojó los dedos en el licor rociando el aire con rápidos y nerviosos toques. Y en cada aspersión invocó el nombre y la bendición del dios.

Nuevos brindis. En esta ocasión por todos los presentes.

Y los beodos cerraron el ritual con otra demostración de alegría: levantaron los brazos y chasquearon los dedos.

Y el simposion arrancó entre vítores, aplausos, tragémata (frutos secos), vino a discreción, un vibrante solo del músico responsable del doble aulos…, y vomitivos.

Los esclavos, bandeja en mano, ofrecían dos «alternativas»: la tradicional pluma de ganso, con la que el comensal podía «provocar» a su estómago, o una apestosa y negruzca pócima a base de infusión de escamonea de Alepo, una planta herbácea importada de Siria. El drástico purgante era certero al ciento por ciento.

Y como algo habitual, sin el menor reparo, algunos de los invitados arrojaron vino y comida —todo a medio digerir— sobre sendas jofainas de plata sostenidas por otros tantos e imperturbables criados. Y solicitaron nuevas viandas.

«Rey del banquete…».

El «maestresala» repartió dados de arcilla.

La «ceremonia» —obligada en los ágapes de categoría— consistía en la elección del simposiarca, el «rey o director» del simposion.

Este individuo quedaba investido de «todo poder». Sus órdenes eran sagradas. Entre las atribuciones figuraban la de establecer las proporciones de vino y agua, número de copas a ingerir, orden de las atracciones, concursos, etc., y, sobre todo, los castigos a imponer a quienes osaran alterar el festejo.

La mayoría, demasiado borracha, declinó la invitación.

Claudia tuvo mala suerte. Su dado marcó un «as» (el uno). Y le tocó el turno al gobernador. Besó el falo que colgaba del cuello y lanzó el cubo. Y la pieza, tras repiquetear sobre el blanco «concherío», fue a detenerse a los pies de este explorador.

El tricliniarcha, atento, cantó el «seis», la «tirada de Afrodita».

Vítores y aplausos. Poncio se colocó en cabeza.

E instintivamente, por pura cortesía, recogí el dado. Y al examinarlo descubrí estupefacto que todas las caras aparecían marcadas con la letra griega correspondiente al número «seis» (la dseta, con una vírgula alta a la derecha).

Omnipotente…, pero tramposo.

Y el «maestresala», al solicitar el dado, me hizo un guiño de complicidad.

Naturalmente, el gobernador sería proclamado «rey del banquete»…

En realidad, como iría comprobando, todo, o casi todo, en aquel simposion se hallaba perfecta y meticulosamente «programado» por el psicópata.

Coros…

A otra señal del maître, previa aprobación del «rey», la música cesó. Y diez niños uniformados con túnicas azules irrumpieron en el triclinium alineándose disciplinados frente al «sofá» de Claudia. Dos adultos, ataviados con idénticos ropajes, dirigían a los cantores.

La gobernadora simuló sorpresa.

Y tras reclamar silencio, bajo la batuta de uno de los individuos de azul, el coro entonó la primera canción. Y la «orquesta», en un discreto y heterófono segundo plano, más divergente que convergente pero con una notable buena voluntad, respaldó la melodía.

Y al estilo griego, sin alardes, sin tonos altos, con notas máximas de «dos octavas» (a veces en una sola), los infantes hicieron las delicias de la homenajeada.

Églogas de Virgilio, fragmentos del Orestes de Eurípides y la canción de Sicilo. Y todo ello interpretado y bailado por el segundo adulto, una suerte de mimo-bailarín.

Quedé maravillado.

Y aquella poesía, cantada y expresada como un «ballet», me relajó.

Poncio, reclinado en el triclinio presidencial, bostezó sin disimulo.

Y como broche de oro al especial «regalo» a Procla, el virtuosismo del aulétrida.

El músico del doble aulos se distanció de sus compañeros y, animado por la dulzura de la kithara, improvisó sencilla y genialmente. Y acordado en octavas inflamó los sentimientos de la mujer.

Y las miradas de Procla y Civilis se reunieron una y otra vez.

Una cerrada salva de aplausos despidió al coro. Y el del «oboe», entre silbidos, fue obligado a apurar la copa de vino ofrecida personalmente por la emocionada gobernadora.

Y el licor, sin mezclas, siguió corriendo peligrosamente.

Danzarinas…

La nueva atracción fue el principio del fin.

La aparición en el triclinium de media docena de hombres y mujeres, probablemente sirios y béticos, completamente desnudos y pintarrajeados con estrechos «anillos» rojos, negros y blancos, fue acogida con aplausos, vítores, silbidos, saltos y brindis.

El amanerado salió de su letargo y, tambaleándose, fue al encuentro de los bailarines, intentando acoplarse a la frenética agitación de pechos y caderas.

La «orquesta» se tomó un respiro, dejando de guardia a tambores y panderos.

Y los desenfrenados danzantes ocuparon el centro del gran comedor, contorsionándose provocadores entre mesas, lucernas y «sofás».

Vedio y su cono de grasa y mirra no tardarían en besar el pavimento. Y allí quedaron, en un plácido sueño.

Más de uno trató de echar mano a los bellos hombres y mujeres. Pero, ágiles y previsores, embadurnados en aceite, esquivaron las lujuriosas acometidas.

Y saturados como esponjas, los excitados funcionarios y monopolei fueron rodando, uno tras otro, sobre mesas, esclavos y compañeros.

Por fortuna, la comprometida situación fue conjurada a medias por la casi simultánea entrada en escena de los juegos y competiciones.

El tricliniarcha, veterano en estas lides, lo tenía todo calculado. Mejor dicho, casi todo…

Y en mitad de la U formada por los triclinios fue dispuesto un enorme odre de piel de cerdo repleto de vino. El pellejo había sido previamente untado con grasa.

El juego —al que llamaban ascoliasmós— era simple. El concursante debía subirse a lo alto e intentar permanecer un máximo de tiempo sobre la resbaladiza superficie. El ganador se quedaba con el vino.

Y trepidantes y sonrientes, retorciéndose al compás del insinuante redoble de tambor, los bailarines formaron círculo en torno al primer beodo.

Y risas, chanzas y aplausos rubricaron la lógica e inmediata caída del osado.

Y tras diez o doce intentonas —a cual más ruinosa— el concurso fue declarado desierto.

Españoles y sirios se retiraron y la enloquecida concurrencia aplacó los ánimos…, momentáneamente.

Y dio comienzo otro de los juegos de moda: el cótabo.

La servidumbre colocó en el suelo, equidistante de los triclinios, una ancha vasija de plata llena de agua. Y en el líquido, flotando, cuatro pequeños bols de barro.

Cada comensal, desde su puesto, tras beber una copa de vino, lanzaba los restos sobre la fuente, procurando llenar y hundir las tazas de arcilla.

Consumada la libación, al tiempo que arrojaba el licor, invocaba el nombre de la persona amada. Un «blanco» era considerado un buen presagio.

Y entre vítores y aplausos, el ganador —con dos «hundimientos»— recibió una cesta repleta de huevos podridos.

El reñido cótabo, con las abundantes y numerosas ingestas, hundió a su vez a varios de los paganos, que quedaron inconscientes sobre almohadones y piso.

Civilis y sus hombres no prestaron gran atención al concurso, permaneciendo en animada charla a espaldas de los «sofás» ocupados por Poncio y su esposa.

Y ciertamente agotado por el espectáculo de la borrachera general fui a reunirme con centuriones y decuriones.

Acróbatas…

El «rey» asintió con la cabeza. Y al punto, a un toque de atención del doble aulos, saltó al triclinium el no menos obligado cuadro de volatineros: una mujer extremadamente delgada, con el cabello rapado y desnuda de cintura para arriba y dos muchachos de raza negra.

Y con una sugerente cortina de tambores, los gimnastas iniciaron su exhibición: juegos malabares, equilibrios, volteretas…

Pero los invitados, incapaces de distinguir la mano derecha de la izquierda, prorrumpieron en silbidos, exigiendo algo más excitante.

Y la atleta, renunciando a los ejercicios, pidió a sus acompañantes que dispusieran un nuevo aro.

Y entre murmullos de admiración, los negros se hicieron con un anillo de metal de metro y medio de diámetro.

Claudia protestó.

Pero el demente rió como una hiena.

Yo también sentí un escalofrío.

El aro aparecía cruzado por seis espadas, firmemente sujetas al hierro y con las afiladas puntas hacia el interior.

La acróbata, casi una niña, dudó. Parecía buscar el lugar idóneo. Finalmente ordenó a los ayudantes que se situaran frente a los triclinios de los anfitriones.

Procla hizo ademán de retirarse. Pero el «rey», con un autoritario gesto de sus manos, la obligó a permanecer en el «sofá».

Civilis, inquieto, dio un paso al frente. Y le vi medir el espacio libre entre los extremos de las armas: un «círculo» de apenas cuarenta centímetros de diámetro.

Y de nuevo la risita de Poncio.

Los atletas, tensos como el ánimo de Claudia, levantaron el destelleante aro a poco más de un metro del suelo. Y, sudorosos contuvieron la respiración, inmovilizando el peligroso artificio.

La música enmudeció. Y con ella los pocos que conservábamos un mínimo de lucidez.

La joven, contando los pasos, retrocedió quince metros. Volvió a calcular con la vista y se concentró durante unos segundos eternos.

Y en esos instantes, obedeciendo a un casi imperceptible movimiento de cabeza del gobernador, el tricliniarcha movilizó en silencio a los criados.

La atleta, con los ojos cerrados, no percibió la maniobra.

Y entre treinta y cuarenta sirvientes fueron a ocupar posiciones junto a los «sofás», a espaldas del amodorrado público.

El primipilus y quien esto escribe nos miramos alertados y sin comprender.

Demasiado tarde…

La adolescente acababa de iniciar una elegante y ágil carrera.

Cuatro metros: una primera y limpia voltereta.

Exclamaciones. Susurros.

Cuatro más: segundo salto con giro completo sobre sí misma.

Claudia cerró los ojos.

Y los corazones se encogieron.

Tercer y último salto.

Y la muchacha se lanzó valiente, con los brazos pegados al cuerpo, dispuesta a cruzar entre las cuchillas.

Y treinta o cuarenta puñales se clavaron en ese crítico momento en los hinchados almohadones sobre los que reposaban los confiados bebedores.

Estampidos. Caídas. Gritos. Lámparas derribadas…

Y buena parte de los invitados rodó por el pavimento.

Y la niña, descontrolada por el súbito cataclismo, perdió el equilibrio, abriendo los brazos en el instante en que penetraba entre las espadas.

Y un amargo y pesado silencio cayó sobre la sala.

