Desperté sobresaltado. Casi lo había olvidado. La computadora central —nuestro fiel Santa Claus— no entendía de pájaros. Y hacía muy bien. Mi hermano, tras verificar la pantalla, me tranquilizó. Algunas madrugadoras bandadas de aves —como cada amanecer—, al penetrar en el escudo infrarrojo, hicieron saltar las señales acústicas y luminosas del «panel panic». Aquella servidumbre no tenía arreglo. Poco a poco, sin embargo, iríamos acostumbrándonos. Es más, con el tiempo, lo agradeceríamos. Las puntuales irrupciones de las colonias migradoras y autóctonas en torno a la nave se convertirían en el mejor despertador para aquellos, casi siempre, extenuados exploradores.
Esta vez, en cambio, no se trataba de las alegres y confiadas palomas o tórtolas, tan abundantes en los cercanos riscos del har Arbel. Al asomarme a una de las escotillas descubrí con desagrado que los intrusos eran negros y funerarios cuervos de cola en abanico (los Corvus rhipidurus), expertos carroñeros, recibidos siempre a pedradas por los supersticiosos judíos. Y a pesar de mi supuesta inteligencia, me vi contagiado por aquel sentimiento de rechazo. ¿Cómo terminaría la jornada?
Eliseo me devolvió a la realidad. Las lecturas de los sensores exteriores de la «cuna» parecían inmejorables. El «emagrama de Stüve» presentaba inversión térmica, calma chicha (alrededor de 1 020 mb), presión en ascenso, visibilidad ilimitada y una temperatura preocupante para tan temprana hora: 15º Celsius en el orto solar (5.15 h).
Y tras un excelente desayuno —a la «americana» por supuesto—, mientras mi hermano acometía con entusiasmo la puesta a punto del delicado «tatuaje» (el dispositivo de seguridad que deberíamos portar en la obligada exploración del lugar donde se asentaría la nave definitivamente), quien esto escribe repasó por enésima vez el plan previsto para aquel sábado.
Al abandonar el lago, camino de Nazaret, la situación era la siguiente:
En la mañana del 23 de abril, el impulsivo Simón Pedro inició un apasionado discurso frente al caserón de los Zebedeo, en Saidan. Deseaba «abrir los ojos a la buena nueva de la resurrección del Maestro» a la muchedumbre que se concentraba en la aldea. Pero la predicación fue interrumpida por algunos de sus compañeros. Como ya relaté, aquel domingo se registraría una desagradable polémica entre los íntimos de Jesús. Parte de los discípulos —con el fogoso e irreflexivo Pedro a la cabeza— decidió que había llegado el momento de salir a los caminos y anunciar el formidable hecho de la resurrección. Dicho grupo —con la abierta oposición de Juan Zebedeo, Mateo Leví y Andrés, el hermano de Simón Pedro— pretendía además que el anuncio del reino se iniciara en Jerusalén. (Pedro estaba convencido que Jesús se hallaba definitivamente junto al Padre y que no regresaría durante un tiempo). Juan, sin embargo, basándose en «algo» que le fue comunicado por el propio Resucitado en la última de las apariciones, defendía lo contrario: convenía esperar en el lago hasta que se produjera la tercera presencia del Maestro.
Esta situación creó una atmósfera explosiva. Pedro, irritado, se enfrentó a los disidentes. Pero, cobarde e inseguro como siempre, se cebó en su hermano, humillándole por dudar de sus palabras. Finalmente aceptaron una tregua. Si el Resucitado no aparecía en el plazo de una semana, Simón seguiría adelante con su plan. Y regresando junto al gentío, los emplazó para la hora nona (las tres de la tarde) del sábado, 29, en la playa de la aldea. Entonces hablaría abiertamente.
No me cansaré de insistir en ello. Aquella disputa sería el principio del fin. Estábamos asistiendo al nacimiento de un líder —Simón Pedro— y a una irremediable división entre los «once». Una ruptura ideológica que culminaría en los célebres y manipulados hechos acaecidos en la fiesta de Pentecostés. Mientras el grupo de Mateo Leví (el publicano) pretendía extender el auténtico mensaje del Maestro (la realidad de un Dios-Padre y la fraternidad entre los hombres), Pedro y el resto, deslumbrados por la resurrección, centraron las predicaciones en la figura del rabí de Galilea. Y surgiría una religión «a propósito de Jesús». Pero no adelantemos acontecimientos. Lo que importaba en aquellos momentos es que nos hallábamos al final de la mencionada tregua.
Ahora, todo dependía de la supuesta nueva aparición del Galileo. Pero ¿tendría lugar? Y en caso afirmativo, ¿dónde y cuándo?
Lo único claro en aquel rompecabezas es que —de no producirse dicha presencia— Simón Pedro, cumpliendo lo prometido, se dirigiría a la multitud a las tres de la tarde en la playa de Saidan.
Mi trabajo, en consecuencia, consistiría en permanecer lo más cerca posible de los íntimos, intentando asistir al prodigio, suponiendo que ocurriera. La aparentemente sencilla labor tropezaba, sin embargo, con un par de inconvenientes. Primero: la ya conocida hostilidad de algunos de los discípulos hacia mi persona. Esto podía entorpecer el seguimiento. Segundo: la nada remota posibilidad de que los apóstoles se hubieran embarcado la noche anterior, con el fin de pescar, tal y como tenían por costumbre. Ello encerraba un riesgo: que la pretendida presencia del Maestro se registrase en aquel amanecer y con los apóstoles como únicos testigos. De hecho, así sucedió el viernes, 21 de abril [26]. De ser así, parte de aquella misión habría fracasado.
Contemplamos también la hipótesis de una aparición a lo largo de la jornada y en un lugar cerrado. Tampoco sería una novedad. ¿Dónde? Por lógica, en el caserón de los Zebedeo. Allí se refugiaban los íntimos y, presumiblemente, si el viaje transcurrió con normalidad, los expedicionarios procedentes de Caná. Éstos, junto a Natanael, el «oso», tenían que haber arribado a Saidan a primeras horas de la tarde del día anterior. Y deduje que allí seguirían.
Pero, obviamente, estos planteamientos sólo eran especulaciones.
El difícil dilema nos empujó incluso a preparar el lanzamiento de uno de los «ojos de Curtiss». Pero ¿hacia dónde? Y en el caso de que no acertáramos a detectar al Resucitado, ¿cuánto tiempo debíamos mantenerlo en el aire? Finalmente desistimos, confiando en mi buena estrella. Lo haríamos a la manera habitual: apostamos por una investigación directa y sobre el terreno. Naturalmente, como ya habrá adivinado el hipotético lector de estas memorias, las cosas se encadenarían al revés de como habíamos supuesto…
Y sin pérdida de tiempo, a las 9 horas —con el último par de «crótalos» y la inseparable «vara de Moisés»—, abandoné la «cuna», dispuesto a recorrer los siete kilómetros que me separaban de Saidan, la aldea de pescadores. Si este explorador tenía la fortuna de presenciar la nueva aparición del Hijo del Hombre, el plan era simple: alertar al módulo —vía láser— y catapultar uno de los «ojos». Pero, como venía diciendo, el hombre propone…
Y al inspeccionar los alrededores caí en la cuenta de un nuevo error. La calzada que lamía el extremo sur de «nuestra» colina, uniendo Tiberíades con Migdal y Nahum, aparecía extrañamente solitaria. También el yam —azul y dormido— presentaba una escasa actividad. Sumé ocho o diez embarcaciones, bregando a fuerza de remos o al garete cerca de la costa oriental, aprovechando la relativa templanza de la mañana para faenar.
¡Estúpido de mí! Olvidé que nos hallábamos en pleno sábado. Esto anulaba, muy probablemente, la posibilidad de que los íntimos del rabí se hubieran embarcado. Aunque la mayoría no comulgaba con la enfermiza rigidez del descanso sabático, por interés propio procuraba respetarlo en lo sustancial.
Y animado por lo que parecía un golpe de suerte, descendí hacia la «vía maris». A pesar de la ausencia de caminantes, por pura precaución, elegí el rumbo del circo basáltico que se abría en el costado oriental del promontorio. Saltar a la senda principal por el espolón sur hubiera sido arriesgado.
