DEL 4 AL 14 DE MAYO

Aquel jueves, 4 de mayo (año 30), y también las siguientes jornadas, tuvieron para este explorador un carácter experimental. Y comprobamos que habíamos pecado de optimistas. La elección del har Ravid fue acertada desde un punto de vista estratégico y de seguridad. A la hora de los obligados desplazamientos a Saidan y Nahum, en cambio, el asunto se complicaba. Si los viajes se desarrollaban sin tropiezos, quien esto escribe se veía en la penosa obligación de perder alrededor de seis horas entre las caminatas de ida y vuelta. Un tiempo precioso que, lamentablemente, no podíamos destinar a menesteres más útiles. Y pensando en el cercano tercer «salto», Eliseo y yo convinimos en la necesidad de variar el sistema de aproximación a los lugares frecuentados por el Maestro. Acudir cada mañana a las referidas poblaciones, regresando a «base-madre-tres» antes del ocaso, era tan agotador como poco práctico. Amén de los treinta kilómetros a cubrir diariamente, de los peligros que acechaban de continuo y del riesgo que entrañaba ser visto a las mismas horas y por idénticos lugares, había que sumar otro factor no menos grave: según nuestras informaciones, durante los cuatro años de vida pública, Jesús de Nazaret se movió intensamente por el territorio de Israel y regiones colindantes. Si el principal objetivo de estos exploradores era convertirse en su sombra, difícilmente podíamos conjugar esas estancias lejos del lago con el diario retorno al Ravid.

Y aquella primera salida «oficial» desde el «portaaviones», como digo, vendría a ratificar nuestros temores. Por fortuna, tanto la ida como el regreso desde la aldea de Saidan discurrieron en paz. Mi tiempo en el caserón de los Zebedeo, sin embargo, estuvo presidido por el nerviosismo y la inquietud. Supongo que era inevitable. Sabía que me aguardaban otras tres horas de marcha y que era vital alcanzar la «popa» del monte antes del anochecer.

Y en lo sucesivo, a partir del viernes, 5 de mayo, de común acuerdo, establecimos que quien esto escribe permaneciera en Saidan o Nahum el tiempo necesario para rematar la siguiente fase de la misión. Rebasado el límite de la conexión auditiva (cinco kilómetros), este explorador —salvo emergencias— enlazaría con la «cuna» (vía láser) al alba y a la puesta de sol. La fórmula —sencilla en extremo— contemplaba dos posibilidades: mi comunicación se basaría en el código morse. En cuanto a mi compañero —hasta que no fuera activado el «tercer ojo»—, dado que no podía responder a mis señales, decidimos fijar un procedimiento que sirviera de aviso para emprender el inmediato retorno a «BM-3». Ante cualquier amenaza, avería o trastorno grave, el «cíclope» modificaría la posición habitual, emitiendo el abanico luminoso hacia el cielo. Quien esto escribe, con la ayuda de las «crótalos», debería vigilar la cumbre del Ravid periódicamente. La privilegiada atalaya —situada, como ya dije, a diez kilómetros en línea recta de Nahum y a catorce y medio de Saidan— era visible prácticamente desde toda la costa del yam, a excepción del litoral sudoccidental. En dicha franja, aunque la gigantesca radiación del «cíclope» hubiera llamado igualmente mi atención, la interposición del Arbel (con sus 181 metros) obstaculizaba la recepción del láser catapultado desde la «vara de Moisés».

Y durante aquellos primeros cuatro días, hasta el lunes, 8, mi vida transcurrió —casi en su totalidad— en el apacible hogar de los Zebedeo, en Saidan. La bondad y hospitalidad del jefe del clan no tuvieron límite, permitiéndome residir y pernoctar en una de las estancias, ahora vacía por la marcha de sus hijos, Santiago y Juan.

La jornada del jueves acompañé a Zebedeo padre al cercano astillero de su propiedad, en Nahum, sosteniendo con él una serie de prolongadas conversaciones que, poco a poco, me autorizarían a conocer su gran secreto sobre el Maestro. Un «secreto» nunca revelado y al que eran ajenos los discípulos.

Y en aquel 4 de mayo supe también de la partida de todos los íntimos, en la mañana del domingo, 30 de abril, rumbo a Jerusalén. Al parecer, los «embajadores del reino» estaban convencidos de que la próxima aparición de Jesús se produciría en la Ciudad Santa y «en olor de multitudes». Y marcharon de Saidan animados y dispuestos a emprender la gran aventura de la revelación de la «buena nueva» de la resurrección del Hijo del Hombre. La Señora y Santiago se unieron igualmente al grupo. Ruth, en cambio, permaneció en la casa de los Zebedeo. Y su ayuda fue de gran importancia para quien esto escribe, en especial a la hora de poner en pie las informaciones que deberían servirnos de guía para el tercer «salto» en el tiempo.

El anciano Zebedeo, con una preclara visión, se mostró escéptico respecto a las honrosas intenciones de los íntimos de Jesús. Y confirmó lo que este explorador ya había visto e intuía: las dispares interpretaciones del mensaje del Maestro terminarían provocando un cisma.

En la madrugada del viernes, 5 de mayo, al abandonar la «base-madre-tres», me dejé llevar por la intuición. Y ante la perpleja mirada de mi hermano cargué el saco de viaje, junto al camuflado «botiquín» de campaña, con una buena remesa de papiros, prudentemente depositados en la «cuna» por los responsables de la operación. Este rústico soporte vegetal, muy común en aquel tiempo para toda clase de escritos, del tipo amphitheatrica [49], fue cuidadosamente elaborado según las viejas tradiciones egipcias [50]. Cada hoja, de 8 por 10 pulgadas (24 por 30 cm), permitía escribir por ambas caras, siendo enlazadas a continuación con un sencillo cosido. Estos textos más largos recibían el nombre de «rollos» ya que, por comodidad, aparecían arrollados a uno o dos palos cilíndricos. Y en el petate fueron introducidos igualmente un par de «calamus» o carrizos, cortados oblicuamente y convenientemente hendidos, que deberían servirme como plumas, y media docena de pequeños «cubos» de tinta «solidificada» (de unos doscientos gramos de peso cada uno) con el correspondiente tintero de barro. (Al contrario de lo que ocurre en nuestros días, la tinta utilizada en tiempo del Maestro —fabricada generalmente con hollín y goma— se conservaba seca y en bloques de diferentes tamaños, siendo diluida en agua en el momento en que se disponían a escribir. Cuando el sujeto deseaba conservar el documento, la tinta era impregnada en una infusión de ajenjo. El sabor amargo evitaba que fuera destruido por los roedores).

En principio, si la suerte seguía favoreciéndonos, el retorno al Ravid quedó programado para el atardecer del lunes, 8 de mayo. Pero el Destino (?), naturalmente, tenía otros «planes» para este ingenuo y confiado explorador…

Eliseo, en mi nueva ausencia, continuó trabajando en varios objetivos capitales: la ya mencionada preparación técnica y logística del tercer «salto», la compleja «apertura» del «tercer ojo» de «Santa Claus» y en algo relacionado con las medidas de seguridad de la «cuna» y que —sonriendo maliciosamente— no quiso revelarme…, de momento.

—Espero que al regreso de Saidan —sentenció sin más explicaciones— tú mismo puedas «experimentarlo».

Y estaba en lo cierto. ¡Ya lo creo que lo «experimentaría»!

Pero trataré de retomar el hilo de los acontecimientos.

Como venía diciendo, al obedecer aquel impulso, incluyendo la colección de papiros en el austero saco de viaje, acerté de lleno.

Desde hacía tiempo, merced a una indiscreción de la Señora [51], yo sabía que el Maestro, antes de emprender la vida de predicación, había ocupado una larga temporada en viajar fuera de Palestina. Pero la información, proporcionada en las difíciles horas que siguieron a la crucifixión, no pasó de un mero y fugaz apunte. Y fue en el transcurso de estas reposadas conversaciones con Zebedeo padre cuando surgió la sorpresa. Intentando afinar la fecha del comienzo de dicha vida pública, le expuse mis dudas. Los íntimos de Jesús no terminaban de coincidir. Unos hablaban del bautismo en el Jordán. Otros aseguraban que el arranque de su ministerio tuvo lugar a partir del «milagro» de Caná.

Y, ante mi desconcierto, el anciano rechazó todas las versiones con rotundidad:

—Ni el Jordán, ni las bodas de Caná… Sólo yo tuve el privilegio de conocer la verdad. María y mi hijo Juan saben algo, es cierto, pero la totalidad de lo ocurrido en esos años obra únicamente en mi poder.

Y fue así, buscando un simple dato, como fui a descubrir todo un «tesoro». ¿Planeado por el Destino? ¿Quién sabe?

Estaba claro que el viejo pescador y constructor de barcos ardía en deseos de compartir aquella responsabilidad. Y poco a poco, con una sutil pero férrea insistencia, ganada su confianza, me abrió el corazón y su «secreto».

—… ahora está muerto —argumentó, liberándose de la palabra dada al rabí—. Le prometí silencio mientras viviera. No creo que pueda importarle ya que manifieste lo acaecido en ese período…

»Querido amigo, en atención a tu amor por el Maestro y a esa importante «misión» que dices cumplir, accederé a tus deseos, siempre y cuando me jures por la memoria del propio Jesús que nada de lo que voy a revelarte será conocido por sus discípulos…

Asentí con vehemencia, impaciente por entrar en una in formación que, tal y como sospechaba, jamás fue plasmada —ni siquiera parcialmente— en los textos evangélicos.

—… ellos probablemente no entenderían —añadió con desaliento—. Tú, en cambio, sí comprenderás el sentido de aquella «aventura».

Y abriendo un viejo arcón me mostró una veintena de gruesos «rollos», confeccionados también en papiro y escritos de su puño y letra.

Según Zebedeo, fue el Maestro quien rogó que lo ayudara en la redacción de aquella apasionante etapa. Y el anciano lo hizo al dictado. Y durante tres meses, en el más absoluto secreto, el Hijo del Hombre relató cronológica y minuciosamente cuanto vio, experimentó y dijo en algo más de tres años. Concretamente, desde marzo del 22 a julio del 25.

En esos momentos no comprendí el comportamiento de Jesús de Nazaret. ¿Por qué solicitó la colaboración del viejo Zebedeo? El Maestro, así me constaba, dominaba al menos tres idiomas. ¿Por qué no redactó él mismo dichas memorias? Y, sobre todo, ¿a qué obedecía tanto misterio? ¿Por qué el relato fue llevado de forma tan sigilosa? Muchos de los íntimos eran hombres cultos. Bastante más de lo que nos ha presentado la Historia. ¿Por qué, como insinuaba el jefe de los astilleros, no se hallaban capacitados para entender el «sentido de aquella aventura»?

Parte de estas interrogantes fue despejada al conocer la larga e intensa secuencia de la vida terrenal del rabí de Galilea. El contenido, verdaderamente, podía calificarse de «explosivo». Y compartí el sabio y prudente criterio de mi amigo: los discípulos —judíos a fin de cuentas— hubieran encajado la «experiencia» de su Maestro fuera de Israel con dificultad. Era mejor así.

En cuanto al resto de las dudas, también irían resolviéndose con el tiempo. Pero tendría que ser paciente y aguardar, por ejemplo, al retiro de cuarenta días al otro lado del Jordán para conocer las «razones» del Hijo del Hombre respecto a su negativa a dejar documentos escritos por su propia mano.

¿Por qué fue Zebedeo padre elegido para copiar y guardar estos manuscritos? Fundamentalmente, como descubriríamos en el tercer «salto», por la vieja y sólida amistad que los unía. Una amistad que nada tenía que ver con lo apuntado por los evangelistas. Y puedo avanzar que, una vez más, éstos no fueron fieles a la verdad. Al leer las crónicas de los supuestos escritores «sagrados», uno recibe la impresión de que Jesús trabó amistad con Juan y Santiago de Zebedeo cuando paseaba por la orilla del yam, prácticamente en los albores de la vida de predicación. Así se deduce, al menos, de Mateo, Marcos y Lucas. Pues bien, tal y como pude comprobar, ni el Maestro escogió a los cuatro primeros discípulos en la ribera del lago, ni la designación de los «hijos del trueno» fue como y cuando aseguran los evangelistas. Y aunque espero narrar estos acontecimientos en el momento oportuno, insisto: la amistad entre Jesús de Nazaret y el clan de los Zebedeo se remontaba a tiempos atrás. Para ser exacto, al mencionado año 22 de nuestra era. En otras palabras, bastantes años antes de lo fijado por el trío evangélico. Fue al trabajar por primera vez en los astilleros propiedad de Zebedeo cuando el Galileo intimó con el anciano y sus hijos.

Si alguien tiene la curiosidad de asomarse al cuarto evangelio —el de Juan (el Zebedeo)—, percibirá una de las «sutilezas» de este discípulo, que confirma lo que digo. En el capítulo 1 (versículos 35 al 51), Juan, testigo presencial, relata la designación de los hermanos Andrés y Simón Pedro y, posteriormente, la de Felipe y Natanael, el «oso» de Caná. Y sitúa el escenario en el río Jordán, no en el Kennereth. Lo curioso es que no dice ni palabra de la selección de su hermano Santiago, ni tampoco de la suya como «embajadores del reino». ¿Por qué esta «anomalía» con el resto de los evangelistas? Muy sencillo. Juan Zebedeo sabía que no hubo tal designación. Mateo (elegido apóstol meses más tarde), Marcos (entonces era un niño) y Lucas (ni siquiera conoció a Jesús), que no asistieron a los hechos, se fiaron probablemente de lo narrado por Juan Zebedeo. Pero el «discípulo amado», vanidoso hasta la muerte, no contó toda la verdad. Santiago y él mismo no fueron elegidos como los otros cuatro. No existió tal designación. Y no la hubo debido a esa antigua y cálida amistad a la que me refería. Esta circunstancia —como veremos más adelante— llevó implícita la admisión de los Zebedeo en el primigenio grupo de seguidores del Maestro. ¿Y por qué Juan no lo explicó así? Simple: porque en aquella histórica jornada su comportamiento —soberbio y engreído— le valió un duro reproche de Jesús de Nazaret…

Pero estoy cayendo de nuevo en la tentación de adelantame a los acontecimientos. Tiempo habrá de incidir en este interesante e igualmente manipulado pasaje de la vida del Hijo del Hombre.

Y durante tres días, como venía diciendo, cobijados en la paz del caserón de Saidan, Zebedeo padre y quien esto escribe procedimos a la lectura del gran «secreto». Y quedé fascinado. Y contagiado de mi entusiasmo, el anciano —feliz ante la inesperada y magnífica oportunidad de rememorar viejos tiempos—, fue ampliando y matizando lo escrito, respondiendo a mis innumerables preguntas. Y, lenta y pacientemente, aquel «tesoro» fue trasvasado a las hojas de papiro de este perplejo y no menos feliz explorador.

Verdaderamente, aquellos tres años sí podían recibir el calificativo de «ocultos». Los únicos en toda la existencia humana del rabí que fueron intencionadamente preservados.

Y al leer los papiros comprendí el alcance de las palabras del jefe de los Zebedeo: ninguno de los íntimos conocía a fondo la verdad. Y estaba en lo cierto. Según rezaba en aquellos «rollos», el Hijo del Hombre «estrenó» la divinidad y su intensa actividad como «mensajero» del Padre bastante antes de lo sabido y divulgado. Una «actividad» (no estoy pensando en la predicación propiamente dicha) que tampoco trascendió y que tuvimos la fortuna de presenciar. Una «actividad» que precedió y preparó lo que sería el posterior ministerio. Lamentablemente, aunque el Maestro habló de ello, los discípulos no captaron —o no quisieron captar— el formidable significado. ¿Resultó excesivamente complejo para sus mentes? ¿Lo desestimaron al redactar los evangelios porque chocaba con la versión del Antiguo Testamento? La cuestión es que el resultado final sería una catástrofe literaria. Los evangelistas no entendieron, no se aproximaron siquiera a lo que fue la definitiva toma de conciencia, por parte de Jesús, de su divinidad. Mezclaron y confundieron escenarios, palabras y sucesos. Parte de lo ocurrido en la cadena montañosa del Hermón, al norte, fue situado en los evangelios en el «desierto», (?) durante el citado retiro de cuarenta días. Y lo verdaderamente registrado en este último lugar sería igualmente silenciado o tergiversado. Como digo, todo un desastre.

Creo haberlo dicho y probablemente lo repetiré: Jesús de Nazaret, uno de los Hijos de Dios, jamás fue tentado como nos pintan los textos «sagrados». Lo sucedido en ambos parajes —Hermón primero y la Decápolis después— fue mucho más importante y de otra «naturaleza». Decisivo, diría yo, para comprender en profundidad las posteriores obras y pensamientos del rabí de Galilea. ¡Cuán flaco servicio prestaron al mundo los escritores evangélicos suprimiendo y modificando estos pasajes!

Y gracias al conocimiento de lo ocurrido en esos ignorados años del Maestro fuera de Palestina tuve acceso igualmente a otro dato, vital para el establecimiento de la fecha del nuevo retroceso en el tiempo. El rigor y minuciosidad de Jesús de Nazaret en dicho relato nos permitió fijar con pulcritud día, mes y año. Y una vez más tuve que inclinarme ante las extrañas «artes» del Destino. Aquella escurridiza fecha —que llegó a quitarnos el sueño— no se presentó por los canales aparentemente lógicos: los discípulos. Ante el desconcierto de este explorador lo hizo «de la mano» del propio Galileo y del último personaje a imaginar. ¿Casualidad? Ahora sé que la operación estuvo programada por los seres humanos y por «alguien» más…

Y ya que hablamos de casualidades, ¿cómo debo interpretar la siguiente «revelación» de mi amigo y confidente, el anciano Zebedeo?

En el atardecer del domingo, 7 de mayo, rematada la transcripción de los «rollos», al interesarse por mis planes, le expliqué que la «misión» que tenía encomendada me obligaba a desplazarme temporalmente a Cesarea. Fue entonces, al saber que debía entrevistarme con el gobernador romano, cuando me puso en antecedentes de «algo» que, en efecto, «podía resultar de utilidad».

Por la aldea —expuso con su habitual escepticismo—, al igual que por otras poblaciones cercanas, rodaba desde hacía días un curioso rumor. Y dadas las características del «protagonista» —sonrió pícaramente—, casi estaba seguro que yo tenía algo que ver con la increíble historia. Al parecer, «un larguirucho griego, con un cayado en la mano, puso en fuga a dos mercenarios de las tropas auxiliares romanas acantonadas en Nahum».

Me estremecí.

Pero lo más sorprendente —continuó, reforzando la traviesa sonrisa— es que, según dicen, dicho griego, valiéndose de poderes mágicos, logró desarmar a los soldados, «abrasando las espadas con la fuerza de su mirada».

La noticia me pilló desprevenido. Poco importaba que el bulo exagerase el incidente. Lo grave es que hubiera trascendido. Y salvados los primeros minutos de perplejidad, correspondiendo a su franqueza, reconocí que el rumor era cierto.

Relaté lo sucedido en la aduana y en el bosque, restando importancia a las supuestas «artes mágicas» de quien esto escribe. Pero mi amigo, olvidando el capítulo del «abrasamiento», retomó la conversación, incidiendo en el punto clave. El único que me afectaba en verdad y que, al fin y a la postre, torcería mis planes.

—Ya ves que no te pregunto por el método —aclaró el anciano—. Pero, según mis noticias, a alguien más importante que yo sí le interesa el «cómo».

—No te comprendo…

—Lo lamentable —cerró la exposición con disgusto— es que el asunto ha llegado a oídos del gobernador, exagerado y distorsionado sin duda por esos delincuentes en su afán por disimular la fechoría.

—¿Poncio lo sabe?

Asintió en silencio.

—Y lo peor, querido Jasón, es que ha dado orden de captura del «poderoso mago»…

El resto de aquel apacible domingo lo dediqué a pasear por la playa. El desbordamiento del suceso con los soldados me mantuvo en tensión. Y, poco a poco, una arriesgada idea me dominó. Merecía la pena intentarlo. Si salía bien, el obligado viaje a Cesarea resultaría más rápido y benéfico de lo inicialmente previsto.

Inspeccioné nuevamente la cumbre del Ravid. El «cíclope» no había cambiado de orientación. Todo seguía «OK». Y, de acuerdo a lo pactado, a la puesta de sol establecí comunicación con mi hermano, sintetizando las novedades del día. Pero silencié el problema suscitado por los mercenarios.

Ocho de mayo.

Aquel lunes, tras confiar los preciosos manuscritos a la custodia del bondadoso anfitrión, partí de Saidan con el primer saludo del alba. La luna llena, huyendo por el Ravid, se me antojó un excelente augurio. Y la flamante idea se consolidó definitivamente. Debía arriesgarme. Si el ambicioso Poncio mordía el anzuelo, quizá regresase con una buena bolsa, solventando así el suplicio económico.

Saludé a Eliseo desde la desembocadura del Jordán, advirtiéndole que acababa de modificar el programa y que, con un pellizco de suerte, esa misma noche dormiría en Cesarea. Y recordando sus enigmáticas palabras al abandonar el «portaaviones», le pagué con idéntica moneda, prometiendo «más información» a mi vuelta. Y me froté las manos como un colegial, imaginando su intriga. Por supuesto, no fue la primera ni la última broma en aquella odisea.

Y hacia las 6,30 horas avisté el objetivo.

Al contrario de lo que ocurría con otros núcleos de importancia, la guarnición romana de Nahum no se hallaba fuera de la ciudad. No constituía un «campamento», al estilo de las tradicionales fortificaciones militares de Roma. Tampoco la tropa se alojaba en las casas de los civiles, siguiendo la costumbre que denominaban militare hospitium y que el código de Justiniano llamaría más tarde metata. En este caso, desde el tiempo de la conquista de Pompeyo, los invasores se limitaron a requisar una de las propiedades existentes a las puertas de la villa, reformándola y convirtiéndola en un cuartel de regulares dimensiones, suficiente para la cohorte allí destinada. Una cohorte —conviene aclararlo— «oficialmente» bajo la tutela del tetrarca Antipas, pero, en realidad, sólo a título honorífico. Aquellos quinientos o seiscientos hombres y los diez centuriones [52] que los mandaban obedecían a Poncio y a sus jefes naturales, el tribuno y oficiales de la unidad más veterana: la cohorte Itálica, con base en Cesarea.