Claudia, horrorizada, se desmayó.

Y durante unos segundos, mudos y perplejos, los atletas que sostenían el aro permanecieron inmóviles, sin dar crédito a lo que tenían a la vista.

Y movido por una rabia incontenible me precipité hacia el ensartado cuerpo de la infeliz. Civilis me siguió.

Poco pude hacer. Dos de las espadas habían abierto el costado, seccionando literalmente el corazón.

La mano izquierda, amputada, yacía sobre los blancos restos de conchas, ahora rojos por el incesante goteo de la sangre.

Moví la cabeza negativamente.

Y el centurión, con un rápido y frío cimbreo de la uitis, ordenó a los esclavos que sacaran aro y cadáver y a los silenciosos negros.

«Priores» y decuriones, instintivamente, rodearon los triclinios presidenciales. Y no se retiraron hasta que vieron desaparecer a los resignados atletas.

Y aquel repugnante psicópata asesino —muerto de risa— abandonó el «sofá», recogiendo la olvidada y todavía caliente mano de la acróbata. Y colocándola sobre el postizo comenzó a danzar, entonando el odioso omen accipio. Y la parroquia, entusiasmada, coreó el «tomo a buen agüero». Y aplaudió frenética la excitante «atracción», tan magníficamente «montada» por el «rey».

Civilis leyó la indignación que me dominaba. Y sin mediar palabra, sus dedos de acero se cerraron sobre mi muñeca izquierda, tirando de quien esto escribe hacia el solitario buffet. Allí, colmando una copa con vino puro, me la ofreció, sugiriendo calma.

Tenía razón. Debía serenarme.

Regalos…

Y el simposion entró en una fase más relajada y no menos esperada por los beodos. En realidad, una de las principales razones que impulsaba a las gentes a participar en estas «fiestas» se hallaba justamente en el sorteo que estaba a punto de presenciar. La categoría y el poder económico del anfitrión se medían también por los regalos distribuidos entre los invitados. «Regalos» de todo tipo, claro está…

Y al son de la música, el propio Poncio, con la sangrante mano sobre la cabeza, fue repartiendo las «papeletas»: unos pequeños papiros, doblados y pulcramente cosidos, previamente depositados en una urna de vidrio.

Y cada comensal —los que aún sobrevivían—, entre encendidas adulaciones a tan «regio simposion» y chistes alusivos al macabro «tocado» del «rey», fue retirando su papiro «sorpresa».

El primipilus regresó junto a sus compañeros de armas. Y este griego, con el firme propósito de huir de aquel manicomio lo antes posible, siguió sus pasos.

Claudia parecía repuesta. El rostro, sin embargo, afilado por el reciente espanto, no era el mismo. Y en un intento de arroparla fui a sentarme a su lado. Agradeció el gesto con una corta y forzada sonrisa.

Y llegó mi turno.

El psicópata, acercándose, me tendió la urna. Dudé. Miré a Claudia y ésta, asintiendo, me animó a extraer uno de los papiros.

Y Poncio, contoneándose, con maquillaje y túnica arrasados por los regueros de sangre, preguntó con voz enronquecida:

—¿Te diviertes?…

Le contestaron el silencio y una mirada de infinito desprecio.

Y con la vista hecha niebla anunció amenazante:

—Prepárate… En breve podrás demostrar tu gran poder…

La advertencia me descompuso. ¿Qué pretendía, qué preparaba aquel loco?

Y cada cual fue abriendo su «papeleta».

Pero en el interior sólo figuraba un número. Y supuse que el maniaco no había agotado su fértil y dañina imaginación.

Y el inicial desencanto de la clientela fue rápidamente neutralizado.

El tricliniarcha, ante la expectación general, comenzó a cantar los números. Y la servidumbre entregó el regalo correspondiente.

Risas. Aplausos. Silbidos…

Hubo de todo.

Unos recibieron exóticos pájaros cantores en jaulas de oro.

Otros, misteriosas cajas de hueso y marfil. Y al abrirlas, nuevos gritos…

Una contenía moscas. Otra, una reluciente esmeralda. Una tercera, excrementos humanos rodeando un grueso rubí. La de más allá, un preservativo o una libra romana (327 gramos) de plumas de ganso con el precio pintado en el fondo: cinco denarios de plata (poco más o menos, el salario semanal de un obrero del campo).

El tribuno, medio recompuesto, sentado al pie de la gran concha del ninfeo, acogió con indiferencia uno de los «regalos» más envidiado: una de las danzarinas sirias.

Y además…

Costosos vasos de cristal y murra. Un soberbio azor adiestrado para la caza. Mantos escarlatas. Un enano desnudo con un enorme miembro viril…

Y otra de las «delicadezas» del loco: un cesto de mimbre precintado.

El borracho, atropellado por las exigencias de la bulliciosa compañía, lo destapó de golpe, tirando con violencia de la tela que lo cubría.

Gritos, carreras, golpes y mesas, lámparas y esclavos nuevamente derribados.

Claudia, chillando sin control, se subió al triclinio. Y Civilis y los centuriones, espada en mano, saltaron al centro de la U.

De la canasta había escapado —más asustada si cabe que los comensales— una familia de dóciles e inofensivas serpientes «aurora».

Los quince o veinte ejemplares, de noventa centímetros de longitud, con escamas verde oliva perfiladas en negro y la inconfundible estría naranja de cabeza a cola, se deslizaron veloces entre «sofás», mesas, jaulas y los beodos que permanecían inconscientes, tratando de huir a su vez de aquella partida de peligrosos seres humanos.

Uno de los ofidios, importados desde las lejanas tierras del África meridional (en Israel no se daba este tipo de serpiente), reptó indeciso, aproximándose a los pies de quien esto escribe.

Procla, histérica, pataleó. Y el primipilus, alzando el gladius, se dispuso a partirlo en dos. Pero, interponiéndome, tomé al indefenso animal, levantándolo.

Civilis me miró estupefacto.

Y acariciando la cabeza dejé que se enroscara en mi cuello.

Poncio, descompuesto, perdió la mutilada mano. Retrocedió y en la ciega fuga fue a topar con los que trataban igualmente de escapar. Y el justiciero Destino (?) hizo que fuera a caer sobre uno de los amasijos de «auroras».

Y las serpientes lo envolvieron.

Una de ellas, buscando refugio, se coló por los bajos de la muselina. Y el psicópata, presa de un ataque de nervios, se retorció sobre las conchas berreando como un poseso.

No voy a ocultarlo. Disfruté con el breve castigo. Era lo menos que se merecía.

Y tricliniarcha y esclavos procedieron a la rápida captura de los reptiles. Yo entregué la mía y volví a sentarme junto al triclinio de la gobernadora.

La mujer, poco a poco, pasó del sofoco a la risa. Y el orden y concierto (?) retornaron al deprimente cuadro. Sólo los músicos, con un estoicismo que hubiera hecho palidecer a Séneca, continuaban en su lugar, atacando un muy apropiado fragmento de la comedia Los invitados, del gran poeta satírico Aristófanes. Menos mal que los beodos no estaban en condiciones de distinguir un toque de laúd de un rebuzno…

Civilis seguía observándome con admiración.

Y de pronto, a una indicación de Claudia, caí en la cuenta de que no había abierto mi papiro.

El maître, atendiendo la señal de la anfitriona, me lo quitó de las manos y cantó el número: la iota (el nueve).

Y al punto, uno de los criados me entregaba una bolsita de cuero, perfectamente anudada.

Y temiendo una nueva «gracia» del «rey del banquete» la palpé, intentando adivinar el contenido.

Procla, impaciente, insinuó que la abriera. No supe qué hacer.

Y sonriendo me la arrebató, desanudándola con nerviosismo.

Y al percatarse de la naturaleza del regalo, los ojos se iluminaron. Y devolviéndomela susurró:

—Isis protege a los nobles de corazón…

Y volcando el cuero dejé caer sobre la palma de la mano una enorme e iridiscente gema, montada sobre un anillo de oro y turmalina azul.

Y desconcertado la examiné a la luz de las antorchas.

Se trataba, en efecto, de un espléndido ópalo blanco, grande como una almendra, de unos cuatro céntimetros de diámetro mayor, con una subterránea fosforescencia verde, debida probablemente a la presencia de algún mineral secundario uranífero.

—Isis te protege —insistió Claudia, absolutamente convencida. Y sin disimular su satisfacción añadió—: ¿Sabes en cuánto ha sido tasada?

Y escuché una cifra que me negué a aceptar. Y atónito le rogué que la repitiera.

—¡Dos millones de sestercios!

¡Dios bendito!

Aquella joya podía resolver todos nuestros problemas financieros…

Y de pronto recordé que no había resuelto el tercer y no menos intrincado «objetivo». Una de las «razones» que me arrastró a aquella difícil aventura en Cesarea.

¿Resuelto?

Yo diría que con creces. En verdad, el Destino, la Providencia —poco importa el nombre—, fue magnánima con estos exploradores. Y por el camino más insospechado.

El ópalo, al cambio, significaba la salvadora cantidad de 333 333 denarios de plata. Curiosamente sumaba 9, el número de Jesús de Nazaret…

Toda una fortuna…

—Pero ¿es auténtica?

Procla rió la supuesta broma. Para quien esto escribe, sin embargo, no se trataba de un chiste. En la memoria conservaba la imagen del anterior «obsequio» de Poncio, entregado a este explorador el lunes, 10 de abril, durante una de mis visitas a la fortaleza Antonia, en Jerusalén. En aquel almuerzo, «con su reconocimiento», el gobernador me regaló una magnífica esmeralda, con una anémona tallada, que resultó una hábil falsificación.

—Fue encargada por ese loco —musitó Claudia— a los yacimientos de los montes Somonka.

Eso se encontraba en Kassa o en las minas cercanas a Červenica, ambas en la región oriental de la actual Eslovaquia, uno de los más importantes centros de extracción de ópalo en aquel tiempo.

Y, entusiasmada, la devota de Isis fue enumerando las supuestas excelencias de la piedra que me tocó en suerte:

—El ópalo absorbe y elimina la hipocresía…

La verdad es que, pendiente del «rey» y de los trapicheos que parecía llevar entre manos, no le presté gran atención.

—El deshonesto se hace honesto…

El gobernador cuchicheaba con el tricliniarcha.

—Y actúa con la ley kármica del retorno…

El maître, dócil, iba asintiendo.

Y el instinto, una vez más, me puso en guardia.

—El ópalo blanco sirve al elemento agua y ayuda a templar las pasiones…

Civilis, a mi lado, se percató también de los extraños manejos de su jefe.