Y en minutos dejé atrás la estrecha y zigzagueante pista de tierra rojiza que partía de la cripta ubicada entre las enormes moles de basalto. Un cementerio de triste recuerdo para Eliseo y para quien esto escribe.
Todo continuaba prácticamente igual. Los dorados campos de trigo duro y escanda, castigados por las fuertes y recientes lluvias, empezaban a recuperar la verticalidad, doblando las cabezas con sumisión a causa de las bien preñadas espigas.
Y al pisar la calzada romana, a la vista de los negros muros de Nahum, me vi asaltado por una incómoda duda. Uno de los objetivos de aquella incursión era cambiar el denario de oro. Y a trescientos o cuatrocientos metros del pueblo me pregunté si debía entrar y aventurarme en la siempre irritante operación de canje. Absortos en los problemas de fondo, ni Eliseo ni yo habíamos prestado excesiva atención a este, aparentemente, insustancial trámite doméstico. La experiencia, sin embargo, nos iría enseñando. Ninguno de aquellos asuntos podía ser descuidado, por muy venial que pudiera parecernos. Algunos, incluso, como ya he referido y espero seguir narrando, llegarían a colocarnos en situaciones realmente conflictivas. Ésta, para mi desgracia, fue una de ellas.
Siendo sábado —proseguí con mis cavilaciones—, el rutinario negocio podía retorcerse. No obstante —rectifiqué sobre la marcha—, quizá merecía la pena intentarlo. Necesitábamos moneda fraccionaria. No resultaba práctico cargar con una única pieza y de tan considerable valor.
Y sumido en la indecisión, continué el avance, alcanzando el laberinto de huertos que cercaba Nahum por la cara oeste. Algunos propietarios, semiocultos entre los tupidos sicómoros, los altos nogales, las higueras y los radiantes almendros en flor, se afanaban en el abono de la tierra y en la reparación de los muretes de piedra basáltica. Al verme, conocedores de la prohibición de trabajar en sábado, soltaban precipitadamente las herramientas y los cestillos de estiércol, adoptando las más inocentes y conciliadoras posturas. Elevaban los brazos al cielo, entonando a gritos el Oye, Israel o correspondían a mis saludos con exageradas e hipócritas inclinaciones de cabeza. (La Ley prohibía incluso el transporte de abono o arena fina «como para surtir el tallo de un algarrobo»).
Y a escasos metros de la triple puerta me detuve. ¿Qué debía hacer?
La cuestión quedó zanjada casi al instante, por obra y gracia de la inevitable «nube» de mendigos, lisiados y truhanes que se agitaba bajo los arcos, pendiente ya de la posible «víctima». No me sentí con ánimos para cruzar aquel semillero de posibles problemas. Y pasando de largo pospuse el cambio para una mejor oportunidad. Quizá a la vuelta de Saidan, me consolé.
Y decidido bordeé Nahum a la búsqueda del puentecillo que saltaba sobre el río Korazín.
Instantes después tendría que admitir que la decisión de aplazar el cambio no fue tan correcta como cabía suponer.
Frente a mí, a la derecha de la ruta, apareció «algo» con lo que no contaba. Mejor dicho, que había olvidado: la casa de una planta que hacía de aduana entre los territorios de Filipo, al norte, y los de su hermanastro Antipas, por los que avanzaba este desmemoriado explorador.
Y, como decía, un problema aparentemente inocuo —el canje de moneda— terminaría enconándose y arrastrándome a una situación límite.
El estúpido olvido me descompuso. Si el vigilante reclamaba el «peaje» —no más allá de un as (un denario de plata equivalía a veinticuatro ases)—, ¿qué podía hacer? ¿Mostrarle el aureus? Suponiendo que aceptara, ¿a qué me arriesgaba? Probablemente a ser robado en el cambio. ¿Pasaba de largo? Me negué en redondo. La presencia de dos soldados, al pie de una de las corpulentas higueras que sombreaba la fachada de la casona, me inclinó a conducirme con cautela.
Y despacio, simulando naturalidad, fui a situarme frente a los mercenarios. Casi ni me miraron. Y continuaron conversando en una jerga indescifrable para quien esto escribe. Supuse que se trataba de voluntarios —generalmente sirios, tracios, españoles o germánicos—, integrantes de las tropas auxiliares. Lejos de la rígida disciplina que imponían los suboficiales, acosados por la alta temperatura, se habían desembarazado de las corazas anatómicas, de los jubones de cuero sobre los que descansaban habitualmente las armaduras y de los cascos metálicos. Todo ello, junto a las picas, gladius y escudos cuadrangulares, descansaba a corta distancia, a la sombra del árbol. Unas túnicas rojas, de mangas cortas hasta los codos, constituían el único vestuario…, de momento.
Y tras unos segundos de vacilación, extrañado ante la ausencia del griego que revisara días antes la malograda cesta de víveres, me atreví a interrumpirlos, preguntando por el funcionario. Pero sólo obtuve silencio y malas caras. Sospechando que no comprendían el arameo galilaico, repetí la cuestión en koiné, el griego «descafeinado» de uso común en todo el Mediterráneo. El resultado fue igualmente negativo. Peor aún. Evidentemente molestos por la insistencia de aquel extranjero, uno de los mercenarios —por toda respuesta— fue a lanzar un salivazo a una cuarta de mis sandalias. Estaba claro. Y procurando sortear un posible conflicto, di media vuelta, alejándome hacia la calzada.
Y me felicité por la oportuna ausencia del funcionario. Pero la alegría duró poco.
Un sonoro «¡Bastardo!» me obligó a detenerme. En parte me tranquilicé: fue pronunciado en un pésimo arameo. No me equivoqué. Al volverme descubrí bajo el dintel de la puerta al griego del gorro de fieltro y la chapa de latón sobre la túnica. Y autoritario indicó con la mano que me aproximara. Obedecí contrariado. Y de malos modos —como si hubiera interrumpido algo importante— preguntó qué deseaba. En segundos adivinaría el porqué de su indignación. Una sensual voz femenina se escuchó de pronto en el interior de la casa, reclamando insistentemente al griego. Los soldados redondearon la escena con unas mordaces risitas. Aquello sólo vino a caldear la ya embarazosa situación. El aduanero —rojo de ira— perdió la escasa paciencia y, considerándome cómplice de los guardias en la poco caritativa interrupción, alzó la mano intentando abofetearme.
Detuve el golpe. Y haciendo presa en la muñeca derecha, con una rápida llave, fui a doblar el brazo sobre su espalda, inmovilizándole. Sorprendido, sin dejar de gemir, reclamó el auxilio de los mercenarios. Y antes de que pudiera darme cuenta las brillantes puntas en flecha de dos pilum oscilaron amenazadoras frente a mi garganta.
Solté al aduanero y, tratando de recomponer los nerviosos ánimos, les hice ver que sólo deseaba satisfacer la tasa y reanudar el camino hacia Saidan. Y cometí el peor de los errores. Animado por una ingenuidad tan conmovedora como peligrosa, eché mano de la bolsa de hule, mostrando el denario de oro.
Debí intuirlo. La aparición del aureus fue milagrosa. Sospechosamente milagrosa. Griego y soldados modificaron la agresiva actitud y, de pronto, bajando las picas, todo fue cordialidad y buenas maneras.
Los mercenarios, a una señal del funcionario, retornaron bajo el árbol. Y el griego olvidó incluso las obscenas reclamaciones de la mujer. Y deshaciéndose en falsos halagos hacia mi valor y destreza, rogó que disculpara su torpe conducta. Y tomándome por el brazo me acompañó hasta la «vía maris», recordándome que —al no transportar carga— no estaba obligado a pagar «peaje». Me sentí como un perfecto imbécil. Aquel fallo informativo pudo costarme muy caro.
Y desconcertado por el lapsus perdí de vista las auténticas intenciones del corrupto funcionario y de sus secuaces. Sinceramente, aún tenía mucho que aprender…
El maldito griego se despidió con una forzada reverencia, «recomendando que extremara las precauciones en el camino hacia Saidan». Como digo, no supe adivinar la razón de aquel súbito y singular cambio. Pero no tardaría en averiguarlo.