Y tras cruzar la triple arcada de la puerta norte me encaminé decidido hacia la mencionada guarnición, situada a escasos metros y en el costado derecho del «cardo máximus» (la ancha calle de 300 metros de longitud que dividía Nahum de norte a sur).

El cuartel, con sus altos muros de cinco metros, sólidamente edificados con la abundante piedra negra basáltica de la región, era inconfundible. En el centro de la fachada se abría un enorme portalón de hierro, generalmente de par en par desde el amanecer al ocaso.

Y al situarme frente a los centinelas no pude evitar un escalofrío. ¿Quién me garantizaba que la nueva «aventura» terminaría felizmente? ¿Cómo reaccionarían los mandos al descubrir mi identidad?

Uno de los tres mercenarios que montaban guardia en la entrada reparó en mi presencia, aproximándose sin prisas. Todos aparecían enfundados en el «uniforme» de campaña: cotas trenzadas a base de mallas de hierro que protegían el cuerpo hasta la mitad del muslo, descansando sobre un jubón de cuero de idénticas dimensiones. Y todo ello por encima de la característica túnica roja de mangas cortas. Los cascos, sin visera, trabajados con una sobria elegancia, espejeaban al incipiente sol de la mañana. La rígida disciplina mantenía sujetas las buculae o carrilleras de bronce por debajo de la barbilla. Y siguiendo una vieja tradición —practicada generalmente en combate—, cada uno de los soldados lucía sobre la cimera un llamativo penacho, formado por tres plumas rojas de un codo de altura (casi medio metro). La presencia de estos adornos obedecía fundamentalmente a una razón de orden psicológico. Aunque la talla mínima para ser reclutados en la legión (al menos en las cohortes principales) era de 1,72 metros [53], tanto en las batallas como en los servicios de vigilancia, aquellos cincuenta centímetros de más les proporcionaban un aspecto imponente, destinado a impresionar al enemigo. Un ancho cinturón de cuero, adornado con cabezas de clavos, completaba el atuendo. El inseparable gladius colgaba en el costado derecho. Uno de los centinelas presentaba, además, varias tiras de hierro que caían desde el centro del cinturón, protegiendo el bajo vientre. Las temibles caligas, por último, las sandalias de correas, con las suelas erizadas de clavos, me trajeron lejanos y dolorosos recuerdos. Y a corta distancia, formando «pirámide», los ovalados y granates escudos. Y recostados en el muro, los pilum o picas de dos metros de longitud, con los fustes de hierro dulce y las puntas de acero.

Respiré con alivio. El joven soldado, de unos veinte años, probablemente de origen galo, percibió que se hallaba frente a un no judío. Y me habló en koiné.

Le expuse que deseaba entrevistarme con el jefe de la guarnición y, naturalmente, preguntó el motivo. Y adoptando un tono grave le hice ver que se trataba de un asunto confidencial y que sólo podía revelarlo al centurión que ostentaba el mando.

Los compañeros, intrigados, se unieron a la conversación. El que parecía más veterano, también galo, inspeccionándome de pies a cabeza, interrogó al primer centinela en una de aquellas impenetrables lenguas. Y temiendo que la situación se me fuera de las manos, interrumpí el oscuro parlamento, invocando el nombre del gobernador. La oportuna alusión surtió efecto. E insistí en mi amistad con Poncio. Dudaron. Pero finalmente, ante la firmeza y transparencia de la mirada de aquel extranjero, optaron por no comprometerse. Y ordenaron que esperase. Y uno de ellos se perdió por mi derecha, en dirección a un cuartucho de piedra adosado al alto parapeto y a escasos metros del portalón. Y fiel a la costumbre aproveché la pausa para tomar referencias. Si no estaba equivocado, en aquel lugar se hallaba destinado —o lo estuvo— otro de los protagonistas de las múltiples y misteriosas curaciones de Jesús de Nazaret durante su vida pública. Aunque no podía fiarme, los evangelistas mencionaban a un centurión que, al parecer, solicitó del Maestro la sanación de uno de sus siervos. Mateo y Lucas no facilitan la identidad, pero, a buen seguro, las fuerzas allí concentradas tenían que recordar el prodigio y el nombre del suboficial. Y por espacio de algunos minutos «fotografié» mentalmente cuanto me rodeaba.

El acuartelamiento, tosco y austero, ofrecía en aquel punto la zona de dormitorios. Alrededor de un patio cuadrangular a cielo abierto, de unos sesenta metros de lado, se levantaban tres edificaciones idénticas con dos plantas cada una. El muro por el que acababa de cruzar cerraba el cuadrado. Y todo, por supuesto, construido con el generoso basalto de Nahum. A juzgar por la disposición y el número de puertas de la triple ala deduje, como digo, que me encontraba frente a las celdas de la tropa.

En el centro de dicho patio, primorosamente empedrado con livianos y azabaches cantos volcánicos, desgastados por los años y húmedos y brillantes por el baldeo matutino, se estiraban cuatro veteranas palmeras datileras de veinte metros de altura. El verde de las curvadas hojas y el canela soleado de los racimos en flor alegraban precariamente el recinto, enlutado por los bloques basálticos. Un pozo no menos anciano, armado con un trípode metálico, prácticamente cautivo entre las Phoenix dactylifera, completaba el espartano cuadro.

En el piso bajo del ala central, al final de un angosto túnel, se adivinaba una explanada de tierra sucia y batida, cerrada al fondo por barracones de madera. Algunos soldados, vestidos únicamente con las ligeras túnicas rojas, atendían a media docena de caballos, cepillándolos o paseándolos con la ayuda del ronzal.

La verdad es que me extrañó tanto silencio. Después lo comprendería.

Los centinelas, apostados en los batientes de la entrada, no me perdían de vista.

Y fui a caer en una nueva torpeza.

De pronto, en la apresurada inspección, descubrí algo que me impulsó a caminar hacia el cuartucho que, presumiblemente, servía de puesto de guardia. En la pared que tenía frente a mí aparecía una placa de mármol blanco. En ella, con caracteres latinos, había sido grabada una leyenda. Y olvidando a los soldados, movido por la curiosidad, avancé tres o cuatro pasos, tratando de leerla. El irreflexivo gesto, sin embargo, fue abortado por un grito y una espada. El mercenario más joven, ágil como un felino, se interpuso en el camino, amenazando mi vientre con el gladius.

Sonreí, tratando de apaciguar los ánimos. Y los dedos de la mano derecha se deslizaron instintivamente hacia el extremo del cayado, al tiempo que, con la izquierda, señalaba el rótulo que destelleaba a sus espaldas entre el oscuro basalto. Pero el muchacho, bien adiestrado, no movió un músculo. Y en un vano intento de ganarme su confianza cometí una segunda imprudencia. Tras lanzar una rápida ojeada a la inscripción, reconocidos texto y autor, formulé una pregunta, empeorando las cosas:

—¿Rómulo?

Y el joven, por toda respuesta, contrariado ante la tozudez y desobediencia de aquel desconocido, empujó el arma hacia la boca del estómago, ordenando que retrocediera. En circunstancias normales, el golpe, no excesivamente violento, hubiera quedado amortiguado por la ropa. Pero, al alcanzar con la punta del gladius la «piel de serpiente», el soldado detectó una insólita resistencia. Y sorprendido, frunciendo el ceño, repitió la maniobra con idéntico resultado.

Retrocedí, dispuesto a defenderme. Pero el Destino acudió en mi ayuda. En esos instantes se presentaron en el patio el mercenario que había penetrado en el cuartucho y un segundo militar, provisto igualmente de la coraza de campaña, pero sin casco. El cabello cano, los tatuajes en ambos brazos, la espada en el flanco derecho y un pugio (un pequeño puñal) en el izquierdo me hicieron sospechar que se trataba de un optio [54]. Casi con seguridad, el suboficial al mando de la guardia.

Al observar al centinela con el gladius en la mano comprendió que algo no iba bien. Y su rostro se endureció. Y renegando de mi torpeza, temiendo lo peor, aproximé los dedos por segunda vez al clavo que activaba los ultrasonidos. Lo que en principio parecía una cómoda y rutinaria visita al jefe de la guarnición empezaba a retorcerse.

Y el optio, dirigiéndose al aturdido soldado, lo interrogó en aquel endiablado lenguaje. Pero el joven, no repuesto de la sorpresa, no supo o no quiso explicarse. Entendí la embarazosa situación. ¿Cómo hacer comprender al rudo y resabiado responsable de la guardia que la espada había «tropezado» en el vientre de aquel individuo con una «pared de hierro»? E inteligentemente, envainando el gladius, negó con la cabeza, restando importancia a lo ocurrido. Lo miré complacido, pero, naturalmente, no captó el significado de aquella mirada.

Y el optio, de mala gana, ayudándose con un pésimo griego, repitió la cantinela, exigiendo que aclarase «ese asunto confidencial que sólo podía confiar al centurión-jefe».

Me armé de paciencia y, sin perder de vista al joven mercenario que continuaba a mi derecha, volví a exponer lo ya dicho a los centinelas. Y mientras pronunciaba el breve parlamento, insistiendo con énfasis en el interés del gobernador por la «noticia» que debía comunicar al capitán de la cohorte, el veterano suboficial fue rodeándome en silencio, examinando mi atuendo. Y persuadido de que no portaba armas se encaró de nuevo con este explorador, adoptando un tono prepotente. Estaba claro. Las órdenes eran las órdenes. Si pretendía hablar con el centurión-jefe tendría primero que anunciar el motivo. Luego, ya veríamos. «Quizá te azotemos —sonrió burlón—. Todo dependerá de las mentiras que cuentes…».

Los soldados rieron la «gracia». Todos menos el que me había amenazado con el gladius. Probablemente intuyó que el optio se equivocaba y que aquel extranjero no era un individuo «normal».

Y ante la chulesca actitud del optio, procurando no envenenar más la situación, terminé cediendo parcialmente. Y tomando al suboficial por el brazo hice un aparte con él, confesando que conocía la identidad del «poderoso mago que días atrás desarmó a los soldados de aquella guarnición y que, según mis noticias, era requerido por Poncio».

El sujeto escuchó con incredulidad. Y concluida la confesión, considerando que me burlaba de él, encendido por la ira, me arrastró al pie de la placa de mármol que lucía en la pared del cuarto de guardia, conminándome a que leyera. Y así lo hice, atónito ante la brusca reacción del galo:

—Anda y anuncia a los romanos que es voluntad de los dioses celestiales que mi Roma sea la capital del mundo. Por tanto que ellos practiquen el arte militar, y que sepan, y que así lo comuniquen a sus sucesores, que no habrá poder humano capaz de resistir a las armas romanas.

La leyenda en cuestión, recogida por Tito Livio y atribuida al fundador y primer rey de Roma —Rómulo—, aparecido después de su muerte a Julio Próculo, recordaba, en efecto, a militares y civiles quién era el auténtico dueño del mundo en aquel tiempo.

Y desenvainando el gladius aclaró en parte la razón de su cólera:

—¿Un «poderoso mago»?… Éste es el verdadero poder… Y no conozco magia que pueda «abrasar» el filo de mi espada… Los que pregonan semejantes bulos son enemigos de Roma y merecen la muerte.

Y alzando el arma se dispuso a golpearme. Pero un seco e imperativo «¡Alto!» congeló en el aire sus intenciones, suspendiendo igualmente el disparo de ondas ultrasónicas que apuntaban ya a su cráneo. Los gritos del energúmeno alarmaron a la guarnición y tres de los centuriones irrumpieron providencialmente en el patio. Y se aproximaron decididos y contrariados. Sólo uno portaba la cota de mallas y el arma en el costado izquierdo (al contrario de la tropa). El resto, evidentemente fuera de servicio, vestía tan sólo las cortas y ligeras túnicas granates de lino.

Sin quererlo, el optio, en el arrebato patriótico, al exclamar que «no conocía magia capaz de abrasar el filo de su espada», confirmó lo que ya sabía por el Zebedeo padre. Y en parte, a pesar de lo delicado de la situación, me sentí animado. La noticia era correcta.

Y los recién llegados, para consuelo de quien esto escribe, se hicieron cargo del problema. Escucharon la versión del enfurecido optio y, acto seguido, sin perder la compostura pero con firmeza, me interrogaron, mostrando un inusitado interés por el tema del dichoso «mago». Y fui todo lo sincero que juzgué oportuno. Me había propuesto dormir esa noche en Cesarea y tenía que conseguirlo.

Y al insistir en mi deseo de conversar en privado con el jefe de la cohorte, el que hacía de portavoz (el único armado y con la rama de vid en la mano) [55] echó por tierra mis pretensiones: se hallaba fuera de Nahum, en una de las rutinarias maniobras de la guarnición. Y comprendí el porqué del singular silencio.

Fulminé con la mirada al marrullero optio.

Y captando mi decepción —no sé si por delicadeza o por curiosidad—, explicaron que, como centuriones priores [56], ostentaban justamente la máxima responsabilidad de las tropas hasta el retorno de su jefe natural. Si lo deseaba podía hablar abiertamente con ellos. Y sin demasiadas alternativas arriesgué el todo por el todo, anunciando que estaban ante el «poderoso mago» al que buscaban. Y sin darles tiempo a reaccionar añadí que me ofrecía gustoso a comparecer ante el gobernador, rindiendo cuentas de lo ocurrido.

Al oír la «revelación», el impulsivo optio intentó desenfundar de nuevo el gladius. Pero dos de los priores, simultáneamente, extendieron las palmas de las manos, imponiendo calma.

Repuestos de la sorpresa, tras intercambiar una significativa mirada, el de la cota de mallas susurró algo a sus compañeros. Asintieron en silencio, y uno de ellos, haciendo una señal al optio para que lo siguiera, se despegó del grupo. Le habló en voz baja y, acto seguido, cumpliendo la orden, el suboficial de guardia se alejó por el túnel que desembocaba en la explanada.

—Bien —sentenció el centurión de servicio en un tono poco tranquilizador—, pronto averiguaremos si dices la verdad.

A pesar de la amenaza procuré mantenerme intacto, sin rehuir las inquisidoras miradas.

—Por cierto —intervino de nuevo el «capitán de cuartel» tocando un punto clave—, si eres el hombre que desarmó a nuestros soldados, ¿por qué no has acudido directamente a Cesarea? Si, como aseguras, disfrutas de la amistad de Poncio, ¿qué puedes temer?

Y repliqué con la verdad. Mejor dicho, con una parte de la verdad.

—Hablas con sentido común. Me encuentro en esta región intentando reconstruir la historia de un Hombre santo ya fallecido. Lo llamaban Jesús de Nazaret…

Al mencionar el nombre del Maestro volvieron a intercambiar una elocuente mirada. Evidentemente lo habían conocido o sabían de Él. Uno, en especial, parpadeó nervioso y su rostro se transfiguró. Ahora lo sé. La directa y audaz alusión al Hijo del Hombre, considerándolo santo, removió el alma y los recuerdos de aquel veterano centurión. Pero, obviamente, no me atreví a preguntar.

—… soy amigo de los Zebedeo —proseguí dirigiéndome casi exclusivamente al prior que parecía haber conocido al Galileo—. Y allí, en Saidan, casualmente, he tenido noticias del rumor que corre por el yam sobre ese «poderoso mago». Pues bien, no se trata de temor, sino de confirmación. El asunto —y ensombrecí el tono con teatralidad—, como bien sabéis, es lo suficientemente serio como para tomar un máximo de precauciones…

Asintieron con un ligero movimiento de cabeza.

—… antes de adoptar una resolución era preciso confirmar lo que me fue relatado en Saidan. Y nada mejor que acudir a este lugar para saber si, en efecto, el gobernador reclama mi presencia.

El ardor y sinceridad de mis palabras calaron en el ánimo de los centuriones. Y curándome en salud añadí:

—Como amigo de Poncio y de Civilis, el primipilus, difícilmente podría dejar en ridículo a las gloriosas fuerzas de Roma. Es por ello que soy el primer interesado en aclarar el penoso incidente con vuestros soldados…

La referencia a Civilis, el centurión-jefe de la cohorte de Cesarea y hombre de confianza de Poncio, fue un bálsamo. Y la inicial tensión se relajó considerablemente.

En aquellos instantes reapareció el optio, acompañado de uno de los mercenarios que había visto trajinar en la explanada de tierra batida. En un primer momento no lo reconocí. Después, conforme fue aproximándose, al reparar en el vendaje que cubría el pie derecho, caí en la cuenta de su identidad y de la sencilla comprobación maquinada por los centuriones. Y me dispuse para el difícil careo.

El soldado —herido en el bosque con el láser de gas— se detuvo a una docena de pasos. Acababa de identificarme. Me observó estupefacto y palideció. Y el optio, de malas maneras, haciendo presa en una de las mangas, tiró de él hasta los expectantes priores. La escena fue determinante. Y los centuriones comprendieron.

Y, por pura rutina, el de servicio lo interrogó en su lengua. El mercenario balbuceó algunas respuestas, señalándome a cada intervención. El miedo lo hizo tartamudear. Y los sagaces priores dedujeron que la historia cojeaba.

Y el suboficial que interrogaba, perdiendo la paciencia, levantó la voz insistiendo en una de las preguntas. Pero el individuo, con los nervios desatados, cometió un error. Se llevó las manos a los ojos y, gritando con más energía que el centurión, repitió algo que, al parecer, guardaba relación con el «fuego de mi mirada». Al capitán no le agradó la subida de tono del subordinado y, sin previo aviso, le cruzó el rostro con el sarmiento. Y el optio, tomando la iniciativa, redondeó el castigo con un seco puntapié en el bajo vientre. Y el desgraciado, doblándose como un anzuelo, cayó sobre el adoquinado.

No pude evitarlo. E irritado desplacé de un empujón al miserable optio, auxiliando al soldado. Y entre los intensos dolores, el sujeto me miró desconcertado. Y creí percibir en sus ojos el aleteo del agradecimiento.

Esta vez intervino el prior, que, como digo, parecía saber de Jesús de Nazaret. Me apartó e, indicando al optio que se ocupara del mercenario, rogó que «no hiciera las cosas más difíciles».

Y reintegrándose al grupo sostuvieron un cambio de impresiones.

Quizá cometo un error. Quizá debería esperar. Pero también quiero ser fiel a los sentimientos, allí donde se produjeron. Y en aquel patio, y en aquella despejada mañana, entre aquel centurión y quien esto escribe surgió una inexplicable corriente de simpatía. Más adelante —o más «atrás», según se mire— Eliseo entendería la «razón». La cuestión es que, desde los primeros momentos, aquel prior me llamó poderosamente la atención. Fue quizá el que menos habló. Sin embargo, sus ojos azules irradiaban una paz y una serenidad poco comunes. Debía de caminar entre los cuarenta y cuarenta y cinco años. Su lámina, la verdad sea dicha, no se ajustaba a la de un aguerrido soldado: estatura media, aparentemente frágil, de una delgadez preocupante, calvo, mal afeitado y de manos largas y huesudas. En cuanto a la voz, cavernosa y trabajada con dificultad, me hizo sospechar que padecía algún mal irremediable. Resultaba chocante que estuviera al mando de dos centurias. Como veterano del ejército, con más de veinticinco años de servicio, sólo aspiraba ya a obtener el retiro —la honesta missio[57] y disfrutar de sus tierras y de la pensión anual, cifrada en unos 2 500 denarios de plata. Aquél, en efecto, lo adelanto ya, era el célebre centurión mencionado por los evangelistas. Pero el «descubrimiento» se produciría en el cuarto «salto» en el tiempo…

Concluido el breve debate reconocieron que me asistía la razón. Al menos parte de ella. Y el portavoz tuvo la gentileza de traducir el reciente y accidentado interrogatorio.

Según dijo, el de la quemadura en el pie me había identificado como el griego que los atacó en la aduana cuando salieron en defensa del funcionario.

Negué con la cabeza, pero lo dejé continuar.

Dicho funcionario —prosiguió el centurión sin inmutarse— fue vilmente agredido cuando exigió el obligado peaje.

El agresor, naturalmente, era este explorador.

Y el mercenario juraba, asimismo, que la quemadura y el abrasamiento del gladius de su compañero fueron provocados por el mágico poder que partió de mi mirada.

Efectivamente, tal y como presumía, los priores —escépticos por oficio— no concedieron credibilidad a la aparentemente fantástica historia. Pero solicitaron mi versión.

Y ante el desconcierto general di por bueno el relato del mercenario, matizando un par de extremos: que la agresión al funcionario fue en legítima defensa y que la mirada de aquel griego no tenía nada de extraordinaria. En cuanto a la quemadura y rotura de la espada —fue mi única mentira—, sencillamente, ignoraba cómo se produjeron. Y fui más allá, elogiando el valeroso comportamiento de los soldados al acudir en auxilio del responsable de la aduana. Conocía los castigos [58] que hubieran caído sobre aquellos indeseables en el caso de perfilar toda la verdad y, honradamente, me pareció fuera de lugar. Tanto el pillaje como el abandono de las armas eran estimados delitos graves y los culpables podían enfrentarse a penas de cárcel, privación de comida, sangrías y, sobre todo, azotes o apaleamiento.

Supongo que, a juzgar por sus caras, tampoco me creyeron al ciento por ciento. Pero, comprendiendo que no deseaba perjudicar a sus hombres, reaccionaron positivamente, zanjando el molesto y enrevesado contencioso.

Y se enfrentaron al último y más peliagudo dilema: ¿qué hacer con aquel griego que acababa de complicarles la mañana? Como soldados no podían ignorar la disposición que reclamaba al supuesto «poderoso mago».

Y durante algunos minutos discutieron acaloradamente. Y entendí su preocupación.

La orden —partiendo del supersticioso Poncio— encerraba un secreto deseo: conocer e interrogar a tan prodigioso «hechicero». Pero, si no hubo tal magia, ¿qué argumentaban en su defensa? ¿Cómo respondería el brutal e irascible gobernador al saber que lo divulgado por los mercenarios no se ajustaba a la verdad? ¿Quién le explicaba que el «abrasamiento» era fruto de la imaginación de unos más que probables farsantes?