—Los sabios de Isis saben que esta gema sólo puede ser portada por hombres y mujeres especialmente capacitados y entrenados para el dolor, para la guerra y para la enseñanza…

Y el centurión, receloso, se reunió con los oficiales, alertándolos.

—Y el que dispone de ella abre su sexto sentido…

Y el mío se abrió.

El «maestresala» abandonó el triclinium y Poncio, dirigiéndose a la «orquesta», exigió «algo» más fuerte.

—Y el hombre del ópalo será como una luz…

Y el tympanon y el doble aulos arremetieron con furia, anunciando el desastre final. Y el portador de la kithara, subiéndose a la bomba de agua del hydraulis, abrió los registros del órgano, preparándose. Y permaneció atento al «rey del banquete».

—Una luz que abrirá las conciencias…

Fue premonitorio.

El tricliniarcha asomó de nuevo por una de las puertas de servicio. Y bajo el dintel dio las órdenes oportunas. Y la servidumbre, provista de pértigas con piezas cónicas en los extremos, fue apagando las antorchas que colgaban en lo alto del muro circular.

Claudia, sorprendida, olvidó la lección de esoterismo. Y los invitados, intuyendo una nueva «atracción», acogieron la penumbra con vivas muestras de júbilo.

Y al poco, sólo la treintena de lámparas sostenidas en pies de hierro, y repartidas entre los triclinios, iluminó a la expectante y agotada «reunión de bebedores».

Y, misteriosamente, los criados desfilaron ante el tricliniarcha, desapareciendo con los apagadores. Sólo el sirviente galo continuó cerca de su señor.

Y en segundos, antes de que nadie acertara a descifrar los «planes» del gobernador, «aquello» empezó a moverse.

¿Un seísmo?

El «trompetista», desequilibrado, interrumpió la ardorosa composición, cayendo al suelo y quebrando el doble aulos.

Nuevos gritos. Nuevo desastre…

Varias de las lucernas oscilaron, precipitándose por enésima vez sobre los borrachos.

Uno de ellos, con las ropas incendiadas, recobró milagrosamente la frescura, saltando como una liebre hacia la triple cascada.

Y la totalidad de los presentes tuvo que aferrarse a lo más próximo para no resultar igualmente vencida por el extraño movimiento.

Finalmente comprendí.

¡El triclinium giraba!

Claudia, en el suelo, maldijo a Poncio.

Civilis y los soldados trataban de mantener la verticalidad, agarrados a la estatua de piedra del faraón.

Y este explorador, a pesar de sus esfuerzos, rodó sobre el blanco «concherío».

Y el gran comedor fue ganando velocidad.

Todo, excepto la bóveda, se movía en sentido opuesto a las agujas del reloj.

Y entendí por qué los arcos metálicos que sujetaban la «cúpula» no descansaban en la pared. «Aquélla», sin duda, era otra de las extravagancias del loco. E imaginé que el giro del triclinium era propiciado por algún mecanismo alojado en el subsuelo y alimentado por tracción humana. Muy posiblemente por los de la túnica azafrán.

Y el ventanal ofreció de pronto la visión de una Cesarea arbolada de antorchas. Al apuntar al norte, la negrura de la cadena montañosa del Carmelo. Después, de nuevo la luna, rielando sobre el mar…

Algunos de los beodos, medio repuestos de la sorpresa, gatearon hasta el muro, intentando frenar el mareante «carrusel». Al poco yacían por los suelos, incapaces de levantarse.

Y Poncio, en éxtasis, alzó brazos y rostro hacia la techumbre, aullando.

Pero el «rey» no había terminado.

Y esquivando comensales y «sofás» salió al encuentro de quien esto escribe. Y a voz en grito anunció el «gran momento».

Y ante mi estupor advirtió a la concurrencia que el «poderoso mago los deleitaría con un milagro». Y añadió:

—¡Jasón, te ordeno que lo detengas!

Risas. Silbidos. Aplausos…

Me incorporé y, asentando el ánimo y los pies, me negué en redondo.

Y las burlas y las protestas arreciaron.

Y el gobernador, encarándose al osado e impertinente griego, bramó babeante:

—¡Haz que se detenga!… ¡Soy tu protector! ¡Soy el «rey»!… ¡Obedece, bastardo!

Y un silencio de muerte precedió a mi siguiente y rotunda respuesta:

—Mi poder ya no está a tu servicio…

Parpadeó, atónito.

Civilis, complacido, sonrió con la mirada.

Y la jauría, ávida de sangre, golpeó de nuevo las mesas, reclamando «justicia» y un adecuado castigo para el insolente.

—¡Tú puedes!…

El cambio de táctica no prosperó. Y el adulador se desintegró contra la frialdad de quien esto escribe.

—¡Maldito hijo de…!

Y a pesar del lechoso maquillaje, el rostro del energúmeno enrojeció. Y, agarrándome por el pecho, arremetió.

—¡A ella sí la favoreces…!

Claudia, sujeta al triclinio, palideció.

Y suave pero firmemente retiré de mi túnica las sebosas manos.

Los centuriones se removieron inquietos. Pero el primipilus, levantando el sarmiento, transmitió calma.

Y mis dedos, instintivamente, se deslizaron hacia el clavo de los ultrasonidos.

—¿O es que crees que no sé lo de tus mágicas pócimas?

Y Civilis y este explorador desviaron las miradas en el siervo y confidente de la cabellera rubia.

—¡Por última vez!… ¡Para el triclinium!

Y de pronto, ante mi sorpresa —¡qué digo sorpresa!—, ante mi perplejidad, el comedor frenó bruscamente. Y enseres y hombres fuimos proyectados a tierra. Esta vez, el desastre nos afectó a todos.

El fuego de las lucernas se derramó entre los invitados, prendiendo túnicas, almohadones y «sofás». Y los alaridos se sumaron a la oscuridad.

Intenté incorporarme.

La plataforma dejó de girar. Algo falló.

Ignoro si aquellas bestias asociaron la parada del triclinium a mi «poder». En realidad, ni hubo ocasión de verificarlo, ni me importaba. Lo cierto es que las consecuencias se revolvieron contra quien esto escribe… Porque, al ponerme en pie, una de las sombras me arrolló, lanzándome de nuevo sobre las conchas.

Y perdí la vara.

Desesperado, me abrí paso a empellones, topando sin cesar con el ir y venir de los aterrados borrachos.

No sé cuánto pudo durar aquella angustiosa escena.

Y, súbitamente, la gran sala circular se movió. Fue un giro breve.

Y al detenerse se hizo la luz.

La servidumbre, con el maître a la cabeza, irrumpió en aquel caos portando nuevas antorchas. Y comprendí: el triclinium fue ajustado hasta su posición inicial. Y el tricliniarcha y su gente, con gritos de ánimo, abasteciéndose en el ninfeo, procedieron al apagado de los fuegos.

Y el corazón, acelerando, anunció la nueva tragedia.

La «vara de Moisés»…

Me lancé frenético a la descompuesta U.

Ni rastro…

Y entre el ayear de los quemados y el baldeo de mesas y «sofás» tuve tiempo de presenciar una huida que me desconcertó.

Un Poncio, cojeante, auxiliado por el galo, se alejaba hacia el portón de bronce. Y en la mano izquierda del criado rubio…, ¡el cayado!

¿Cómo pudo dar con él?

El lituus era el símbolo de mi poder. ¿Pretendía humillarme? ¿Qué sucia venganza tramaba el demente?

Yo sabía que mi negativa y el desplante en público traerían funestas consecuencias para quien esto escribe. Lo que no imaginaba es que la diabólica mente del psicópata actuara con tanta rapidez.

¿Humillarme?

No, el «castigo» era menos sutil pero más contundente y salvaje. Pronto lo comprobaría…

Y olvidando cuanto me rodeaba volé sobre muebles y beodos en un intento de alcanzarlos y recuperar el valioso instrumental.

Pero a medio camino entre la cascada y la puerta surgió «aquello»: la última (?) «atracción», malograda en parte por la avería del triclinium.

No le importó. Al abandonar la sala, Poncio, en su demencia, ordenó el «fin de fiesta».

Primero oí un rugido. Quizá dos…

Después, desdibujadas por la penumbra, unas siluetas.

Civilis, a mi espalda, aconsejó que me quedara quieto. Al parecer también había advertido la repentina desaparición del «rey».

Obedecí. La falta de luz hacía difícil la identificación.

Nuevos rugidos.

Y «aquello» avanzó pausadamente.

El centurión, empuñando el gladius, se situó a mi altura.

—¡Atrás! —susurró sin dejar de mirar a las siluetas—. ¡Despacio!…

E impotente no tuve alternativa.

Y al fondo, Poncio escupió la risita de hiena.

Y lentamente, sin perder la cara a los «recién llegados», retorné junto al triclinio de Claudia.

La mujer, desarbolada ante el dramático espectáculo de los heridos, permanecía aferrada al brazo de uno de los decuriones.

Hasta ese momento, absortos por el fuego y los lesionados, ninguno de los presentes había reparado en el último «regalo» del «rey del simposion».

Pero los rugidos, cada vez más próximos, terminaron por alertar a la doliente y confusa «reunión de bebedores».

Procla lanzó un chillido.

Nuevos rugidos.

Me estremecí.

Los oficiales, al unísono, desenvainaron las espadas.

Y las siluetas cobraron nitidez a la luz de las antorchas.

¡Dios!…

Y esclavos, tricliniarcha y cuantos podían sostenerse de pie, al descubrir a los animales, abandonando a los quemados, huyeron en desbandada.

La mayoría, cayendo y atropellándose, escapó por las puertas de servicio. Otros, ciegos por el pánico, se lanzaron bajo la mesa del buffet o se arrojaron por el gran ventanal.

Y la pareja de guepardos, abriendo las fauces amenazadoramente, rodeó los volcados «sofás», procurando una vía de escape.

Y maldije mi precipitación.

De haberlos identificado a tiempo quizá hubiera alcanzado al psicópata y a su satélite. Aquellos carnívoros, de casi dos metros de longitud, altas patas y pelaje leonado y mosqueado, no eran especialmente agresivos. Y probablemente no habrían ocasionado problemas de no haber sido por la histeria y el terror.

Pero estaba donde estaba…

Y, en cierto modo, la ausencia de Civilis me tranquilizó. El centurión-jefe, sorteando a las onzas, logró salir del comedor.

El resto de la escena fue igualmente vertiginoso.

Uno de los felinos, imitando a los huidos, cruzó junto al hydraulis y en una relampagueante carrera, salvando el buffet, desapareció por el ventanal. El de la kithara —no sé cómo— aparecía encaramado en lo más alto de los tubos del órgano.