Y algo más sereno crucé el puente, tomando el sendero de tierra que nacía en los contrafuertes de la calzada. La «vía maris», como ya describí en su momento, nada más brincar sobre las terrosas aguas del Korazín, giraba bruscamente hacia el norte, perdiéndose entre olivares y terrazas de cereales.
A partir del río, por espacio de kilómetro y medio, la senda aparecía prácticamente despejada, con algunas formaciones rocosas a la izquierda y las tranquilas aguas del lago a poco más de cien metros por la derecha. Acto seguido corría hasta el fondo de un wadi o depresión de escasa profundidad, improductivo y de laderas salpicadas por arbustos de alcaparro, cardos, anabasis y retamas. Aquél era el punto más alejado de la costa: alrededor de medio kilómetro. Desde allí hasta el Jordán, con algunas modestas curvas, la vereda penetraba en un sombrío y espeso bosque de tamariscos y gruesos álamos del Éufrates. En total, desde la aduana hasta las rápidas y marrones aguas del río bíblico, debía salvar unos tres kilómetros y medio. Y prudentemente, al descender por el wadi, establecí la última conexión auditiva con el módulo. Aquella barranca —a quince mil pies de la «cuna»— era el límite. A partir de allí sólo podría enviar señales —vía láser—, pero sin posibilidad de respuesta por parte de mi hermano. Afortunadamente, enfrascado en su trabajo, Eliseo había mantenido cerrado el canal auditivo. (A raíz del penoso incidente en la cripta funeraria del circo basáltico, dicha conexión fue rectificada, pudiendo ser abierta indistintamente por cualquiera de los pilotos) [27]. De haber estado alerta habría oído y conocido parte del desagradable incidente en la aduana. Y estimando que el suceso —una vez superado— no merecía mayor consideración, oculté lo ocurrido. Pero Eliseo —sagaz como siempre— sí preguntó. Sabiendo que la partida de la «cuna» fue registrada en el ordenador a las 9 horas y que el tiempo empleado normalmente hasta Saidan no debía superar una hora y media, ¿cómo es que la conexión se producía a las 10 y a medio camino de la aldea? No quise inquietarle. E improvisé una excusa que, en parte, se acercaba a la verdad: me entretuve evaluando la idea de un posible cambio del aureus. No quedó muy convencido e insistió en que multiplicara la prudencia, al menos hasta la puesta a punto del «tatuaje».
Y reconociendo la sensatez de sus palabras me introduje en el cerrado bosque de álamos y tamariscos. El súbito frescor me relajó. Y durante un corto trayecto disfruté de la rumorosa espesura. Los grises —casi blancos— troncos de los álamos (el Arbor populi o «árbol del pueblo» para los romanos) se estiraban desafiantes hasta treinta metros de altura, tejiendo una bóveda verde, púrpura, amarilla y rosa. Por debajo, más humildes pero igualmente bellos, se apretaban los Tamarix gallica: los tamariscos, de tres a seis metros, de troncos múltiples, ramificados desde la base y vestidos de oscura ceniza. Las hojas, pequeñísimas, casi escuamiformes, competían en un verde glauco con los largos y colgantes penachos de florecillas rosas que remataban el ramaje horizontal, en permanente disputa con la sobria verticalidad de sus hermanos, los álamos.
Pero la paz se vio interrumpida por un súbito crujido. Sonó nítido a mis espaldas. Y me volví, imaginando que podía tratarse de algún animal o de otro caminante.
Inspeccioné la senda que garrapateaba entre los árboles, pero no acerté a descubrir al responsable del sonido. Y no concediendo mayor importancia reanudé la marcha.
Instantes después, sin embargo, un sordo cuchicheo me puso en guardia. Giré de nuevo sobre los talones y a cosa de veinte pasos creí distinguir una sombra que se ocultaba precipitadamente tras uno de los corpulentos álamos. El instinto, acompañado de un escalofrío, me advirtió que algo no iba bien. Extraje lentamente las «crótalos» y las adapté a los ojos. Y los colores fueron nuevamente «traducidos» por mi cerebro. El blanco de los troncos se tornó plata, el verde surgió rojo y naranja y el azul del cielo más oscuro y marino.
Aguardé tenso. Y al poco, comprendiendo que habían sido descubiertos, dos individuos se destacaron sigilosos entre la arboleda, reuniéndose en la pista. Y caminaron resueltos hacia quien esto escribe.
Y en décimas de segundo fui consciente del error cometido en la aduana y del porqué del brusco cambio de actitud del funcionario.
Los dejé avanzar.
Las rojas túnicas —ahora negras— y los gladius que empuñaban —brillando en un blanco fulgurante— los identificaron al punto. También las intenciones de los mercenarios parecían claras. Pero este explorador no estaba dispuesto a ceder. El aureus seguiría conmigo.
Al llegar a cinco o seis metros se detuvieron. La intensa carrera desarrollada para darme alcance los había cubierto de sudor. Rostros, brazos, manos y piernas aparecían teñidos de un amenazador color azul verdoso.
Y, deslizando los dedos hacia el clavo del láser de gas, me preparé.
Los soldados, apuntando con las temibles espadas de doble filo, señalaron la bolsa que colgaba del ceñidor. Entendí perfectamente: reclamaban el dinero.
Yo sabía que, aunque se lo entregase, aquella basura no respetaría mi vida. Una denuncia ante el jefe de la guarnición en Nahum podría conducirlos a la muerte por apaleamiento.
E inmóvil, con el semblante endurecido, aguardé la primera acometida.
Irritados ante mi insolencia repitieron la demanda, blandiendo las hispanicus con impaciencia y pronunciando la palabra «aureus», la única que, al parecer, dominaban a la perfección. Pero sólo obtuvieron silencio y un rictus de desprecio.
Agotada la paciencia, uno de ellos levantó el gladius por encima de la cabeza, dispuesto a segar la reunión —y mi vida— expeditivamente. En ese instante, un «hilo» de luz negra partió del cayado haciendo blanco —con una potencia de cincuenta vatios— en los desnudos dedos que sobresalían entre el cuero de la sandalia derecha. Y berreando cayó a mis pies. La quemadura, aunque superficial, le inutilizaría durante algún tiempo.
El segundo mercenario, atónito, sin entender lo ocurrido, no supo dónde mirar. Y antes de que reaccionara, una nueva descarga —esta vez de quinientos vatios— perforó el hierro de su espada. (El dióxido de carbono permitía cortar una plancha de acero dulce de 1,5 milímetros de espesor a razón de un centímetro cada 0,07 segundos).
Y desconcertado, con los ojos a punto de salirse de las órbitas, observó cómo un «poder» invisible incendiaba y ennegrecía vertiginosamente el gladius que sostenía en la mano derecha. Y en 0,42 segundos, la hoja —de seis centímetros de anchura— se derritió a dos dedos de la empuñadura, cayendo en el camino.
Y espantado, sin mirarme siquiera, olvidando a su compinche, dio media vuelta y huyó entre alaridos.
El soldado caído, al percatarse de la fuga de su compañero, se incorporó como pudo y, cojeando, se alejó entre gemidos en dirección a Nahum. Y en la senda quedaron las hispanicus, como mudos testigos del fallido ataque. Por supuesto que evalué la utilización de los ultrasonidos —más rápidos y seguros—, pero en aquellas circunstancias elegí un método que no resultara fácil de olvidar. Si volvía a encontrarlos sabrían a qué atenerse. Lo que no imaginaba es que este incidente me favorecería en un futuro muy cercano…
Y a buen paso, tratando de ganar el tiempo perdido, crucé el puente sobre el Jordán, adentrándome en los dominios de Filipo. Al filo del bosque, como ya señalé, muy próximo a los mojones que anunciaban el territorio del hijo de Herodes el Grande, el camino se dividía en dos. El ramal de la izquierda se adentraba hacia el nordeste, perdiéndose en una extensa planicie pantanosa de doce kilómetros cuadrados, cuajada de minifundios, acequias, chozas de paja, bosquecillos de frutales y pequeñas piscinas. Aquel brazo, mejor pavimentado que el de la derecha, conducía a la ciudad que ostentaba la capitalidad de aquella región: Bet Saida Julias, en honor de la hija de Augusto.