Finalmente coincidieron. Lo mejor era olvidar y olvidarme. Aquel griego no existía. Nunca estuve en la guarnición. Y si alguien preguntaba, nadie sabía nada.

Me alarmé. Aquella decisión no entraba en mis planes. Y por un momento me sentí fracasado. El esfuerzo había sido inútil.

Y los centuriones saltaron al siguiente y no menos espinoso capítulo: ¿cómo mantener mi boca cerrada?

Esta vez se retiraron hasta el pozo, deliberando en secreto. Y un mal presagio se dibujó en dos de los rostros. El tercero —el del centurión de los ojos claros— negaba una y otra vez, rechazando la «idea» de sus compañeros.

¿Huía?

Contemplé la posibilidad, pero al punto, comprendiendo que no era la solución, traté de pensar a mayor velocidad que los suboficiales. Y al reparar en las altas palmeras creí encontrar la fórmula para conjurar el nuevo peligro y reconducir la situación hacia el objetivo prioritario: mi presencia en Cesarea.

Y simulando una calma inexistente fui a interrumpirlos, proponiendo una salida mucho más airosa. Escucharon intrigados y recelosos. Y antes de proceder, adoptando cierta solemnidad, procuré venderles la arriesgada idea. Si salía mal quizá me viera obligado a recurrir a métodos más severos…

Y conforme expuse mi parecer, dos de los tres centuriones fueron negando sistemáticamente. Pero no me rendí. Y volví a la carga, asegurando que mi comparecencia ante el gobernador podría resultar beneficiosa para todos. Por razones personales —añadí—, este griego tenía especial interés en mostrar a Poncio algunos de sus poderes mágicos.

Protestaron, recordando mis recientes palabras. Supliqué calma y maticé que quien esto escribe no había negado en ningún momento su condición de mago. Otra cuestión era que no supiera cómo se produjo el «abrasamiento» del gladius.

No quedaron muy convencidos. Pero el de la voz cavernosa acudió en mi auxilio, sugiriendo que me dejaran terminar.

Y, aceptando a regañadientes, me instaron a que fuera al grano. Y así lo hice, comunicándoles que, si me autorizaban a demostrar dichos poderes, ellos y yo obtendríamos sendos beneficios. Si el «truco mágico» les complacía estaba dispuesto a viajar a Cesarea —debidamente escoltado, por supuesto— y reconocer ante Poncio que era el autor del «abrasamiento». La guarnición cumpliría así la orden, apuntándose un estimable éxito. En cuanto a mí —insistí—, quizá saliese de la audiencia con una buena bolsa…

Y el recelo se asomó a los curtidos ánimos. Pero la «oferta» —así planteada— parecía tentadora.

Y sin comprometerse supeditaron la decisión final al resultado de «esa demostración mágica».

Acepté sumiso. Y, rogando que me acompañaran, fui a situarlos en las proximidades del portalón. Los centinelas, ajenos a la maquinación, siguieron los movimientos con curiosidad.

Y procurando alimentar el suspense me dirigí de nuevo, a grandes zancadas, hacia las datileras.

Treinta metros…

Examiné los tallos. Los estípites aparecían cubiertos desde la base por hojas desecadas. Parecía claro.

Alcé la vista, confirmando la primera impresión: hojas pennadas, ascendentes, arcuadas, glaucas, segmentos lineoacuminados con pequeñas espinas y formando una corona terminal. Flores inconspicuas… En cuanto al fruto, casi estaba seguro. Pero surgió una horrible duda. Si no afinaba en el tipo exacto de palmera, el «truco» fracasaría y yo con él.

Y la angustia me golpeó. El género Phoenix incluye alrededor de treinta especies. ¿Se trataba de la dactylifera, como así creía, o de la canariensis? Esta última, bastante común también en la Palestina de Jesús de Nazaret, poseía un tallo más tosco y unos segmentos foliares más anchos y rígidos, con un color verde más brillante. Disponía igualmente de fruto, pero sólo el de la dactylifera es comestible.

Y, contrariado tuve que volver sobre mis pasos, formulando a los centuriones una pregunta vital y un tanto extraña: ¿eran sabrosos los dátiles de aquellas palmeras?

Y, perplejos respondieron con un «excelentes» que alivió mi corazón. Sonreí agradecido, espesando sin querer el ya denso misterio que me envolvía.

Estaba, pues, en lo cierto. Los airosos ejemplares eran de la especie dactylifera.

Regresé junto a mi «objetivo» y, adornando la nueva inspección con teatrales levantamientos de brazos, rodeé las palmas por dos veces. En la segunda vuelta me detuve y permanecí unos instantes semioculto por el alto brocal y los troncos. Centuriones y centinelas, atónitos y divertidos, aguardaban inmóviles como estatuas.

Y pulsando el «tatuaje» programé el microprocesador para una doble operación. Suministré los parámetros y con paso reposado, contabilizando mentalmente los segundos, me reuní con el intrigado grupo.

Y situándome por delante de los suboficiales alcé el brazo izquierdo, manteniéndolo vertical durante un par de segundos. Después, recreándome en la necesaria liturgia, lo hice descender con lentitud hasta colocarlo en paralelo con el suelo y con los dedos apuntando al centro de las palmeras. Y el silencio se convirtió en mi aliado.

Cinco segundos…

Cerré el puño, prosiguiendo la cuenta atrás.

Tres, dos…

Y las cadenas de swivels de las Phoenix fueron «empujadas» hasta la posición correspondiente al oxígeno.

Y las cuatro se «extinguieron» con un discreto trueno.

Y capitanes y soldados, desconcertados, retrocedieron tropezando unos con otros.

Y este ufano explorador, encarándose a los pálidos centuriones, los invitó a examinar el lugar, certificando así la autenticidad del «truco». Pero tuve que insistir. El pánico desplazó a la sorpresa. Y tomando la iniciativa me encaminé en solitario hacia el pozo. Y poco a poco, incapaces de articular palabra y evitando el contacto con quien esto escribe, fueron asomándose a los cuatro profundos orificios, ocupados hasta esos momentos por las raíces. Y los inspeccionaron a placer, buscando incluso en el interior del pozo.

El de los ojos azules, tras lanzar una detenida mirada a los agujeros, me observó con una intensidad que jamás olvidaré. Creo que le comprendí. Pero no pude hacer nada para sacarle de su error. El buen soldado debió de asociar mi «poder» con el de otro Hombre a quien había querido y admirado.

Y a punto de consumarse la segunda fase de la operación, en un tono enérgico los obligué a retirarse hacia la entrada del cuartel. Obedecieron con presteza, sin entender el porqué de aquella nueva, imperativa y bien estudiada demanda. Pronto lo descubrirían.

Y cinco minutos después de la «aniquilación», de acuerdo con lo programado, el microprocesador invirtió los ejes ortogonales de los swivels, «conduciéndolos» a las posiciones angulares primitivas. Y las esbeltas Phoenix se materializaron instantáneamente.

Esta vez no hubo pánico. Esta vez, los atónitos testigos, como si de una victoria se tratase, estallaron en gritos de júbilo, arrojando al aire cascos, espadas y lanzas. Y alguien, borracho de alegría, me propuso para general. Otros, igualmente aturdidos, solicitaron una inmediata entrevista con el emperador. Y sin poder evitarlo, centuriones y centinelas se arrojaron sobre este desconcertado explorador. Y aupándome por encima de sus cabezas me pasearon como un héroe. Y alertado por el estrépito, el resto de la guarnición terminaría presentándose en el recinto. Y muchos, sin saber siquiera de qué se trataba, se unieron al clamor general, coreando una palabra que me aterrorizó: «imperator». Un título que se otorgaba a los que obtenían dos o tres grandes triunfos en los campos de batalla.

Y antes de proseguir quiero y debo hacer un par de reflexiones sobre este «incidente».

En primer lugar nos proporcionaría una visión y un cálculo exactos de lo que podía suceder si abusábamos de los medios técnicos a nuestro alcance. Durante un tiempo, en silencio, lamenté esta exhibición, que a punto estuvo de alterar los verdaderos objetivos de la misión.

Por último, la reacción de aquellos hombres —lógica y natural— sirvió igualmente para entender y compartir los sentimientos del Maestro cuando, tras llevar a cabo uno de sus portentos, se vio asaltado por una multitud enloquecida que pretendía hacerlo rey de Israel.

Dicho esto, continuemos con los acontecimientos tal y como se registraron.

Cuando, al fin, mal que bien, conseguí que los ánimos se calmasen, los centuriones —dispuestos a todo— aceptaron la propuesta, dando las órdenes oportunas para que fuera conducido, a la mayor brevedad, hasta la residencia del gobernador en la ciudad costera de Cesarea. Había logrado mi propósito, sí, pero a un precio que me repugnaba.

Y hacia la hora tercia (las nueve), abrumado por lo acaecido, me vi cabalgando por la via maris, en dirección a Tiberíades. Y, rodeándome, escoltándome como un precioso «tesoro», once jinetes armados. Y durante algunas millas, con la «proa» del Ravid a la vista, pensé en mi hermano. ¿Hubiera aprobado aquella estrategia?

Pero debo ser más positivo. La verdad es que a partir de la «demostración» todo discurrió a buen ritmo y de forma satisfactoria para quien esto escribe. El camino hasta Cesarea, merced a los respetuosos y disciplinados componentes de la decuria, transcurrió sin incidentes y en un tiempo récord. Informado de la urgencia de la misión, el decurión que mandaba la fila marcó desde el principio un galope corto pero constante, tratando de ganar los ochenta y siete kilómetros antes de la hora décima (las cuatro de la tarde).

Y como suponía, al avistar las puertas de la capital del yam, el decurión giró a la derecha, enfilando la ruta que yo conocía y que he descrito en páginas anteriores: la de Caná. Y al llegar a las proximidades del «infierno» de los «mamzerîm», el jefe de la patrulla, sin mirar atrás, levantó la jabalina que portaba en la diestra y, sin palabras, desplazándola a derecha e izquierda, transmitió una orden a sus hombres. Y ante mi sorpresa, los diez jinetes tomaron nuevas posiciones, formando un escudo protector. Seis de ellos se situaron inmediatamente detrás del decurión, dibujando una punta de flecha y ocupando la totalidad de la polvorienta carretera. Los cuatro restantes continuaron galopando a mis espaldas, cerrando el triángulo. Y al penetrar entre las chabolas, como un solo hombre, la decuria golpeó los flancos de las caballerías, lanzándolas a un furioso galope. Y las picas fueron inclinadas hacia el suelo. Y aquel tramo, percibiendo el tenaz golpeteo de las ampolletas de barro de los medicamentos en los riñones, medio cegado por la polvareda y temiendo el atropello de cualquiera de aquellos infelices, fue sin duda el más angustioso de todo el viaje. Hombres, mujeres, niños y reatas de onagros, advertidos por el griterío, tuvieron el tiempo justo para apartarse. Y a nuestras espaldas se escucharon toda suerte de imprecaciones.

Dejado atrás el poblado, el contus o lanza del decurión volvió a levantarse, indicando a los jinetes que retornaran a la primitiva formación. Y los sudorosos caballos frenaron la marcha, acomodándose a un trote ligero.

Al distinguir el cruce a la aldea de Lavi el corazón aceleró. Al pie del camino, en el mismo lugar donde lo auxilié, aguardaba nuestro paso el niño de la «erisipela». Detrás, con la mercadería de siempre, otra vieja «conocida»: la madre. Y al llegar a su altura comprobé feliz que rostro y cabeza continuaban limpios y notablemente mejorados. Y sin poder contenerme agité el cayado, saludándolos. El pequeño, deslumbrado por los brillantes cascos, las cotas de mallas con hombreras, los ovalados y violáceos escudos, las picas, las spatha colgando en bandolera y, sobre todo, por los altos y poderosos caballos, no reparó en mi señal. La mujer, en cambio, al reconocerme, se alzó veloz. Y agitando los brazos correspondió al saludo. Algunos de los jinetes la observaron indiferentes. Y de pronto, impulsada por un noble sentimiento, se precipitó sobre los cuencos de arcilla. Atrapó varias de las cebollas y se lanzó a la carrera, en persecución de la decuria. Me estremecí. Dado el rígido e implacable carácter de aquellos soldados era imposible predecir su comportamiento respecto a la buena mujer. Y jadeante, sin dejar de sonreír, consiguió darnos alcance. Y rebasando la hilera de cinco jinetes que trotaba a mi espalda, en un último esfuerzo se arrojó sobre mi caballo, ofreciendo los blancos y engordados bulbos. Y el Destino fue misericordioso. Ninguno de los caballeros hizo ademán de apartar o lastimar a mi «amiga». Tomé los frutos y, sonriendo, le di las gracias. Y allí quedó, satisfecha, diciendo adiós con la mano y envuelta en el polvo y el agradecimiento de quien esto escribe.

Cruzamos raudos ante la posada del «tuerto», alcanzando al poco el desvío que conducía a la blanca y sosegada Caná. A partir de allí, el camino fue nuevo para mí. La patrulla prosiguió hacia el noroeste, ajustando la marcha a las suaves colinas que ondulaban el paisaje. Unas colinas, en las estribaciones de los montes de la Galilea, primorosamente conquistadas por los laboriosos felah. A derecha e izquierda, hasta donde alcanzaba la vista, las faldas eran una interminable sucesión de verdes, blancos y dorados, consecuencia de brillantes y cumplidos olivares, almendros cargados de luz y océanos de trigo y cebada. Aquélla, en efecto, era la auténtica Galilea que recorrió Jesús.

Rodeamos Séforis, capital de la baja Galilea, adentrándonos hacia el sur. Y el lino, en la fase de secado de las cañas, higueras y viñas tomaron el relevo, oscureciendo los menguados valles y cañadas. Algunos campesinos, previsores, podaban ya las altas y retorcidas vides, apuntalando las prometedoras ramas con cañas y estacas. En cada plantación, como ordenaba la ley, se alzaban una o varias torres de piedra de hasta diez metros de altura que servirían para la vigilancia durante la vendimia.

Y alrededor de las once descendimos hacia la estrecha y larga planicie de Jezreel, uno de los graneros de Israel.

Este explorador no salía de su asombro. La disciplina y austeridad de aquellos jinetes eran realmente espartanas. Ni uno solo abrió la boca. Ni uno solo, en las dos horas de marcha, echó mano de la cantimplora. De vez en cuando, el jefe de fila volvía la cabeza, interesándose en silencio por el estado de hombres y monturas. Sólo en una ocasión me atreví a ofrecer al decurión las jugosas cebollas. Fue al atravesar los campos de lino de Séforis. El sudor oscurecía los rojos y ajustados pantalones que les cubrían hasta la mitad de la pierna, empapando igualmente las camisas violetas de manga larga. Pero las rechazó con una media sonrisa. Y prudentemente las devolví al saco de viaje.

Saltamos sobre el río Kishon y, conocedores del terreno, apretaron la marcha, cubriendo al galope los cinco últimos kilómetros de llanura. No les faltaba razón. Entre el oro de los maduros trigales, el turquesa de las hortalizas y el azabache de los rastrojos de cebada recién calcinados, menudeaban charcas y lagunas de escasa profundidad, encapotadas por zumbantes manchas de mosquitos. Minutos más tarde, al atacar la cadena montañosa del Carmelo, respiramos aliviados. E iniciamos una arisca subida. La calzada, pacientemente enlosada por los audaces ingenieros romanos, trepaba y se dejaba caer entre pronunciados precipicios. A partir de allí el paisaje se cerró y nos adentramos en un frondoso bosque, tan abundantes en aquella Palestina del tiempo de Jesús. Y caballos y jinetes agradecimos la umbría. Y durante poco más de media hora disfruté con el perfume y la música de la espesura y el obstinado juego del sol entre los árboles. Una masa boscosa en permanente competencia, aunque dominada por el incorruptible berosh (nombre genérico dado por los judíos a las tres especies de cipreses siempreverdes), el sagrado y majestuoso allon o roble del Tabor, el tidhar o durillo de flores blancas (la «gloria del Carmelo»), el tirzah o pino piñonero, con sus protectoras copas en forma de sombrilla, y su hermano, el Etz shemen, el pino de Alepo, también «orgullo del Carmelo», con las olorosas y rezumantes cortezas saturadas de taninos. Y comprobé con asombro la extraordinaria proliferación de ardillas «pelirrojas», asomándose curiosas y confiadas a nuestro paso o mordisqueando indiferentes entre el ramaje el rico surtido de bayas. Y aquí y allá, escapando, palmoteando y replicando a los trinos de escondidos congéneres, bandadas de palomas bravías, certeros vencejos de timones circulares, gorriones «chillones» adornados de plata y, sobre todo, las serenas bonelli, las águilas de «trajes» blancos y moteados, adiestrando a las crías en los profundos desfiladeros. El espectáculo me sobrecogió. Cada bonelli (Hieraetus fasciatus) portaba sobre las alas a uno de los polluelos, dejándolo caer desde trescientos o cuatrocientos metros. Y el aguilucho, aterrorizado, batía los cortos remos, en un vano intento de vencer la gravedad. Y a un centenar de metros de la vaguada, cuando el desastre parecía inevitable, la madre plegaba las alas, dirigiéndose en picado hacia la inexperta cría. Y con una precisión impecable la atrapaba entre las garras, remontando el vuelo hacia el nido. Y vuelta a empezar hasta que el pollo conseguía valerse por sí mismo. Y empecé a intuir el porqué del profundo amor del Maestro por aquella hermosa naturaleza.

Pero la diversión fue súbitamente interrumpida. En uno de los recodos apareció ante nosotros una pequeña fortificación con altos muros de piedra caliza y una torre igualmente blanca y aparentemente desproporcionada. En un primer momento no entendí la razón de aquellos casi veinte metros de altura. Pronto lo averiguaría. Y quedaría nuevamente maravillado ante el ingenio de aquel ejército.

El lugar recibía el nombre de Capercotnei. Se trataba, en realidad, de un modesto puesto de vigilancia y una estación de avituallamiento y descanso para las tropas que iban o venían de la costa mediterránea al yam. La privilegiada ubicación —en una cota de quinientos metros— permitía el control de la gran llanura que acabábamos de cruzar y de la ruta que descendía por el sur al encuentro con la plataforma costera de Sharon.

Y el decurión, alzando la pica, dio la orden de desmontar. Y al punto fuimos rodeados por varios de los infantes de servicio en el fortín. Intercambiaron algunas palabras y, haciéndose cargo de los caballos, los condujeron al interior. Y el decurión se fue tras ellos. Y siguiendo el ejemplo de los jinetes, me acomodé a la sombra de los corpulentos robles, aprovechando el respiro para reponer fuerzas. Los hombres, en silencio, abandonaron los contus y escudos y, desembarazándose de los pesados cascos de hierro, limpiaron con los dedos los chorros de sudor que resbalaban por sienes, mejillas y cuellos.

Y tomando las cebollas, vencida la inicial resistencia, fui a repartirlas entre los impenetrables soldados. Ni uno solo sonrió o dio las gracias. Se limitaron a trocearlas con una de las largas espadas, devorándolas o sorbiendo el jugo con avidez. Y con una frialdad e indiferencia pasmosas terminaron con las existencias, dejando a quien esto escribe con un palmo de narices. Al poco, sin embargo, tres de los mercenarios destinados en la colina se aproximaban al grupo, proporcionándonos sendas raciones de cecina y posca en abundancia. Rechacé el agua con vinagre, aceptando un menguado tajo de aquella carne salada y desecada.

Y en esos instantes, algo brilló en lo alto del torreón. Y comprendí el porqué de la supuestamente exagerada altitud de la construcción. Cuatro soldados, entre los que distinguí al decurión, manipulaban una enorme y pulida plancha cuadrada de bronce de unos dos metros de lado. Y dirigiéndola hacia el sudoeste, inclinándola ligeramente, procedieron a reflejar la luz solar, lanzando una serie de destellos que, obviamente, no supe descifrar. Por la posición del «espejo», las señales parecían dirigidas a la ya próxima ciudad de Cesarea. Me puse en pie, intentando localizar un posible destello de respuesta. Pero el intrincado bosque, con sus decenas de kilómetros cuadrados, imposibilitó el empeño. A los cuatro o cinco minutos, concluida la «transmisión», ocultaron la «lámpara» en el piso de la torre y con las miradas fijas en el horizonte esperaron. Supongo que recibieron puntual contestación al «mensaje» porque, al poco, levantando de nuevo la plancha, repitieron la operación, pero ciñéndose a tres o cuatro breves rebotes solares. Finalmente desaparecieron.

Y con el sol en el cenit el jefe de la decuria retornó junto a sus hombres. Tras él, los caballos debidamente abrevados. Y saltando sobre la silla de cuero y piel de borrego de aquel dócil y joven corcel tordo me dispuse a reanudar el viaje. En contra de lo que suponía, el decurión guardó silencio sobre la comunicación con el cuartel general del gobernador. Pero el «aviso» estaba cursado y quien esto escribe no tardaría en comprobar la eficacia del «sistema».

Y durante una media hora descendimos por la vertiente sur del Carmelo, reuniéndonos con las fuentes del nahal Iron, un cristalino y ruidoso tributario del río Hadera, que hacían prosperar las inmensas y ricas plantaciones de frutales, cereales y legumbres de la no menos afamada planicie de Sharon.

Y rondando las tres de la tarde (la hora nona), antes de lo calculado, con un postrero y alegre galope, la patrulla se abría paso entre los enfurecidos y gesticulantes viajeros y caravaneros que entraban o salían de la sorprendente Cesarea.

¿Sorprendente?

La verdad es que me cuesta trabajo encontrar el calificativo preciso.

Cesarea no guardaba relación alguna con lo que llevaba visto. Aquella pujante y ruidosa urbe, fundada por el rey Herodes el Grande [59], era la sublimación del color blanco y del paganismo. Ni siquiera en la Decápolis, entre las ciudades helenizadas, ni Eliseo ni quien esto escribe pudimos hallar un «clima», un estilo y unas costumbres tan romanizados como en aquel lugar. Herodes, al construirla, quiso halagar al emperador César Augusto y los romanos supieron aprovechar el derroche arquitectónico, convirtiéndola en la capital administrativa y militar de la provincia.