El segundo «gato» quiso seguir al hermano. Pero uno de los rezagados, sin comprender las intenciones del animal, malogró el avance, arrojándole una de las jarras de plata. Y la fiera, desconcertada, retrocedió, brincando hacia la U e impactando con la docena de malparados monopolei.

Gritos. Patadas. Empujones…

Y uno de los invitados, blandiendo una lucerna, amenazó al guepardo.

El felino plantó cara. Rugió atronando la cúpula y descargó un par de zarpazos contra la llama. Pero, vencido por la antorcha, reculó. Y, doblándose, enfiló de improviso el triclinio de la aterrorizada gobernadora.

La reacción pilló desprevenidos a los centuriones. Y al retroceder tropezaron entre sí, cayendo aparatosamente y perdiendo las armas.

Y Claudia quedó a merced del carnívoro.

Paralizada, no fue capaz de emitir un solo sonido. Y permaneció de pie, con las manos crispadas sobre el pectoral.

La onza volvió a rugir mostrando los colmillos.

¿Colmillos?

Y caí en la cuenta…

La redonda y lunar cabeza del félido avanzó ligeramente, advirtiendo a la casi inerte figura que le cerraba el paso.

Y Claudia, con la mirada opaca por un terror insuperable, perdió todo control. Y se orinó…

Y dispuesto a zanjar el ingrato lance caminé hacia el animal, ofreciéndole mi brazo derecho… y la «piel de serpiente».

¿Colmillos?

El demente había preparado la «atracción» con su peculiar meticulosidad. Aunque los felinos hubieran hecho presa en los invitados, los daños habrían sido mínimos. Los incisivos, así como las garras no retráctiles de la pareja de guepardos, fueron exhaustivamente… ¡limados!

El susto, sin embargo, fue otra cuestión.

Y la acorralada bestia terminó haciendo presa en el antebrazo de quien esto escribe.

Los soldados, recuperada la compostura, trataron de auxiliarme. Pero los obligué a permanecer a distancia.

Y tirando del hermoso ejemplar lo arrastré hasta las proximidades del buffet. Allí, con una elasticidad envidiable, se perdió en la oscuridad de la noche.

Y ante el desconcierto general, sin cruzar una sola palabra, abandoné precipitadamente el triclinium.

A partir de esos momentos todo fue igualmente febril… y providencial.

Tras algunas equivocaciones alcancé al fin el corredor que conducía a la suite.

Mi obsesión era el cayado. ¿Cómo recuperarlo?

Trataría de entrevistarme con el loco. Intentaría engañarlo. Confundirlo. Adularlo…

¿Y si me encarcelaba?

Y bendije la feliz idea de incluir el «tatuaje» entre las nuevas medidas de seguridad.

Pero no podía confiarme. Aquel personaje era extremadamente peligroso.

Dudé.

La puerta de mis aposentos se hallaba entornada. Y a la amarillenta luz de las lámparas que esclarecía el largo pasillo observé algo que me puso en guardia.

Y al agacharme comprobé que, efectivamente, se trataba de sangre. El reguero partía de mis habitaciones, perdiéndose hacia el fondo de la galería.

Intenté captar algún sonido.

Pero sólo percibí la respiración del mar.

Y tenso, con los músculos dispuestos para rechazar un posible ataque, penetré en la terraza.

El goteo, menos espaciado, desaparecía por debajo del gran cortinaje granate.

Alguien, evidentemente, había recibido alguna herida o corte importante. Pero ¿quién era el intruso? ¿Qué hacia en la suite?

Y el corazón aceleró. Presentí algo…

De un golpe retiré la seda, descubriendo el dormitorio.

Y aquel inolvidable personaje, en cuclillas al pie de la cama, al verse sorprendido, se incorporó catapultado por unos reflejos envidiables. Y el semblante de hielo se relajó ligeramente.

¡Civilis!

Desconcertado me aproximé al primipilus.

A sus pies se agitaban los restos recién seccionados de una serpiente de un metro.

¡Dios!…

El saco de viaje de este explorador aparecía también sobre el brillante piso de mármol rojo. Lo habían manipulado. Varias de las ampolletas de barro se hallaban tiradas en las proximidades.

Y el centurión, con el ensangrentado gladius en la mano, sin pronunciar palabra, se dirigió al «lugar secreto», dedicando unos minutos a la limpieza del arma.

Recogí los medicamentos y al devolverlos al petate reparé de nuevo en el reguero. Se proyectaba hacia el costado derecho de la cama. Allí, junto al arcón, me esperaba otra sorpresa.

Sobre un gran charco de sangre, medio oculta bajo el lecho, asomaba la «vara de Moisés».

Y me lancé sobre ella como un poseso.

No parecía haber sufrido daño.

Y bendije a la Providencia. Y lo hice con todas mis fuerzas. De no haber sido por aquel providencial goteo es posible que la hubiera perdido para siempre…

¿Providencial goteo?

No, debo ser justo. Providencial Civilis…

Y creí entender lo ocurrido en aquella estancia.

Al examinar el convulsivo cuerpo del reptil verifiqué que, en efecto, estaba ante una extremadamente peligrosa naja nigricollis, una cobra «escupidora» de cuello negro. El aspecto no dejaba lugar a dudas: coloración dorsal típica grisácea, vientre rojo oscuro, ancha banda negra en el cuello y una sola escama separando ojo de boca.

Y me estremecí.

Este ofidio, originario del África oriental, aunque también llegamos a verlos en los ardientes desiertos de Egipto e Israel, además de un veneno letal, disfruta de una particularísima «habilidad» que, como digo, la hace especialmente peligrosa cuando se siente acorralada o atacada. Tal y como su nombre indica, la «escupidora» puede lanzar (no exactamente «escupir») su carga mortal a distancias que oscilan entre dos y tres metros [113]. Y generalmente elige los ojos de la víctima. Su puntería, por supuesto, es excepcional. La cobra «escupidora», en caso de fallo, está capacitada para repetir el lanzamiento una segunda vez.

Y, como digo, me estremecí.

Alguien próximo al psicópata —no hacía falta discurrir mucho para ver la mano del esclavo galo—, cumpliendo su voluntad, intentó introducir la cobra en el saco de viaje de quien esto escribe. Pero fue sorprendido por el sagaz y oportuno centurión.

Y probablemente resultó herido por el primipilus, huyendo del lugar poco antes de mi llegada.

Si el acólito de la melena rubia hubiera alcanzado su propósito, quién sabe… Quizá ahora no me encontraría relatando cuanto viví en aquella fascinante aventura en la Palestina de Jesús de Nazaret. Los ojos de este explorador, justamente, eran el único punto vulnerable en aquellos momentos.

Como saben los herpetólogos, el efecto de la «escupidora» puede ser gravísimo. Además de lesionar las mucosas nasales, afecta rápidamente a la visión, ocasionando dolorosas conjuntivitis o ceguera temporal o permanente, según la cantidad de veneno proyectado.

Y la sola idea de haber quedado ciego tan lejos del módulo me sobrecogió.

Y dispuesto a escapar de aquel antro de inmediato cambié las vestiduras y colgué el petate en bandolera.

Sólo había un «pequeño problema»…

¿Cómo burlar a Poncio? ¿Podía contar con la ayuda de Civilis?

Pronto lo averiguaría…

Y al retornar, y comprobar mi nuevo atuendo, el centurión se limitó a indicar la puerta de salida con la cabeza.

Imaginé que hablaría. Que explicaría lo sucedido. Me equivoqué, naturalmente.

Y en silencio, con paso decidido, abandonó la suite. Y quien esto escribe, sin sospechar sus intenciones, siguió al corpulento y salvador soldado.

Algo, en lo más íntimo, me decía que debía confiar en él. Su actuación en mi alojamiento era el mejor aval.

Y durante el rápido descenso hacia la entrada de la fortaleza sólo me dirigió la palabra en una oportunidad. Y fue para interesarse por Claudia.

Lo tranquilicé y eso fue todo. No hubo más comentarios.

Al desembocar en el patio reclamó la presencia de uno de los optio de guardia. Prudentemente me mantuve a distancia.

Concluido el breve parlamento me invitó a pasar a uno de los cuartos del pabellón de la excubiae. Y la intriga empezó a disolverse.

La mal iluminada estancia era un almacén de armas, herramientas e «impedimenta» en general.

Civilis también pensaba a gran velocidad. Y encontró la solución al problema de este explorador.

Seleccionó una túnica roja, un jubón de cuero, una coraza de escamas metálicas, los correspondientes gladius y pugio y un bruñido casco de centurión con un airoso penacho de plumas igualmente granates.

Y me aconsejó que vistiera el uniforme.

No pregunté. Estaba claro.

Y obedeciendo me enfundé ropas y armamento.

Y Civilis, dando su aprobación, me condujo hasta el angosto portalón de salida.

Nadie, entre suboficiales y mercenarios, manifestó sorpresa alguna ante la aparición del nuevo «oficial». Supongo que la compañía del jefe de cohorte lo decía todo.

Y con su habitual escarcha en la mirada me advirtió:

—Dispones de cinco días… A partir del trece, aunque sé que eres un hombre justo, seguramente tendré que buscarte…, y prenderte.

¿Cinco días?

Quise interrogarlo. Pero la llegada del optio me frenó. Tiraba del ronzal de un nervioso y magnífico caballo blanco —que atendía al nombre de Poseidón— con una estrella negra en la frente.

Y al montar, Civilis, por toda despedida, exclamó:

—¡Que tu Dios te proteja!

Le sonreí agradecido y repliqué:

—¡Mi Dios…, y el tuyo, amigo!

Y golpeando el anca del corcel con la rama de vid me obligó a perderme en la oscuridad de la noche.

¿Cinco días?

¿Qué quiso decir?

Mi paso por la silenciosa y dormida Cesarea fue rápido. Decenas de antorchas, como secretos cómplices, marcaron el camino de la arteria principal. Los recogedores de inmundicias de perros y basureros en general fueron los únicos testigos de la huida de quien esto escribe.

Correspondí al saludo de la guardia que vigilaba desde las torres gemelas y, al cruzar bajo la puerta oriental, avivé la marcha de Poseidón, enfilando la solitaria calzada.

Y al poco, un amanecer naranja me avisó. Y lanzándome al galope me alejé de aquella pesadilla y del peligroso Poncio.

¿Cinco días?

La advertencia cabalgó con este explorador hasta su regreso al Ravid. Sólo entonces, al consultar la computadora central, entendí la razón del margen proporcionado por el centurión.