Proseguí por el segundo y deplorable senderillo, sorteando los charcos y las peligrosas nubes de mosquitos que zumbaban a diestro y siniestro. Aquellos quinientos metros, hasta la desembocadura del Jordán, constituían una seria amenaza para el viajero. Y lamenté haber dejado el manto en la nave. La senda se abría paso con dificultad entre un mosaico de lagunas de aguas verdosas y poco recomendables, infectadas de cañas, adelfas, juncos de mar, papiros y un espinoso entramado de arbustos enanos. Sólo las bandadas de martín pescadores de pecho blanco y espalda azul verdosa, revoloteando inquietas sobre los tulipanes de fuego, las varas de azucenas y los perfumados matorrales de menta, ponían una nota tranquilizadora en el insalubre y chirriante pantano.
Y al fin, junto al delta, divisé a lo lejos una negra y emborronada Saidan. Y me sentí nuevamente inquieto. ¿Cómo abordar el caserón de los Zebedeo? ¿Cómo salvar la dura oposición de Juan?
Los últimos mil metros —lo reconozco— fueron un suplicio. Aminoré la marcha, pensando a gran velocidad. Imposible. No conseguí armar una sola idea que me permitiera entrar en la casa y permanecer en ella con naturalidad.
A mi izquierda, en un terreno llano y despejado, entre garbanzos y bancales de habas, empecé a distinguir las siluetas de los campesinos, acarreando cubos o entregados al cuidado de la tierra.
Y continué el avance con un creciente nerviosismo. Tenía que hallar una solución…
A la derecha del camino, a poco más de cincuenta metros, el yam dejaba oír su voz con un rítmico y seco golpeteo sobre la playa.
Una solución…
E impotente —con la mente en blanco— me detuve unos instantes frente a la colonia de plácidas tortugas que sesteaba al sol de la mañana.
Quizá exageraba. Quizá —como apuntó Eliseo— las cosas se presentasen bajo un signo favorable.
Y presa de las dudas lancé una nueva mirada a la aldea. El lugar parecía tranquilo. Algunas columnas de humo ascendían indolentes. Las familias, conocedoras de la próxima e incómoda llegada del maarabit, se apresuraban a preparar la comida del sábado, generalmente más cuidada y surtida.
Y una vez más me dejé llevar. El Destino, siempre imprevisible, dictaría mis movimientos. Y ya lo creo que lo hizo…
Ataqué los últimos cien metros, coronando la empinada pendiente de casi treinta grados que aupaba a Saidan sobre la vega. Y a la vista de las primeras casas me detuve de nuevo bajo el perfumado bosquecillo de sauces y tamariscos del Jordán que sombreaban el final del camino. Los relojes del módulo debían de marcar las once u once y media.
El anárquico cuadro de casitas de una planta se presentó ante este indeciso explorador como un impertinente dilema. ¿Qué dirección tomaba? ¿Me dirigía directamente a la puerta principal del caserón de los Zebedeo? ¿Rodeaba las callejuelas y me dirigía a la playa? ¿Aguardaba a que llegara la muchedumbre emplazada por Pedro para la hora nona? Y de pronto me vi asaltado por otro pensamiento. Había transcurrido una semana desde la solemne promesa de Simón de hablar abiertamente a la multitud sobre la resurrección del Maestro. ¿Recordaría la gente la referida cita?
Y obedeciendo un extraño «impulso» me decidí por la «calle mayor». (El hipotético lector de estos diarios sabrá disculpar la licencia. La supuesta «calle mayor» era en realidad la continuación del rústico camino que conducía a la aldea y que la atravesaba de parte a parte).
Avancé entre los oscuros muros de basalto, hundiéndome sin remedio en el fango. Las lluvias habían convertido el lugar en un cenagal por el que correteaban alegres y despreocupados pelotones de niños descalzos, armados de varas y palos, persiguiendo y mortificando a otras tantas cuadrillas de embarradas y escandalosas ocas. Algunas matronas espiaron mi penoso caminar desde las puertas, siempre abiertas, o por las estrechas troneras que hacían las veces de ventanas. Y el zumbido de las moscas, nacidas a millares en los recalentados estercoleros que menudeaban entre los callejones, el olor a guisotes y pescado frito que escapaba de los patios, y las rebeldes humaredas de las fogatas que combatían la penumbra de las míseras viviendas terminaron envolviéndome como un todo pertinaz e insufrible. Con el tiempo acabaría acostumbrándome también a estos sofocantes escenarios en los que, por supuesto, se movió a diario el rabí de Galilea.
Y al encararme al fin con la puerta de doble hoja del hogar de los Zebedeo la feroz duda me contuvo. Aquellos instantes de vacilación serían decisivos. Me estremezco al pensar en lo que hubiera sucedido si, como era mi intención, acierto a golpear la madera.
Al otro lado del muro, en el patio a cielo abierto, se oían voces. Reconocí algunas. Simón Pedro, Juan Zebedeo, Natanael, Andrés y Tomás discutían, gritaban y se pisaban las palabras entre continuas imprecaciones, insultos y maldiciones.
Agucé el oído y creí comprender las razones de la nueva trifulca.
El sol volaba hacia el cenit y, al parecer, la pretendida aparición del Maestro no se había producido. Simón Pedro, impaciente e inmisericorde, volvía por sus fueros, atacando al grupo de Juan que, obviamente, pretendía apurar la tregua. Pero, de la polémica inicial —esperar o no hasta las tres de la tarde—, unos y otros terminaron por pasar a la insolencia y a los ataques personales. Simón, encabezando a los que deseaban la inmediata movilización de los «embajadores del reino», acusaba a los prudentes de «mujeres asustadizas, comadrejas repugnantes e indignos seguidores del Hijo de un Dios». El Zebedeo, por su parte, no le iba a la zaga. Secundado por los no menos airados Andrés, Mateo Leví y el «oso» de Caná, replicó en plena histeria que allí el único cobarde era Pedro. Y, mordaz e hiriente, sacó a flote las cuatro negaciones. Y aplastando la enronquecida voz de Simón Pedro, en uno de sus típicos arrebatos de vanidad, recordó a los presentes que él, y sólo él, «era el discípulo amado por Jesús: el único que recostaba la cabeza en su pecho».
Me negué a seguir escuchando. Y abatido me retiré, caminando sin rumbo. De haber penetrado en el caserón en tan críticos instantes, sólo Dios sabe lo que hubiera sido de aquel odiado pagano.
Y sin darme cuenta me vi frente al estrecho, quebrado y turbulento río Zají. La fuente de Saidan, al otro extremo del puente de piedra sin parapetos, se hallaba solitaria. Contemplé distraído el puñado de casas y chozas que se apelotonaban junto a la dársena y, necesitado de un poco de sosiego, me encaminé por la margen derecha del Zají al encuentro con la playa.
La agria pelea me confundió. Y recordé la flotilla de cuervos junto a la «cuna». ¿Cómo finalizaría la jornada?
Naturalmente, ninguno de estos conflictos sería reseñado jamás por los evangelistas. Su imagen —debieron de calcular— no salía bien parada. Creo que se equivocaron. Después de todo sólo eran hombres. Si hubieran guardado fidelidad a los hechos, los futuros creyentes y seguidores del Maestro lo habrían comprendido y aceptado, venerando con más fuerza, si cabe, su memoria. Pero ¿de qué me extrañaba? Otros sucesos —infinitamente más importantes— también fueron silenciados.
La costa se hallaba desierta. Frente a la media docena de escalinatas de piedra que permitía el acceso a la aldea por aquella zona descansaba una veintena de lanchas, varadas sobre una «arena» basáltica roja, negra y blanca, encendida por el implacable sol del mediodía. De pronto, el maarabit comenzó a mecer las barcas ancladas en la orilla. Continué paseando entre amasijos de redes y lanchones y, lentamente, sin proponérmelo, fui a parar frente a la «quinta piedra», el atraque de los Zebedeo: la roca prismática de medio metro de altura, con un orificio en la parte superior (a manera de «ojal»), que servía para amarrar los cabos, sujetando las embarcaciones fondeadas cerca de la playa.