Al contemplarla en la distancia quedé deslumbrado, como digo, por su absoluta y dominante blancura. Todo en aquel gigantesco semicírculo de 3 000 hectáreas era plateado. Todo limpio y cuidado. Todo meticulosa y sabiamente diseñado.

La alta muralla, de un kilómetro de longitud, fue trazada como un arco protector que cubría la totalidad del flanco oriental. Y cada centenar de pasos, redondas y sólidas torres de vigilancia de diez metros de diámetro.

Por el norte, muy cerca de una de las tres monumentales puertas que perforaban la blanquísima caliza de la muralla, se alineaban en paralelo dos acueductos de ocho millas (14,4 km) que transportaban las aguas del Carmelo.

Y a punto de cruzar bajo el arco de la puerta este (en el centro geométrico de la muralla), el decurión, alzando la jabalina, saludó a la media docena de infantes que montaba guardia en las torres gemelas que despuntaban a cada lado del portalón. Y la decuria le imitó, levantando las diez picas. Y los centinelas replicaron con el brazo en alto.

Nada más traspasar la muralla los jinetes se detuvieron. Y obedeciendo una señal, variaron la formación. La mitad fue a colocarse a la izquierda y el resto protegió mi costado derecho. Y al paso, con las afiladas lanzas apuntando nuevamente hacia el exterior, envarados, graves y orgullosos, iniciaron la marcha por la arteria principal, el cardo maximus.

Instintivamente volví la cabeza. No me equivoqué. Uno de los soldados, provisto de un espejo, hacía señales luminosas desde una de las torres, en dirección al mar.

Y de nuevo aquel blanco insultante. Edificios, calles, plazas, fuentes, monumentos, columnas, todo destellaba con una claridad difícil de encontrar en aquella Palestina generalmente sucia, embarrada, polvorienta y hermanada con el adobe y la pobreza.

Y reconocí la maestría y el exquisito gusto del sanguinario tirano, tan escasamente conocido como ingeniero hidráulico y constructor. Herodes el Grande debió de sentirse satisfecho al concluir semejante maravilla. En esta visita tuve la magnífica oportunidad de constatar el inmejorable trazado de la villa. Prácticamente todas las calles desembocaban en el mar. El gran semicírculo aparecía dividido con precisión por dos arterias capitales que se cruzaban formando una cruz, según el modelo imperante en el urbanismo grecorromano.

Mármol y caliza habían sido derrochados sin medida. Enlosados, fachadas, estatuas, templos, teatro, anfiteatro y columnatas competían entre sí, eclipsando a los pórfidos verdes y rojos de Laconia y Jebel Dhokan (Egipto). Sólo el azul de un Mediterráneo siempre enojado y el arco iris de las extensas rosaledas se atrevían a rebelarse contra la cegadora luz de la ciudad de «los rascacielos». Y digo bien: «rascacielos».

Nada más penetrar en la «avenida» principal, entre el bullicio de gentes de mil orígenes, caballerías, escandalosos buhoneros, patrullas de infantes, pausados palanquines y literas transportados por esclavos, mendigos, desocupados y matronas en permanente regateo con artesanos y comerciantes, me vi nuevamente sorprendido por unas edificaciones que corrían a uno y otro lado del cardo maximus. Eran las famosas insulae, tan de moda en aquel tiempo. Unos bloques de viviendas de cinco y seis alturas, similares a los modernos (?) apartamentos del siglo XX. Algunas de aquellas construcciones, desafiando las disposiciones de Augusto, superaban incluso los setenta pies (alrededor de 23 metros). Unas proporciones realmente peligrosas, dados los métodos de construcción de la época. En el fondo, todo está inventado. La verdadera justificación para tan arriesgadas «colmenas» había que buscarla en la ambición de constructores y propietarios. Aunque las insulae nacieron como consecuencia de la estrechez de la vieja Roma, obligando a edificar hacia lo alto, el «hallazgo» no tardaría en revelarse como un próspero negocio. Cada planta era alquilada o vendida a precios que iban descendiendo conforme se ganaba en altura. Así, en la parte baja o noble se instalaban generalmente los individuos más favorecidos por la fortuna o se abrían las no menos célebres tabernae, auténticas cadenas de tiendas y «supermercados» que poco o nada tenían que envidiar a los de nuestro tiempo. En los pisos superiores, cada apartamento o cenaculum disponía de una escalera exterior, con anchos vanos hacia la calle. Y como verificaríamos en el tercer «salto», en aquellas viviendas —prácticamente idénticas y con superficies que rondaban los cuarenta metros cuadrados— se hacinaban hasta dos y tres familias. La mayor parte de estos pisos de «alquiler» pertenecía a los ricos propietarios de las tabernae. (El gran Marco Tulio Cicerón, dueño de varias de estas tiendas, fue un excelente innovador en materia de «grandes almacenes»). Según mis noticias, el número aproximado de tabernae existentes entonces en la ciudad: más de seiscientas. Y muchas de ellas bajo el control de las castas sacerdotales de Jerusalén y —cómo no— del ambicioso y corrupto gobernador. En estas cadenas de tiendas, como espero detallar más adelante, el comprador —judío o gentil— podía encontrar lo que desease. Desde el último «grito» en calzado o vestuario hasta re torcidos elementos de tortura para los siervos, pasando por pájaros y animales exóticos, dientes postizos, piedras preciosas, inventos hidráulicos para mover molinos, amuletos, nieve recién transportada desde el Hermón y la más amplia colección de «preservativos», confeccionados con toda suerte de intestinos.

Aquel tumulto resultaba ensordecedor. Nunca comprendí cómo los cien mil habitantes de semejante manicomio podían descansar o conciliar el sueño. Y salvando las distancias, me uní a la justificada queja de Marcial en sus Epigramas [60].

Y lentamente, ante la morbosa curiosidad de aquel río de griegos, sirios, egipcios, judíos, mesopotámicos y negros africanos, que nunca supieron si el hombre que cabalgaba entre las filas de jinetes era un prisionero o un personaje distinguido, fuimos aproximándonos al «corazón» de la urbe: el gran foro.

En la intersección de las dos anchas arterias principales, Herodes había levantado otra soberbia obra arquitectónica: un tetrapilon o arco triunfal de cuatro puertas, todo él en mármol dolomítico de un dulce y pálido amarillo, extraído de las canteras de Tessino. Se trataba, evidentemente, de un nuevo y adulador gesto hacia la figura del que fuera su amigo, el emperador Augusto, «inventor» de los arcos triunfales. Vanos, vigas y áticos aparecían cubiertos con medallones y bajorrelieves alusivos a los triunfos del César. Y en lo alto, dos cuadrigas de elefantes conducidas por sendas y gigantescas estatuas en bronce sobredorado del divino Octavio. Y en torno al tetrapilon, en una pulcra y generosa explanada rectangular, réplicas perfectas, a menor escala, de algunos de los monumentos del genuino foro de Roma: los templos bellísimos, casi nacarados, de Apolo (dios protector de Augusto), Marte Vengador (construido por el fallecido emperador después de emprender la guerra de Filipos) y Júpiter Tonente, así como una basílica Emilia, sede de la vida judicial de Cesarea, y otras dos estatuas de doce metros del inevitable Augusto.

Dejamos atrás el foro y, libre de los cientos de ciudadanos y animales que hacían hervir la calzada, la decuria tronó sobre el inmaculado pavimento, animándose con un trote moderado y uniforme. E irrumpimos en un parque cuyos límites no llegué a precisar. Y volví a maravillarme. Entre rosales, surtidores, sauces llorones, álamos canos y estanques de las más diversas formas geométricas se alzaban decenas de jaulas con una adormilada colonia de felinos, búfalos africanos, agresivos mandriles, osos pardos del Hermón, pequeños elefantes asiáticos y numerosos representantes de antílopes y cérvidos de la alta Galilea y las montañas de Judá. Y en el centro del «zoo», coronando un modesto peñasco de unos treinta metros de altura, otro espejeante templo en mármol blanco-azulado, erigido exclusivamente a la memoria del hombre que confirmó a Herodes el Grande como rex socius: Octavio Augusto. Y en su interior, aunque no pude descubrirlo hasta más tarde, la enésima efigie del César vencedor de Accio y una copia de la estatua de Roma similar a la de Hera, ubicada en Argos. Aquella construcción, con dos fuegos perpetuos al final de las escalinatas, servía de faro y referencia a los navegantes.

Minutos más tarde, en el recinto del cuidado parque, aparecía ante este desbordado explorador la fortaleza y residencia de Poncio.

Y penetrando por uno de los altos y angostos portalones concluyó el acelerado y agotador viaje.

A partir de esos momentos la peripecia en Cesarea discurriría a un ritmo endiablado. En las siguientes quince horas —hasta el definitivo y precipitado abandono de la ciudad— sucedió de todo y con un encadenamiento que me desconcertó.

Ni que decir tiene que nuestros movimientos se hallaban escrupulosamente controlados desde el intercambio de señales luminosas en Capercotnei.

Y nada más pisar el patio, sin tiempo casi para desmontar, uno de los optio abordó al decurión, saludando brazo en alto. El jefe de fila extrajo un delgado rollo de papiro del interior del cinturón, que entregó al suboficial. Supuse que se trataba de un informe de los centuriones de Nahum.

Y al instante, a una señal del optio, dos de los infantes armados que integraban la excubiae o guardia de día en aquel sector, sin mirarme siquiera, procedieron al acostumbrado registro de ropas, saco de viaje y bolsa de hule. Negaron con la cabeza y el veterano optio, movido por una incontenible prisa, ordenó que lo siguiera.

Quise despedirme de la decuria. Imposible. Los once jinetes se alejaban ya hacia uno de los túneles abovedados tirando de los ronzales de las doce caballerías. Y me vi asaltado por una inquietante pregunta: ¿cómo me las arreglaría para regresar al lago? Y encogiéndome de hombros procuré olvidar el asunto, concentrándome en el importante «objetivo» que me había arrastrado hasta aquella enrevesada fortaleza, más blanca si cabe que la ciudad que acababa de atravesar.

Enrevesada, sí. Ésa sería la definición. A pesar de los esfuerzos por fijar y retener referencias, la confusa disposición de escaleras, pasillos, patios interiores, pasadizos y dependencias en general de la residencia del gobernador hizo inviables los intentos de ubicación en su interior. El contratiempo me inquietó. Si surgía algún incidente, ¿cómo escapar de semejante dédalo?

Y tras ascender cuatro empinados tramos de escalones, en los que nos cruzamos con algunos centuriones armados, el presuroso optio y quien esto escribe desembocamos en otro silencioso y brillante corredor de mármol frigio, magníficamente veteado por galaxias violetas. Un sol en retirada abordaba las troneras practicadas a nuestra izquierda, montando su propia guardia. En la lejanía distinguí un Mediterráneo encabritado por el tozudo viento del oeste.

Medio cegado por los reflejos luminosos, caminando siempre detrás del suboficial, no reparé en Civilis hasta que lo tuve encima. Evidentemente nos aguardaba, pero no al griego de Tesalónica. Al comprender que el «poderoso mago» reclamado por el gobernador era quien esto escribe, el pétreo e inexpresivo rostro acusó cierta sorpresa. Pero, saludando brazo en alto, se limitó a pintar un amago de sonrisa.

No portaba armadura ni casco. Sólo la corta túnica roja, al igual que los infantes, y las inseparables armas: gladius a la izquierda y el familiar puñal con la empuñadura en forma de antílope en pleno salto.

Recibió el rollo y, sin más preámbulos, me invitó a que lo acompañara. En aquel instante, el optio cayó en la cuenta de algo que pasó inadvertido en el registro. Señaló la «vara de Moisés» y trató de hacerse con ella. Y aunque conocía el reglamento, el instinto se impuso y me resistí. Las educadas protestas del suboficial llamaron la atención del primipilus y centurión-jefe de la cohorte. Y dando media vuelta, con un imperativo cimbreo de la vara de vid, indicó que no importunara, obligándole a retirarse. Agradecí la concesión, añadiendo con un punto de humor que «mis poderes no hubieran sido los mismos sin el lituus» (el bastón curvo de los augures). No respondió. Y siguió impasible hacia el fondo del pasillo. Nunca me acostumbré a la frialdad de aquel corpulento soldado. Pero tampoco me defraudó.

Y al alcanzar la blanca puerta de doble hoja que se alzaba entre las paredes violetas, los dos centinelas que custodiaban el lugar franquearon el paso, retirando mecánicamente las picas que mantenían cruzadas en aspa. Y continuaron rígidos como los hierros de sus pilum.

Civilis saludó golpeando el pecho con la uitis y, decidido, empujó la madera.

Imaginé que Poncio se hallaba en aquella estancia. Pero no. La sala aparecía solitaria. Allí me esperaba la primera de las pruebas a que debería enfrentarme en la intensa jornada de aquel lunes, 8 de mayo. Unas pruebas con un desenlace insospechado…

El primipilus avanzó despacio. Y al llegar al centro, agitando el sarmiento, me animó a penetrar sin miedo en el sorprendente recinto. La verdad es que, atónito, quedé clavado a un metro de la puerta. Y al comprobar mi sorpresa esbozó otro simulacro de sonrisa. Pero siguió mudo.

¿Lujo? Lo que recordaba de la torre Antonia, en Jerusalén, era un pálido reflejo ante lo que se ofrecía a mis perplejos ojos.

Aquel salón cuadrado, de unos diez metros de lado, me dejó boquiabierto. Jamás pude imaginar hasta dónde llegaba el refinamiento del representante de Roma. Pero los «descubrimientos» apenas habían comenzado.

Y durante algunos minutos, ante la burlona mirada del enigmático centurión, paseé intrigado y maravillado entre las altas paredes.

¿Paredes? Sí y no…

Todo en aquella sala —paredes, suelo y techo— era un espectacular espejo, armado con láminas de plata bruñida que refulgían a la luz de tres audaces ventanales abiertos en el lado opuesto a la puerta. Y entre el deslumbrante revestimiento, sujetos y dirigidos por las junturas de las planchas, enredaderas y jazmines que trepaban hasta la techumbre, verdeando y perfumando el lugar.

Y en las esquinas, a manera de centinelas, cuatro soldados nubios de casi dos metros de altura, con lanzas y escudos, todo ello tallado en el negro, noble y costoso corazón del hbu, el ébano egipcio. Al explorarlos, el desconcierto fue en aumento. Los brazos articulados, la pierna izquierda ligeramente avanzada y el agrietamiento y deterioro generalizado me hicieron sospechar que, en efecto, se trataba de piezas egipcias de gran antigüedad. Quizá de Assiût, de la doce dinastía. Pero ¿cómo era posible? Conocía la afición del gobernador por todo lo egipcio. Sin embargo, aquello se remontaba muy probablemente al Reino Medio. Es decir, a los años 1700 al 2000 antes de Cristo.

No podía ser…

El resto del mobiliario lo integraba una mesa, un sillón-trono y dos taburetes. Habían sido dispuestos a corta distancia de los ventanales. Desde el asiento principal se disfrutaba de una relajante visión del mar.

Y con la inspección de aquellos enseres regresaron las sorpresas.

La espléndida mesa, en cedro macizo, con los pies engastados en zuecos de plata, presentaba unas patas finamente labradas con grupos de jeroglíficos igualmente egipcios que, en una primera y apresurada lectura, me recordaron los anj, los signos de vida.

Los taburetes, de unos cuarenta y cinco centímetros de alzada, con patas blancas, rematadas por garras de felinos, me pusieron sobre la pista del posible origen de las valiosas piezas. Entre las finas varillas de madera dorada que fortalecían dichas patas se distinguía el símbolo de la «reunión de las dos tierras», con los lirios y papiros atados alrededor. Pero rechacé la idea. La hipótesis resultaba descabellada. Los asientos, cóncavos, se hallaban aliviados con mullidos almohadones de plumas.

Y al aproximarme al sillón-trono y leer los nombres de aquellos dos dioses egipcios, la aparentemente absurda teoría cobró nueva fuerza, estremeciéndome. ¿Me estaba volviendo loco?

El «trono», de un metro de altura por unos setenta centímetros de largo y alrededor de cincuenta de fondo, era un soberbio tesoro. El respaldo, delicadamente curvado, aparecía ensamblado en un taburete con patas cruzadas y esculpidas en forma de cabezas de patos salvajes. La totalidad de la madera era un resplandeciente y lujurioso derroche de oro, marfil, pasta de vidrio, diminutas gemas y tierra barnizada de turquesa y lapislázuli. Y en lo alto del respaldo, como digo, entre otros jeroglíficos, dos nombres bien conocidos por este explorador: Atón y Amón.

Repasé incrédulo el friso superior. No había duda. Allí, entre el uraeus (las cobras azules y doradas), resaltaba el inconfundible disco de Atón, con el nombre del legendario dios en sendos cartuchos.

¿Atón?

La pista conducía al Reino Nuevo (entre los años 1000 y 1580 antes de Cristo). Más concretamente a la decimoctava dinastía egipcia. Un dios, un faraón y un periodo de Egipto que —casualmente (?)— fueron una de las pasiones de mi juventud…

Y abrumado volví a desestimar lo que parecía evidente. Seguramente se trataba de magníficas réplicas…

Sobre el tablero de la regia mesa se apilaban algunos pergaminos, perfectamente enrollados y depositados en una bandeja de plata. Y a su lado, echando por tierra mis buenos propósitos de olvidar aquella «locura», la última (?) sorpresa: una paleta de escribano de unos treinta centímetros de longitud, confeccionada en finísimo marfil, con dos panes de tinta roja y azul alojados en sendas cavidades circulares. Y en el centro de la caja, un depósito rectangular con un buen surtido de cálamos. Y entre las minúsculas incrustaciones de obsidiana, cornalina y vidrio coloreado, unos jeroglíficos reveladores con los nombres del faraón Tutankhamen, «amado de los dioses Atum, Amón-Ra y Thot».

El dios Atón y el rey Tutankhamen. ¿Es que Poncio…?

Desolado, alcé la vista, buscando a Civilis. Pero el centurión, con el rostro vuelto hacia la puerta, se hallaba pendiente del recién llegado. Y dejando para mejor ocasión la terrible sospecha me apresuré a reunirme con el primipilus.

La escasa talla (alrededor de 1,55 metros), el voluminoso vientre y aquel peluquín, en un amarillo rabioso, lo hacían inconfundible. Y un Poncio descalzo, nervioso y mal encarado irrumpió en el «despacho». Levantó el brazo derecho con desgana y con los azules y «saltones» ojos fijos en los espejos del pavimento fue a sentarse en el trono. Creo que ni me miró.

Rodeamos la mesa, permaneciendo en pie ante el contrariado gobernador. Por un momento temí que el causante de la agria actitud fuera justamente este explorador. Y dirigiéndose a su hombre de confianza preguntó en un latín preñado de borrascas:

—¿Ha llegado?

La interrogante me confundió. Civilis, imperturbable, negó con la cabeza.

Poncio enrojeció. Atusó con nerviosismo el estudiado flequillo que caía sobre la frente y resoplando como una ballena maldijo entre dientes a no sé qué familia de caravaneros. Respiré con alivio. Al parecer, el asunto no iba conmigo…, de momento. De todas formas, ante lo oscuro del panorama, redoblé la guardia.

Y, liberando un profundo suspiro, agitó los sonrosados y rollizos dedos, reclamando el mensaje que sostenía el centurión. Y en silencio, en un incómodo silencio, le tendió el rollo redactado por los responsables de la guarnición de Nahum.

Rompió el lacre mascullando algo relacionado con su esposa Claudia y la cena de aquella noche. Miré de soslayo a Civilis, pero sólo encontré una expresión helada, casi ausente.

Y desenrollando el papiro, como si intentara centrarse en el problema que le había llevado hasta allí, me observó fugazmente. Pero el hinchado y lechoso rostro se inclinó de nuevo sobre el comunicado, olvidándome. Una de dos: no me reconoció o el enfado era de tal calibre que no se dignó pronunciar una palabra de saludo o cortesía. Y esperé pacientemente.

Su atuendo, conforme con las altas temperaturas de la costa, era más ligero y confortable que el exhibido en Jerusalén: túnica de seda púrpura con brocados de oro en cuello y mangas y un cíngulo blanco, trenzado con fibras de lino.

Al principio leyó sin interés. Después, según avanzaba, el rítmico tamborileo de los dedos sobre el cedro fue espaciándose hasta extinguirse por completo. Y una negra sombra planeó sobre la sala.

Y aquel «pícnico», de temperamento voluble e imprevisible, abandonó la lectura. Y con acero en la mirada interrogó a Civilis:

—¿Dos soldados desarmados?

El centurión, que obviamente no conocía el contenido del relato, replicó con un gesto vago. Acto seguido, descargando ira y sorpresa sobre el insolente griego que había osado ridiculizar a sus hombres, amenazó en koiné:

—¿Sabes que puedo encadenarte por esto?

Y antes de que acertara a responder, ignorándome, se sumergió de nuevo en el papiro, devorándolo.

El primipilus me invadió con la mirada. Negué con la cabeza, tratando de equilibrar el reproche.

Poncio palideció. Levantó nuevamente el rostro e, incrédulo, me recorrió de pies a cabeza. Y fue a aferrarse al pequeño falo de marfil que colgaba del corto y seboso cuello. Los labios temblaron. Y no dando crédito a lo que acababa de leer, sin despegar la vista del texto, repitió en voz alta uno de los párrafos:

—… «y este griego, que dice llamarse Jasón y que afirma disfrutar de la amistad de su excelencia, por la gracia de su poder, sin truco o artificio conocidos, hizo aparecer las palmeras en el mismo lugar que siempre ocuparon…».

Soltó el documento sobre la mesa y perplejo, chasqueando los dedos, se puso en pie.

—¡Jasón!… ¡El del salvoconducto!… ¡El adivino!

Comprendí. El desmemoriado gobernador no me había reconocido.

Sonreí tímidamente sin saber a qué atenerme. No me equivocaba.

Sin dejar de juguetear con el falo volvió a sentarse, repasando el informe de Nahum. Y el papiro tembló entre las regordetas manos. Y no supe qué era peor: un Poncio colérico o presa de un miedo supersticioso.