«Causalmente», aquel 9 de mayo, martes, los romanos iniciaban una fiesta muy «particular»: los Lemuria [114]. Una celebración cargada de temor y en la que todo ciudadano —no importaba rango, clase o profesión— cuidaba de no poner los pies en la calle. Durante tres días (9, 11 y 13 de ese mes de mayo), según los supersticiosos dueños del mundo, los «lemures», íntimamente emparentados con «lares, genios y penates», regresaban de ultratumba, atormentando y acosando a los humanos. Y nadie se hallaba a salvo. Aquellos que habían participado, directa o indirectamente, en la muerte violenta de alguien llevaban la peor parte en estas supuestas apariciones. Y el que era víctima de tales «presencias» terminaba loco. A éstos los llamaban cerriti o laruati [115].

En suma: durante esas tres jornadas, la totalidad de las familias romanas se recluía en sus casas, procurando aliviar a los «fantasmas» con toda suerte de conjuros y ritos amables [116].

Esta costumbre rezaba igualmente para las guarniciones. Y comprendí, como digo, el porqué de la advertencia de Civilis.

Y agradecí al Destino (?) la oportuna «delicadeza» y la ventaja sobre el psicópata maniacodepresivo.

No era mucha, pero sí lo suficiente para ganar terreno y adoptar las medidas pertinentes. El problema era que la misión «oficial» exigía dos últimos desplazamientos fuera del «portaaviones». Dos incursiones más antes del ansiado y salvador tercer «salto» en el tiempo.

Y confiando en ese enigmático y benéfico Destino (?), decidí preocuparme del asunto…, en su momento.

Fortín de Capercotnei.

Dudé.

¿Me detenía?

Y obedeciendo a la intuición desmonté, dejando que los mercenarios atendieran a la sudorosa caballería.

Aparentemente aquél era un oficial de paso. No tenía por qué temer.

Y, efectivamente, nada ocurrió. Nadie preguntó.

Poseidón fue abrevado y quien esto escribe, tras reponer fuerzas, prosiguió hacia el nordeste.

Y a media mañana, al avistar la ciudad de Séforis, inmóvil sobre la montura, me vi asaltado por una súbita idea.

¿Lo intentaba?

Calculé el riesgo. Y también la distancia que me separaba del Ravid.

Con un poco de suerte, si la «operación» era ejecutada con diligencia, quizá arribase a la «cuna» antes del ocaso. El viaje, hasta esos momentos, había sido una delicia.

¿Y por qué no?

Si lograba mi propósito, la discutida paternidad de José respecto a Jesús quedaría definitivamente aclarada…

Pero creo que me estoy precipitando. El hipotético lector de estas memorias no ha sido puesto en antecedentes.

Pido perdón.

El asunto era tan simple como apasionante.

A mi regreso de Nazaret, portando, como se recordará, el lienzo empapado en la sangre de la Señora, Eliseo tuvo una excelente iniciativa. Disponíamos del ADN (ácido desoxirribonucleico o, abreviadamente, ADN) del Maestro, extraído de los mechones de la barba y de los múltiples coágulos de sangre recogidos en la pasión y muerte.

Pues bien, podíamos analizar igualmente el material genético de la madre del Hijo del Hombre, estableciendo así, científicamente, lo que ya conocíamos: el parentesco entre ambos.

Pero mi hermano, como digo, fue más allá.

Si estos exploradores conseguían una muestra que conservase los cromosomas de José, la «huella dactilar» de su ADN resolvería el gran misterio: ¿era José el padre biológico del Galileo o, por el contrario, como defiende la iglesia católica, la concepción de Jesús de Nazaret fue «obra divina»?

Para consumar tan interesante experimento, apuntado en parte en páginas anteriores [117], necesitábamos, insisto, la tercera «pista genética»: sangre, cabellos con raíz, huesos o cualquier otro resto que hubiera preservado células vivas en las que, como se sabe, se almacena, entre otros elementos, la «espiral de la vida» (el ADN).

Con la «fotografía» del ADN de los esposos y del Hijo era viable la referida comprobación. Si Jesús fue concebido con el semen de José, su código genético aparecería en el ADN de los progenitores.

Fui vilmente engañado, ahora lo sé…

En principio, sin embargo, la obtención de esa «tercera pista» no resultaba nada fácil. José había fallecido el 25 de setiembre del año 8 de nuestra era. Es decir, hacía veintidós años…

¿Cómo conseguir esa muestra?

Salvo que María hubiera conservado algún mechón de cabello (sólo era útil con raíz), la única posibilidad, lógicamente, se hallaba en los restos óseos. En otras palabras: en el recóndito cementerio que tuve ocasión de visitar en compañía de Santiago y su cuñado Jacobo durante la infructuosa búsqueda de Juan Zebedeo.

Obviamente, solicitar permiso a los familiares para la exhumación no tenía sentido. ¿Qué podía decirles?

Sólo quedaban dos alternativas…

Una: indagar cerca de la Señora sobre los mencionados mechones de pelo. Algo para lo que siempre había tiempo.

Dos: la idea que acababa de asaltarme…

Y a pesar del riesgo decidí probar fortuna. Este explorador era consciente de lo que sucedería si lo atrapaban. La manipulación de cadáveres o huesos humanos, a excepción de los obligados traslados, estaba prohibida por la Ley y severamente castigada. Pero el desafío me incendió.

Y conforme fui avanzando hacia Séforis traté de autoconvencerme de lo inocuo y sencillo de la «operación»:

El «trabajo» no tenía por qué enredarse…

Un estudio científico de aquella naturaleza no volvería a presentarse…

Sería suficiente con unos molares o premolares. Algo fácil de ocultar…

Bastaba con esperar el anochecer…

Conocía la ubicación de la estela que recordaba a José y a su hijo Amós…

Y estaba al tanto de la disposición del cementerio y de la choza del enterrador…

Tomaría el senderillo que trepaba por la ladera norte del Nebi y que pasaba muy cerca del lugar santo…

Contaba, además, con una luna casi llena…

En una o dos horas la excavación estaría lista…

Una vez consumada la extracción de los dientes, todo consistía en cerrar la tumba y desaparecer…

Sí, aquélla era una magnífica oportunidad…

Y al llegar al pie de la colina en la que se asentaba la blanca y altiva capital de la baja Galilea, torcí hacia el este, por la polvorienta senda que la unía con Nazaret. En total, marchando al paso, apenas una hora.

Pero este eufórico explorador no contó con el implacable Destino…

Y los primeros contratiempos no tardaron en aparecer.

Los felah que se afanaban en huertos y plantaciones de lino próximos al camino, al descubrir al animoso centurión romano, escupieron y maldijeron. Algunos, más osados, levantando azadones y machetes, me insultaron encolerizados y desafiantes.

Demasiado tarde…

Mi aspecto, efectivamente, no era el más adecuado para cabalgar en solitario.

Y opté por lanzarme al galope.

Y durante un buen trecho, el avance de quien esto escribe fue un suplicio, esquivando cebollas, pepinos, ajos y piedras.

Y al distinguir la cumbre del Nebi Sa’in me detuve. Desmonté y, orillándome junto al olivar que reinaba en buena parte de la falda norte, dediqué unos minutos a la atenta observación de cuanto me rodeaba.

Algunos campesinos, al otro lado de la carretera, levantaron la cabeza, interrumpiendo los trabajos y espiándome con hostilidad.

Me sentí perdido.

Aquello no era lo planeado…

¿Qué hacer?

¿Olvidaba el «asalto» al cementerio? ¿Reanudaba la marcha hacia el Ravid?

El sol, en el cenit, necesitaba seis o siete horas para auxiliar a este perplejo explorador.

¿Cómo ocultarme durante tanto tiempo?

Inspeccioné la apretada colonia de olivos. Los epilépticos y gruesos troncos ascendían hasta casi la mitad del monte. Unos doscientos metros. Después, el bosque de durillos y la cima.

Algo sí estaba claro. Si decidía continuar con la «operación» no podía quedarme en plena senda, a la vista de aquellos potenciales enemigos.

Y tozudo, en el afán por alcanzar el objetivo propuesto, sin evaluar detenidamente mis actos, tiré de la caballería, adentrándome en el verdiblanco del olivar.

El propósito —poco claro, por cierto— era esconderme en las proximidades de la cumbre. Allí, supuse, entre el ramaje azul y plateado de los durillos estaría a salvo de miradas indiscretas.

Pero, como decía, sobrevaloré mis posibilidades.

Cuando apenas llevaba recorridos quince o veinte metros por la roja y rebelde pendiente, al mirar atrás, me sobresalté.

Como era de esperar, el repentino acceso de aquel «maldito romano» en el Nebi desencadenó la inmediata movilización de los felah. Cuatro de ellos se apresuraron a reunirse, discutiendo acaloradamente sobre la extraña «maniobra» del centurión. El resto, más alejado, optó por olvidar el contencioso, reanudando sus tareas entre hortalizas y frutales.

Y, presintiendo un mal desenlace, sujeté a Poseidón a una de las ramas. Me deshice de casco y coraza y fui a parapetarme tras uno de los centenarios zayit.

Los agricultores, lógicamente alarmados, concluido cónclave y griterío, tomaron azadas, palos y tijeras de poda y, como una piña, saltaron al camino, dispuestos a seguir el rastro del odiado invasor.

Tenía que actuar con diligencia y máxima serenidad.

Y comprendiendo que me hallaba demasiado cerca de la senda recuperé casco y coraza y me alejé veloz monte arriba.

A cosa de cincuenta metros abandoné el llamativo casco. A continuación, quince o veinte pasos más allá, prácticamente en lo más espeso del olivar, hice otro tanto con las relucientes escamas metálicas.

Y volví a ocultarme entre los fornidos troncos…

Fue mi único acierto en aquella desventurada incursión.

El resto de los felah, como digo, parecía haber olvidado el incidente. Eso me tranquilizó, relativamente.

Y, como suponía, los cuatro galileos no tardaron en aproximarse a la montura. Y, recelosos, buscaron a su alrededor.

Y blandiendo las improvisadas armas, animándose entre sí con irreproducibles improperios hacia el intruso, formaron una línea, avanzando hacia quien esto escribe.

El primer cebo fue descubierto sin problemas.

Cambiaron impresiones y, escupiendo sobre el casco, lo arrojaron pendiente abajo.

Y me preparé, ajustando las «crótalos».

Y la espejeante coraza los reclamó al instante. Se abalanzaron igualmente sobre ella y, tras un fugaz y precipitado examen, furiosos, agitaron palos y herramientas, conminándome a dar la cara.

Y obedecí.

Y un primer tren de ondas ultrasónicas derribó al más cercano.

Los felah, atónitos, enmudecieron.

Cinco segundos después, los cuatro campesinos yacían inconscientes sobre la roja arcilla.

Y me vi atrapado en mi propia inconsciencia.

¿Qué hacer con aquellos exaltados?