Algunos de los barcos que faenaban frente a la primera desembocadura del Jordán extendieron las velas, aprovechando las primeras brisas. Y el yam comenzó a rizarse. Las gaviotas, montadas en el viento, se reagruparon, animando a los pescadores con sus chillidos.
Eché una ojeada a la casa de los Zebedeo. Aparentemente parecía tranquila.
Y agobiado por el calor —quizá rondásemos los 30º Celsius— me dirigí al agua. Deposité cayado y sandalias entre los guijarros y suavemente me introduje en el lago. El relativo frescor me serenó. Humedecí rostro y brazos y, por espacio de algunos minutos, permanecí plácidamente, con los ojos cerrados y la cara levantada hacia el poderoso sol. Aquella bendición me ayudó a olvidar momentáneamente lo desafortunado de mi situación.
Pero, súbitamente, el instinto (?) me previno. Fue una clarísima sensación. Alguien se hallaba a mis espaldas. El silencio era casi completo, apenas agitado por un oleaje infantil y el casi humano silbido del viento entre la cordelería de las barcas que cabeceaban a mi alrededor.
Me estremecí. Y una familiar y querida imagen se instaló en mi cerebro.
¿El Maestro?
Me negué a aceptarlo.
Abrí los ojos y muy despacio —deseando en lo más profundo que así fuera— giré hacia tierra.
Al descubrir la «presencia» sonreí para mis adentros. El instinto acertó. Yo, en cambio, fui víctima de aquella vieja obsesión.
Frente a mí, junto a la vara y el calzado, me observaba, en efecto, una persona. Pero no quien imaginaba.
Su rostro, grave, se modificó al reconocerme. Y con una incipiente sonrisa avanzó hacia el agua, abrazándome.
La desilusión quedó difuminada por el fraternal recibimiento del jefe de los Zebedeo. El anciano —según sus palabras—, no pudiendo soportar el enrarecido clima provocado por la pelea entre los íntimos, optó por abandonar la casa, refugiándose, como este explorador, en la paz del yam.
Y durante dos horas, a la sombra de una de las barcazas, frente por frente a las negras escalinatas que unían aquella franja de la costa con la puerta posterior del gran caserón, Zebedeo padre y quien esto escribe pasaron revista a un buen número de asuntos de los que este explorador tomaría especial nota.
Así supe, por ejemplo, que la Señora y su gente habían llegado sin novedad a la casa. Y también que la rodilla de la mujer se recuperaba satisfactoriamente.
El honrado y sincero propietario de los astilleros de Nahum no esquivó la delicada situación creada entre su hijo Juan y este «cobarde pagano». Y habló como era su costumbre, sin rodeos. María y Santiago le pusieron al corriente de los sucesos acaecidos en el viaje a Nazaret, así como de las desventuras padecidas en la aldea de la Señora. Y a la luz de algunas insinuaciones deduje que la madre del Maestro pudo revelarle parte de la verdad sobre mi auténtica identidad. En un primer momento me alarmé. Pero el intuitivo galileo, atravesándome con sus ojos azules, me tranquilizó.
—Si fueras lo que afirma mi torpe e impetuoso hijo —clarificó con aplomo—, ni el rabí, ni su madre, ni Santiago, ni yo mismo sentiríamos tan sólido afecto por tu persona…
Y depositando las gruesas y encallecidas manos sobre mis hombros remachó, dando por concluido el enojoso asunto:
—No temas. Mi amistad y hospitalidad siguen intactas. Disculpa a Juan. Es joven y engreído. Necesita tiempo. Hace años tuve el privilegio de conocer a otro Jasón, muy parecido a ti.
De nuevo la extraña historia…
—Aquel griego, especialmente amado por Jesús, se comportó siempre como un leal amigo. Tú, en muchos aspectos, eres idéntico a aquel bondadoso y enigmático personaje. Pues bien, no dudes de nosotros. Te queremos y respetamos. Y te ayudaremos, como lo hicimos con aquel Jasón, a cumplir esa importante «misión».
Debió de notar mi agradecimiento. Y envolviéndome en una interminable sonrisa, me acogió como un padre. Y el curtido y arrugado rostro se dulcificó.
Animado por aquella especie de confesión me atreví a interrogarle sobre algunos puntos que, ciertamente, al ser despejados por el anciano —excelente conocedor de la región—, beneficiaron nuestros siguientes movimientos.
No hizo preguntas. Ni siquiera se mostró sorprendido por lo singular de mis cuestiones. Así era Zebedeo padre: discreto, respetuoso, inteligente y generoso. Lástima que los mal llamados escritores sagrados no mencionen a esta pléyade de personajes —¿de segundo orden?— que arropó igualmente al Hijo del Hombre y contribuyó —¡y de qué forma!— al éxito de su encarnación.
Y hacia las 14 horas, ante nuestra sorpresa, por el este (la desembocadura del Zají), por el oeste (siguiendo el camino de Nahum) y por las escaleras que descendían de la aldea, comenzó a registrarse un lento e ininterrumpido fluir de hombres, mujeres y niños. Y recordé la convocatoria de Simón Pedro: «en la playa, a la hora nona».
Y el viejo Zebedeo, poco amante de este tipo de concentraciones, hizo ademán de despedirse. Pero, aturdido por lo que calificó como «imperdonable descuido», me rogó tuviera a bien compartir con ellos la comida del sábado. Con todo el tacto de que fui capaz le expliqué que —dadas las circunstancias, bien conocidas por él— no consideraba prudente personarme en su hogar. Y bien que lo sentía. Prefería esperar en la playa. Una vez concluido el discurso de Pedro abandonaría Saidan. Y prometí visitarle en los próximos días. La verdad es que una de las fases de la misión me obligaba a ello.
Lo comprendió y, deseándome paz, se retiró presuroso, desapareciendo escalera arriba.
Y durante casi una hora permanecí apaciblemente sentado a la sombra de la embarcación, pendiente de los grupos que iban tomando la playa y que, como yo, buscaban frescor al socaire de las lanchas.
Algunos niños —ajenos al verdadero motivo de la presencia de sus padres en el lugar— terminaron haciendo lo más sensato en aquellos calurosos momentos: abandonando túnicas y calzado en la orilla, se arrojaron al yam, jugando y disfrutando con el gratificante baño. Y nadando hasta las barcas próximas las tomaron por asalto. Y allí prosiguieron la diversión, arrojándose a las aguas con estrépito y en todas las posturas imaginables. Los gritos, risas y chapoteos me tuvieron ensimismado durante largos minutos.
Por lo que pude apreciar, aquellas gentes —en su mayoría— eran sencillos felah, trabajadores y artesanos de las poblaciones vecinas. También distinguí un buen número de am-ha-arez (la escoria del pueblo), semidesnudos y protegiéndose del sol por largos lienzos negros y rojos que arrollaban alrededor de la cabeza. No observé sacerdotes o representantes de la sinagoga más cercana, la de Nahum. Tampoco soldados.
Nada más acceder a la playa, muchos de los grupos se movilizaron en dos direcciones. Mientras unos recorrían la costa a la búsqueda de toda suerte de combustible, otros —preferentemente mujeres— se arrodillaban en la orilla, descamando y abriendo tilapias. Y poco a poco, aquí y allá, fueron surgiendo pequeñas hogueras. Los hombres, de pie, de espaldas al lago, formaron murallas protectoras, evitando que el viento arruinara las modestas candelas. Y las mujeres procedieron al asado de los peces.
A todas luces, aquello —más que una reunión de carácter religioso— se me antojó una festiva jornada «de campo o de playa», según se mire. A nadie parecía preocuparle la prometida aparición del rabí de Galilea. No acerté a oír un solo comentario sobre las supuestas «presencias» del Resucitado. Y durante un rato se limitaron a dar buena cuenta del almuerzo.
De vez en cuando los niños, reclamados por las madres, corrían hasta las fogatas, tomaban un grasiento trozo de pescado y regresaban alborozados a sus juegos.
Y así continuó la «fiesta» hasta que, poco antes de la hora nona (las tres), el silencio fue apoderándose de los cuatrocientos o quinientos congregados. Y las miradas se dirigieron a la puerta trasera del caserón de los Zebedeo, abierta de par en par. Me puse en pie.