Se removió inquieto. Por último, tendiendo el rollo al centurión, preguntó algo que molestó a Civilis:

—¿Son de confianza?

El soldado examinó los nombres de los firmantes y sin leer el oficio respondió con un rotundo y desafiante «Por supuesto». El rostro, empedrado por naturaleza, se ensombreció ante la injusta sugerencia del gobernador. Y Poncio, agradeciendo la sinceridad de su jefe de cohorte, ladino e incombustible, cambió de táctica. Besó el falo y, mientras esperaba el veredicto del centurión, se dedicó a observarme con una curiosidad malsana. Pero sostuve la inquietante mirada. Y la gravedad de mi semblante le hizo comprender que no se hallaba ante un hombre asustado. Y la duda siguió anidando en aquel ser inestable, beneficiando mis planes.

Civilis devolvió el papiro.

—Y bien…

A pesar de su natural escepticismo no titubeó. Y fue a posicionarse del lado de sus compañeros.

—Si ellos lo han visto —sentenció con aplomo—, yo lo he visto…

El gobernador sonrió complacido, descubriendo los tres dientes de oro y la negra caries que lo consumía. Y midiendo las palabras entró al fin en lo que me interesaba:

—Astrólogo y también mago…

—A tu servicio —me apresuré a fingir.

—Vayamos por partes —cortó sin miramientos—. Aquí dice que te haces responsable del «abrasamiento» del gladius.

Asentí en silencio.

—… lo que no entiendo es por qué te presentas voluntariamente ante la guarnición de Nahum y ahora ante mí. Desarmar y herir a mis hombres es un delito grave.

—Nada tengo que ocultar. Sencillamente me defendí —repuse, imaginando que en el informe no constaba la declaración de «defensa propia»—. Y tus valerosos mercenarios poco pudieron hacer ante mi poder.

La osadía lo desconcertó.

—… y si estoy ante tu presencia —remaché con frialdad— es porque cumplo las leyes. Según mis noticias has cursado una orden de captura de ese «poderoso mago». Pues bien, aquí me tienes. Aclararé cuanto desees. Más aún: te beneficiaré con mis poderes.

Me miró con desconfianza.

—¿Beneficiarme?…

Y tocó el punto clave:

—… y tú ¿qué sacarás a cambio?

—Algo simple y que está al alcance de tu generosa mano…

No pude concluir. Se alzó e, irritado, rodeó la mesa, aproximándose a quien esto escribe en actitud amenazadora. Y aupándose sobre las puntas de los dedos vociferó a una cuarta de mi pecho:

—¿Te atreves a pedir?… ¿Sabes que podría encerrarte? Peor aún —se retorció en su cólera—, ¿sabes que puedo disponer de tu vida?

Resistí la acometida. Y con voz pausada, deslizando un torpedo entre las palabras, repliqué:

—Sé que no lo harás. La guarnición de Nahum, al comprobar mi magia, habló de informar de inmediato al divino emperador…

Se sobresaltó. Y el grana se difuminó, dando paso a la palidez. Y rematé sin piedad:

—… a Tiberio y Sejano no les agradaría saber que Jasón, discípulo de Trasilo, el astrólogo del César, ha sido encarcelado o ejecutado.

Retrocedió tembloroso. Y lancé el cebo:

—… pero no temas, querido gobernador. Agradecido por tu generosidad en Jerusalén, quiero que seas tú quien informe a Roma y, si lo estimas oportuno, te conviertas en mi protector.

—¡Sejano!

Poncio balbuceó con horror el nombre del temido general y favorito de Tiberio. Y mirando a Civilis buscó ayuda. Pero el centurión, disfrutando sin duda con la debilidad de su jefe, se encogió de hombros, vengándose del reciente insulto a sus hombres.

—… y a cambio de una nimiedad —concluí suavizando la tensión—, te haré conocedor de algunos de mis secretos.

Y dirigiéndome al primipilus hice brillar el cebo:

—Las bravas legiones podrían beneficiarse igualmente de mi extraordinario poder…

Civilis movió los labios con indiferencia. Y comprendiendo que no podía contar con aquel bloque de hielo me concentré de nuevo en el asustado Poncio. Se dejó caer sobre el trono y, ausente, dedicó unos segundos al mensaje de Nahum. Parecía buscar las alusiones a Tiberio y Sejano. E imaginé que tampoco constaban. Y me preparé. La hélice mental, ágil y retorcida, de aquel sujeto giraba a gran velocidad. No debía bajar la guardia. Y así fue.

Consumido el silencio de plomo, juzgando las amenazas como simples bravatas, recuperado el ánimo, musitó casi para sí:

—¿Y quién va a saber que un anónimo y miserable griego ha desaparecido?

Volvió a mostrar los dientes de oro y, lenta y pausadamente, montado en el cinismo, abandonó la mesa, caminando hacia quien esto escribe.

—¿Tus secretos?…

Cruzó altivo ante este explorador y fue a detenerse a la espalda de Civilis. Y las crines negras, colgando sobre la nuca y rompiendo la armonía del postizo, fueron como un aviso. Pero nos sorprendió. Y súbitamente, apoderándose del pugio que colgaba en el costado derecho del soldado, saltó hacia este desprevenido griego, introduciendo el puñal entre los pliegues de la túnica, presionando y amenazando mis testículos.

—¿Tus secretos?…

Civilis, desconcertado, echó mano a la empuñadura del gladius.

Y Poncio, con una sonrisa triunfal, descubrió la maquinación que acababa de urdir.

—Veamos cuáles son esos secretos. ¿Te atreverás a desarmarme como hiciste con los soldados?

Y consciente de la protección de la «piel de serpiente», lejos de ceder, aproveché la circunstancia para columpiarme en su frágil seguridad y arrastrarlo definitivamente a mi terreno.

Lancé una primera mirada al centurión. Continuaba tenso, con la mano derecha aferrada a la empuñadura. Sonreí, transmitiéndole calma. Y Civilis acusó la señal.

—¡Responde!

Busqué despacio la cabeza del clavo que activaba los ultrasonidos y, finalmente, regalándole una estudiada sonrisa, contraataqué:

—Mi querido gobernador, no es esto lo que busco…

La exquisita compostura surtió efecto. Y comenzó a desmoronarse.

—… no voy a satisfacer tus deseos por dos razones.

Los carnosos y sensuales labios se abrieron incrédulos.

—… primera, porque sería una lástima abrasar y destruir tan bello puñal.

El centurión, atónito, no comprendía la fría actitud de aquel extranjero. Fue la única vez que le vi fruncir el ceño.

—… segunda, porque el representante del César tiene derecho a una demostración más acorde con su nobilísimo rango.

Y reducido a cenizas retrocedió tambaleante.

Aquél era el momento. Y penetré en su acobardado ánimo como un elefante en una cristalería. Y señalando los tesoros que tenía a la vista jugué con su enfermiza superstición:

—Dime: ¿cuál es tu pieza preferida?

El suboficial, relajado y, en cierto modo, feliz por el desenlace del ácido incidente, soltó el gladius, espiando con curiosidad al desconcertado gobernador.

—¿Mi pieza favorita? —reaccionó con dificultad—. ¿Para qué?

—Si lo deseas —le tenté— puedo hacerla desaparecer…

Y mordió el anzuelo. Indeciso, miró a Civilis, y éste, con un rápido movimiento de cabeza, dio su aprobación. Y refugiándose en el falo, frotándolo sin cesar entre las gruesas manos, paseó la mirada por la sala. Vacilante, caminó arriba y abajo. Por último, regresando hasta la mesa, recuperó el pugio. Avanzó hacia los espejos que rodeaban la doble puerta y, levantando el puñal, fue a clavarlo en el ombligo de la talla nubia situada en el ángulo derecho. Y contoneándose retornó al trono, invitándome a proceder.

Sibilinamente, como suponía, escogió la pieza menos valiosa.

—¿Estás seguro? —insinué, acorralándolo.

Y llevando la mano derecha a la frente —sede de la sabiduría para los romanos—, con una repugnante hipocresía, juró por su sagrado «genio» [61] personal.

Sonreí condescendiente.

Y sabiendo que infringía una de las sagradas normas de la religión romana se apresuró a besar el amuleto de marfil, bajando los ojos.

Y de acuerdo a lo planeado me dispuse a poner en marcha la nueva «representación», decisiva para conquistar uno de los objetivos.

En mi memoria retumbaba aún el eco de la peligrosa exhibición en el cuartel de Nahum. Pero me justifiqué, argumentando que era necesaria para el buen desarrollo del tercer «salto». En esta ocasión, además, el experimento sólo sería presenciado por dos testigos. Quien esto escribe, muy a mi pesar, tropezaba una y otra vez con la misma piedra…

Siguiendo los textos de Horacio, Virgilio y Apuleyo sobre ceremonias mágicas [62] procuré adornarme con una rigurosa y refinada «liturgia».

Y ante la expectación de mis acompañantes comencé desnudándome.

Poncio vigilaba con un temor reverencial.

Y aunque el faldellín no era blanco, ni de lino, ni tampoco con franjas púrpuras, como aconsejaban los cánones, di por bueno el gesto. Y tomando el cayado, o lituus, me aproximé al soldado nubio seleccionado por el gobernador. Y fiel a lo descrito por Plinio [63], tracé sobre los espejos un imaginario templum o círculo, encerrando en él la hermosa talla negra. Y de espaldas a los intrigados espectadores aproveché para programar el microprocesador, suministrando los sencillos datos básicos: ébano (Diospyros ebenum), un volumen espacial suficiente (un cilindro de dos metros de altura por uno de diámetro), distancia (cinco metros) y tiempo para la «aniquilación» (tres minutos). Prudentemente, en previsión de posibles contratiempos, pospuse la fase de «materialización». Y el Destino me iluminó…

Regresé junto a los ventanales y simulé que consultaba la posición del sol [64]. Acto seguido, arrodillándome junto a la mesa y en dirección al «objetivo», levantando brazos y vara, entoné el obligado canto mágico.

Y en esos instantes, aburrido quizá por unos «preparativos» que conocía a la perfección, el gobernador se inclinó hacia Civilis, susurrando algo sobre el contencioso con los caravaneros.

Continué con las invocaciones a Hécate, diosa de las encrucijadas y del mundo subterráneo, a la Luna, protectora de la madre de los magos, y a Circe, su hija [65], intentando captar al mismo tiempo la conversación en latín.

Abrevié la letanía, cerrando la monocorde canción con las siete vocales griegas.

Poncio elevó el tono, señalando a Civilis que «el barro del mar de Asfalto era su regalo sorpresa y que si no llegaba puntual cortaría las manos de los malditos fenicios».

Me atreví a interrumpirlos, exigiendo silencio. Y el gobernador, conocedor de las reglas [66], se disculpó con una leve reverencia.

Concluido el ceremonial, en un nuevo esfuerzo, escupí sobre el fulgurante piso, tal y como ordenaba la «ortodoxia». E hice míos los pensamientos de Cicerón sobre aquella orgullosa y, a la vez, temerosa civilización romana [67]. Pero estaba donde estaba y no tuve más remedio que hacer de tripas corazón.

Y a punto de consumirse los tres minutos, recuperada la atención de mis «espectadores», extendí el brazo izquierdo, cerrando el puño con dulzura.

Y el silencio, apenas inquietado por el cercano batir del Mediterráneo, tensó el enfermizo ánimo de Poncio.

Y la orden de movilización de los swivels partió hacia la talla.

Uno, dos, tres segundos.

Cinco…, diez…

No podía ser.

El corazón, bombeando aceleradamente, me advirtió. Algo iba mal. El hierático soldado egipcio continuaba en el rincón.

¿Qué había ocurrido?

Inspiré profundamente, procurando serenarme. Y notando el peso de las miradas en la nuca aproximé con disimulo la palma de la mano al pecho, repasando los cálculos. Todo parecía correcto.

Y el suspense se revolvió como una víbora contra este confuso explorador.

¿Qué había fallado?

Tenía que averiguarlo. Tenía que contrastar los parámetros y reprogramar el «tatuaje». Pero necesitaba tiempo. El problema era cómo conseguirlo. En aquellas circunstancias un fracaso hubiera sido terrorífico. El gobernador no habría perdonado.

Y en mitad de un angustioso torbellino interior llegué a evaluar incluso la inmediata y fulminante utilización de los ultrasonidos.

¿Escapar?

Un sudor frío y traidor resbaló por las sienes.

No, la huida de la fortaleza arruinaría mis objetivos, comprometiendo gravemente la misión.

Tiempo. Ésa era la clave. Pero ¿cómo obtenerlo?

Y el Destino (?), una vez más, acudiría en auxilio de este aterrorizado griego.

De pronto, las explícitas recomendaciones de Festo sobre el sagrado silentium se convirtieron en una posible solución.

Me incorporé y, fingiendo contrariedad, caí sobre Poncio, acusándole sin misericordia de «infractor de las santas leyes de la magia».

Estupefacto, palideció. Y decidido a sortear aquel primer y afilado escollo, no concedí tregua. Y como un tornado arrasé al supersticioso Poncio, reprochándole su reciente interrupción. Y el pusilánime gobernador cayó en la trampa.

Se excusó, reconociendo, en efecto, la inoportuna debilidad. La conversación con Civilis malogró el «embrujo». Y, desarbolado, suplicó que lo intentara de nuevo.

Era lo que necesitaba. Y refunfuñando —salvado el difícil obstáculo— me apresuré a inspeccionar la talla. Y el Destino, como digo, fue complaciente.

Repasé la textura. La deteriorada capa de pintura, fabricada básicamente con plomo y negro de humo, me dio una pista.

¡Estúpido! ¿Cómo pude…?

Si confirmaba la sospecha, la información suministrada al «tatuaje» estaba viciada.

Arranqué el puñal y, dejándome arrastrar por aquella idea, examiné el «interior».

¡Exacto!

La intuición nunca se equivoca. Y entendí la causa del peligroso fracaso. Y maldije el exceso de confianza.

Por debajo del oscuro barniz, la talla no presentaba la dureza y el clásico color negro del ébano maduro. Pero traté de cerciorarme. El hbu (el ébano egipcio) es suave y blanco en los primeros años. Sólo con el tiempo se vuelve azabache y granítico.

No había duda. Aquella madera no era Diospyros. El leño, aunque fuerte, compacto y resistente como el ébano, mostraba un grano más fino, torcido y con una reveladora tonalidad lechosa. Los habilidosos egipcios falsificaron la pieza con un Pirus communis, un vulgar peral de la subespecie Piraster. Y la tinción hizo el resto.

Allí mismo rectifiqué la programación. Y clavando el providencial pugio en el atlético soldado, retorné junto a los pacientes observadores.

Me arrodillé de nuevo y, reclamando silencio, adoptando un aire de solemnidad, repetí invocaciones y salivazo.

Cinco segundos después, los swivels convertían en hidrógeno el metro y noventa centímetros de peral. Y el puñal se estrellaba contra los espejos, repiqueteando triunfalmente.

Poncio, con los ojos desorbitados, se puso en pie de un salto. Y Civilis, sobrecogido, echó mano instintivamente a la espada, desenvainándola. Y el silencio firmó y rubricó el laborioso «éxito». Y como sucediera en Nahum, ninguno se atrevió a moverse. Y quien esto escribe, aparentando indiferencia, vistió su túnica, amarró el ceñidor y colgó del hombro el liviano saco de viaje. Y esperó.

El gobernador, empapado en su súbito sudor, no sabía dónde mirar: la esquina del salón, este explorador…, la esquina del salón. Finalmente, convencido del «prodigio», fijó el húmedo rostro en aquel «poderoso mago». E intentó hablar. Pero los temblorosos labios no arrancaron. No sé qué le impresionó más: la «aniquilación» del nubio o la aparente serenidad de mi semblante.

Un minuto después, Civilis rompía el cinturón del miedo, caminando valientemente hacia el ángulo donde yacía el puñal. Pero la inspección fue estéril. Agachándose, tomó el arma, hurgando con curiosidad en el pequeño montón de polvo negro que manchaba las losetas de plata. Y los restos de pintura escaparon entre los dedos. Y alzándose devolvió el gladius a la funda. Y me taladró con una viva mirada, mezcla de admiración y desconcierto. En aquel instante supe que había ganado un incondicional aliado.

La siguiente escena no fue de mi agrado.

El temperamento ciclotímico de Poncio —cambiante, con una distimia (humor) imprevisible— lo empujó a la sima del servilismo. Y gimiendo, ante la impotencia del centurión y de quien esto escribe, se arrojó a mis pies, suplicando perdón y benevolencia. Me apresuré a levantarlo e, irritado, le recordé en su idioma uno de los versos de Ennio: «… moribus antiquis res stat Romana uirisque…» («Las antiguas costumbres y el valor de sus hombres mantienen firme el Estado romano.») [68].

Las lágrimas y un hipo incontenible fueron la única respuesta.

Y el primipilus, sorprendiéndome de nuevo, subrayó mis palabras con una sentencia del poeta Propercio: «… porque somos poderosos por la espada» [69]. «Por la espada y por la piedad», rectifiqué, agradeciendo el apoyo con una franca sonrisa.

Y tomando al desmantelado gobernador por los hombros lo acompañé hasta el trono. Y no dudé en servirme de la propicia situación para materializar uno de mis propósitos.

Con suavidad, pero con firmeza, refresqué su memoria, solicitando la «nimiedad» que me había llevado hasta su presencia. Señalé los pergaminos que se apilaban sobre la mesa y pregunté si podía extender un salvoconducto especial en favor de un hermano y de quien esto escribe. Y como un autómata, arrasado por los suspiros, cumplió mi voluntad al momento. Y dócil, con mecánicos y afirmativos movimientos de cabeza, aceptó redactarlo en los términos propuestos por este inflexible explorador.

El documento, en griego, fue fechado en el mes de elul (agosto-septiembre del calendario judío) del año 26. Es decir, al poco de su toma de posesión como gobernador de la Judea. E impresionado por lo acaecido en aquella sala no tuvo fuerzas para preguntar el porqué de tan extraña fecha. Ni yo se lo aclaré.

El pergamino incluía una cláusula, vital para el buen desarrollo de nuestro trabajo durante el tercer «salto»: «… y los griegos anteriormente mencionados —amigos personales y servidores del divino Tiberio— podrán viajar libremente por los territorios de esta provincia procuratoriana [70], siendo asistidos, si así lo reclamasen, por las cohortes y guarniciones bajo mis órdenes…».

Y al estampar firma y sello, conmovido por la aparente fragilidad de aquel hombre, intentando compensarle, me dejé llevar por el corazón. Guardé el precioso salvoconducto y, conciliador, me interesé por ese barro del mar del Asfalto (mar Muerto) que tanto le preocupaba. (A juzgar por su comportamiento posterior, este ingenuo explorador se equivocaba de nuevo. Aquel individuo, como escribe Filón, era todo un ejemplo de «crueldad, insolencia y rapacidad». Y añado de mi cosecha: hipócrita, astuto, de una maldad químicamente pura…, y enfermo mental).

Pero sigamos por orden.

Animado por las cálidas palabras, Poncio fue estabilizándose. Y sin comprender el sentido de mis preguntas, con un hilo de voz, aclaró lo que ya sabía en parte. Casualmente (?), aquel lunes 8 de mayo, era el cumpleaños de su esposa. Y el barro, sencillamente, un regalo. Un presente muy estimado por hombres y mujeres, dadas sus virtudes como tratamiento de belleza y como remedio para determinadas afecciones de la piel, reumatismo, artrosis, etc. Un obsequio sorpresa que, por razones desconocidas, no había llegado a tiempo a Cesarea.

Y la idea cristalizó definitivamente. Después de todo, ¿qué mal podía hacer proporcionándole una pequeña alegría? Con un poco de suerte, incluso, la «operación» podría beneficiarme, facilitando el acceso al siguiente y no menos interesante «objetivo».

Y avivando el misterio planteé algo que, lógicamente, lo desconcertó:

—¿Aceptarías la humilde ayuda de este «poderoso mago»?

Los apagados ojos azules se iluminaron. Y adivinando a medias mis intenciones clamó como un niño:

—¿Serías capaz?

Sonreí pícaramente y, dándole la espalda, me aproximé a los ventanales. El sol no tardaría en incendiar el mar. Debía actuar con celeridad y precisión. Y rogando a los cielos para no errar de nuevo me concentré en el «tatuaje», programando la materialización de un barro negro que podía granjearme la definitiva confianza del gobernador y, lo que era más importante, la amistad de Claudia Procla, su mujer.

Poncio y Civilis, sin atreverse a interrumpir, espiaron mis movimientos en un silencio reverencial. Y sabedor de la férrea observación conjugué el «diseño» con las consabidas y exageradas invocaciones.

Y planifiqué el «regalo» con especial esmero.

Continente: ánfora vinaria de doble asa (modelo Dressel), en calcita estalagmítica bandeada, mal llamada «mármol ónice» o «alabastro oriental», procedente de los yacimientos de Bon-Hanifa, próximos al poblado romano de Aquae Sirensis, en la actual Argelia. Fondo plano y capacidad para diez litros.

Contenido: «barro negro» del mar Muerto. Con el simple enunciado, el banco de datos del microprocesador estableció componentes y proporciones: agua (27 por ciento), sal gema (39 por ciento), fragmentos vegetales (1 por ciento) y un 33 por ciento residual integrado por calcita, dolomita, cuarzo, feldespato y minerales arcillosos (caolinita, mica y montmorillonita) [71]. Peso total: nueve kilos.

Y redondeé el «tecleado» con una distancia de cuatro metros y un tiempo de ejecución de dos minutos.

Activado el «punto omega» di media vuelta, eligiendo el lugar de asentamiento.

Y ante un Poncio atónito, y un Civilis nuevamente en tensión, despejé la mesa, retirando pergaminos y paleta de escribano.

El gobernador, instintivamente, se echó atrás, empujando el respaldo del trono.

Retrocedí unos pasos. Me envaré y, dirigiendo el rostro hacia el techo, proseguí la cuenta mental.

Un minuto…

Y dejé que el silencio los devorase.

Cuarenta segundos.