En cuestión de minutos recuperarían el sentido. Mi situación, entonces, sería verdaderamente comprometida. Lo más probable es que los aterrados campesinos, regresando a los huertos, dieran la voz de alarma, movilizando a media población de Nazaret y alrededores.

¿Huía?

Y desobedeciendo al sentido común me embarqué en un frenético atado de manos y pies. Utilicé los ceñidores, amarrando además a los individuos a otros tantos y separados olivos. Por último, desgarrando las mangas de la túnica que me cubría, los amordacé sin contemplaciones.

Y sudoroso, con el corazón en la boca, lancé una mirada a los huertos. Todo seguía en paz.

Y cambié de planes.

Esperar al ocaso habría sido una locura. A pesar del concienzudo ensogado, los felah podían hallar una fórmula para liberarse y escapar.

¿Locura?

Todo era una locura…

Y a la carrera ascendí hasta el límite del olivar. Me distancié del senderillo que reptaba hacia lo alto del Nebi y, sorteando olivos, torcí a la izquierda, a la búsqueda del pequeño cementerio.

¡Allí estaba!

Repuse oxígeno y un mínimo de temple. La siguiente acción era la más delicada.

El lugar santo, un cuadrilátero de unos cincuenta metros de lado, se presentó desierto y silencioso. El sol de primavera arrancaba una hiriente blancura a las ochenta estelas de piedra.

«Hilera once…».

La choza de paja y adobe del enterrador, en el extremo oriental, aparecía igualmente tranquila.

«Hilera once y al centro…».

¿Y el sepulturero? ¿Se hallaba en el interior?

Antes de excavar convenía cerciorarse.

«Hilera once, al centro y muy cerca de la cabaña…».

Y pegado a la línea de olivos que amurallaban el cementerio fui ganando terreno hasta desembocar a las puertas del cochambroso cobertizo.

Y escuché algo.

¿Ronquidos?

En efecto. Y al asomarme distinguí en la penumbra a la pintarrajeada mujer que había observado en la primera visita: la plañidera y bustuariae (prostituta).

Dormía en un lecho de hierba negra y maloliente. A su lado, abrazándola, un individuo desnudo que no supe identificar, atacado por unos ronquidos heroicos.

¡Mala suerte!

Y volví a dudar.

¿Los inmovilizaba?

Demasiado laborioso. Y descarté la idea. Quizá, lo mejor, era dejarlos dormir…

Pero ¿y el enterrador?

Por más que paseé la mirada no detecté vestigio alguno.

Al oeste, en un talud ganado al monte, las cinco grandes muelas que cerraban los panteones de la gente adinerada de Nazaret se hallaban igualmente solitarias.

Y de pronto recordé.

Este explorador no llegó a ver al sepulturero. ¿Podía ser el sujeto que acompañaba a la mujer?

El tiempo corría. Tenía que decidirme.

Y lo hice.

Y sigilosamente me encaminé hacia la tumba.

«Hilera once…».

«José y su hijo Amós».

Y solicitando disculpas a los cielos por el atrevimiento me arrodillé frente a la estela. Desenvainé el pugio y, lanzando otra ojeada a la cabaña, ataqué la excavación.

Arcilla blanda y esponjosa. Bien…

Jamás había removido una tierra con tanto ardor.

¡Más rápido!

Y comencé a sudar copiosamente. Aún no sé si por el esfuerzo o por el miedo…

¡Ánimo!

Pero, al profundizar, el suelo, empapado aún por las torrenciales precipitaciones de finales de abril, se tornó compacto y de difícil acceso. Sin embargo, el puñal, voluntarioso, siguió colaborando.

Traté de calmarme. Inspiré con avaricia, al tiempo que vigilaba los «maravillosos ronquidos».

Nuevo ataque. Con ambas manos. Con los cinco sentidos.

Y de pronto, en una de las cuchilladas, la hoja se quebró.

¡Mierda!

Nueva mirada a la choza. Nueva inspección del olivar.

No me di por vencido.

Y al echar mano del gladius fui a reparar en el cayado, estratégicamente situado a mi izquierda.

¡Estúpido!

¿Cómo no me di cuenta?

Y devolviendo la espada a la funda, sin «crótalos», activé el dispositivo del láser de gas, forzándolo a 15 000 vatios. Y el bloque de barro comenzó a desintegrarse, protestando con pequeñas y fugaces columnas de vapor de agua.

Veinte centímetros…

¡Vamos allá!

El corazón, en la zona roja, acusó el exceso de adrenalina.

Tuve que parar.

Y cegado por la tensión olvidé los ronquidos.

¿Ronquidos?

¡Habían cesado!

Me descompuse.

Y al poco, unas voces…

Me aplasté contra la tierra.

Y las voces treparon. Aquello era una discusión.

Y con el rostro pegado a la arcilla proseguí el fundido.

Tenía que llegar…

¡Sesenta centímetros!

E intuí que mis males no se hallaban únicamente en el exterior…

A esa profundidad, los restos deberían haber aparecido.

¡Ochenta!

La pelea en la cabaña se agrió. El hombre pretendía un nuevo favor. La prostituta exigía más dinero.

El láser, implacable, alcanzó el metro y veinte centímetros.

Y con medio cuerpo volcado sobre el agujero resoplé como un búfalo.

No, aquello no era normal.

El sujeto cedió. Pagaría.

Por un lado respiré aliviado. Pero, por el otro…

¡Un metro y medio!

¡Imposible!

¿Dónde estaban los huesos?

Detuve el láser. Y volviendo a leer la leyenda grabada en la piedra verifiqué la identidad del fallecido.

«José…».

No, no me equivocaba.

«No desaparece lo que muere. Sólo lo que se olvida».

El epitafio, en efecto, lo confirmaba.

Pero entonces…

¡Vacía!… ¿Vacía?

Sí, la fosa había sido abierta y los esqueletos removidos.

¡Dios de los cielos!

—¿Necesitas ayuda?

La súbita voz me degolló.

Y alzando la vista, por detrás de la blanca lápida, recorrí horrorizado una interminable figura de casi dos metros de altura, con un sombrero de paja y un amenazante garrote en la mano izquierda.

¿El enterrador?

Por supuesto no pregunté. Y elegí una respuesta tan elocuente como poco honorable. Me puse en pie de un salto y huí como un conejo.

Y el gigante, reclamando a gritos a los de la choza, la emprendió a pedradas y maldiciones con el violador de tumbas.

Nunca supe si me siguieron.

Aquél fue un descenso por el Nebi auténticamente suicida.

Y cayendo una y otra vez, golpeándome con ramas y troncos, recuperé al vuelo la coraza, cruzando como una exhalación ante los perplejos y maniatados felah.

Del casco ni me acordé.

Y arrastrando al no menos atónito Poseidón abordé la senda, obligando al noble equino, más que a galopar, a volar.

Y de regreso a Séforis tuve que soportar una segunda lluvia de proyectiles —duros y blandos— y un «atento griterío» que dedicó sendos «homenajes» a mi padre y a mi madre. Y lo acepté como una justa penitencia. En el fondo lo tenía merecido.

Bastantes millas más allá, cerca de la confluencia con Caná, comprendí que aquella loca carrera era tan absurda como peligrosa. Y deteniéndome a la orilla del nahal Iphtahel me refugié a la sombra de una anciana y amable higuera, intentando poner orden en la confusa mente de quien esto escribe.

¿Cómo era posible?

La tumba vacía…

Y el Destino, burlón, desempolvó en la memoria una escena y una frase, extraña y misteriosamente olvidadas.

«Ya no están aquí…».

Y recordé la voz de Santiago, el hermano de Jesús, y su mano en mi hombro.

En la primera visita al cementerio de Nazaret, mientras contemplaba emocionado la estela que honraba el recuerdo de su padre, el segundo hijo de la Señora, agradeciendo mi respetuosa actitud, insinuó que los restos habían sido trasladados.

«Ya no están aquí. Vamos…».

¿Qué quiso decir exactamente?

Mi tozudez —lo confieso— era casi patológica.

¿Los huesos fueron arrojados a la fosa común, al kokhim? En ese supuesto, poco podíamos hacer para obtener la tercera pista genética.

¿O quizá se refería al ossilegium?

Esta práctica funeraria era igualmente común entre las familias judías. Transcurrido un tiempo prudencial, los huesos eran exhumados y depositados en osarios de piedra, en el interior de grutas o panteones. Así lo contrastamos en las dos exploraciones (la última de triste recuerdo) de la cripta cercana a Nahum. En estos depósitos aparecían grabados los nombres de los difuntos y sus vínculos familiares.

Si la Señora y los suyos escogieron esta segunda alternativa —la más «humana»—, no todo estaba perdido…

Y naturalmente, inasequible al desaliento, me propuse averiguarlo a la primera oportunidad. El fracaso en el Nebi, lejos de curar los peligrosos ardores aventureros, se clavó en mi orgullo como una espina envenenada.

Pero el agotamiento, el déficit de sueño y el sol, filtrándose de puntillas entre las hojas, acabaron con las obsesivas reflexiones de este humillado explorador. Y por fortuna quedé profundamente dormido, distanciándome de lamentos, hipótesis y futuros y arriesgados planes.

Y recuerdo que fui bruscamente despertado en mitad de una pesadilla.

Poncio, con su risa de hiena, embadurnaba mi cara con aquel apestoso y húmedo maquillaje a base de excrementos de cocodrilo…

Y al abrir los ojos descubrí sobresaltado el blanco hocico del aburrido Poseidón y su mojada lengua, lamiendo mi rostro.

Lo acaricié y me incorporé sin saber muy bien dónde estaba.

Y al comprobar la posición del sol, despidiéndose ya sobre los azules de la cadena montañosa del Carmelo, me irrité conmigo mismo. Aquello no me gustó. Cabalgar de noche resultaba incómodo y poco recomendable.

Pero era la alternativa menos mala. Buscar refugio y proseguir la andadura al día siguiente podía representar peores conflictos. Por otra parte, los desplazamientos pendientes me obligaban a abordar el Ravid cuanto antes.

Y Dios quiso que mis temores fueran infundados.

El viaje de regreso, prácticamente en solitario y auxiliado por una benéfica luna, fue «casi» un paseo.

Después de todo —fui animándome—, la vertiginosa «excursión» a Cesarea no había sido tan negativa. Los tres objetivos capitales fueron satisfechos con un aceptable éxito.

Salvoconducto: obraba en mi poder y garantizaba cierta tranquilidad, de cara a la compleja y dilatada aventura que estábamos a punto de inaugurar. El cada vez más cercano tercer «salto» en el tiempo nos llevaría muy lejos, colocándonos en ocasiones en situaciones altamente conflictivas.

Sueños de Claudia Procla: la información, reveladora, se hallaba en el «banco de datos» de este observador. La lamentable «laguna» de los evangelistas quedaba definitivamente paliada.