Pedro apareció en primer lugar. Se detuvo unos instantes y, colocando la mano izquierda sobre los ojos —a manera de visera—, inspeccionó el gentío. A su espalda, el resto del grupo. Mejor dicho, «su» grupo.
Desde mi posición —a unos cincuenta o sesenta metros— no pude apreciar con nitidez la expresión de su rostro. Pero, a juzgar por el ánimo con que emprendió la bajada, la concentración debió de ser de su agrado. Y al pisar la playa, sin pérdida de tiempo, fue a encaramarse a una de las barcas. La mala fortuna, sin embargo, hizo que, nada más saltar al interior, fuera a tropezar con uno de los cabos y cayera entre las cuadernas. Y una espontánea y general risotada vino a celebrar la impetuosa y torpe irrupción del galileo. Los gemelos, Felipe y Santiago Zebedeo se apresuraron a auxiliarle. No hizo falta. Rojo de ira se alzó al momento, corrigiendo la dirección de la espada que sobresalía bajo la faja. Enmendó los pliegues de la túnica palmoteando furioso sobre el abultado abdomen y, sin más preámbulos, se enfrentó a la divertida parroquia. Y burlas y risas se extinguieron bruscamente ante la inquisidora mirada de Simón. El estudiado silencio del apóstol se prolongaría un par de minutos. Sólo la gente menuda —enfrascada en sus juegos— empañó el clima de expectación. Pedro, poco hábil aún en este menester, señaló hacia la chiquillería. Y las mujeres, comprendiendo, salieron a la carrera hacia la orilla, reclamando a gritos a los fogosos muchachos. Algunos obedecieron. Otros, haciéndose los sordos, se arrojaron a las aguas, reanudando la diversión.
Eché de menos a la Señora y su familia. Tampoco el bando de Juan Zebedeo hizo acto de presencia. La puerta fue cerrada y en lo alto de la escalinata se recortó la figura del joven Juan Marcos. Y siguiendo su costumbre fue a sentarse en los peldaños.
La blanda y redonda cara de Pedro recobró cierta quietud. Y con voz ronca se dirigió al fin a los presentes, recordando quién era el Hijo del Hombre. Después, gesticulando, con las arterias inflamadas, fue elevando el tono a medida que entraba en los pormenores de la resurrección. Y el suspense sobrecogió a la muchedumbre. Sinceramente, quedé maravillado. Simón Pedro «vivía» el discurso. Disfrutaba de una innegable capacidad para captar y conducir. Sabía cuándo y cómo prolongar la emoción. Instintivamente forzaba o ralentizaba la inflexión de la voz, acelerando o aliviando los corazones. Parecía conocer el formidable efecto de las pausas. Y las trabajaba con admirable precisión. Aquel —probablemente su primer discurso «en serio»— dejó tan agradablemente sorprendidos a sus compañeros que, tácitamente, fue aceptado como el nuevo líder.
Y la pasión y certeza de sus palabras fueron tales que, al poco, aquellos que oían detrás de la puerta del caserón, terminaron abriéndola y asomándose a la playa. Juan Zebedeo, Mateo Leví, Andrés, Tomás, Simón el Zelota y Natanael —en un gesto que los honraba— descendieron lenta y sigilosamente y se reunieron con el resto de los emocionados discípulos.
Pedro, al percatarse de la llegada de sus amigos, fijando los claros ojos en su hermano, enganchó con habilidad las últimas referencias al «reino», haciendo pública confesión de sus recientes errores. Y advirtió al gentío que la «imperfecta y torpe condición humana es, justamente, el único sello requerido para entrar en él».
Andrés respondió al imprevisible Simón con una leve inclinación de cabeza. Lo he dicho y no me importa repetirlo: aquellas disputas se hallaban siempre por debajo del sincero y entrañable cariño que se profesaban. Asistí a muchas. Algunas, incluso, como espero relatar, más envenenadas. Sin embargo, tarde o temprano, se hacía la paz. Una paz sin rencores. Una paz sin memoria.
Las ardientes palabras motorizaron los sentimientos de los más oprimidos —los am-ha-arez—, que corearon la advertencia con entusiastas peticiones de ingreso en ese «reino». Y Pedro, reclamando calma, les hizo ver que «sólo había un camino: imitar al Resucitado».
Éste, en mi opinión, fue el único error del magnífico y entregado orador. Ahí nacería la futura religión «cristiana». En aquel sábado, 29 de abril del año 30, en la remota playa de Saidan y siendo casi las 16 horas, fue plantada la semilla de una iglesia que olvidó el fondo en beneficio de la forma.
Y tras cincuenta minutos de discurso, con un público embelesado y rendido, Simón Pedro cerró la alocución con un audaz acto de fe:
—Y afirmamos que Jesús de Nazaret no está muerto. Y declaramos que se ha levantado de la tumba. Y proclamamos que le hemos visto y hemos hablado con Él.
Y digo «audaz acto de fe» porque, como se recordará, la casta sacerdotal prohibió toda alusión a la supuesta resurrección del Galileo. (Al día siguiente de dicha resurrección —lunes, 10 de abril—, el sumo sacerdote Caifás, su suegro Anás, los saduceos, escribas y demás fanáticos celebraron una reunión de urgencia en la que, ante las inquietantes noticias que corrían por la Ciudad Santa, adoptaron las siguientes y drásticas medidas:
Primera: todo aquel que hable o comente [en público o en privado] los asuntos del sepulcro o la pretendida vuelta a la vida de Jesús de Nazaret será expulsado de las sinagogas.
Segunda: el que proclame que ha visto o hablado con el Galileo será condenado a muerte).
Y aunque esta última propuesta no pudo ser sometida a votación, lo cierto es que el incumplimiento de tales normas podía acarrear serias dificultades al infractor. Pedro lo sabía y, no obstante, se arriesgó valientemente. Éste era Simón: un hombre consumido por las contradicciones.
Y de pronto, finalizado el discurso, cuando el discípulo —en mitad de un respetuoso silencio— se disponía a saltar de la lancha, sucedió «algo» que, obviamente, nadie esperaba.
Fue tan increíble que, de no haber contado con aquel medio millar de testigos, habría dudado de mi capacidad de percepción e incluso de mi salud mental. Pero los hechos, como digo, fueron reales.
Las gentes, atónitas, no reaccionaron. ¿Cómo hacerlo?
Recuerdo que el viento cesó. Y lo hizo bruscamente y a destiempo. El maarabit sopla indefectiblemente, entre abril y octubre, desde el mediodía al atardecer. Era, poco más o menos, la hora «décima» (las cuatro). Faltaban por tanto dos horas y cuarenta minutos para el ocaso.
Y las fogatas —«alimentadas» (?) por una fuerza invisible— estiraron sus lenguas de fuego. Pero fue un crepitar silencioso.
¿Silencioso?
En realidad, «todo» era silencio. (Las palabras no me ayudan). Quizá estoy tratando de racionalizar lo irracional. Quizá los hechos no ocurrieron en este orden. Quizá todo fue simultáneo.
De algo sí estoy seguro: «todo» era un inmenso y antinatural silencio. Dejé de oír el golpeteo del yam. Las risas y chapoteos de los niños se extinguieron. Y también el lejano manicomio de las gaviotas. Sin embargo, el oleaje batía la costa. Los muchachos continuaban retozando y las aves volaban incansables alrededor de las embarcaciones. Unos barcos con las velas súbitamente deshinchadas.
¿Qué estaba pasando?
Y en aquel atronador silencio, en el centro de la barca, surgió una alta figura.
Pero creo que, en mi precipitación, no estoy siendo riguroso. Quien esto escribe no presenció el primer instante de esa aparición. Me explico. Alarmado por estos acontecimientos había vuelto el rostro hacia el lago, intentando averiguar la razón de aquel cambio en la sonoridad del lugar. Y en ello estaba cuando, de improviso, las gentes retrocedieron. Algunos tropezaron y cayeron. No oí exclamaciones. El movimiento —provocado por el miedo— fue igualmente silencioso.
Y al girar de nuevo la cabeza hacia la lancha vi al «hombre».