Entorné los ojos y con voz potente, elevando los brazos con violencia, reclamé la ayuda de los dioses mayores del Olimpo.

Veinte segundos…

Me relajé.

Poncio, atornillado al asiento, había sucumbido. Un miedo irracional y desbocado lo mantenía al filo del infarto. Y al observar el peluquín, descolocado por la fuerte presión de la cabeza contra el trono, a punto estuve de malograr tan cuajada «representación». Y haciendo ímprobos esfuerzos para sofocar la risa me dispuse a guiar el flujo de los swivels.

Cinco segundos…

Extendí el brazo izquierdo y apunté.

Tres…

Procuré medir con exactitud: cincuenta centímetros por encima de la mesa. Aquél era un momento crítico. La desviación de los ejes ortogonales debía producirse en un espacio libre de obstáculos y, al mismo tiempo, lo más próxima posible a la base de sustentación elegida. De esta forma evitaría el deterioro del recipiente, sometido a la inevitable precipitación por gravedad. Si erraba en los límites espaciales, provocando la materialización, por ejemplo, en el «interior» del tablero de cedro, el sistema se bloqueaba automáticamente, anulando la inversión.

Y los cielos congelaron el pulso de este explorador.

Dos, uno…

Y como un «milagro», una hermosa, pulida y translúcida ánfora de cuarenta y cinco centímetros de altura surgió de la «nada». Y golpeando la superficie de la mesa se tambaleó levemente.

El súbito impacto y la inesperada aparición del campanudo alabastro desató al aterrorizado gobernador. E histérico comenzó a aullar. Y en el intento de huida fue tal la fuerza que ejerció sobre el respaldo que el trono terminó vencido. Y se produjo el cataclismo. Poncio cayó de espaldas, naufragando bajo el mueble y perdiendo el postizo.

El centurión, pálido como la cera, acudió en auxilio del vociferante gobernador, liberándolo del suplicio y del ridículo.

Y olvidando trono, peluquín y cuanto le rodeaba se precipitó hacia el ánfora, palpándola y acariciándola entre nerviosas y estridentes risitas.

Civilis, definitivamente entregado, siguió sus pasos, tanteando el recipiente con idéntica ansiedad.

Un instante después, tras husmear en el interior, un Poncio chillón y desequilibrado ordenaba al primipilus que comprobase la naturaleza del contenido.

El soldado torció el gesto y, de mala gana, desenvainando el puñal, lo introdujo en el barro, extrayendo una pequeña porción. Y mostrándolo al agrio gobernador le invitó a examinarlo.

Poncio acercó las temblorosas yemas de los dedos, pellizcando la húmeda arcilla. La trituró con suavidad y aproximándola a la nariz olfateó una y otra vez. Y la insufrible risita castigó de nuevo la sala.

Finalmente, volcándose en el ánfora, removió el barro, embadurnando las fofas mejillas. Y a saltitos, canturreando, comenzó a dar vueltas a nuestro alrededor.

Civilis, avergonzado, no se atrevió a mirarme. Creí adivinar sus pensamientos.

Aquél era el auténtico Poncio…

Ni Filón, ni los evangelistas, acertaron. Yo mismo lo juzgué equivocadamente en los históricos momentos de la pasión de Jesús de Nazaret.

Cruel, sí. Despótico también. Cobarde o diplomático, no.

Aquel personaje, con sus bruscas oscilaciones, sin término medio entre la risa y las lágrimas, inmotivado, de ideas delirantes, sensual, amante de la buena mesa, con un enfermizo afán de poder y una desmedida ansia de lujo y dinero, era en realidad un enfermo. Un peligroso psicópata maniacodepresivo.

Basándome en los estudios de especialistas como Kraepelin, Pinel, Baillarger, Falret, Kahlbaum y otros, puedo asegurar que Poncio —quizá por un fallo genético— había derivado de la ciclotimia a una patología seria y preocupante. Esa psicosis maniacodepresiva (PMD), también denominada «trastorno bipolar», arrancaba probablemente de muy atrás. Como defendía Abraham, es posible que no hubiera superado una herida narcisista, provocada en la niñez por sucesos reales o imaginarios.

Sí, me precipité…

Su anómalo, débil e injusto comportamiento al condenar al Maestro no obedeció a una argucia diplomática, evitando así las iras de Tiberio o del temible general Sejano. Ahora lo comprendía. A pesar de la índole predominantemente biológica del trastorno, aquel factor —las amenazas de Caifás y su gente— desencadenó un nuevo episodio maniaco. Para estos enfermos, la hipotética pérdida de la posición social o laboral puede constituir un gravísimo atentado, sumiéndolos en profundas crisis. Una inteligencia sana, por mucho que sea presionada, difícilmente aprueba la ejecución de un inocente. Y menos aún si ostenta el máximo poder jurídico y militar de la provincia.

Si Poncio hubiera sido una persona normal habría sorteado sin dificultad los conocidos intentos de chantaje por parte de la casta sacerdotal judía. Pero el misterioso Destino (?) no puso al frente de la Judea a un gobernador de mente saludable. De haber sido así, el desenlace hubiera tenido otro color…

Y aquel psicópata reaccionó como tal: cegado por la crisis proyectó su responsabilidad fuera de sí. Y trastornado se refugió en otra de las constantes de los maniacodepresivos: la idea delirante y obsesiva. Y acudió al ritual de la lustratio o purificación mística, lavándose las manos. Una ceremonia que, en mi opinión, no ha sido analizada con suficiente rigor y detenimiento. Un pasaje que confirma la demencia de Poncio. Y me explico.

Posiblemente por desconocimiento, muchos de los llamados creyentes consideran dicho lavatorio como algo casi anecdótico. Nada más lejos de la realidad. En aquel tiempo, entre los ritos expiatorios grecorromanos, la lustratio o lustración (individual o colectiva) era una práctica antigua y de especial significación. Homero hace alusión a ella (Ilíada, 16), aunque con un carácter de simple higiene ante el derramamiento de sangre. En la religión romana —bien conocida por el gobernador—, la lustratio equivalía, en cierto modo, al sacramento de la confesión de la iglesia católica. Se trataba de una purificación simbólica que eliminaba las faltas del individuo. Esos supuestos pecados —según los romanos— atraían la enemistad de los dioses, hundiendo al infractor en un permanente maleficio que alcanzaba incluso a cuantos le rodeaban. Pues bien, dicho ritual, por su enorme trascendencia, no podía ser practicado por el propio «pecador». Para satisfacer sus culpas, el «impuro» tenía la inexorable obligación de acudir a los sacerdotes o «purificadores» profesionales. Más claro aún: el gesto de Poncio fue nulo desde la estricta ortodoxia religiosa. Pero, si lo sabía, ¿por qué no respetó tan santa normativa? Sólo cabe una explicación: fue una consecuencia (o un indicio) del trastorno que lo enajenaba. El pensamiento de los maniacodepresivos aparece generalmente dominado por una elevada autoestima y una omnipotencia que los conduce a todo tipo de desatinos.

E insisto: ningún ciudadano romano en su sano juicio —mucho menos en público— se hubiera atrevido a exculparse, administrándose a sí mismo la lustratio. Un ritual que, además, para ser efectivo, exigía una muy concreta preparación. La liturgia sacerdotal especificaba que la salvadora «agua lustral», tomada de unas determinadas fuentes sagradas, debía ser «santificada» previamente con sal y fuego. Dicha agua —manipulada y bendecida por los sacerdotes de Apolo— era colocada en recipientes en las entradas de los templos, sirviendo para la referida purificación.

Nada de esto se cumplió en la mañana de aquel viernes, 7 de abril del año 30. Ni en Jerusalén había «agua lustral», ni templos paganos, ni sacerdotes de Apolo Pitio o de Eleusis, ni Poncio respetó la tradición…

A la farsa del juicio «contra» Jesús hubo que sumar la actuación de un psicópata y la flagrante violación de los ritos religiosos romanos.

Pero tampoco debemos extrañarnos. Nada más tomar posesión de su cargo (año 26), Poncio ya dio señales de esta peligrosa dolencia. De hecho, su mandato como gobernador de la Judea terminaría bruscamente (año 36), a causa de otra de sus «genialidades». Como se recordará, al llegar a Palestina, desafiando al pueblo judío y la normativa de Roma, mandó plantar en Jerusalén varias efigies del emperador Tiberio. Ninguno de sus antecesores, respetuosos con una tradición que prohibía las imágenes, había cometido semejante despropósito. (La hostilidad, desencadenada por frustraciones triviales, es una de las características de los maniacodepresivos). Y miles de indignados hebreos se trasladaron a Cesarea, exigiendo la retirada de las imágenes. Y durante cinco días y cinco noches permanecieron a las puertas de la fortaleza. De pronto Poncio apareció ante la multitud. Y cuando creían que iba a ceder, aquel psicópata ordenó a los soldados que rodearan a hombres, mujeres y niños. Y les advirtió que si no aceptaban la presencia de los bustos del César los despedazarían. Pero los judíos, ante las espadas desenvainadas, se arrojaron a tierra, declarando que preferían la muerte al sacrilegio. Y el gobernador, con una volubilidad típica de estos enfermos, cambió de parecer. Y las efigies fueron introducidas en el interior de la torre Antonia. (Como mantiene Leff, en estos individuos, algunas ideas —el poder ilimitado, por ejemplo— adquieren auténtico carácter delirante. Sólo un personaje seriamente trastornado podía ignorar las disposiciones del imperio al que servía, llegando a la frontera de la irracionalidad).

También el incidente narrado por Flavio Josefo en su obra Antigüedades (XVIII, 4) ofrece una clara muestra del comportamiento anormal de Poncio. En otra extravagancia, típica de los maniacodepresivos, fue a embarcarse en una aventura financiera sin medir el costo. E inició la construcción de un acueducto que debía abastecer Jerusalén desde los manantiales de Ain Atan, en las colinas situadas entre Hebrón y Belén. En total, 55,5 kilómetros. Y en una reacción tan aparatosa como descontrolada, echó mano del tesoro del Templo. Aquello, lógicamente, incendió al pueblo, provocando toda clase de disturbios. (Los negocios ruinosos, involucrando a propios y extraños, sin una mínima visión de sus consecuencias, son una debilidad más de estos hiperactivos).

Por último, pasando por alto el no menos sangriento suceso de la matanza de judíos en el Templo (Lucas, 13, 1), conviene recordar cuál fue el final de este, en el fondo, poco conocido gobernador.

Seis años después de la muerte del Maestro, numerosos samaritanos se reunieron en torno a un supuesto mesías, que prometió descubrir los vasos sagrados enterrados por Moisés en Samaria. Poncio supo de esta multitudinaria concentración en el monte Garizim y en otra manifestación psicótica —innecesaria, desproporcionada y movida por sus delirios de poder y omnipotencia— cargó contra los indefensos fanáticos, llevando a cabo una carnicería. Las protestas fueron tales que Vitelio, legado imperial en Siria, se vio obligado a conducirlo a Roma. Pero el Destino, inflexible, le reservaba una desagradable sorpresa. El emperador Tiberio falleció en el transcurso del viaje. Y al arribar a Italia tuvo que rendir cuentas ante otro loco: Cayo, alias Calígula. Y Poncio fue desterrado a las Galias.

Muy probablemente, aunque no disponemos de datos fidedignos, aquel desastre debió de hundirlo. Y en otra reacción clásica de los maniacodepresivos se quitó la vida.

Y concluyo estas reflexiones con una creencia muy personal. Si en aquel viernes, 7 de abril, el reo hubiera sido otro, y las circunstancias las mismas, Poncio también se habría lavado las manos.

Para quien esto escribe está claro: los enigmáticos hilos del Destino (?) hicieron aparecer en la existencia terrenal del Hijo del Hombre a varios personajes claves. Todos ellos —como espero seguir narrando—, por necesidades del «guión», con serios problemas mentales. Juan el Bautista sería el primero. Judas Iscariote el segundo y, finalmente, el gobernador de la Judea.

Pero no adelantemos acontecimientos. Mi estancia en Cesarea no había finalizado.

La agitación de aquel psicópata —danzando a nuestro alrededor— terminaría pronto. Y sin dejar de canturrear se reunió de nuevo con el ánfora. Tomó un puñado de barro y, aproximándose a este explorador, sin previo aviso, con una inocencia que me confundió, embadurnó mi rostro.

Civilis bajó los ojos.

Y el gobernador, depositando un sonoro beso en mi mano izquierda, retomó la casi olvidada conversación, declarando con gran pompa:

—Quedas ungido… Has elegido bien. Desde ahora soy tu protector. El mundo es nuestro.

No pude evitar un escalofrío. ¿A quién me enfrentaba? Pronto, muy pronto lo averiguaría…

Pero súbitamente, al descubrir en los espejos la desnuda calvicie, el hinchado semblante se crispó. Y olvidando sueños y solemnidades se enfrascó en una obsesiva búsqueda de la peluca. Gateó bajo la mesa, rodeando el sillón y reclamando a gritos el concurso del centurión. Y la patética escena se hubiera prolongado indefinidamente de no haber sido por la oportuna intervención del paciente Civilis. En silencio salió al encuentro del desolado gobernador, entregándole el postizo. Y arrebatándoselo con ira fue a encasquetárselo…, al revés.

Y de semejante guisa, dando por concluida la audiencia, alzó el brazo, retirándose.

Y una mal sujeta risa estuvo a punto de perderme. El primipilus, fulminándome con la mirada, me advirtió. Y la sangre se heló en las venas.

Poncio dio media vuelta, observándonos sin comprender. Y ambos, mágicamente inspirados, salimos del atolladero con una simultánea inclinación de cabeza. Y el pintarrajeado gobernador, sonriendo, señaló mi polvorienta túnica, recriminando al suboficial su lamentable falta de hospitalidad. Y saltando de tema preguntó curioso:

—¿A qué signo perteneces?

No acerté a entender. E impaciente aclaró:

—¿En qué mes naciste?

—Soy virgo —repliqué sin terminar de captar sus intenciones.

Y dirigiéndose de nuevo a Civilis concluyó el breve parlamento con un misterioso: «… Ya sabes…».

Minutos más tarde, precedido por el hermético jefe de cohorte, me detenía frente a una estrecha puerta. Sobre el roble aparecía claveteada una lámina de bronce. Y creí desentrañar el porqué del interés de Poncio por mi signo zodiacal. La plancha representaba la figura de una joven virgen alada con una espiga entre las manos: el símbolo de Virgo.

Y liberando el picaporte de mármol me franqueó el paso hacia lo que sería mi alojamiento durante el resto de la jornada. Una estancia difícil de olvidar…

Y parco en palabras recomendó que me asease y procurase descansar. Poco antes de la vigilia de la noche —con las primeras estrellas— pasaría para conducirme a la cena. Y discreto preguntó si deseaba ser bañado por la servidumbre. Decliné la sugerencia, indicando que, después de tan largo viaje, prefería un poco de soledad.

Y al penetrar en aquel «cuarto de invitados» me vi nuevamente asaltado por una de las obsesiones del gobernador. Su afán de lujo presidía todos los rincones de la fortaleza.

Al cerrar la puerta me encontré frente a una estrecha y acogedora terraza rectangular, orientada al oeste. Una enorme y escandalosa cortina de ocho metros, en seda granate, la separaba del resto de las dependencias.

El calor seguía remitiendo y, antes de proceder a una meticulosa inspección del lugar, me asomé a la balaustrada, intentando recapitular. De momento podía darme por satisfecho. Había obtenido el salvoconducto y la posibilidad de consumar el siguiente objetivo: la entrevista con Claudia Procla. Pero no debía descuidarme. Las imprevisibles reacciones de aquel demente constituían un permanente riesgo. Y me propuse abandonar Cesarea lo antes posible. Lo que no imaginaba en aquellos sosegados instantes era que esa salida pudiera ser tan súbita y accidentada…

Las últimas luces del día me reconfortaron. El mar, rojo, verde y blanco, apuraba sus correrías a mis pies, tronando en los acantilados sobre los que se alzaba la fortaleza. A mi izquierda descubrí el impresionante puerto semicircular, orgullo de Israel, construido enteramente con enormes bloques de caliza blanca. Un puerto cantado con toda justicia por Josefo [72]. Y a pesar de la acostumbrada exageración del historiador judío-romanizado tuve que descubrirme. Aquella media luna —siguiendo las directrices del gran Vitrubio— era un soberbio ejemplo de la ingeniería marina de los romanos. Como señalaría Raban, «este puerto herodiano era un modelo para los hombres del siglo XXI».

Cuando, más adelante, tuvimos ocasión de inspeccionarlo, comprobamos que, en efecto, Sebastos pretendía ser una copia del puerto del Pireo, pero, como sospechábamos, las medidas proporcionadas por Josefo fueron casi dobladas. Mientras el famoso recinto portuario de Atenas presentaba una longitud de tres cuartos de milla por unas seiscientas yardas de ancho (alrededor de 540 metros), el «orgullo» de Herodes no superaba los 200 metros de longitud, con una escollera de unos treinta. Y aunque gigantescos, los bloques de caliza tampoco se correspondían con lo anunciado en Antigüedades. El «anillo», abierto por el noroeste, se hallaba formado por una cadena de sillares cuyas dimensiones máximas eran 36 pies de largo (12 metros) por otros 10 de alto y ancho (3 metros). Estimamos la profundidad de la escollera en unos nueve metros. Aun así, como digo, el puerto —destinado exclusivamente a la flota de guerra de Roma y a embarcaciones de recreo— nos sorprendió. Todo en él era colosal y minuciosamente diseñado. Las vigas de madera y los sistemas de cierre para los muros sumergidos parecían calcados de las especificaciones del gran arquitecto romano Vitrubio. Además de las defensas citadas por Josefo me llamó la atención una compleja red de canales que perforaba los diques y que, merced a una serie de compuertas, permitía el control y la limpieza de las aguas, evitando la obstrucción del puerto. A escasa distancia de Sebastos, en dirección sur, se adentraba en el mar un ancho espigón construido con toscas moles sujetas entre sí por vigas de hierro. Esta escollera protegía el puerto comercial propiamente dicho, ubicado en la línea de costa que unía el gran «anillo» con el referido espigón. Allí, efectivamente, se alineaban los desahogados almacenes portuarios que menciona Josefo. Allí, en suma, palpitaba la vida y un incesante trasiego de hombres y mercancías procedentes de todo el mundo conocido. Lástima que, con el transcurso de los siglos, este formidable puerto fuera víctima de la rapiña y de la envidia [73].

Un par de secos y decididos golpes en la puerta suspendieron las atentas observaciones. Y antes de que acertara a reaccionar, una tímida y amarilla candela empujó la penumbra. Detrás, mudos y reverenciosos, aparecieron dos sirvientes. Uno, el que portaba la lucerna, me resultó familiar. La considerable estatura y la llamativa y larga melena rubia me trasladaron a la torre Antonia, en Jerusalén. Sí, aquél era el esclavo galo que nos sirvió en el triclinium o comedor secreto y por el que Poncio dijo haber pagado la nada despreciable suma de mil sestercios (unos ciento sesenta y seis denarios de plata).

Y como algo habitual procedió a cebar los grandes falos de arcilla repartidos por la estancia y que hacían las veces de lámparas.

El criado más bajo, sosteniendo una bandeja repleta de fruta, aguardó a que su compañero ultimara el encendido de las diez o doce lucernas de aceite. Acto seguido depositó en una de las mesas las generosas raciones de dátiles, piñones, nueces de terebinto, almendras, higos secos y tappuah (una especie de albaricoques enanos, dulcísimos, e importados de Asia).

Y el galo, con una osadía casi insultante, me inspeccionó de arriba abajo. Dio una vuelta completa a mi alrededor y, sin más explicaciones, inclinó la cabeza, retirándose.

El segundo individuo comprobó el estado del edredón y de los almohadones que formaban el «colchón» de la inmensa cama y, satisfecho, siguió los pasos del rubio.

E intrigado, y un tanto molesto por la impertinente actitud del sirviente de la melena, dediqué unos minutos a la inspección de seguridad de la suntuosa suite.

Poncio, al parecer, había destinado doce dependencias a otras tantas habitaciones de invitados. Y cada una, nominada con el correspondiente signo del zodiaco.

Al salvar el cortinaje, como decía, quedé nuevamente deslumbrado. Aquello no era una pasión. Aquel derroche sólo podía obedecer a una mente obstruida y distanciada.

Ante mí se abrió un dormitorio de ocho metros de lado, primorosamente revestido en mármol rojo, con una techumbre empanelada en marfil. Y en el centro del techo, en granito negro, un monumental y fino relieve de la suprema y universal diosa Isis, arrodillada y con las alas desplegadas. En los círculos iniciáticos, la hermana y esposa de Osiris era considerada portadora del secreto de la vida y de la resurrección. Para los egipcios, justamente, encarnaba el símbolo de Virgo.

Pero la obsesión del gobernador por aquella mezcolanza, por el sincretismo de las religiones y filosofías egipcia y romana, iba mucho más allá. (Poco después descubriría que la auténtica «devota» de Egipto era en realidad su esposa).

En la pared de la derecha (tomando siempre como referencia la gran cortina de seda granate), a metro y medio del suelo, presidiendo la cabecera de la cama, habían practicado cuatro nichos que, a manera de altares, guardaban a los dioses protectores: el pilar djed, el perro Anubis, una figurita que no supe identificar y Osiris, el dios de los muertos. E imaginé que Poncio no dudó en reemplazar los tradicionales «lares» o dioses tutelares de las casas romanas [74] por sus «primos», los genios egipcios.

El resto del refinado mobiliario lo integraba una interminable cama de dos por dos metros, una mesa también de cedro macizo, tres taburetes, un tablero rectangular de piedra sostenido por una columna y un maniquí a tamaño natural.

Y conforme ultimé el examen mi desconcierto fue en aumento.

El lecho, a imitación de los utilizados en campaña por emperadores y faraones, podía ser plegado merced a dos sistemas de bisagras alojados en la parte central del maderamen. El «somier», trenzado en un resistente cáñamo, proporcionaba una grata elasticidad al conjunto. Completaba el ajuar un ligero edredón de plumas y una decena de almohadones que, al abrirlos, me dejaron estupefacto. Todos se hallaban repletos de pétalos de rosas, perfectamente desecados, que perfumaban la cama con una discreta pero muy agradable intensidad.