Problemas financieros: ¡dos millones de sestercios! Más de lo que imaginaba y pretendía.

A todo esto debía sumar algo de un valor incalculable. Algo que no entraba en mis objetivos y que, sencillamente, me fue «regalado»: la oportunidad de profundizar en la verdadera personalidad del verdugo de Jesús de Nazaret.

Y a fe mía que, sólo por esto, mereció la pena tanto susto y penalidad.

Como dije, Poncio Pilato no fue un cobarde. Tampoco un hábil diplomático. Lisa, y llanamente, fue un loco agresivo, de una frialdad y brutalidad químicamente puras.

Y hablando de bastardos, casi lo olvidé.

¡El poblado de los mamzerîm!

Me detuve indeciso.

¿Me arriesgaba?

E imaginé que, dado lo avanzado de la noche, el paso entre las chabolas resultaría sencillo.

Y el Destino (?) tuvo piedad de quien esto escribe.

En efecto, el galope me sacó limpiamente del negro y dormido «infierno».

Pero, como mencionaba anteriormente, el retorno al Ravid fue «casi» un paseo…

Y el «casi» a punto estuvo de costarme un infarto.

Todo fue bien hasta que desmonté.

Al dejar atrás las antorchas de la ciudad de Migdal, y tomar el camino a Maghar, establecí la primera conexión auditiva con el módulo.

Eliseo, gratamente sorprendido por mi rápido regreso, se comportó con normalidad. Incluso se permitió algunas bromas…

—Te reservo una sorpresa —le comuniqué compartiendo su buen humor—. Mejor dicho, varias… Cambio.

—¿Sorpresas? —preguntó Eliseo impaciente—. ¿Buenas o malas? Cambio…

—Traigo compañía —repliqué alimentando el suspense—. Cambio.

—¿Femenina? Cambio.

—A juzgar por el nombre —resistí—, creo que no… Cambio.

—Bien, yo también tengo una sorpresa —se rindió mi hermano—. Cambio.

No fui capaz de sacarle una sola palabra más. E intrigado, asegurándome de no ser visto, desmonté. Y a partir de esos momentos, como digo, el Destino puso la «guinda» a tan azarosa jornada.

El cielo, limpio y estrellado, caminaba en procesión hacia la media noche. Todo parecía tranquilo. Sólo los cascos de Poseidón, golpeando a mis espaldas en la rampa de la «zona muerta», animaban la negra y silenciosa «popa» del «portaaviones».

Y una vez sobre la pendiente del Ravid respiré aliviado.

¡Misión cumplida!

¡Pobre ingenuo!…

Por cierto —fui meditando mientras cubría el centenar de metros que me separaba de la primera referencia: el manzano de Sodoma—, ¿qué vamos a hacer contigo?

El noble y cariñoso caballo, obviamente, no supo qué decir.

¿Puede sernos útil?… ¿Y por qué no?

El siguiente desplazamiento —a la Ciudad Santa— siempre resultaría más cómodo y veloz en su compañía. Y empecé a darme cuenta de algo que me inquietó: le estaba tomando afecto.

Pero la súbita irrupción de Eliseo me obligó a detenerme, orillando los pensamientos.

—Os veo… Pero ¿qué es esto?…

Mi hermano no pudo contener la risa:

—¡Un soldado romano y un asno!…

—¡Un centurión y un bravo caballo húngaro, ignorante! —repliqué siguiendo la broma—. Cambio.

—Sólo veo dos potenciales enemigos… Tendré que activar las defensas…

—¡Activa cuanto quieras! Pero, sobre todo, la cafetera… Cambio.

—¡No hay café en esta época, ignorante!… ¡Suerte!…

Eliseo corrigió al instante:

—Quiero decir, ¡salve!… Cambio y cierro.

¿Suerte?

Debí advertirlo. El saludo encerraba algo más que un chiste…

Pero, deseoso de reintegrarme al módulo, no le concedí mayor atención. Y continué el avance por la suave y oscura pendiente, procurando no tropezar en el también dormido río de guijarros basálticos. Siguiendo la costumbre no echaría mano de las «crótalos» hasta alcanzar la muralla.

Poseidón, dócil, se dejaba arrastrar por el ronzal.

Y quizá llevase recorridos quinientos metros cuando, de improviso, entre los informes arbustos espinosos, me pareció oír algo…

Y me quedé quieto.

La caballería levantó la cabeza. Y los negros y brillantes ojos apuntaron en la misma dirección.

Y, de nuevo, aquella especie de chillido…

Procedía, en efecto, de los corros de «gundelias».

Y me puse en guardia.

Poseidón relinchó asustado y, alzándose de manos, coceó al aire. Y tiró de las riendas…

Quise calmarlo.

Pero un tercer y agudo chillido erizó las crines. Y encabritándose de nuevo me obligó a soltarlo. Y girando arrancó al galope, perdiéndose en la oscuridad.

¡Poseidón!…

Fue inútil. Un lejano relincho me indicó que descendía ya por la zona del manzano.

Y al encararme con la rampa del Ravid aquella visión me clavó al suelo.

Mi primer pensamiento fue la «cuna».

No podía ser… Eliseo acababa de hablarme.

Y pulsando el oído derecho reclamé a gritos su «presencia».

Silencio…

—¡Eliseo!… ¿Qué es eso?… ¿Me oyes?… ¡Oh, Dios!

Silencio…

Y convencido de que algo le había ocurrido me lancé hacia «aquello».

Pero el horror pudo más que el arrojo.

Y entre escalofríos me vi frenado e impotente. Y aferrándome al cayado me dispuse para la defensa.

A poco más de treinta metros, entre los perfiles de los cardos espinosos, corrían, chillaban, se levantaban sobre sus cuartos traseros o me observaban fijamente unos gigantescos…

¿Cómo definirlos?

En aquellos momentos no supe…

¿Ratas?

No exactamente.

Los animales, desnudos, sin pelo, sonrosados, en forma de salchicha, no eran roedores. Al menos, como los que yo conocía.

Y sus cabezas…

Retrocedí espantado.

Parecían las de un bulldog, pero con ojos ínfimos, negros y chispeantes. Los colmillos, aterradores, sobresalían como sables.

Y caí…

Y los chillidos arrasaron el Ravid.

El tamaño de las criaturas —a decenas— me hizo pensar en una alucinación. Pero no. Poseidón también lo había captado.

¡Inmensas!… Probablemente de un metro de alzada.

Y desde el suelo busqué una nueva conexión.

Silencio.

Y las bestias, rabiosas, se atacaron entre sí. Y los chillidos se agudizaron.

Los más pequeños, con una piel roja, treparon angustiados por encima de la manada.

Y algunos, abriendo las enormes fauces, mostraron amenazadores los cuatro blancos y afiladísimos colmillos de morsa.

Y saltando en dirección a quien esto escribe dibujaron unos indudables amagos de ataque.

Creí volverme loco.

¿Qué pasaba en la nave?

¿De dónde procedían aquellos monstruos?

Y de pronto reparé en «algo» que terminó de confundirme.

¡Era imposible!

Tenía que ser una alucinación…

Entre sangre, chillidos, sables y carreras…, ¡una luz! Y no precisamente la de la luna.

¿Una luz?

Sí, un resplandor intenso, mercurial y bañando a la totalidad de los furiosos animales.

Me puse en pie y percibí un segundo «detalle» que no era normal: la asustada colonia —de lo que fuera— apenas avanzaba. Tampoco retrocedía. Parecía fija en un punto.

Y haciendo acopio de las últimas gotas de valor, con los temblorosos dedos sobre el clavo del láser de gas, di un paso al frente.

Y los chillidos, en respuesta a la temeraria iniciativa, se multiplicaron. Retrocedí.

Y las bestias adelantaron posiciones.

Pero, nuevamente sorprendido, creí distinguir en aquel movimiento colectivo «algo» que tampoco encajaba. Las enormes ratas (?) sin pelo se desplazaron simultáneamente. En bloque. Yo diría que sin tocar el suelo. Sin una clara y natural sensación de avance progresivo. De hecho, ninguna se quedó atrás.

Y una repentina idea me iluminó.

¡La madre que lo parió…!

Y avanzando hacia el amasijo de sables fui a plantarme a veinte metros de la jauría.

Y la manada reaccionó con ímpetu, lanzándose materialmente hacia este cada vez más indignado explorador.

No había duda. Al observar el gran «salto» me convencí.

¡Hijo de Satanás…!

Y activando el láser golpeé a los más cercanos.

Como suponía, el impacto, atravesándolos limpiamente, incendió las «gundelias» que se recortaban a sus espaldas.

Y del pánico me descolgué hacia algo peor: la furia.

Y «cruzando» entre animales y chillidos me encaminé como un meteoro hacia el espolón.

—¡Bravo!…

La voz de Eliseo, desquiciado por la risa, sonó «5×5». (Clara y fuerte).

Y las «imágenes» se extinguieron. Y el silencio recuperó su sitio en el Ravid.

—Te lo advertí —reanudó la conexión en tono conciliador—. Yo también tenía una sorpresa… Cambio.

No respondí. Sólo deseaba estrangularlo.

—Recuerda que somos amigos —añadió sin demasiado convencimiento—. Además, antes de tu partida, tuve la delicadeza de avisarte… Cambio.

¿Avisarme?

Tenía razón. Y rememoré sus misteriosas palabras, pronunciadas al amanecer del viernes, 5 de mayo:

«Espero que al regreso de Saidan tú mismo puedas “experimentarlo”», anunció sin más explicaciones y refiriéndose a «algo» en lo que había empezado a trabajar y que guardaba estrecha relación con los cinturones de protección de la nave.

Pero, aunque hubiera recordado, ¿qué se suponía que debía tener presente?

No, no era justo…

Lo dicho: lo estrangulaba.

Pero Dios bendice y protege a los «inocentes».

Y al saltar sobre la derruida muralla, a casi ciento setenta metros de la «cuna», cuando me disponía a usar las lentes de contacto, una familiar «llamada» me detuvo de nuevo.

Me volví y escruté la negrura del «portaaviones».

Y el relincho se repitió.

—Eso sí es un amigo —atacó Eliseo, mordaz, ratificando la impresión de quien esto escribe—. Ahora ya no sé quién es el asno…

¡Poseidón…!

Y la feliz reaparición del «compañero» de la estrella negra en la frente terminó por calmarme, neutralizando los deseos de revancha.

Y, regresando sobre mis pasos, lo recuperé.

—¿Amigos? —insistió el «gracioso»—. Cambio…

Okay! —cedí encantado—. Con una condición. Cambio…

—¡Hecho! —se apresuró a aceptar mi hermano, viendo el cielo abierto—. ¡Habla, soldado!