Quiero decir con esto que la gente contempló la imagen uno o dos segundos antes que yo. Un pequeño gran detalle que me convenció de la realidad de lo que estaba presenciando. No hubo, por tanto, sugestión colectiva. ¿Y a santo de qué iba a haberla? La casi totalidad de los allí reunidos, como ya mencioné, podría ser catalogada como simples curiosos, incapaces de provocar fenómenos tan puntuales y complejos como la «congelación» del maarabit, la brusca «crecida» de los fuegos y el enmudecimiento del lago. Demasiado, a mi entender, para unos humildes hombres, mujeres y niños que sólo pretendían disfrutar del descanso sabático y de las palabras de un grupo de «locos» que pregonaba la vuelta a la vida de otro no menos «loco».
Y quedé petrificado. Frente a mí, a poco más de cinco metros, se erguía el añorado rabí. Vestía su larga túnica blanca, sin manto, con los brazos desmayados a lo largo del «cuerpo».
Y durante unos instantes —¿cómo medir el tiempo en esas circunstancias?— los ojos se pasearon por la desconcertada y temerosa concurrencia. Percibí un corto recorrido de la cabeza —de su izquierda a la derecha—, acompañando esta especie de «inspección».
No sé qué fue lo que más me sobrecogió: la presencia del Resucitado o aquel indefinible e incomprensible «silencio» que lo envolvía y nos envolvía.
El rostro, relajado y bronceado, aparecía directamente iluminado por un sol que escapaba ya hacia el oeste. Y observé otro interesante «detalle». Los hermosos y rasgados ojos acusaron la intensa radiación solar, obligándole a parpadear. Su aspecto era idéntico al que ofrecía en «vida». Los cabellos, acaramelados, caían lacios y dóciles sobre los anchos y musculosos hombros. No distinguí los pies, ocultos por el casco del bote. Las manos, largas, velludas e igualmente bronceadas, apenas se movieron.
¿Utilizar la vara? Imposible. No hubo tiempo material. Ni siquiera acerté a prevenir a la «cuna». Sólo tuve ojos para devorar aquella figura.
Y abriendo los finos labios, con su templada, vigorosa y acariciante voz, exclamó:
«Que la paz sea con vosotros…».
Se produjo una brevísima pausa.
Sé que puede parecer de locos. Yo mismo continúo haciéndome una y mil preguntas. Fue desconcertante. Las palabras sonaron perfectas en un escenario «perfectamente insonorizado».
«… Mi paz os dejo».
E instantáneamente dejé —dejamos— de verle. Sencillamente (?) se volatilizó.
Y sin intervalo alguno, con el eco de la última frase en mi mente, todo recuperó la normalidad. El viento arremetió contra las espigadas llamas, humillándolas, y el yam despertó con sus habituales sonidos.
Pedro, con las manos sobre la borda y el rostro vuelto hacia el lugar que había «ocupado» el Resucitado, seguía con la boca abierta. Los íntimos, con la misma expresión de asombro, no acertaban a moverse. En cuanto a la gente —anclada como árboles—, terminó levantando las miradas, buscando en el cielo una explicación a lo inexplicable.
Finalmente, los gemelos de Alfeo rompieron a gritar, liquidando la paralización general. Y unos y otros, saltando, llorando, riendo y abrazándose, convirtieron la playa —esta vez sí— en una auténtica fiesta.
Y quien esto escribe —más confundido que nadie— se dejó caer sobre la arena, incapaz de razonar.
Era la tercera aparición en Galilea. Muy breve. Inferior quizá a los diez segundos, pero clara y rotunda.
Ninguno de los evangelistas habla de ella. Sólo Juan hace una inconcreta alusión cuando, en el capítulo 20 (30-31) de su evangelio, afirma que «Jesús realizó otras señales en presencia de los discípulos, que no están escritas en este libro». Y yo me pregunto: ¿por qué no fue escrita? ¿Es que no era lo suficientemente importante? Tratándose del Maestro y, sobre todo, de una soberbia demostración de la existencia de vida después de la muerte, por supuesto que sí. ¿Qué fue entonces lo que ocurrió? ¿Perdió la memoria el Zebedeo? A mi corto entender sólo cabe una posible explicación: Juan sucumbió de nuevo a su incorregible vanidad, concediendo prioridad a su buena imagen y, de paso, a la del resto del colegio apostólico. Si el evangelista se hubiera decidido a contar lo acaecido en las primeras horas de la tarde de aquel sábado frente a la aldea de Saidan, una de dos: o mentía o escribía la verdad. Y optó por una tercera vía: el silencio.
De haber sido fiel a los hechos habría tenido que razonar el porqué de la presencia de aquellas gentes en la playa. Eso significaba el reconocimiento de una división entre los «sagrados embajadores del reino». Más aún: tendría que haber admitido que él y parte del grupo se mantuvieron alejados del brillante discurso de Simón Pedro durante buena parte del mismo. E, igualmente, que terminaron cediendo. Tanta sinceridad no parecía prudente en aquellos difíciles albores de la comunidad cristiana… E invito al desconocido lector de estos diarios a que explore los cuatro textos evangélicos. No encontrará un solo párrafo en el que se intuya la más mínima división entre los íntimos del Maestro.
Y remedando la «conclusión» de Juan en dicho evangelio, yo también me atrevo a escribir: «Estas señales del Resucitado —todas— han sido escritas para que quizá alguien, algún día, conozca la verdad —toda la verdad— y sepa a qué atenerse».
La playa fue despejándose y, durante un tiempo, continué absorto, luchando por comprender. Reconstruí lo ocurrido una y otra vez. Pero siempre me veía enfrentado a la misma e irritante conclusión: incomprensible. La ciencia no estaba —no está— preparada. Y humildemente me postré de rodillas, aceptando cuanto había visto y oído.
El retorno al módulo fue rápido y sin tropiezos. Si digo la verdad, me extrañó el cierre de la aduana. Lo que no podía imaginar es que este explorador fuera el responsable. Pero debo contenerme y respetar el orden cronológico de los acontecimientos.
Cambié el aureus en Nahum (con relativo éxito: treinta y tres denarios de plata) y, tras adquirir un buen surtido de provisiones, accedí a la nave con las primeras sombras del anochecer.
Eliseo, como siempre, me recibió con alivio. Y el resto de la jornada fue dedicado a dos asuntos, a cuál más atractivo: el repaso a la inminente exploración del lugar donde debería aterrizar la «cuna» en los próximos días y el cada vez más desconcertante doble asunto del fenómeno de la Resurrección y las apariciones del Maestro.
Como ya indiqué, durante mi estancia en Nazaret, mi hermano procedió a los análisis de las bayas, hojas y ramas del sicómoro existente frente a la cripta en la que había reposado el cadáver de Jesús de Nazaret [28]. Dicho árbol, al igual que otros frutales cercanos, resultó afectado, como se recordará, por la misteriosa lengua de luz que partió de la boca de la cripta. La radiación (?), de un blanco azulado brillantísimo, desecó parte del ramaje del corpulento «ficus», consumiendo y «fosilizando» buen número de frutos.
No agotaré al hipotético lector con los complejos procedimientos analíticos [29]. Me concentraré en los resultados, aunque debo adelantar que, lejos de esclarecer el fenómeno, nos sumieron en una mayor perplejidad. Quizá la ciencia, algún día, a la vista de estos datos, pueda llegar más lejos.
Antes de proceder al estudio químico, las muestras fueron sometidas a un detector Geiger. Pero no arrojaron el menor indicio de emisiones radiactivas.
Las exploraciones fisiológico-estructurales —a niveles celulares— mostraron una intensa deshidratación (casi al ciento por ciento). En algunos casos, elementos claves como el calcio, sodio, cobre y potasio aparecían casi irreconocibles y convertidos en «piedra». Lamentablemente, el hecho de no saber con exactitud lo que realmente debíamos buscar terminó confundiendo y desanimando a mi hermano. Evidentemente, aquel ser vivo fue sometido a una intensa modificación celular. Pero ¿qué alteró su estructura? ¿Calor? ¿Una radiación desconocida? ¿Una fuente electromagnética?