Sólo el reposacabezas me «decepcionó» relativamente. En forma de silla de montar, el arco destinado a recibir la nuca había sido confeccionado en un brillante marfil, teñido en franjas paralelas rojas, negras y castañas. Y digo que me «decepcionó», no por la finura del diseño o el costoso material, sino por la evidente incomodidad. Aunque la almohada era conocida, mucha gente gustaba de aquel tipo de apoyo, generalmente de piedra basáltica. Con el tiempo terminaría acostumbrándome también a estas aparentemente antinaturales «almohadas». Y aunque no pretendo adelantar acontecimientos, recuerdo ahora la profunda impresión que me produjo saber que Jesús de Nazaret reposaba su cabeza en un misterioso bloque de piedra.

En la pared de la izquierda, sobre una mesa muy similar a la que acababa de contemplar en el «despacho» del gobernador, descansaba un «estuche» de unos treinta centímetros de longitud. Lo exploré repetidas veces, sin descifrar su función. Parecía un senet egipcio, una especie de «juego de la oca». Peones y caja habían sido magistralmente tallados en ébano y marfil. Y lamenté no haber recibido entrenamiento sobre este, sin duda, apasionante capítulo.

Pegado a dicho muro, cerca del cortinaje, animaba el lugar la pieza más insólita: un maniquí sin brazos de un metro y setenta centímetros de altura, en madera estucada. Pintura y «maquillaje» le infundían una inquietante sensación de vida. El cuerpo, teñido en rosa-carne y las pupilas, ojos y cejas, delicadamente perfilados en negro. Una de las orejas mostraba el lóbulo perforado.

Y de pronto me vino a la memoria la talla del soldado nubio, «aniquilada» por el «tatuaje». Envuelto en la lucha dialéctica con aquel energúmeno, olvidé restituirla…

Me encogí de hombros. Dudo que la Historia la reclame…

Y al inspeccionar el arcón que adornaba el flanco derecho de la cama, aquella loca idea que me asaltara en el repaso al mobiliario de la sala de audiencias surgió con renovados bríos, destapando la vieja sospecha.

El «baúl», en madera policromada, de unos 44 centímetros de alto por 60 de largo y otros 40 de ancho, se hallaba decorado con escenas en miniatura de la guerra entre los sirios y el mencionado Tutankhamen.

No era posible. No era lógico…

Pero ¿qué era lo racional en aquella aventura?

Las dos vertientes de la cubierta abombada mostraban igualmente unas inconfundibles pinturas con cacerías de antílopes, hienas y avestruces y una serie de fieras huyendo de la comitiva real. Y para borrar toda duda, la esfinge del faraón, repetida cuatro veces, aplastando a sus enemigos bajo las patas de las caballerías y las ruedas del carro.

Y por enésima vez me negué a aceptarlo.

Aquella y las piezas examinadas en el «despacho» eran idénticas a las descubiertas en la tumba de Tutankhamen.

Pero si la memoria no me traicionaba, el histórico hallazgo tuvo lugar a principios del siglo XX. Cien años después de la fundación de la Egiptología por Champollion, lord Carnavon, su hija Evelyn y Howard Carter se asomaron maravillados al fastuoso sepulcro del joven rey egipcio. Y volví a preguntarme: si la tumba se hallaba sellada en el momento de la apertura, ¿cómo explicar la presencia del ajuar funerario en el año treinta de nuestra era y en la lejana Cesarea?

Sólo encontré una solución. Pero, como digo, tan fantástica que la rechacé de plano.

Si las piezas existentes en la fortaleza del gobernador de la Judea procedían de la tumba de Tutankhamen, ¿qué fue lo descubierto por Carnavon y su gente? ¿Hubo dos sepulturas gemelas? Aceptando la descabellada hipótesis, ¿cuál era la auténtica? ¿La momia depositada en el tercer sarcófago y sacada a la luz por los arqueólogos en noviembre de 1922 correspondía a Tutankhamen? ¿Eran falsos los enseres «propiedad» de aquel loco?

La verdad es que, conocedor de los frecuentes asaltos al Valle de los Reyes, la teoría de una doble tumba tampoco podía ser descartada. El faraón, por supuesto, sabía de este pillaje. ¿Quiso burlar así a los profanadores?

Tenía que escapar de la mortificante incógnita. Tenía que interrogar a Poncio sobre la procedencia del tesoro. ¿Cómo y dónde lo había conseguido?

Y, necesitado de un respiro, acudí al tablero rectangular de piedra que se levantaba en el costado izquierdo del lecho y que, apuntalado por una columna de un metro de alzada, sostenía la bandeja de fruta. Y hambriento di buena cuenta de los presentes. Y obsesionado por el galimatías de Tutankhamen casi olvidé la última estancia.

¿Sorpresa?

A estas alturas supuse que ya nada me asombraría. Nueva equivocación.

En la pared opuesta al cortinaje aparecía una menuda, coqueta y misteriosa puerta blanca.

Al franquearla, una suave brisa agitó la media docena de flamas que colgaban de los muros.

¡Dios bendito!

La sed de lujo del gobernador era insaciable.

La sala, eufemísticamente conocida como «lugar secreto», resultó una meditada conjunción entre baño y terraza. En sus ocho por cuatro metros encontré mucho más de lo que hoy (en pleno siglo XX) podría hallar en cualquier hotel o mansión de cinco estrellas.

La «pared» orientada al este y encarada a la puerta era en realidad una bellísima y delicada sucesión de vidrieras, separadas entre sí por siete columnas de pavonazzetto (un frágil mármol frigio con manchas negras). Cada una de las seis hojas había sido elaborada con fragmentos de vidrios coloreados que componían atribuciones y simbolismos de Virgo: el número seis, el fuego, el sello de Salomón, el agua, los seis triángulos equiláteros inscritos en un círculo y el nudo de Isis, garantía de inmortalidad.

Todas permanecían abiertas, brindando al invitado la rutilante visión de una Cesarea iluminada por cientos —quizá miles— de antorchas.

El resto era «nieve». Muros, techo y suelo, forrados con un mármol fenicio blanco como el nácar, tiritaban al conjuro de las inquietas y amarillentas llamas de las lucernas.

Y sobre el pavimento, una mullida y acariciante alfombra de piel de nutria. ¿Una? La pieza, de cuatro por cinco metros, debía reunir, al menos, una veintena de pieles de aquellos mustélidos, tan abundantes en el Jordán y valle de Hule.

En el rincón de la izquierda, aquel sibarita emplazó una enorme bañera circular de tres metros de diámetro, provista de escalones y rescatada de un bloque macizo de mármol de Carrara. Y al asomarme a la doble grifería de oro, esculpida —cómo no— en forma fálica, leí perplejo: «Agua salada»… «Agua dulce».

Yo sabía del excelente sistema de conducciones y cloacas de la ciudad [75], pero aquello —en griego y latín— era demasiado. Manipulé los grifos y, en efecto, sendos chorros de agua marina y potable inundaron con fuerza la bañera.

¿Demasiado? No, aún faltaba lo «mejor».

A medio metro por encima de la «piscina», formando escuadra, se empotraban en las paredes dos estanterías de mármol igualmente nevado, con treinta o cuarenta recipientes de todos los tamaños y formas imaginables. Los había de alabastro, marfil, hueso, bronce, arcilla y plata. Y al examinar los contenidos comprobé que se trataba de aceites, ungüentos y esencias, obligados siempre tras la limpieza del cuerpo. Poncio no reparaba en gastos. Allí podía disfrutarse del carísimo y cotizado bálsamo de Jericó y Ein Gedi, en la orilla occidental del mar Muerto. Allí, el huésped estaba en condiciones de elegir entre un mareante surtido de gálbano, cremas contra las arrugas, nardo, incienso, áloe, casia, alheña, tintes para las canas [76], sustancias hidratantes y limpiadoras de la piel y una colección de perfumes que, honradamente, no acerté a identificar.

Y en cajitas de obsidiana y vidrio, estratégicamente repartidas, el borit (un jabón fabricado con cenizas de plantas aromáticas y potasio), la piedra pómez, la cimolea (otra piedra calcárea rica en sosa) y cenicientas esponjas del mar Rojo.

El resto de aquella pared de la izquierda lo ocupaba un fornido armario de doble cuerpo. En la parte inferior guardaban los lienzos de algodón utilizados como toallas, pulcramente plegados y salpicados con bolitas de menta. Al abrir las portezuelas superiores, uno se encontraba frente a un soberbio espejo de un metro cuadrado, en un bronce pacientemente pulido y en el que fue grabada una fina, casi imperceptible, escena: dos jóvenes desnudas lavándose (una de ellas, «Lara», la divinidad etrusca).

Y colgados de los tableros laterales, los estrigilos, unos ganchos metálicos empleados para raer la piel antes del baño [77].

Y al fondo, bajo el espejo, una primorosa caja de aseo en madera de ciprés y revestida de láminas de marfil. En ocho compartimientos aparecía lo necesario para el cuidado del cabello y la barba, pintura para ojos y cara, instrumental de depilación y peines contra parásitos. Allí se alineaban desde un espejo de mano en plata bruñida y con agarradera en forma de tallo de papiro hasta la más exigente colección de pasadores y rizadores para el pelo, pasando por espátulas, pinceles, pinzas y cuchillos para la depilación y peines de doble uso en concha y madera de sándalo. (Por un lado, los dientes más abiertos para el peinado y, del otro, una fila más densa para el arrastre de piojos). Los productos para el maquillaje se hallaban almacenados en bols o tacitas de vidrio. Supongo que no faltaba de nada: antimonio, hollín, galena, malaquita, kohl y lapislázuli para ojos, cejas y párpados; estracto de murex y algas para labios y uñas; cera para abrillantar y mantener en pie los complicados peinados; cremas para mascarillas nocturnas y diurnas [78]; emplastos contra las arrugas [79] y, en fin, toda una serie de polvos de origen mineral y vegetal para el bronceado artificial del cutis.

Pero, como decía, no lo había visto todo. La gran sorpresa aguardaba en el rincón opuesto, a la derecha de la puerta.

¿Cómo describirlo?

La verdad es que, al inspeccionarlo, no supe si reír o llorar.

No cabía duda: Poncio desvariaba…

En dicho sector, iluminado por tres lámparas, se alzaba lo que, en un primer momento, confundí con un altar.

¿Un altar en el «lugar secreto»?

Pronto comprendí el error. Sobre un pedestal de mampostería de dos metros de lado por uno de alto, perfectamente vestido con granito negro y provisto de unos peldaños por la cara frontal, aquel «genio» emplazó la estatua de un enano. Al menos, a juzgar por la anatomía, así me lo pareció.

Se trataba de una talla en madera policromada. El supuesto «ídolo» aparecía sentado a la turca y con una malévola sonrisa que colmaba el redondo y mofletudo rostro. Presentaba los brazos articulados y caídos a lo largo del desnudo cuerpo. Guardaba cierta semejanza con la escultura del grupo egipcio de Seneb.

Y al descubrir el agujero de quince centímetros existente entre las cruzadas y cortas piernas, aclaré, como digo, la verdadera «naturaleza» del monumento. Me hallaba, en efecto, ante el más insólito excusado que había visto en mi vida.

No hacía falta ser muy despierto para intuir que el huésped de aquella extravagante suite debía sentarse sobre las piernas del enano cada vez que quisiera satisfacer sus necesidades fisiológicas.

En cuanto a los brazos articulados, ¿cuál era su función? También quedaría despejada al instante. Bastaba tirar del derecho hacia el frente para que, al punto, el interior del pedestal se viera inundado por cuatro potentes manguerazos de agua salada. El izquierdo, por su parte, al avanzar, ponía en funcionamiento un ingenioso mecanismo que liberaba una fragante esencia de lirios.

Pero no terminaba ahí el «invento» del gobernador…

Al observar el rojo torso del enano creí interpretar el porqué de aquella figura concreta. En el pecho, en relevantes caracteres latinos, podía leerse un nombre: «Gavio Apicio». Y aunque en esos momentos no supe quién era el tal Apicio, imaginé que la estatua tenía mucho que ver con alguno de los enemigos de Poncio. ¿Una burla? ¿Una venganza? Ambas posibilidades encajaban en la sinuosa mente de aquel maniaco.

A mi regreso al módulo, «Santa Claus» ofreció una posible solución al enigma. Al parecer, en tiempos de Augusto y Tiberio vivió en Roma un excéntrico millonario —M. Gavio Apicio—, tan famoso por su fortuna como por sus dispendios [80]. Aquel sujeto, de vida escandalosa y refinada, terminaría convirtiéndose en un mito, envidiado y odiado a partes iguales. Y, como decía, supuse que su «presencia» en el retrete tenía que obedecer a una de estas razones. Puede que a la dos.

Para la posterior limpieza, el invitado disponía de un «sistema», último grito en la moda escatológica, que hacía furor entre los patricios y clases adineradas: de la muñeca derecha del tal «Apicio» colgaba un cubilete de cuero con una nutrida reserva de papiros [81]. Y al repasarlos descubrí, atónito, cómo la mayor parte aparecía escrita con las más increíbles y groseras frases. Algunas de las reproducibles, en latín o griego, rezaban textualmente:

«Para Apicio…».

«Para Macro y su jefe…» [82].

«Para Crono: devóralo si puedes…».

Y una que me intrigó especialmente:

«Para Jasón y los malditos sueños de la leprosa…».

¿Jasón? Evidentemente no podía tratarse de aquel estupefacto griego de Tesalónica. ¿A quién aludía entonces la «cariñosa» dedicatoria? ¿Quién era la leprosa? Esa misma noche quedaría aclarado.

Pero la enajenación del gobernador no parecía tener fronteras. Y mi asombro tampoco.

No contento con los papiros manuscritos, supongo que por estimular el morbo del huésped, había dispuesto junto al «altar» un pequeño escritorio, con otro arsenal de hojas y los correspondientes tinteros y cálamos. De esta forma, el invitado podía dar rienda suelta a sus pequeñas o grandes venganzas.

Poncio, en fin, cuidadoso con los detalles, tuvo en cuenta incluso que el inquilino de la suite fuera mujer. Eso deduje al menos al examinar un segundo cubilete amarrado a la muñeca izquierda del deforme Apicio. En el interior encontré varias «compresas», confeccionadas en lino o en una mezcla de algodón y lino. Estos paños, utilizados por la mayoría de las judías o gentiles durante la menstruación, se distinguían de los habituales por unos lujosos cordoncitos que servían para sujetarlos, amarrándolos a la cintura o la ropa interior.

Y junto a las «compresas», un recipiente de vidrio que, al destaparlo, me dejó no menos perplejo. Sumé cuatro preservativos, confeccionados con tripas de animales (posiblemente de gatos y cerdos) y perfectamente lubrificados en aceite.

Y abrumado por tanta locura seguí los consejos de Civilis. Durante un buen rato permanecí en la «piscina», disfrutando de un relajante baño. Y debí de quedarme dormido porque, al regresar al dormitorio, comprendí que alguien había entrado en la habitación. Sobre la cama, y vistiendo al maniquí, aparecían sendas túnicas, los ceñidores y dos pares de sandalias a estrenar. Las finas vestiduras, de lino ambarino y una refrescante seda azul, respectivamente, se ajustaban a mi talla como hechas a medida. Y recordé la osada actitud del esclavo de la luminosa cabellera rubia.

Las sandalias, en cuero de vaca, eran otra «especialidad» del refinado Poncio. Atento a la moda me proporcionó un modelo que ya tuve ocasión de contemplar en la fugaz visita del Maestro a Herodes Antipas, en Jerusalén.

Para eliminar el desagradable olor provocado por la transpiración —sobre todo en climas calurosos como el de Cesarea—, los ingeniosos zapateros judíos y sirios perfeccionaron aquel tipo de calzado con una serie de almohadillas impregnadas en mirra. El peso del cuerpo hacía el resto. Los «vaporizadores» expulsaban a cada paso invisibles «nubes» de perfume, envolviendo al individuo en una reconfortante atmósfera.

Elegí el lino y mis propias sandalias, las «electrónicas». La pérdida de aquel último par hubiera sido irreparable. Muchas de las futuras misiones debían ser controladas por Eliseo, merced a uno de los dispositivos alojado en las suelas. Las conexiones vía láser, sobre todo, eran vitales.

Y dudé. ¿Portaba el cayado? Ignoraba a qué clase de cena me disponía a asistir. Y prudentemente, amparándome en la calidad de «augur», decidí no separarme de él. La elección, como veremos, no fue acertada… ¿O sí?

Incorporé la bolsa de hule al cíngulo granate y, notablemente descansado, me preparé mentalmente para el nuevo «asalto». Una aventura que tampoco olvidaré con facilidad.

Puntual, según lo acordado, el primipilus se presentó en mi alojamiento con los primeros guiños de los luceros. Su atuendo era el mismo. Y me tranquilicé. Quizá se trataba de una cena íntima.

Pobre iluso…

Al pisar el triclinium (el gran comedor) sospeché que volvía a equivocarme.

El centurión jefe de la cohorte me condujo en silencio a la parte alta de la fortaleza. Allí, salvado un patio o peristilo, cruzamos bajo una pesada puerta de bronce igualmente custodiada por dos soldados armados.

Y siguieron los sustos.

Debí imaginarlo. La suite era un inocente juego al lado de aquel —cómo calificarlo— ¿faraónico?, ¿revolucionario?, ¿demencial recinto?

Afortunadamente fuimos los primeros. Esto me autorizó a revisarlo, formándome una idea del lugar y sabiendo a qué atenerme en caso de emergencia.

¿Por dónde empezar?

Podría decir que el triclinium, la más noble y cuidada estancia de la residencia [83], fue concebido con un aire tan «modernista» que habría hecho palidecer a los arquitectos de nuestra época.

¿Una burbuja? Algo así.

La pared, de unos tres metros de altura, raseada con pasta de cal apagada, formaba un círculo espectacular de ¡cincuenta metros de diámetro!

Civilis, disfrutando con mi mal disimulado asombro, se retiró burlón hacia el fondo, al encuentro de una larga mesa cargada de viandas. Y quien esto escribe, probablemente con cara de estúpido, permaneció junto al portón de bronce. (Una entrada que utilizaré como referencia).

Y por encima del muro circular —aunque no anclados en él—, unos audaces, casi «milagrosos», arcos metálicos que volaban de un extremo a otro, sujetando una techumbre abovedada y armada por menguados paneles de un raro y carísimo material denominado «piedra de sangre». (Una clorita de un bello verde manzana con incrustaciones de jaspe sanguinolento). Unas placas que sólo podían proceder de la remota región volcánica del Deccan, en la península de Kathiawar, en la India.

Al principio no comprendí por qué los tirantes de metal no descansaban en lo alto de la pared. Parecían «flotar» por detrás del muro, sujetos a «algo» no visible desde el piso del triclinium. Después, en el transcurso de la agitada cena, Poncio se encargaría de desvelar el misterio.

El inmenso comedor se hallaba abierto por el oeste. Frente por frente al portón de bronce, en el segmento hacia el que había caminado el centurión, el largo muro aparecía interrumpido por un ventanal de dimensiones igualmente imperiales: ¡treinta metros! Unos toldos a franjas rojas y blancas, enrollados en pértigas, permitían el cierre a voluntad. La panorámica del mar era magnífica y la orientación, desde luego, perfecta [84].

Y en el centro geométrico de la sala, otro «capricho» del gobernador: desde lo alto de la cúpula se precipitaban hacia una concha de mármol rosa de un metro de alzada un total de tres gruesas varas de agua. Aquel ninfeo o «castillo acuático» superaba en estampa y valentía al célebre de Side y al «septizonio» de Séptimo Severo, en Roma.

Y al avanzar hacia la rumorosa pila, el suelo crujió bajo los pies.

¡Inaudito!

El piso era una playa artificial, pacientemente montada con cientos de miles de pequeños, pulidos y brillantes restos de conchas marinas, todos, absolutamente todos, blancos.

El «castillo de agua», cuyo sistema de bombeo no alcancé a descubrir, era alimentado por el mar. Y a pesar de la altura desde la que descargaba (alrededor de diez metros), la cóncava estructura de la gran concha evitaba que se proyectara y salpicara el exterior. Y tuve que reconocer, una vez más, lo poco que sabía de aquella intrépida civilización romana.

Alrededor de la «cascada», varios sirvientes ordenaban una treintena de triclinios, los estirados «sofás» sin respaldo en los que se tumbaban los comensales. (El nombre de triclinium, que se daba generalmente al comedor, procedía de la palabra que servía para designar estos «sofás». Originariamente, entre los griegos, cada mesa (clíne) era rodeada por tres de estos asientos. De ahí la denominación de triclinio. Con el tiempo, sin embargo, la costumbre fue perdiéndose y las salas de banquetes terminaron reuniendo un número ilimitado de triclinios. También las mujeres dejaron de comer sentadas —como mandaba la tradición—, incorporándose a la fórmula masculina: recostadas y con las piernas colgando por la parte posterior).

Aquello me dio una idea del número de asistentes a la cena de cumpleaños de Claudia Procla.

A la izquierda de la pila (mirando siempre desde el portón de bronce), separado del resto, fue preparado el triclinio presidencial. Probablemente, el del anfitrión. Los otros veintinueve dibujaban una oronda U en torno al ninfeo.

Y al curiosear llamó mi atención el «relleno» de los almohadones. En esta ocasión no fueron engordados con plumas o pétalos de rosas. Al presionarlos comprobé con extrañeza cómo el suave cuero cedía con dificultad. Uno de los criados, al percatarse de mi «hallazgo», sonrió maliciosamente. Los cojines, en efecto, habían sido inflados. Como veremos más adelante, aquel aire también tenía su razón de ser. Poncio, al parecer, deseaba divertir y divertirse.

Y quien esto escribe se enfrentó a la «joya» del lugar. En el duro entrenamiento previo a la operación recibimos nociones sobre instrumentos musicales de la época. Y supe igualmente de la existencia de aquel prodigioso aparato. Pero una cosa era estudiar y documentarse y otra, bien distinta, contemplarlo.