—Todo olvidado, siempre y cuando haya café… Cambio y cierro.

Y esa misma noche, con un delicioso y humeante café entre las manos, Eliseo, sin disimular su satisfacción, explicó el secreto de la «visión» que acababa de padecer.

El «invento», en realidad, era un simple holograma. En palabras sencillas, un encadenamiento de imágenes que, sometidas a determinados efectos de refracción, dan lugar a una «ilusión» en tres dimensiones.

Y tengo que reconocer que el nuevo sistema de seguridad prestó algunos e impagables servicios.

Durante mi ausencia, el tenaz científico se tomó la molestia de aguantar largas horas junto a los volcanes de tierra detectados en una amplia franja del Ravid. Y la espera dio fruto.

En los momentos más frescos del día —generalmente al alba—, los orificios que acompañaban a los conos entraban en «erupción». «Alguien», efectivamente, habitaba aquellas galerías.

Y al descubrir finalmente a los horrendos «vecinos» mi hermano consultó a «Santa Claus».

Y ratificó la existencia, bajo nuestros pies, de una nutrida población de Heterocephalus glaber («de cabeza diferente y lampiño»), unos curiosos y muy sociables roedores de la familia de los batiérgidos.

Los pequeños animales, de treinta a cuarenta gramos de peso, implacables, incansables y expertos excavadores, habían construido una red de pasadizos de casi tres kilómetros de longitud, abarcando una superficie —cercana a la muralla romana— de varios miles de metros cuadrados.

Y las «ratas-topo desnudas» le brindaron una idea.

El feo y agresivo aspecto de los bichos —conocidos también como «bebés morsa» y «salchichas con dientes de sable»— podía ser aprovechado como medida disuasoria ante el ataque o ingreso en «nuestros dominios» de un hipotético enemigo.

Y la iniciativa funcionó. De ello doy fe…

Y siguiendo las informaciones almacenadas en la computadora, Eliseo comprobó igualmente que la gran familia, compuesta por una reina y un centenar de «mineros», perforaba y planificaba sus nidos en función de la comida. La dieta consistía fundamentalmente en las raíces de los cardos y arbustos [118]. Y justamente en las proximidades de las «gundelias» localizó los más importantes habitáculos.

El resto fue relativamente sencillo.

Se trataba, como decía, de beneficiarnos del escaso atractivo físico de los «bebés morsa». Para ello bastaba con filmarlos.

Y tras ubicar los referidos nidos, después de varios intentos fallidos, consiguió introducir desde la superficie una de las microcámaras en reserva, unida al módulo por una fibra dopada o «contaminada» con erbio. Una lámpara estroboscópica de mercurio ensamblada a la filmadora y la potente fibra óptica amplificadora [119] hicieron el «milagro»: la toma y transmisión de las imágenes de los treinta o cuarenta individuos que integraban aquel núcleo de «ratas-topo desnudas» a las expertas «manos» de «Santa Claus».

Ante los destellos, los roedores reaccionaron con agresividad y confusión, removiéndose, atacando y, sobre todo, chillando con ferocidad. Las crías treparon sobre los adultos y éstos, enloquecidos, tratando de huir, se acuchillaron mutuamente.

Las escenas, ampliadas veinte veces, como tuve oportunidad de comprobar y sufrir, resultaron espeluznantes.

Y las películas seleccionadas entraron directamente en la órbita de «Santa Claus».

El ordenador, previa codificación, remitió los correspondientes haces «objeto y de referencia» a un cristal especial (fotorrefractivo) [120] que, finalmente, mediante un proceso que no puedo revelar [121], sacó a la luz las espectaculares «visiones». Unos hologramas dotados de movimiento y sonido que, una vez probados —y este explorador fue un inmejorable e involuntario conejillo de indias—, fueron almacenados en la memoria de la computadora, dispuestos para su reutilización.

La proyección sobre la cima del Ravid podía efectuarse manual o automáticamente. En principio, Eliseo fijó el sistema en esta segunda posición, estableciendo el «escenario» entre mil y mil quinientos metros a partir de la «cuna». Si un supuesto visitante (hombre o animal) traspasaba los dos primeros cinturones —el barrido de los microláseres y la radiación infrarroja (IR)—, la «barrera» de las agresivas «ratas-topo desnudas» era fulminantemente desplegada por el fiel «Santa Claus». La súbita y terrorífica «visión» sólo tenía un fallo. Durante el día, el exceso de luz la hacía prácticamente ineficaz. Pero nos dimos por satisfechos. La protección de nave y pilotos parecía asegurada. Y he dicho bien: «parecía»…

Pero no adelantemos acontecimientos.

El resto de la semana, hasta el lunes, 15 de mayo, discurrió en una tensa calma.

La advertencia de Civilis afectó a Eliseo más que a mí mismo. A decir verdad, nada de lo sucedido en Cesarea le alarmó tanto como la posible amenaza de Poncio. Y supongo que llevaba razón. Si se cumplía el pronóstico del centurión, y el loco ordenaba la caza y captura de quien esto escribe, el final de la misión «oficial» y nuestro añorado sueño —acompañar al Maestro la totalidad de su vida de predicación— podían sufrir un serio revés.

Y extremamos las precauciones. En especial, a partir del día clave: el 13, sábado.

Para empezar, las salidas de este explorador fuera de la «base-madre-tres» fueron drásticamente recortadas.

Sólo el jueves, 11, y tras vencer la lógica resistencia de mi hermano, tuve ocasión de abandonar el Ravid con el fin de visitar a mi viejo amigo, el padre de los Zebedeo. Amén de recuperar los valiosos papiros que le confié, necesitábamos afinar algunos detalles en torno al inminente viaje a Jerusalén y al necesario canje del ópalo blanco.

El constructor de barcos se alegró al recibir en su casa al «poderoso mago». Como me temía, las noticias sobre el «prodigio» en el patio de la guarnición romana de Nahum no tardaron en rodar por el yam. Y lamentablemente, cuando llegaron a oídos del Zebedeo, ya no eran cuatro las palmeras datileras «desaparecidas», sino un bosque entero y buena parte de la odiada soldadesca.

Por fortuna, Zebedeo padre se mostró escéptico ante aquellas fantásticas versiones. Y elogié su sensata actitud.

Respecto al proyectado desplazamiento a la Ciudad Santa convino conmigo que, efectivamente, era más seguro, aunque no tan rápido, llevarlo a cabo arropado por una de las múltiples caravanas que partían de Nahum o Tiberíades o que pasaban a diario por la costa occidental del lago. Por una módica cantidad, muchos viajeros y peregrinos se unían a estos «convoyes» de carga, marchando así con un mínimo de protección.

En esos momentos no consideré oportuno entrar en mayores explicaciones sobre la auténtica y secreta razón que me impulsaba a viajar en compañía: la amenaza del gobernador.

En cuanto al asunto del ópalo, Zebedeo, tras examinarlo, movió la cabeza negativamente. Y me asusté.

—No, querido amigo —aclaró divertido—, no es falso. Todo lo contrario. Demasiado bueno para intentar canjearlo en estas corruptas y poco fiables ciudades del yam

Y siguiendo su consejo pospuse la operación.

Y al facilitarme algunos nombres de banqueros y cambistas de «relativa confianza» me advirtió de dos extremos que no debía descuidar. En primer lugar, y más importante, no mostrar en público tan tentadora joya. Mi vida podía correr grave peligro. Por último, no perder de vista la rapacidad de los mencionados traficantes.

No se equivocó…

Y al despedirme, el buen hombre se extrañó ante mi cálido abrazo. Pero, sin preguntar, correspondió con idéntico afecto.

Aquélla sería la última vez que lo veía…, en aquel «ahora» histórico.

Y hasta la marcha a Jerusalén, prevista para la madrugada del lunes, 15, quien esto escribe permaneció aislado en lo alto del «portaaviones», entregado a la redacción de estos diarios. Escribí frenéticamente. Allí, en el Ravid, nacieron estas memorias. «Santa Claus» fue el depósitario de cuanto llevábamos vivido desde el primer «salto». Eliseo, por su parte, con mi esporádica colaboración, trabajó en los análisis de la sangre de la Señora y en la minuciosa revisión de lo que debería ser la última aventura en aquel año 30: la búsqueda e investigación del «epicentro» de la misteriosa explosión subterránea que, según los expertos de Caballo de Troya, pudo provocar el célebre terremoto del viernes, 7 de abril, poco después de la muerte de Jesús de Nazaret [122].

Una operación que fue bautizada con el nombre de «Salomón».

Pero de estos apasionantes temas me ocuparé más adelante. Lo que resta por contar —y no es poco— tiene absoluta prioridad.

Y antes de proseguir entiendo que debo confesar algo. Probablemente carezca de importancia. Pero también es bueno que el hipotético lector de estos diarios conozca puntualmente el estado de ánimo de estos exploradores en cada momento. A fin de cuentas éramos seres humanos y la situación anímica influía poderosamente en nuestro trabajo.

Fue un gesto íntimo por parte de mi compañero. Un pequeño apunte que reflejaba a las mil maravillas la especialísima fase por la que atravesábamos en esos días, a un paso del acariciado y, al mismo tiempo, temido tercer «salto».

La compleja y ambiciosa meta —seguir al Maestro durante cuatro años—, nacida, aparentemente, por casualidad (?), fue apoderándose de los corazones con tal vehemencia que en aquel mayo del año 30 ocupaba prácticamente todas las conversaciones de Eliseo y de quien esto escribe.

Y poco faltó para que pasáramos por alto las restantes misiones.

¡El tercer «salto»!

Todo estaba preparado. Conocíamos la fecha a la que tendríamos que retroceder. Habíamos trazado un magnífico plan inicial. Creíamos saber dónde y cómo encontrar al Maestro…

Sólo faltaba el cuándo.

¿Cuándo activaríamos la nave y la inversión de masa?

Y la tensión comenzó a disparar las alertas interiores. Debíamos serenarnos y actuar con más hielo que fuego.

Y la noche anterior a mi partida, como venía diciendo, mi hermano, presa de esa creciente excitación, me mostró un papel. Y con su supuesta habitual candidez exclamó:

—Y tengo muchas más…

—¡Hipócrita!

Al leer el contenido quedé perplejo. El encabezamiento lo decía todo: «Preguntas a formular a Jesús de Nazaret».

Y conté medio centenar.

El ardiente deseo de volver a ver a aquel Hombre, en efecto, se había convertido en una obsesión, al menos para quien esto escribe. En el caso de Eliseo había otras «razones»… Pero eso lo descubriría más adelante.

Una obsesión —eso sí— que merecía y que mereció la pena.