Uno de los indicios más relevantes en aquella enigmática y compleja anormalidad surgió en la analítica de los elementos minerales. Mientras los índices de los componentes habituales en este tipo de árbol se mostraban en los límites más o menos aceptables, el del manganeso, en cambio, se elevó siempre —en todas las muestras— por encima de las 2 800 ppm. (partes por millón). (En un sicómoro sano, la cantidad de Mn oscila alrededor de las 300 ppm.) Pensar en una alteración como consecuencia de algún tratamiento fungicida nos pareció fuera de lugar. Al no disponer de muestras del terreno donde se asentaba el «ficus», las evaluaciones tuvieron que ser interrumpidas. Algunas semanas más tarde, en una nueva incursión a la Ciudad Santa, pude hacerme con dichas muestras, verificando lo que sospechábamos: la plantación de José de Arimatea gozaba de un suelo de tipo medio —básicamente calizo—, con unas proporciones razonables de manganeso [30]. No debía atribuirse, por tanto, la elevada toxicidad descubierta en el sicómoro a las características naturales de la capa de tierra sobre la que crecía el huerto.
¿Qué fue lo que elevó el volumen de aquel micronutriente (el manganeso) hasta 2 830 ppm.? Honradamente, no lo sabemos.
Eliseo, quien esto escribe y «Santa Claus» «debatimos» el enigma hasta el agotamiento. Pero no logramos aunar criterios.
La hipótesis sobre la misteriosa desaparición del cadáver del Maestro no encajaba con las vibraciones percibidas antes y durante el corrimiento de la pesada muela que cerraba la cripta y tampoco con la lengua luminosa que se proyectó hasta los árboles.
Nuestra teoría apuntaba hacia una infinitesimal e intensísima «aceleración» de la putrefacción del cuerpo de Jesús [31]. El instrumental detectó en las «colonias cuánticas» que flotaban sobre el lienzo en el que había reposado el cadáver unos swivels claramente «removidos» y «estacionados» en un «ahora» histórico que, obviamente, nada tenía que ver con aquel presente (año 30). La descomposición fue consumada, por tanto, en décimas o centésimas de segundo. Un proceso que, de haber seguido los cauces de la Naturaleza, hubiera necesitado, como mínimo, alrededor de cinco años.
Nosotros conocíamos esa fantástica posibilidad de modificar los ejes ortogonales de estas «unidades subatómicas elementales». Pero dichas inversiones axiales —al menos con la tecnología de Caballo de Troya— nunca fueron acompañadas por los fenómenos ya mencionados: vibraciones y «escapes» luminosos. Unos fenómenos que, evidentemente, alteraban el entorno. A no ser que ambos sucesos —aceleración de la descomposición y lengua luminosa— fueran independientes.
«Santa Claus» propuso entonces una vía alternativa que nos dejó perplejos: quizá «alguien» (?), satisfecha la resurrección, quiso dejar constancia física de los hechos. Una especie de «acta notarial», válida para aquel tiempo y para el nuestro. Verdaderamente, tanto aquélla, como las generaciones futuras, han contado con el espléndido «regalo» del lienzo que cubrió al rabí de Galilea durante treinta y seis horas. En él, como ya dije, se encuentra encerrada la «información» que puede esclarecer esa última fase de la resurrección: la enigmática desaparición del cuerpo. En cuanto a los anormales índices de manganeso, la deshidratación y «fosilización» era justo reconocer que constituían otra interesante evidencia. Una prueba que —de acuerdo a los «torcidos renglones de Dios»— nos tocó rescatar del olvido.
Como decía el Maestro, «quien tenga oídos…».
Eliseo defendió la aparentemente absurda y anticientífica sugerencia de «Santa Claus». Quien esto escribe, por el momento, se abstuvo de pronunciarse, aguardando a que la ciencia esté en condiciones de ampliar y clarificar lo ocurrido.
Tampoco el intrincado enigma de las apariciones del Resucitado fue fácil de resolver desde el prisma de la racionalidad.
Aquellas súbitas materializaciones y desmaterializaciones —ignoro cuál podría ser el término que las definiera correctamente— iban contra todo lo conocido.
Basándonos en los descubrimientos obtenidos durante la segunda de estas «presencias» en Galilea [32] —la registrada a corta distancia de la nave—, mi hermano y yo pusimos en pie varias «soluciones» (?). Ninguna, naturalmente, puede ser estimada como definitiva. Me referiré, someramente, a la que, en principio, presentaba mayor solidez (?). De acuerdo con los cálculos del ordenador, a juzgar por los «movimientos» atómicos detectados en lo que podríamos calificar como «encéfalo» y en el resto del no menos fantástico «sistema nervioso central», aquel «cuerpo glorioso» parecía disfrutar de una asombrosa capacidad para modificar —¡a voluntad!— el ritmo vibratorio de sus trillones de átomos [33]. Esa desconocida y magnífica potestad permitía, al parecer, que la materia que conformaba aquel «organismo» comenzase a vibrar vertiginosamente dentro de sus límites espaciales, alcanzando una «velocidad» próxima a la de la propagación de la luz. (Cuán difícil es traducir a conceptos humanos lo que, sin duda, son realidades sobrenaturales).
Pues bien, en tal circunstancia, la masa del «cuerpo glorioso» perdía las propiedades de «masa pesante», adquiriendo las correspondientes a las de una «masa inercial» de proporciones similares a las que podría haber alcanzado dicho «cuerpo» trasladándose por el espacio a una velocidad próxima a la de la luz. (La misma a la que vibraban sus componentes atómicos). Los efectos cinéticos de esa masa inercial serían superiores —en miles de veces— a los registrados por la masa del cuerpo en su estado normal de vibración atómica. (Un estado que, en líneas generales, es denominado «de reposo»).
Y llegamos a lo que importa. Esa elevadísima «velocidad» en todos y cada uno de los átomos —estimulada, insisto, a voluntad del «individuo»— «comprimía» (?) la materia hasta colocarla en los límites de la adimensionalidad. El siguiente paso era el ya conocido de la brusca desmaterialización. Sencillamente (?), el «cuerpo glorioso» desaparecía de la vista.
Se cumplía así, en efecto, la teoría de Fitzgerald. Lamentablemente, ahí concluían nuestras especulaciones. Y no era poco.
Lo que no encajaba con lo actualmente aceptado por la Física —amén de otros pormenores— era la evidente ausencia de implosión. En ese crítico instante —al desaparecer el «cuerpo glorioso»—, el volumen ocupado en el espacio debería quedar bruscamente vacío. Y el aire que rodeaba al Resucitado tendría que precipitarse hacia él [34]. Sin embargo, en ninguna de las apariciones que este explorador tuvo la fortuna de presenciar, y en las que me fueron narradas, se produjo estampido alguno. Tampoco la exploración instrumental aportó novedad al respecto. Mejor dicho, sí la hubo. Pero sólo contribuyó a multiplicar nuestra oscuridad. Los dispositivos técnicos de la «cuna» —al menos en la citada segunda aparición en Galilea— no fueron capaces de localizar ese vacío. Simplemente: no hubo tal vacío. La masa de aire que había sido ocupada por el «cuerpo» se comportó con normalidad: sin movimiento, tensión o succión.
¿Guardaba esta anomalía (?) alguna relación con los «silencios» que precedían y acompañaban a las apariciones? Tampoco lo sabemos.
Para estos confundidos exploradores sólo cabía una posible explicación: la desmaterialización era una realidad objetiva, pero sólo a nivel visual. En otras palabras: aquella entidad, al cruzar la frontera de la adimensionalidad, continuaba «ocupando» el mismo espacio en nuestro mundo, pero «instalada» en un «universo» (?) de naturaleza y dimensiones desconocidas. Seguía allí…, pero no para nosotros.
Por supuesto, ni los radares, ni el cinturón IR, ni tampoco el «bombardeo» teletermográfico proporcionaron la menor pista. Aquel Ser podía «existir» simultáneamente en dos «mundos» (?) diferentes. ¿Y por qué en dos? ¿Por qué no en un número infinito de planos? Y nos preguntamos con emoción: ¿es justamente esto lo que nos aguarda tras la muerte?
Éste, ni más ni menos, fue el mensaje de esperanza que latió detrás de cada una de las apariciones del Hijo del Hombre.