Maravilloso. Sencillamente maravilloso…

Entre los triclinios que formaban la base de la U y el muro de la derecha, como un desafío al erróneo concepto del hombre del siglo XX sobre aquellas supuestas atrasadas civilizaciones, se erguía gallardo un ejemplar del llamado hydraulis: un órgano hidráulico de tres metros de altura, con veintiún tubos de estaño y una conmovedora «maquinaria».

Y quedé tan prendado que, durante unos minutos, sólo tuve ojos para el curioso «ancestro» de los solemnes órganos.

¿Cómo llegó hasta la fortaleza? A juzgar por el lujo que envolvía al gobernador la pregunta carecía de fundamento. Era más que probable que el hydraulis, inventado en el siglo III antes de Cristo por Ktesibios, ingeniero afincado en la ciudad egipcia de Alejandría [85], fuera un divertimento bastante común entre los potentados del imperio.

Insisto: cuán equivocados estamos respecto a la forma de vida y al «confort» de estos pueblos…

Y antes de examinar las misteriosas pinturas que decoraban la pared izquierda del triclinium me aproximé, no menos desconcertado, a la talla de piedra que montaba guardia a espaldas del «sofá» presidencial.

El abultado vientre, las anchas caderas, el rostro fino y puntiagudo…

No estaba seguro pero me recordó otra de las célebres estatuas egipcias. Concretamente, una pieza depositada en el museo de El Cairo.

¿Auténtica? Tampoco lo sé.

La escultura, en caliza, representaba al rey Akhnatón, el «rebelde» de la XVIII dinastía, con mitra azul y sosteniendo en las manos la bandeja de las ofrendas sagradas.

En esta ocasión el irreverente Poncio la había destinado a un uso bastante menos «místico». Las «ofrendas» consistían en copas de plata, con la correspondiente escolta de estirados recipientes de alabastro. Unas «botellas» —supuse— con vino.

¡Akhnatón convertido en mueble-bar!

Civilis, con una jarra entre los dedos, seguía observándome desde la mesa montada junto al gran ventanal. Y en esos instantes irrumpió en el triclinium una segunda partida de esclavos. Vestían el mismo «uniforme» que los primeros: túnica corta hasta la mitad del muslo, sin mangas y en un impecable y llamativo color azafrán. El ingreso y el abandono del comedor los efectuaban por un curioso juego de doble puerta, muy próximo al extremo derecho de la casi interminable mesa. En la parte superior de cada una de ellas habían pintado sendos rabinos judíos desnudos, de frente y de espaldas, que marcaban las correspondientes y obligadas direcciones de entrada y salida para los criados. Una vez franqueadas, unos muelles las devolvían a la posición natural de cierre.

Aquella media docena de siervos, portando lámparas con un largo pie metálico, se dirigió a la U, distribuyendo las antorchas entre los «sofás».

Un individuo con una túnica del mismo corte, pero en color marfileño, vigilaba estrechamente a los silenciosos criados. Y cada triclinio recibió una de aquellas vivas lucernas provistas, como digo, de un mástil de hierro de metro y medio de altura. E imaginé que el severo y puntilloso hombre que dirigía a la servidumbre era el tricliniarcha, una especie de maître o mayordomo, responsable de la cocina y del perfecto funcionamiento de la cena.

Y con las treinta nuevas candelas, el recinto, iluminado ya por sesenta antorchas colgadas y repartidas a lo largo del muro circular, se convirtió en una centelleante ascua. Y las miriadas de jaspe rojo de la bóveda tiritaron como un segundo e insinuante firmamento.

Todo, al parecer, se hallaba a punto para el festín. Una celebración, como no tardaría en comprobar y padecer, al más puro estilo romano.

Y presintiendo que Poncio y sus desconocidos invitados aparecerían de un momento a otro me apresuré a echar un vistazo a los grandiosos murales que alegraban el semicírculo izquierdo del triclinium.

Y conforme fui inspeccionándolos, el ánimo de este explorador se turbó.

«Aquello» no podía ser casual. Tampoco el fruto de la calenturienta imaginación de un artista.

Y tratando de serenarme volví a repasarlos.

En un arco de sesenta metros (casi la mitad del comedor), magistralmente pintadas sobre estuco y en la comprometida técnica del fresco, creí distinguir cinco escenas, aparentemente relacionadas. La última, muy próxima al portón de bronce, se hallaba todavía en fase de ejecución, simplemente esbozada a carbón sobre el segundo soporte de cal apagada [86]. Probablemente, en una nueva sesión, el pintor la remataría.

El primero de los «cuadros», a la izquierda del gran ventanal, fue el más fácil (?) de interpretar. Y quien esto escribe, como digo, se vio asaltado por una incómoda sensación.

En la gélida brillantez del fresco, entre rojos desgarrados de cadmio, negros marte y alquímicos, azules ultramar, blancos alpinos, verdes jungla y sienas tostados, identifiqué a un viejo y familiar héroe mitológico: Jasón, príncipe de Yolcos.

El mito de Tesalia, como narra la leyenda [87], calzado con una sola sandalia, daba muerte con su lanza a una monstruosa serpiente. Al fondo, colgando de un árbol, el famoso Vellocino de Oro. Y junto a Jasón, la hechicera Medea, su enamorada.

Pero lo que me impactó fue la cabeza del reptil. Por razones que obviamente ignoraba, el artista la sustituyó por otra perfectamente reconocible: la de Poncio.

¿Jasón dando muerte al gobernador?

A mi regreso de la Palestina de Jesús de Nazaret creo haber comprendido.

La muerte de la serpiente era un símbolo. Y supongo que el hipotético lector de estos diarios no tendrá dificultad para entender a qué clase de «muerte» me refiero. La imagen de Poncio dibujada en estas torpes páginas constituye un «lanzazo» mortal a cuantas versiones sobre su personalidad han circulado por la Historia.

Ahora bien, ¿cuál era el origen de esta «inspiración»? ¿Cómo explicar la figura del simbólico Jasón pintada en aquella pared? Nadie, en Cesarea, conocía mi verdadera identidad ni los auténticos motivos de mi presencia en Israel.

Y me estremecí. Era para enloquecer.

Pero todo guardaba sentido. La solución llegaría de la mano de un personaje tan singular como desconocido. Y al despejarse, como le sucediera al Poncio del fresco, el enigma me hirió de muerte…

La siguiente escena, sin duda, fue la más ardua y sobrecogedora. En especial por lo insinuado en el arma de uno de los protagonistas.

Y al comprender, una anestesiada angustia se enroscó en quien esto escribe.

En un dominante azul cerúleo, apenas inquietado por nerviosas pinceladas en ocre trigo, negro petróleo y rojo sangre, el enigmático pintor había recreado de nuevo la imagen de Jasón, acompañada esta vez de un Poncio igualmente desnudo. Ambos, arrodillados, devoraban ansiosamente a un tercer individuo. Este último, con la cabeza vuelta hacia el espectador, sonreía cínicamente. Su mano derecha empuñaba una larga y temible hoz.

Y al reparar en la leyenda pintada sobre la cuchilla el corazón se detuvo.

¡Imposible!

Aquello tenía que ser una pesadilla. Y estaba en lo cierto…

En números romanos y en caracteres latinos podía leerse: «Tres mil días».

Aquel tercer personaje, devorado por el gobernador de la Judea y por el héroe de una sola sandalia, era Crono, dios del tiempo [88]. Mis sospechas se verían ratificadas poco después por esa interesante persona a la que aludía anteriormente.

La intuición, en efecto, me puso en el camino correcto.

Pero ¿cómo era posible? ¿Quién sabía…?

Instintivamente asocié la macabra escena a mi propia tragedia. También creí entender la del gobernador, aunque no estoy tan seguro. Esto fue lo que me dictó el instinto:

Tanto Poncio como Jasón (el mitológico y el de carne y hueso) vencerían al tiempo. Los dos primeros han pasado a la Historia. Han «devorado» a Crono. El tercero, el «Jasón de Tesalónica», a su manera, también dominó el tiempo y —quién sabe—, quizá haga «historia», no en los calendarios, sino en los corazones.

Pero aquella «victoria» encerraba una segunda lectura. Menos importante pero igualmente dramática. Así, al menos, fue interpretada por este explorador.

Como no podía ser menos, Crono terminaría vengándose. La descarada sonrisa no dejaba lugar a dudas. Y el plazo para el mortal desquite aparecía siniestramente marcado en la simbólica e implacable hoz: «Tres mil días».

En otras palabras, nueve años, aproximadamente.

Y una vieja «compañera», una angustia desterrada a duras penas en la sima del alma, se presentó no menos sarcástica ante quien esto escribe.

La grave dolencia que padecíamos —consecuencia de las inversiones de masa— había fijado nuestras expectativas de vida, justa y casualmente (?), en ese límite.

¿Casualidad? ¿Era aquello otra casualidad?

Rotundamente, no. Detrás de los murales, como veremos, anidaba «algo» que fundió mis esquemas…

En cuanto a Poncio, por lo que acerté a deducir, nunca supo, ni sospechó, del carácter premonitorio de dicha pintura. El «aviso», sin embargo, también le afectaba.

Ésta fue mi interpretación:

Aunque, como ya dije, no disponemos de datos concretos y fiables sobre su posible suicidio, es verosímil que la muerte se lo llevara a los nueve años, más o menos, contando a partir de aquel histórico 30 de nuestra era. De algo sí estamos seguros: el gobierno de este psicópata concluyó bruscamente a finales del 36. A raíz de la mencionada matanza de samaritanos, Vitelio, legado del César en Siria, ordenó el traslado de Poncio a Roma. Y sabemos igualmente que el emperador Tiberio murió en el transcurso de ese viaje, precipitando la suerte del gobernador de la Judea. Pues bien, si la muerte del «viejecito» tuvo lugar el 16 de marzo del 37, esto quiere decir que Poncio arribó a la capital del imperio poco después. (En aquella época, entre el 10 de noviembre y el 10 de marzo, el tráfico marítimo por el Mediterráneo quedaba prácticamente paralizado a causa del mal tiempo. Los viajes, por tanto, se hacían por tierra. Teniendo en cuenta que la distancia entre Cesarea y Roma exigía, al menos, cincuenta y cuatro días de marcha, Poncio tuvo que partir de Palestina hacia enero o febrero de ese año 37. Sólo así se explica que llegara después del fallecimiento de Tiberio).

Para su desgracia, el siguiente emperador sería Cayo César, alias Calígula y Botita. Y, como fue dicho, el ex gobernador terminaría desterrado.

Aceptando que la orden fuera firmada a lo largo de ese año 37, la presencia de Poncio en las Galias pudo tener lugar entre dicho 37 y quizá el 38. (Algunas tradiciones señalan la actual Suiza como la región en la que se instaló y se quitó la vida).

La cuestión es que, curiosamente, en el primer tercio del 39 se cumplieron los tres mil días vaticinados en el fresco de Cesarea.

Quizá algún día los descubrimientos arqueológicos o documentales permitan esclarecer la fecha exacta del fallecimiento de este enfermo maniacodepresivo, confirmando la certeza moral de quien esto escribe y bendiciendo la premonición que tuve la fortuna de contemplar.

De todas formas me pregunto: si el artista, o su fuente de información, acertó en el vaticinio sobre Jasón y sus tres mil días, ¿por qué dudar del plazo establecido para la desaparición de Poncio?

La tercera pintura aludía al gobernador, «casi» exclusivamente. Y digo «casi» porque, cuando alcancé a descifrarla, descubrí emocionado —bajo el simbolismo— la estela de otro Personaje muy querido…

En una silla transportable —tipo «curul»—, empleada generalmente por los romanos para impartir justicia, el pintor había retratado a un Poncio niño, con expresión y vestiduras de loco.

Al parecer, alguien más compartía conmigo la seguridad sobre la enfermedad mental del gobernador. Lo increíble es que el suspicaz y agresivo Poncio hubiera admitido semejante insulto en la pared del triclinium, a la vista de propios y extraños. También tenía una explicación, muy típica de un ser esclavizado por la superstición.

El niño, deformado por un rostro de adulto, aparecía acurrucado, temeroso y casi perdido en la enorme silla. Vestía túnica roja, un extraño tocado amarillo, collar o gorguera azul tormenta con cascabeles blancos rayados en negro y pies ensangrentados.

Las manos eran garras. Probablemente de cocodrilo. La derecha sostenía un trozo de papiro. La izquierda sujetaba un recipiente de vidrio transparente, similar a un vaso, y aparentemente vacío.

Los «saltones» ojos del infante, aterrorizados, miraban fijamente al vaso. Mejor dicho, a una diminuta figura alada, sin cara (una especie de hada), que permanecía sentada en el filo de dicho vaso.

Al principio no fui capaz de resolver el significado de tan críptica y expresiva pintura. Minutos después, en el transcurso de la cena, ese «alguien», responsable, como digo, de la «inspiración», aclararía el misterio. Y entendí el certero alcance de la escena en general y de la supuesta «hada» en particular.

Y en beneficio de la narración adelantaré lo que me fue revelado al respecto.

Aquel Poncio simbolizaba bestialidad (garras de cocodrilo), irresponsabilidad (vestiduras y adornos de loco) e inconsciencia (aspecto de niño). Es decir, a alguien tan malvado e irreflexivo como para abrir el peligroso «vaso de Pandora», otro de los mitos clásicos [89].

El trono de la justicia y el papiro —según mi confidente— representaban un hecho concreto de la vida del gobernador. Un acontecimiento que yo mismo presencié en la mañana del viernes, 7 de abril: el simulacro de juicio a Jesús de Nazaret por parte de Poncio y la nota con la advertencia de su esposa, aconsejándole que dejara libre a aquel Justo.

Y en una pirueta mágico-simbólica, la «clave» de la pintura: la pequeña criatura alada sentada en el borde del vaso. A pesar de la injusticia, debilidad y delirio de Poncio, éste, sin saberlo, estaba propiciando la aparición en el mundo de la Gran Esperanza.

Por supuesto, mi informante no acertó a intuir el enorme valor esotérico de lo que ordenó pintar. Sencillamente, se limitó a ser fiel a lo «recibido». Sí comprendió una parte: el papel jugado por el gobernador en dicho suceso. El simbolismo del «vaso de Pandora», sin embargo, pasaría inadvertido.

Del penúltimo cuadro, amén de describirlo, poco puedo decir. Ni la persona que lo «dictó» supo darme razón, ni quien esto escribe ha conseguido descifrar su enigmático contenido. Eliseo, mi hermano, trabajó durante meses intentando desentrañar el indudable y simbólico mensaje. Pero fracasó. Quizá alguien, experto e iniciado, al leer estas líneas, tenga más suerte que nosotros.

Aquel fresco aparecía dominado por una tormentosa combinación de blancos espumeantes, bermellones solares, azules submarinos y negros funerarios.

En primer plano, sobre una pira mortuoria, se distinguía con dificultad la figura de un hombre. Y digo con dificultad porque aquel cadáver estaba siendo incinerado. El rostro, por supuesto, no pertenecía a ninguno de los personajes conocidos por este explorador. El semblante expresaba una intensa paz. En realidad, más que muerto, parecía dormido. Las llamas, afiladas y en un vivísimo cinabrio, llegaban prácticamente al cielo.

El individuo, desnudo, mostraba en la palma de la mano izquierda algo que me recordó un corazón.

A la derecha de la ardiente pira, de frente, el artista había representado un segundo y no menos misterioso personaje: una mujer joven, de negra cabellera, vestida con larga túnica blanca y sosteniendo entre las manos un pergamino abierto. Tenía los ojos fijos en el rollo. Evidentemente leía con gran atención. Y un desconcertante llanto de color azul resbalaba por mejillas y vestidura hasta fundirse con el «suelo». Un «suelo» que, al parecer, no era otra cosa que el mar. Y tuve la impresión de que lágrimas y mar formaban un todo.

Y al leer el título dibujado en el pergamino la confusión fue total. Aquella «repetición», justamente, sería la causa de los sucesivos intentos de penetración en el irritante criptograma. En un principio imaginamos que podía guardar relación con nosotros mismos o quizá con el gobernador. Pero, como digo, el misterio resultaría inexpugnable.

«Tres mil días».

Así rezaba la mencionada leyenda.

Por supuesto, aquella «locura» estuvo a punto de perderme. El fondo del enorme mural era un cerrado y brillante firmamento (?) negro, con un gigantesco sol naciente (?). Y en el interior del disco, cincuenta y ocho pequeños círculos, todos en un blanco plateado. Y en el que ocupaba el centro geométrico del supuesto sol, tres palabras. La primera en arameo y las dos siguientes en latín: «Ab-bā: janua vitae».

Es decir, «Padre: puerta de la vida».

La insólita combinación me dejó perplejo. Era la primera vez que veía, en una misma frase, conceptos pertenecientes a culturas tan diferentes y, sin embargo, magistralmente trabados. Pero había algo más en aquel título. Algo sutil que nos arrastró de inmediato a la filosofía del Hijo del Hombre. Como creo haber citado, Jesús de Nazaret era un enamorado, un entusiasta, de esa palabra: «Ab-bā». Un término que, para el Maestro, significaba mucho más que «padre». El sentido, exactamente, era el de «papá», pero dirigido a su Padre Celestial.

Un «Papá», Dios y puerta de la vida…

Para este explorador, después de caminar junto al Galileo durante tanto tiempo, la expresión tenía un profundo y esperanzador significado. Y, evidentemente, también para el desconocido que ardía en la pira funeraria. Pero ¿quién era?

Como digo, cada uno de los símbolos fue analizado minuciosamente.

El hecho objetivo de la incineración nos hizo descartar, en principio, a los judíos. En aquel tiempo, contrariamente a la costumbre de los romanos, los hebreos sentían auténtica repugnancia por la cremación de los cadáveres [90]. Iba sencillamente en contra de sus creencias sobre la vida eterna. El muerto, por tanto, debía de ser un gentil. Quizá un romano.

En cuanto al corazón en la mano, todas las consultas resultaron infructuosas. Eliseo apuntó una hipótesis que, obviamente, se quedó en eso: quizá el artista quiso significar que aquel hombre —por su generosidad—, más que en el pecho, tenía el corazón en la mano.

Tampoco la imagen de la mujer aportó mayor información. Sólo un detalle parecía claro: vestía de blanco, símbolo de luto entre aquellas gentes. ¿Guardaba relación con el fallecido? ¿Podía tratarse de la viuda? El llanto, desde luego, expresaba algún vínculo afectivo con el cadáver. Pero ¿por qué fue pintado en azul? ¿Y por qué la fusión de las lágrimas con el supuesto mar?

Este río de interrogantes se convertiría en un furioso wadi al enfrentarnos al pergamino. ¿Qué contenía el rollo desplegado por la joven? ¿Por qué se repetía la trágica cifra? ¿Qué tenía que ver aquel individuo con los «tres mil días»? ¿Significaba lo mismo para él que para Poncio y para Jasón?

El no menos enigmático sol (?), por último, nos remató. No hubo forma de atacarlo. A excepción de las tres palabras, los cincuenta y ocho pequeños círculos se resistieron una y otra vez.

¿Un sol naciente? Tratándose de la muerte también podía ser un ocaso.

Cincuenta y ocho círculos rodeando la frase «Papá [Dios]: puerta de la vida»…

El círculo, en muchas mitologías, simbolizaba perfección, poder divino, cielo y tiempo.

¿Tiempo?

Entre los mesopotámicos, por ejemplo, fue una medida de tiempo. Lo dividieron en 360 grados, agrupados en seis segmentos de 60. «Shar», justamente, quería decir universo.

¿Una medida de tiempo? ¿Para qué o para quién? ¿Qué secreto escondía aquella pintura? ¿Hablaba quizá de los años vividos por el personaje de la pira? ¿Cincuenta y ocho?

E impotentes nos rendimos.

Sólo las palabras del disco central se mostraron relativamente dóciles. Estaba claro que reflejaban una idea capital para el protagonista de la escena. Pero ¿qué pagano, en aquel tiempo, adoraba o consideraba a un solo Dios? A decir verdad, ninguno. Únicamente los judíos profesaban una religión monoteísta. Pero aquel, aparentemente, no lo era. Además, ningún hebreo se hubiera atrevido a designar al siempre distante y severo Yavé con el cariñoso y familiar apelativo de «Papá». Como se sabe, ni siquiera pronunciaban su nombre.

Y una pesada duda nos acompañó el resto de la misión. Aquel gentil —el «hombre del corazón en la mano», como lo bautizamos desde entonces— tenía que haber conocido al Maestro o sus enseñanzas. Pero ¿por qué fue inmortalizado en aquel triclinium? Y, sobre todo, ¿por qué este explorador tuvo que saber de su existencia?

Algo es cierto: nada es casualidad…

E insisto: si las restantes pinturas encerraban un innegable valor simbólico —casi profético—, ¿por qué dudar de la naturaleza igualmente premonitoria (?) del penúltimo fresco? Sé que «algo muy especial» me fue mostrado por el Destino (?). Pero, como decía, mi corto y torpe conocimiento no ha sido capaz de descubrirlo… por ahora.

En cuanto al último boceto…

La verdad es que apenas pude fijarme. De pronto escuché música. Civilis abandonó la jarra y cruzó el gran círculo precipitadamente, reuniéndose con quien esto escribe. Los soldados que guardaban el portón de bronce se cuadraron y, apartando los pilum, dejaron paso a un Poncio sonriente y eufórico. Y detrás, una treintena de invitados, igualmente joviales, parlanchines y despreocupados.

El gobernador, al verme, cambió de dirección y, moviéndose al ritmo de la música, se aproximó hasta quien esto escribe, abrazándome. Después, sin perder el compás, continuó hacia el ninfeo.

Supongo que me sonrojé. Y el centurión, divertido, se fue tras él.

En un primer momento, aturdido por la súbita reacción del gobernador, no tuve claro de dónde procedía aquel repugnante olor. La cara de Poncio, es cierto, presentaba un grueso y lechoso maquillaje, realzado por unas finas pinceladas verdes bajo los ojos. Poco después, Claudia Procla satisfaría mi curiosidad. El desagradable «perfume», efectivamente, nacía de la mascarilla de su marido, elaborada con excrementos blancos de cocodrilo, otra de las modas del momento.